Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
Veía la espalda de Anna, quien temía el momento en que tendría que volverse, mirarme a la cara y hablar conmigo. Nos teníamos simpatía, si bien ella nunca pudo reprimir una penosa tendencia a educarme. Hacía quince años que estaba con nosotros, mamá la obtuvo por mediación de un primo que era párroco evangélico. Anna procede de Potsdam, y el mero hecho de que nosotros, aunque protestantes, habláramos el dialecto renano, le pareció a ella grotesco, casi monstruoso. Yo creo que un protestante que hablase bávaro le parecería la encarnación del demonio. Ya se había acostumbrado un poco al país renano. Es alta, delgada y orgullosa de saber «moverse como una dama». Su padre fue tesorero en una asociación de la cual sólo sé que se llamaba I.R. 9. Es de todo punto inútil decirle a Anna que nosotros no pertenecemos a esta I.R. 9; en lo que respecta a la educación de los jóvenes no quiere ella apartarse de esta máxima: «Esto no hubiese sido posible en la I.R. 9.» Nunca he llegado a saber qué es la I.R. 9, pero sé que en aquella enigmática institución pedagógica yo no hubiese valido ni para mozo de limpieza de las letrinas. Especialmente mis prácticas higiénicas despertaron siempre en Anna reminiscencias del I.R. 9, y «esa horrible costumbre de quedarse en la cama tanto como sea posible», provoca en ella el mismo asco que si yo estuviese atacado de lepra. Cuando por fin se volvió y vino a la mesa con la cafetera, mantenía los ojos bajos como una monja que sirviese a un obispo de dudosa reputación. Lo sentí por ella, así como por las chicas del grupo de Marie. Seguramente había notado Anna, con su instinto de monja, de donde venía yo, mientras que mi madre, aunque yo viviera tres años casado secretamente con una mujer, no notaría nada. Tomé la cafetera de manos de Anna, me serví café, así firmemente la manga de Anna y la obligué a mirarme: lo hizo con sus ojos azules, desvaídos, de inquietos párpados, y vi que realmente lloraba. «Maldita sea, Anna», dije, «mírame. Supongo que en tu I.R. 9 era costumbre mirar valientemente a los ojos.»
«No soy valiente», lloriqueó, y la solté; volvió el rostro hacia el fogón, murmuró algo de pecado e infamia, de Sodoma y Gomorra, y yo dije: «Por Dios, Anna, piensa en lo que verdaderamente hicieron los de Sodoma y Gomorra.» Apartó mis manos de sus hombros, y yo salí de la cocina sin decirle que quería marcharme de casa. Era la única persona con la que hablaba a veces sobre Henriette.
Leo me esperaba ya afuera, ante el garaje, y miraba angustiado a su reloj de pulsera. «¿Ha notado mamá que me marché?», pregunté. Dijo «no», me dio la llave y abrió el portal. Subí al coche de mamá, lo puse en marcha e hice subir a Leo. Se esforzaba por mirar a sus uñas. «Tengo la libreta de ahorros», dijo, «durante el recreo iré a sacar el dinero. ¿Adonde he de mandarlo?» «Mándalo al viejo Derkum», dije. «Por favor», dijo, «acelera, que es tarde.» Pasamos rápidamente por el sendero de nuestro jardín, salimos afuera y tuvimos que esperarnos ante la parada en la que Henriette subió al tranvía para marcharse a la DCA. Subieron al tranvía un par de chicas de la edad de Henriette, riendo como ella había reído, con gorros azules en la cabeza y abrigos con cuello de piel. Si viniese otra guerra, las despedirían sus padres exactamente igual como mis padres despidieron a Henriette, les darían dinero para sus gastos, un par de sándwiches, unas palmaditas en el hombro, y les dirían: «Pórtate bien.» Me hubiese gustado saludar a las chicas, pero desistí. Todo se interpreta mal. Cuando se va en un coche tan disparatado, no se puede ni siquiera saludar a una muchacha. Una vez en el Hofgarten regalé a un chico media pastilla de chocolate y aparté sus rubios cabellos de su sucia frente; estaba llorando y las lágrimas le subían por la frente, y sólo quise consolarle. Hubo un horrible altercado con dos mujeres que poco faltó para que llamasen a la policía, y después de la refriega me sentí como un monstruo, porque una de las mujeres no paraba de decirme: «Sujeto asqueroso, sujeto asqueroso.» Fue abominable, la escena me produjo una sensación de perversidad igual que la que me produce un auténtico monstruo.
Mientras el coche iba por la ruta de Coblenza con gran exceso de velocidad, miré ansiosamente en busca de un coche de ministro al que poder arañar. El coche de mamá tiene los cubos de las ruedas muy salientes y con ellos se puede arañar otro coche, pero tan temprano no había ministros por la carretera. Pregunté a Leo: «¿Y qué, de veras vas a ser soldado?» Asintió, ruborizado. «En el círculo hemos hablado de eso», dijo, «y hemos llegado a la conclusión de que favorece a la democracia.» «Bien», dije, «anda, alístate en la farsa, yo a veces lamento estar exento del servicio militar.» Leo se volvió a mí en actitud interrogadora, pero volvió la cabeza cuando quise mirarle. «¿Por qué?», preguntó. «Oh», dije, «me gustaría volver a ver al comandante que estuvo alojado en casa y que quería fusilar a la señora Wieneken. Seguro que ahora es coronel o general.» Paré ante el Beethovengymnasium para que Leo pudiese apearse, pero meneó la cabeza y dijo: «Aparca detrás, a la derecha del Seminario», seguí adelante, paré, di a Leo la mano, pero sonrió preocupado y a su vez me tendió la mano abierta. Yo estaba ya lejos con el pensamiento, no comprendí, y me puso nervioso el ver cómo Leo miraba sin cesar, con inquietud, su reloj de pulsera. Faltaban aún cinco minutos para las ocho, y tenía tiempo sobrado. «No me harás creer que realmente quieres hacerte soldado», dije. «¿Y por qué no?», dijo enfadado, «dame las llaves del coche». Le di las llaves, incliné la cabeza saludándole y me marché. Todo el tiempo estuve pensando en Henriette y juzgué una locura que Leo quisiera hacer el servicio. Atravesé el Hofgarten, dejé atrás la Universidad y me dirigí al Mercado. Sentía frío y quería ir a casa de Marie.
La tienda estaba llena de niños cuando llegué. Los niños tomaban caramelos, lápices, gomas de borrar de las estanterías, y le dejaban al viejo Derkum el dinero sobre el mostrador. Cuando atravesé la tienda para entrar en el cuarto de atrás, él no levantó la mirada. Fui hacia el fogón, calenté mis manos con la cafetera y pensé que Marie llegaría en cualquier momento. No me quedaban cigarrillos, y reflexioné si debía pagarlos o no, si se los pedía a Marie. Me serví café de la cafetera y me di cuenta de que había tres tazas sobre la mesa. Cuando en la tienda se hizo silencio, puse a un lado mi taza. Deseé que Marie estuviese conmigo. Me lavé en la pila, junto al fogón, la cara y las manos, me peiné con el cepillo para las uñas que hallé en la jabonera, me alisé el cuello de la camisa, ajusté la corbata y examiné una vez más mis uñas: estaban limpias. De repente me di cuenta de que tenía que «hacer todo lo que de ordinario no hacía.
Cuando entró su padre acababa yo de sentarme, y me levanté inmediatamente. Él estaba tan perplejo y tan intimidado como yo; no parecía enfadado, sólo muy serio, y cuando alargó la mano hacia la cafetera me sobresalté, no mucho, pero se notó. Meneó la cabeza, se sirvió, me ofreció la cafetera, le di las gracias, siguió aún sin mirarme. La pasada noche, allá arriba en la cama de Marie, cuando pensaba en todo, me había sentido muy seguro. Me hubiese gustado fumar un cigarrillo, pero no me atreví a sacar uno de su paquete que estaba encima de la mesa. En cualquier otra ocasión lo hubiese hecho. Al verle allí de pie, inclinado sobre la mesa, con su gran calva y la corona de cabellos grises y en desorden, me pareció muy viejo. Dije en voz baja: «Señor Derkum, está usted en su derecho», pero él golpeó la mesa con la mano, me miró por fin por encima de sus gafas, y dijo: «Maldita sea, ¿teníais que hacer eso, y precisamente de este modo, para que se enterara toda la vecindad?» Me alegré de que no estuviese decepcionado y no comenzase a hablar de honor. «Lo peor que podía pasar. Sabes perfectamente los sacrificios que nos cuesta ese condenado examen, y ahora», cerró la mano, la abrió como si soltase a un pájaro, «nada». «¿Dónde está Marie?», pregunté. «Se marchó», dijo, «partió para Colonia.» «¿Dónde está?», grité, «¿dónde?» «Cálmate», dijo, «ya te enterarás. Supongo que ahora querrás ponerte a hablar de amor, de boda y de todo el rollo. Ahórratelo. Puedes marcharte ya. Me gustará ver cómo te las compones. Vete.» Tuve miedo de marcharme. Dije: «¿Y la dirección?» «Aquí está», dijo, y me alargó una cuartilla por encima de la mesa. Me guardé la cuartilla. «¿Y qué más?», gritó, «¿qué más? ¿A qué esperas?» «Necesito dinero», dije, y me alegré de que se echara a reír; fue una extraña risa, cruel y desagradable, que sólo le había oído una vez en que hablábamos de mi padre. «Dinero», dijo, «es un chiste, pero ven», dijo, «ven», y asiéndome de la manga me llevó a la tienda, pasó detrás del mostrador, abrió la caja con estrépito y comenzó a sacar calderilla a manos llenas: moneditas de diez, cinco y un pfennig. Desparramó el dinero sobre los cuadernos y periódicos, titubeé, y luego comencé lentamente a recoger las monedas, estuve tentado de recogerlas todas de una vez en la palma de la mano, pero seguí tomándolas una a una, las conté y me las fui metiendo en el bolsillo marco a marco. Me miró como lo hacía, asintió, sacó su portamonedas y me dio una moneda de cinco marcos. Nos ruborizamos los dos. «Perdóname», dijo en voz baja, «perdóname, por Dios, perdóname.» Pensó que yo estaría ofendido, pero yo le comprendía muy bien. Le dije: «Regáleme un paquete de cigarrillos.» Inmediatamente tomó dos paquetes de la estantería a su espalda y me los dio. Estaba llorando. Me incliné por encima del mostrador y le besé en la mejilla. Es el único hombre a quien he besado.
El pensar que Züpfner podía contemplar a Marie vistiéndose, o que le estaba permitido mirar cómo ella enroscaba el tapón en el tubo de dentífrico me hizo sentirme muy desgraciado. Me dolía la pierna, y me asaltaron dudas de si tendría aún posibilidad de actuar en la línea-de-los-treinta-a-los-cincuenta-marcos. Me atormentaba también el pensamiento de que Züpfner no tuviese el menor interés en contemplar a Marie enroscando el tubo de dentífrico: según mi modesta experiencia, los católicos no tienen el más mínimo sentido de los detalles. Había anotado en mi cuartilla el número de teléfono de Züpfner, pero no estaba aún armado para marcar ese número. Nunca se sabe lo que es capaz de hacer una persona bajo presión ideológica, y quizá se había casado realmente con Züpfner, y el oír la voz de Marie al teléfono, diciendo «aquí Züpfner», eso no lo hubiese soportado yo. Para poder telefonear a Leo, busqué en el listín las «escuelas sacerdotales» y no encontré nada, y sin embargo sabía que había dos de esos engendros: el Leoninum y el Albertinum. Por último encontré fuerzas para descolgar el auricular y marcar el número de Informaciones, hasta pude comunicar, y la muchacha que habló lo hizo incluso con acento renano. A veces siento anhelo por oír hablar renano, hasta tal punto que desde el hotel llamo a una central telefónica de Bonn, para oír este lenguaje enteramente desprovisto de marcialidad, al cual falta la R, el sonido en que se basa la disciplina militar.
Escuché el «espere, por favor» sólo cinco veces, luego contestó una muchacha y yo le pregunté por «esos lugares donde se forman los sacerdotes católicos»; le dije que había buscado por «escuelas sacerdotales» sin encontrar nada, ella rió y dijo que esos «lugares» —pronunció lindamente las comillas— se llaman sencillamente seminarios, y me dio el número de ambos. La voz de la muchacha al teléfono me había serenado un poco. Había sonado natural, ni falsa, ni coqueta, y muy renana. Incluso logré comunicar con telégrafos y cursar el telegrama para Karl Emonds.
Siempre ha sido para mí incomprensible por qué todos los que se tienen por inteligentes se empeñan en mostrar un obligado odio a Bonn. Bonn ha tenido siempre ciertos encantos, encantos soñolientos, como hay mujeres de quienes puedo imaginar que su somnolencia sea atractiva. Naturalmente que Bonn no soporta exageraciones y se ha exagerado esta ciudad. No se puede describir una ciudad que no soporta exageraciones: de todos modos, es una rara cualidad. Cualquier niño sabe también que el clima de Bonn es clima para rentistas, que se dan relaciones entre la presión arterial y la atmosférica. Lo que a Bonn no le sienta bien en absoluto es la irritación defensiva: en casa he tenido abundantes ocasiones de hablar con altos funcionarios, diputados, generales —mi madre es gran organizadora de
parties
—, y todos adoptaban una actitud de irritada, a veces incluso llorosa defensiva. Todos sonríen con gemebunda ironía cuando se habla de Bonn. No comprendo esta afectación. Si una mujer cuyo atractivo es la somnolencia se pone de repente a bailar un cancán salvaje, sólo cabe suponer que ha sido drogada; pero no es posible drogar a una ciudad entera. Una buena tía anciana puede enseñarle a uno cómo se hace un pullover, cómo se borda un tapete y cómo se sirve el jerez; sin embargo, no esperaría yo de ella una inteligente conferencia de dos horas sobre la homosexualidad, o que hablase repentinamente la jerga de las prostitutas, a las que todos en Bonn echan tanto de menos. Falsa expectación, falso pudor, falsa especulación sobre la perversión. No me sorprendería que hasta los representantes de la Santa Sede comenzasen a quejarse de la escasez de prostitutas. En una de las
parties
en mi casa conocí una vez a un político, miembro de una comisión para la lucha contra la prostitución, que se me quejó en voz baja de la escasez dé prostitutas en Bonn. Y antes, Bonn realmente estaba bien, con sus muchas callejuelas, librerías, asociaciones estudiantiles, pequeñas panaderías con una trastienda donde se podía tomar café.
Antes de intentar llamar por teléfono a Leo, cojeé hasta el balcón, para echar una ojeada a mi ciudad natal. La ciudad es realmente bonita: la catedral, los techos del antiguo palacio de los príncipes electores, el monumento a Beethoven, el pequeño mercado y el Hofgarten. El destino de Bonn es que no se crea en su destino. Aspiré a pleno pulmón, desde mi balcón, el aire de Bonn, que me estimuló de un modo sorprendente: como cambio de aires, puede Bonn obrar maravillas durante horas enteras.
Salí del balcón, volví a mi cuarto y marqué, sin titubear, el número de la casa esa donde estudiaba Leo. Me sentía intranquilo. Desde que se convirtió al catolicismo, no he visto a Leo ni una sola vez. Me comunicó la conversión con su estilo. correcto e infantil: «Querido hermano», escribió, «la presente es para comunicarte que tras madura reflexión he llegado a la decisión de ingresar en la Iglesia católica y prepararme para la carrera sacerdotal. Seguramente tendremos pronto ocasión de conversar sobre este decisivo cambio en mi vida. Tu hermano Leo que te quiere.» Ya el modo forzado con que evitaba comenzar la carta en primera persona, lo de «la presente es para comunicarte» en lugar de «te comunico por la presente», era propio de Leo. Nada de la elegancia con que sabe tocar el piano. Este modo de despacharlo todo comercialmente, acrecienta mi melancolía. Si sigue así, se convertirá algún día en un noble prelado de blancos cabellos. En este punto, en el estilo epistolar, son papá y Leo igualmente desesperantes: escriben como si todo tratara de lignito.