Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
A las siete, cuando los cines habían empezado ya, enfilé la Gudenauggasse, con las llaves en la mano, pero la puerta de la tienda estaba aún abierta, y cuando entré Marie sacó la cabeza por el zaguán y gritó: «¿Quién hay?» «Soy yo», grité; corrí escaleras arriba y ella me miró sorprendida, cuando yo, sin tocarla, la hice retroceder lentamente hacia su cuarto. No habíamos cambiado muchas palabras, siempre nos habíamos mirado nada más y sonreído mutuamente, y no sabía si debía tratarla de tú o de usted. Llevaba el raído albornoz gris que había heredado de su madre, los oscuros cabellos recogidos hacia atrás con una cinta verde; más tarde, al desatar yo la cinta vi que era un trozo de sedal de su padre. Estaba tan asustada, que no necesité decir nada, y ella sabía bien lo que yo quería. «Vete», dijo, pero lo dijo automáticamente, sabía yo que ella debía decirlo, y sabíamos los dos que si bien fue dicho en serio lo fue de un modo automático, pero al decir ella «vete» y no «váyase», la suerte estaba echada. Contenía tanta ternura la minúscula palabra, que pensé bastaría para llenar una vida, y estuve a punto de llorar; ella lo dijo de un modo que me convenció de que había sabido que yo vendría, o en cualquier caso no estaba enteramente sorprendida. «No, no», dije, «no me voy; ¿adonde podría ir yo?» Ella meneó la cabeza. «¿He de pedir prestados veinte marcos y marcharme a Colonia y casarme más tarde contigo?» «No», dijo, «no marches a Colonia.» La miré y ya casi no tuve miedo. Yo ya no era un niño, y ella era una mujer; miré hacia donde ella cerraba su albornoz, miré hacia la mesa junto a la ventana, y me alegré de que no hubiese cosas de la escuela: sólo cosas de costura y patrones. Bajé corriendo a la tienda, la cerré y puse la llave donde desde hace ya cincuenta años se pone: entre los caramelos de menta y los cuadernos. Cuando volví a subir, la encontré llorando, sentada sobre su cama. Me senté también en su cama, en el otro borde, encendí un cigarrillo, se lo di, y fumó el primer cigarrillo de su vida, haciéndolo torpemente; tuvimos que reírnos, pues ella despedía el humo de un modo tan cómico por su boca contraída, que casi parecía coquetería, y cuando ella lo sacó una vez casualmente por la nariz, reí: tan depravado parecía. Por último comenzamos a hablar, y hablamos mucho. Ella decía que pensaba en las mujeres de Colonia que hacían «esto» por dinero y creían honradamente que ello podría pagarse con dinero; pero esto no se paga con dinero y así todas las esposas, cuyos maridos se van a tales lugares, incurren en pecado, y ella no quería incurrir en el pecado de esas mujeres. También yo hablé mucho y dije que todo lo que había leído acerca del llamado amor físico y de los demás amores, lo consideraba una tontería. Yo no podía separar una cosa de la otra, y ella me preguntó si yo la encontraba bonita y si la quería, y yo dije que ella era la única muchacha con la cual quería yo hacer «esto», y siempre había pensado sólo en ella, al pensar en ello, ya incluso en el internado; siempre en ella nada más. Finalmente Marie se levantó y entro en el cuarto de baño, mientras yo seguía sentado en su cama, continué fumando y pensé en las horribles píldoras que había dejado rodar por el arroyo. De nuevo sentí miedo, fui al cuarto de baño, llamé con los nudillos. Marie titubeó un momento antes de decir sí, luego entré y en cuanto la vi, se me fue otra vez el miedo. Las lágrimas le corrían por el rostro, mientras se friccionaba los cabellos con loción, después se empolvó, y dije: «Pero, ¿qué haces aquí?», y dijo: «Me pongo bonita». Las lágrimas trazaban surcos en los polvos, de los cuales se había puesto en demasía, y dijo: «¿No querrás ahora marcharte?», y dije «no». Se pasó aún un poco de agua de colonia, mientras yo me senté en el borde de la bañera y reflexioné sobre si bastarían dos horas; ya habíamos charlado durante más de media hora. En el colegio había especialistas en la cuestión de si es difícil convertir a una doncella en mujer, y yo no podía apartar de mi mente a Gunther, que debió mandar delante a Sigfrido, y pensé en la espantosa matanza de los Nibelungos que por ello fue promovida, y cuando yo en el colegio, al repasar la leyenda de los Nibelungos, me levanté y le dije al padre Wunibald: «En realidad Brunilda era la esposa de Sigfrido», él se sonrió y dijo: «Pero si estaba casado con Crimilda, hijo mío», y yo me enfurecí y afirmé que esto era una interpretación que yo conceptuaba de «clerical». El padre Wunibald se irritó, golpeó el pupitre con los dedos, apeló a su autoridad y dijo que no permitiría «ofensas semejantes». Me levanté y le dije a Marie: «No llores», y cesó de llorar y retocó con la borla de polvos las huellas de las lágrimas en su rostro. Antes de ir otra vez a su cuarto, permanecimos de pie en el vestíbulo y miramos a la calle por la ventana: era enero, las calles estaban mojadas, amarillas las luces sobre el asfalto, verde el rótulo de neón sobre la verdulería: Emil Schmitz. Conocía a Schmitz, pero no sabía que su nombre de pila fuese Emil, y el nombre de Emil me pareció inadecuado para el apellido Schmitz. Antes de entrar en el cuarto de Marie„ entreabrí la puerta y apagué la luz por dentro.
Cuando su padre volvió a casa, no dormíamos aún; casi eran las once, y le oímos entrar en la tienda, para buscar cigarrillos, antes de subir las escaleras. Ambos pensamos que debería notar algo: tan tremendo era lo que había pasado. Pero no notó nada, escuchó en la puerta durante un momento nada más y se fue arriba. Oímos como se quitaba los zapatos, los tiraba al suelo, más tarde le oímos toser dormido. Reflexioné cómo iba él a tomárselo. Ya no era católico, separado de la iglesia desde hace tiempo, y siempre había clamado conmigo contra la «farisaica moral sexual de la sociedad burguesa» y le enfurecía «la estafa que cometen los curas con el matrimonio». Pero yo no estaba seguro de si lo que había hecho con Marie sería aceptado sin protestas. Yo le era muy simpático y él a mí, y estuve tentado de levantarme en plena noche, ir a su cuarto y contárselo todo, pero luego se me ocurrió que yo era bastante adulto, veintiún años, Marie también bastante mayor, diecinueve, y que ciertas formas de sinceridad varonil son más penosas que el silencio, y además pensé: no le importará a él tanto como yo había pensado. Después de todo, yo no podía presentarme a él por la tarde y decirle: «Señor Derkum, esta noche quiero dormir con su hija»; él comprendería lo que había ocurrido.
Un poco más tarde se levantó Marie, me besó en la oscuridad y quitó las sábanas. Estaba totalmente oscuro en el cuarto, no se filtraba nada de luz del exterior, habíamos corrido las gruesas cortinas y yo reflexioné sobre quién le había dicho lo que ahora iba a hacer: quitar las sábanas y abrir la ventana. Me susurró: «voy al cuarto de baño, tú te lavarás aquí», y dándome la mano me sacó de la cama, y guiándome en la oscuridad me llevó de la mano hacia el rincón donde se hallaba el lavabo, puso mi mano sobre la jarra, la jabonera, la palangana, y salió con las sábanas bajo el brazo. Me lavé, me tendí otra vez en la cama, y me pregunté qué hacía tanto tiempo Marie con las sábanas. Estaba rendido de cansancio, contento de poder pensar, sin sentir miedo, en el maldito Gunther, y después me invadió el miedo, pues podía haber pasado algo a Marie. En el internado se contaban espantosos detalles. No era agradable estar tendido sobre el colchón sin sábanas, pues era viejo y raído, sólo llevaba la camiseta y tiritaba de frío. Pensé otra vez en el padre de Marie. Todos le tenían por comunista, pero cuando después de la guerra pudo ser alcalde, los comunistas cuidaron de que no lo fuese, y siempre que empezaba yo a comparar los nazis con los comunistas, se enfurecía y decía: «Joven, hay diferencia entre caer en una guerra dirigida por una firma de jabones, y morir por una causa en la que se puede creer». Lo que él era realmente, aún hoy no lo sé, y cuando Kinkel le llamó una vez en mi presencia «sectario genial», estuve a punto de escupirle a Kinkel en la cara. El viejo Derkum fue uno de los pocos hombres que siempre me han inspirado respeto. Era flaco y rudo, mucho más joven de lo que aparentaba, y tenía molestias respiratorias de tanto fumar. Le oí toser allá arriba en su dormitorio todo el tiempo que estuve esperando a Marie, me pareció que yo había hecho una bajeza y, sin embargo, sabía que no lo era. Una vez él me dijo: «¿Sabes por qué en las casas señoriales, como la de tus padres, el cuarto de la muchacha de servicio se halla siempre al lado de las habitaciones de los adolescentes? Te lo diré: es una antiquísima especulación sobre la naturaleza y la caridad.» Deseé que bajase y me sorprendiese en la cama de Marie, pero subir yo y, por así decirlo, dar parte, esto no lo quería.
Fuera comenzaba ya a amanecer. Sentía frío y la pobreza del cuarto de Marie me agobiaba. Los Derkum hacía ya tiempo que pasaban por venidos a menos, y la decadencia fue atribuida al «fanatismo político» del padre de Marie. Habían tenido una pequeña imprenta, una pequeña editorial, una librería, pero ahora tenían sólo esta pequeña tienda de artículos de escritorio, en la cual vendían también dulces para colegiales. Mi padre me dijo una vez: «Aquí puedes ver hasta dónde puede arrastrar a un hombre el fanatismo: no obstante, después de la guerra ha tenido Derkum, por ser perseguido político en la época nazi, inmejorables oportunidades para poseer su periódico propio.» Lo curioso es qué yo nunca encontré fanático al viejo Derkum, pero quizás mi padre ha confundido el ser fanático con el ser consecuente. El padre de Marie ni siquiera vendía libros de rezos, aunque esto hubiese sido una oportunidad, en especial antes de la semana de Pascua, para ganar un poco de dinero.
Cuando se hizo de día en el cuarto de Marie, vi cuan pobres eran realmente: ella tenía tres vestidos colgados en el armario: el verde oscuro, del cual tenía la impresión de habérselo visto desde hace un siglo, otro amarillento, que estaba casi completamente raído, y el vistoso traje sastre azul oscuro, que siempre llevaba en la procesión, el viejo abrigo verde botella y sólo tres pares de zapatos. Durante un momento estuve tentado de levantarme, abrir los cajones y mirar su ropa interior, pero renuncié. Creo que ni aunque estuviese yo legal mente casado con una mujer curiosearía en su ropa interior. Su padre hacía tiempo que ya no tosía. Habían dado ya las seis, cuando Marie salió por fin del cuarto de baño. Estaba contento por haber hecho con ella lo que siempre quise hacer con ella, la besé y fui feliz al ver cómo sonreía. Sentí sus manos en mi cuello: estaban heladas, y le pregunté en voz baja: «¿Qué has estado haciendo?» Dijo: «Qué otra cosa podía hacer, he lavado las sábanas. Te hubiese traído otras, pero sólo tenemos cuatro pares, dos siempre en la cama y dos en la colada.» La atraje a mi, la abrigué y puse sus manos heladas en mis sobacos, y Marie dijo que allí se encontraban tan bien, cálidas como pájaros en un nido. «No podía dar las sábanas a la señora Huber», dijo, «que siempre nos lava la ropa, porque toda la ciudad se hubiese enterado de lo que hemos hecho, tampoco quería tirarlas. Por un momento pensé en tirarlas, pero luego me pareció una lástima.» «¿No tenías agua caliente?», pregunté, y ella dijo: «No, el termo está estropeado desde hace tiempo.» Después comenzó a llorar repentinamente, y yo le pregunté por qué lloraba ahora, y ella susurró: «Dios mío, bien sabes tú que soy católica»; y yo dije que cualquier otra muchacha, protestante o infiel, probablemente lloraría también, y hasta sabía por qué; me miró inquisitivamente, y yo dije: «Porque existe realmente una cosa llamada inocencia.» Ella siguió llorando, y yo no pregunté por qué lloraba. Lo sabía: hacía un par de años que estaba en ese grupo de chicas católicas, y siempre había ido a la procesión, con seguridad había hablado continuamente con las muchachas acerca de la Virgen María; y ahora debía considerarse perjura o traidora. Podía imaginarme lo amargo que resultaba para ella. Era realmente amargo, pero yo no había podido esperar más. Dije que hablaría con las chicas, y ella se sobresaltó y dijo: «¿Qué, con quién?» «Con las chicas de tu grupo», dije, «es realmente penoso para ti, y si las cosas se ponen malas, por mí puedes decirles que te he violado.» Ella rió, y dijo: «No, es una tontería. ¿Qué les dirás a las chicas?» Yo dije: «No diré nada, simplemente actuaré ante ellas, interpretaré un par de números y haré imitaciones, y ellas pensarán: Ah, conque éste es Schnier, que hizo aquello con Marie; así la cosa es completamente distinta a lo que por ahí se rumorea.» Ella reflexionó, volvió a reír y dijo en voz baja: «No eres tonto.» Luego volvió a llorar repentinamente y dijo: «No puedo dejarme ver aquí por más tiempo.» Yo pregunté: «¿Por qué?», pero ella no hizo más que llorar y menear la cabeza.
Sus manos en mis sobacos se ponían calientes, y cuanto más calientes estaban sus manos, tanto más soñoliento estaba yo. Pronto fueron sus manos las que me calentaron a mí, y cuando ella volvió a preguntarme si la quería y la encontraba bonita, dije que era evidente, pero ella dijo que le gustaba oír lo evidente, y yo murmuré medio dormido, sí, sí, que la encontraba bonita y que la quería.
Me desperté cuando Marie se levantó, se lavó y se vistió. Ella no se avergonzó, y para mí era lo más natural el verla de aquel modo. Vi más claro que nunca cuan pobremente iba vestida. Mientras ella cerraba y abrochaba, pensaba yo en las muchas cosas bonitas que le compraría cuando tuviese dinero. A menudo permanecía de pie ante casas de modas y contemplaba chaquetas y jerseys, zapatos y bolsos, y me imaginaba lo bien que le sentarían a ella, pero su padre tenía una opinión tan rigurosa del dinero, que nunca me había atrevido a regalarle nada. Una vez me había dicho él: «Es cosa horrible la miseria, pero también resulta penoso mal vivir, situación en la que se encuentran la mayoría de los hombres.» «¿Y ser rico?», pregunté, «¿cómo es?» Me ruboricé. Me miró con acritud, se ruborizó también y dijo: «Joven, tú acabarás mal si no dejas de pensar. Si yo tuviese valor y creyese aún que se puede crear algo en este mundo, ¿sabes tú lo que haría yo?» «No», dije. «Fundaría», dijo y volvió a ruborizarse, «una asociación que cuidara de los hijos de la gente rica. Pero los imbéciles no encuentran asocíales más que a los pobres.»
Pensé en muchas cosas, mientras veía vestirse a Marie. Me hizo feliz y a la vez desgraciado al ver lo natural que para ella era su cuerpo. Más tarde, cuando íbamos juntos de hotel en hotel, siempre me quedaba en cama por la mañana para poder verla cuando se lavaba y vestía, y si el cuarto de baño se hallaba tan mal situado que yo no podía ver nada desde la cama, me ponía en la bañera. Aquella mañana en su cuarto, lo que más me hubiese gustado era continuar acostado, y deseé que no acabase nunca de vestirse. Se lavó cuidadosamente cuello, brazos y pecho, y se limpió los dientes con ardor. Yo mismo he rehuido siempre en lo posible el lavarme por la mañana, y el limpiarme los dientes aún me horroriza. Prefiero la bañera, pero me gustaba mirar a Marie así ocupada en su higiene, todo en ella era tan limpio y tan natural, incluso el minúsculo gesto con que enroscaba el tapón en el tubo de dentífrico. Pensé también en mi hermano Leo, quien era muy piadoso, meticuloso y exacto, y que siempre recalcaba que él «creía» en mí. Se hallaba también ante los exámenes para bachiller, y en cierto modo se avergonzaba de haberlo conseguido, a los diecinueve años, con plena normalidad, mientras yo con veintiuno seguía indignándome en clase de sexto con la falsa interpretación de la leyenda de los Nibelungos. Leo conocía también a Marie de alguna agrupación en la que jóvenes católicos y evangélicos discutían sobre democracia y tolerancia religiosa. Nosotros dos, Leo y yo, considerábamos a nuestros padres aún como modelo de matrimonios. Fue un rudo golpe para Leo cuando se enteró de que papá hacía ya casi diez años que tenía una querida. También fue un rudo golpe para mí, pero no moralmente, pues me era fácil imaginar que debía ser penoso estar casado con mi madre, cuya engañadora afabilidad, consistía en abrir poco la boca y hablar por la I y la E. Decía raramente una frase en la que se hallasen la A, la O o la U, y era característico de ella el haber abreviado el nombre de Leo en Le. Para mí fue más bien un trauma estético el enterarme de que papá tenía una querida: no rezaba con él. No es apasionado ni desborda vitalidad, y de no suponer que la mujer era sólo para él una enfermera o una hermana de la caridad (con lo cual no encajaba el término patético de querida), lo anormal del hecho residía en que no rezaba con mi padre. En realidad ella era una cantante simpática, linda, no excesivamente inteligente, a quien él ni siquiera proporcionó contratos o conciertos adicionales. Para eso era él demasiado correcto. A mí la cosa me dejó perplejo, para Leo fue penoso. Le habían ofendido en sus ideales, y mi madre al ver su estado no supo decir más que «Le vive en crisis», y cuando tuvo malas notas en clase quiso llevarle a un psiquiatra. Conseguí impedirlo, contándole primero todo lo que sabía sobre eso que el hombre y la mujer hacen juntos. y ayudándole a estudiar hasta que volvió a tener buenas notas, con lo cual mi madre ya no consideró necesario al psiquiatra.