Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
Me irrité al ser interrumpido en mis cavilaciones precisamente por Kostert. Arañó la puerta como un perro y dijo: «Señor Schnier, debería usted escucharme ¿Necesita un medico?» «Déjeme en paz», grité, «tire el sobre por debajo de la puerta y váyase a casa.»
Deslizó el sobre por debajo de la puerta, me levanté, lo recogí y lo abrí: dentro había un billete de segunda de Bochum a Bonn y el dinero para el taxi estaba contado exactamente: seis marcos con cincuenta pfennig. Yo había esperado que lo redondearía a diez marcos, y calculado ya para mis adentros cuánto podría sacar si devolviese el billete de primera con descuento, y adquiriese otro de segunda. Hubieran sido unos cinco marcos. «¿Todo en orden?», gritó desde fuera. «Sí», dije, «y ahora márchese en seguida, pajarraco cristiano.» «Pero, permítame usted que...», dijo, yo rugí: «Márchese». Por un momento todo quedó en silencio, después le oí bajar las escaleras. Los hijos de este mundo son no sólo más listos, sino también más humanos y más generosos que los hijos de la luz. Fui en tranvía a la estación, con objeto de ahorrar algún dinero para aguardiente y cigarrillos. Mi patrona me cargó en cuenta el importe del telegrama que por la tarde había mandado yo a Bonn, dirigido a Monika Silvs, el cual Kostert se había negado a pagar. Por lo tanto, mi dinero no me hubiese bastado para ir en taxi hasta la estación; había cursado ya el telegrama cuando recibí la negativa de Coblenza. Se habían anticipado a mi negativa y esto me contrarió un poco. Hubiese sido mejor para mí el haber podido rehusar telegráficamente: «Imposible actuación a causa de grave lesión pierna». Ahora, como mal menor, el telegrama a Monika había sido cursado ya. «Ruego prepare piso para mañana. Cordiales saludos. Hans.»
En Bonn las cosas sucedían siempre de modo muy distinto; allí nunca he salido a escena, allí vivo, y el taxi que tomaba nunca me llevaba a un hotel, sino a mi propio piso. Debí decir: nos llevaba, a Marie y a mi. Ningún conserje en la casa, a quien pudiese yo confundir con un empleado del tren y, sin embargo, este piso, en el cual paso de tres a cuatro semanas cada año, es para mí más extraño que cualquier hotel. Tuve que contenerme para no tomar un taxi en la estación de Bonn: este gesto lo tengo tan bien ensayado que casi me pone en un apuro. Me quedaba un solo marco en el bolsillo. Permanecí en la escalinata y comprobé mis llaves: para la puerta de la casa, para la del piso, para mi escritorio; en el escritorio encontraría las llaves de la bicicleta. Hace tiempo que pienso en una pantomima con llaves: pienso en un manojo de llaves de hielo, que se van derritiendo mientras transcurre el número.
Sin dinero para el taxi, y por primera vez en mi vida necesitaba uno urgentemente: mi rodilla estaba hinchada y a duras penas atravesé cojeando la plaza que hay delante de la estación, en dirección a la Poststrasse; dos minutos tan sólo desde la estación a nuestro piso, que me parecieron interminables. Me apoyé contra un automático de cigarrillos y lancé una mirada a la casa, de la cual mi abuelo me había regalado un piso; elegantes apartamentos imbricados uno en otro, con balcones revestidos de tonos discretos; cinco pisos, cinco tonalidades distintas para los balcones: en el quinto piso, donde los balcones son de color orín, vivo yo.
¿Era un número que yo representaba? Meter la llave en la cerradura de la puerta, sin asombrarme de que no se derrita, abrir la puerta del ascensor, apretar el botón para el quinto: una suave trepidación y me siento transportado hacia arriba; una mirada, a través de la mirilla del ascensor, al respectivo descansillo de la escalera y por la ventana del descansillo: el dorso de un monumento, la plaza, la iglesia, aparecen iluminados; un tramo oscuro, el techo de hormigón y de nuevo, en visión ligeramente descentrada: el dorso, plaza, iglesia, son enfocados: tres veces, la cuarta vez tan sólo plaza e iglesia. Introducir en la cerradura la llave del piso, sin asombrarme de que también esta vez se abra la puerta.
Todo de color de orín en mi piso: puertas, artesonado, los armarios empotrados; una mujer en batín rojo de orín, sobre la cama turca de color negro haría buen juego, sólo que no sufro únicamente de melancolía, jaqueca, indolencia y del don místico de percibir olores por teléfono; mi dolencia más atroz es mi inclinación a la monogamia; sólo hay una mujer con la cual puedo hacer todo lo que los hombres hacen con las mujeres: Marie, y, desde que ella me ha abandonado, vivo como debería vivir un monje, sólo que no soy ningún monje. He pensado si debía tomar el tren e ir a pedir consejo a uno de los sacerdotes de mi antiguo colegio, pero todos esos sujetos tienen al hombre por un ser polígamo (por esto defienden con tanto ardor la monogamia); debo de parecerles un monstruo, y su consejo no sería más que una velada alusión a esos antros, en los que, como ellos creen, se puede comprar el amor. Los cristianos aún me dejan perplejo alguna que otra vez, como me ocurrió en cierto modo con Kostert, quien realmente consiguió asombrarme, pero de los católicos ya no me asombra nada. Llegué a sentir gran simpatía por el catolicismo, incluso cuando, hace cuatro años, me llevó Marie a ese «círculo de católicos progresistas»; ella tenía interés en presentarme a católicos inteligentes, y, naturalmente, con la segunda intención de que yo algún día podría convertirme (todos los católicos tienen esta segunda intención). Ya los primeros minutos entre ellos fueron espantosos. En aquel tiempo me hallaba yo en una fase difícil de mi formación como payaso, sin cumplir aún los veintidós años, y ensayaba todo el día. Me había alegrado la perspectiva de esta velada, estaba rendido de cansancio y esperaba una tertulia más o menos animada, con buen vino a todo pasto, buena comida, tal vez baile (lo pasábamos mal y no podíamos permitirnos ni vino ni buena comida); en su lugar hubo mal vino, y la cosa fue más o menos según yo me figuro un Seminario de Sociología con un profesor aburrido. No sólo fatigoso, sino penoso, con un grado excesivo de afectación. En primer lugar rezaron en común, y, entretanto, yo no sabía qué hacer con mis manos, ni adonde dirigir la vista; me parece que no hay derecho a colocar en tal situación a un incrédulo. No rezaron sencillamente un padrenuestro o un avemaría (esto hubiera sido ya bastante penoso, pues, educado como protestante, quedé harto para siempre de cualquier forma de plegaria de salón); no, era uno de esos textos compuestos por Kinkel, muy programático: «y Te rogamos nos capacites para dar todo su valor tanto a lo tradicional como a lo avanzado», y así por el estilo, y sólo después entraron en el «tema de la velada» que trataba de «la pobreza en la sociedad en que vivimos». Fue una de las veladas más penosas de mi vida. No puedo creer que las charlas religiosas deban ser forzosamente tan soporíferas. Ya sé: el creer en esa religión es difícil. Resurrección de la carne y una vida eterna. A menudo me lo leyó Marie en la Biblia. Debe de ser difícil creer en todo esto. Más adelante leí incluso a Kierkegaard (una lectura útil para un payaso en ciernes), lo encontré difícil, pero no penoso. No sé si existen gentes que bordan tapetes copiando un Picasso o Klee. En aquella velada me dio la impresión de que esos católicos progresistas cortaban retales de Tomás de Aquino, Francisco de Asís, Buenaventura y León XIII para coserse unos taparrabos, que naturalmente no cubrían sus desnudeces, pues ninguno de los presentes (excepto yo) ganaba menos de sus buenos mil quinientos marcos al mes. Resultaba tan penoso para ellos mismos, que acabaron poniéndose cínicos y pedantes, excepto Züpfner, a quien toda la comedia incomodaba tanto que me pidió un cigarrillo. Fue el primer cigarrillo de su vida, y lo fumó torpemente, despidiendo grandes bocanadas, y noté que estaba contento de que el humo le ocultara el rostro. Me daba pena por Marie, que se puso pálida y temblorosa cuando Kinkel contó la anécdota de aquel hombre que ganaba quinientos marcos al mes y se arreglaba bien, que luego ganó mil y notó que le iba peor, que francamente se encontraba en grandes dificultades al ganar dos mil, y que, por último, cuando hubo llegado a los tres mil, notó que volvía a salir a flote, y como moraleja dedujo: «Hasta quinientos al mes las cosas van perfectamente, pero entre quinientos y tres mil todo es miseria.» Kinkel ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía: divagaba, fumando su grueso cigarro, acercándose a la boca el vaso de vino, devorando barritas de queso, con una olímpica serenidad, hasta que el prelado Sommerwild, consejero espiritual del grupo, comenzó a ponerse nervioso, consiguiendo a! fin desviarle hacia otro tema. Creo que pronunció la palabra «reacción», y con ello lanzó el anzuelo a Kinkel. Éste lo mordió en seguida, se enfureció, e interrumpió su exposición de por qué un auto de doce mil marcos sale más barato que otro de cuatro mil quinientos e incluso su esposa, que le contemplaba con penosa confusión, lanzó un suspiro de alivio.
Empecé a sentirme bien en el piso; se notaba limpio y acogedor, y, al colgar mi abrigo de la percha y poner mi guitarra en un rincón, reflexioné que tal vez una vivienda es algo más que una ilusión. No soy sedentario, nunca lo seré —y Marie es aún menos sedentaria que yo, y sin embargo parece haberse decidido a serlo definitivamente—. Se ponía nerviosa en cuanto yo tenía que actuar más de una semana seguida en un mismo lugar.
Monika Silvs había sido esta vez tan amable como siempre que le enviábamos un telegrama; se había procurado la llave del administrador, lo había limpiado todo, puesto flores en el cuarto de estar y llenado la nevera con todo lo necesario. Se hallaba café molido sobre la mesa de la cocina, y al lado una botella de coñac. Cigarrillos y una vela encendida junto a las flores en la mesa del salón. Monika sabe ser extraordinariamente afectuosa, hasta la sensiblería, hasta puede llegar a cursi; la vela que me había puesto en !a mesa era fea, y con toda seguridad no hubiese aprobado el examen de un «círculo católico de difusión estética», pero lo más probable era que ella, con las prisas, no hubiese encontrado otras velas, o no hubiese tenido dinero para velas más elegantes; y yo presentía que precisamente esta ridícula vela, a causa de mi afecto por Monika Silvs, llegaba cerca del punto donde mi desgraciada propensión a la monogamia me traza límites. Los demás católicos de la agrupación no se arriesgarían nunca a ser sentimentales o cursis, nunca se pondrían en evidencia, y en cualquier caso, antes lo harían en una cuestión de moral que en una cuestión de gusto. Incluso podía yo percibir en el piso el perfume de Monika, que para ella es demasiado seco y de última moda, uno que creo se llama Taiga. Con la vela de Monika encendí un cigarrillo de Monika, fui a la cocina a buscar el coñac, saqué del estante el listín de teléfonos y descolgué el auricular. Tenía línea. Incluso de esto se había preocupado Monika. El claro latir me pareció el de un corazón infinitamente ancho, y en ese momento más gustaba más que el bramido del mar, más que el ulular del huracán y que el rugido del león. En algún lugar de este claro sonido se ocultaban la voz de Marie, la voz de Leo, la voz de Monika. Colgué lentamente el teléfono. Era la única arma que me quedaba y pronto iba a hacer uso de ella. Me levanté la pernera derecha del pantalón y contemplé mi rodilla lesionada; los rasguños eran leves, la hinchazón sin peligro, me serví un buen vaso de coñac, me bebí la mitad y derramé el resto sobre mi rodilla herida, regresé cojeando a la cocina y puse el coñac en la nevera. Hasta entonces no caí en la cuenta de que Kostert no me había traído el aguardiente que me prometió. Seguramente había pensado que, por motivos pedagógicos, sería mejor no traérmelo, y con ello había ahorrado siete marcos cincuenta a la causa cristiana. Me propuse telefonearle, rogándole que me girase la suma. Este pajarraco no debía escapar así con plena impunidad, y además yo necesitaba el dinero. Durante cinco años había ganado yo mucho más de lo que necesitaba gastar, y sin embargo todo se había ido. Naturalmente que podía seguir actuando en la zona de los treinta a cincuenta marcos, en cuanto mi rodilla hubiese sanado; tanto me daba, el público de esas lúgubres salas es incluso más amable que el de un
music-hall
. Pero de treinta a cincuenta marcos al día son poco, la habitación del hotel demasiado pequeña, se choca con la mesa y los armarios al ensayar, y yo soy de la opinión de que un cuarto de baño no es ningún lujo y el taxi ningún despilfarro cuando se viaja con cinco maletas.
Saqué otra vez el coñac de la nevera y tomé un trago. No soy un borracho. El alcohol me sienta bien desde que Marie se marchó. Tampoco estaba acostumbrado a tener dificultades con el dinero y el hecho de que poseía un marco nada más y ninguna perspectiva inmediata de ganar mucho más, acabó poniéndome nervioso. Lo único que realmente podría vender hubiese sido la bicicleta, pero si me decidía a ir a actuar en cafés cantantes me sería muy útil la bicicleta, me ahorraría taxi y dinero para transportes. A la posesión del piso se unía una condición: no se me permitía venderlo o alquilarlo. Un típico regalo de abuelo. Siempre hay gato encerrado. Decidí no beber más coñac, entré en la sala y consulté el listín de teléfonos.
Nací en Bonn y conozco aquí mucha gente: parientes, conocidos, antiguos condiscípulos. Mis padres viven aquí, y mi hermano Leo, quien, bajo el patrocinio de Züpfner, se ha convertido, estudia aquí Teología católica. A mis padres debería yo verles forzosamente, aunque sólo fuese para arreglar con ellos la cuestión del dinero. Puede que lo ponga en manos de un abogado. Aún no he decidido nada al respecto. Desde la muerte de mi hermana Henriette, mis padres dejaron de existir para mí. Henriette murió hace ya diecisiete años. Tenía dieciséis cuando la guerra terminaba, una hermosa muchacha, rubia, la mejor jugadora de tenis entre Bonn y Remagen. En aquel entonces se estimuló a las muchachas jóvenes a alistarse voluntariamente en la DCA, y Henriette se alistó en febrero de 1945. Fue todo tan rápido y sin dificultades, que no comprendí nada. Venía yo de la escuela, crucé la carretera de Colonia y vi a Henriette sentada en el tranvía, que justamente en aquel momento partía en dirección a Bonn. Me hizo señas y se puso a reír, y yo también reí. Llevaba una pequeña mochila sobre la espalda, un lindo sombrero azul oscuro y el grueso abrigo azul con el cuello de piel. Todavía no la había visto nunca con sombrero, siempre se había negado a ponérselo. El sombrero le daba un aspecto muy diferente. Parecía una señora joven. Pensé que iba de excursión, a pesar de que la ocasión no era la más oportuna para excursiones. Pero de las escuelas era de esperar cualquier cosa en aquel entonces. Incluso intentaron enseñarnos regla de tres en el refugio antiaéreo, aunque ya oíamos resonar los cañones. Nuestro profesor Brühl cantó con nosotros canciones «piadosas y nacionales», como las llamaba él. Por la noche, si durante media hora todo quedaba tranquilo, se oía siempre ruido de pisadas marcando el paso: prisioneros de guerra italianos (se nos explicó en la escuela por qué entonces los italianos ya no eran aliados, sino que trabajaban con nosotros como prisioneros, pero hasta hoy no he comprendido aquel por qué), prisioneros de guerra rusos, mujeres presas, soldados alemanes; pies marcando el paso durante toda la noche. Nadie sabía con exactitud qué sucedía.