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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (21 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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17

Regresé de la ventana, abandoné toda esperanza de recuperar mi marco, allá abajo entre el barro, entré en la cocina para prepararme más pan con mantequilla. No quedaba aún mucho para comer: otra lata de judías, una lata de melocotones (a mí no me gustan los melocotones, pero esto no lo podía saber Monika), medio pan, media botella de leche, más o menos un cuarto de kilo de café, cinco huevos, tres lonjas de tocino y un tubo de mostaza. En la caja encima de la mesa del cuarto de estar había aún cuatro cigarrillos. Me sentí tan desgraciado que desistí de volver a ensayar algún día. Mi rodilla se había hinchado tanto que el pantalón comenzaba a hacerse estrecho, tan fuerte era el dolor de cabeza que casi era sobrenatural: un dolor incesante e irresistible, en mi alma había más oscuridad que nunca, luego estaba la «concupiscencia carnal», y Marie estaba en Roma. Yo la necesitaba, su piel, sus manos en mi pecho. Tengo, como Sommerwild expresó una vez, «una inclinación aguda y cierta hacia la belleza física», y me gusta ver a mi alrededor mujeres bonitas, como mi vecina, la señora Grebsel, pero no experimentaba ninguna «concupiscencia carnal» por estas mujeres, y a la mayoría de las mujeres esto les ofende, aunque ellas, si yo sintiese deseos e intentase satisfacerlos, seguramente llamarían a la policía. Es una historia complicada y cruel, eso de la concupiscencia de la carne, para los hombres no monógamos es probable que sea una constante tortura, para los monógamos como yo una continua coacción a una latente descortesía, la mayoría de las mujeres en cierto modo se ofenden si no experimentan lo que ellas conocen por Eros. Incluso la señora Blothert, modesta, piadosa, estaba siempre un poco ofendida. A veces llego a comprender a los monstruos, de los que tanto se habla en los periódicos, y cuando pienso que hay algo así como «el deber matrimonial», llego a sentir miedo. En tales matrimonios debe de ser monstruoso el que una mujer sea obligada por el Estado y la Iglesia a acceder a esto. Sí, ya sé, la compasión no se puede exigir. También de esto intentaría hablar con el Papa. Seguro que está mal informado. Volví a prepararme pan con mantequilla, fui al vestíbulo y saqué del bolsillo de mi abrigo el periódico de la tarde que había comprado en Colonia al bajar del tren. El periódico de la tarde a veces alivia; me deja vacío como la televisión. Lo abrí, recorrí los titulares hasta que descubrí una noticia que me hizo reír. La cruz del mérito federal para el doctor Herbert Kalick. Kalick era aquel chico que me acusó de derrotismo, y que durante la vista del juicio insistió en el rigor, rigor implacable. En aquel entonces tuvo la ocurrencia genial de movilizar a todo el orfelinato para la lucha final. Sabía yo que se había vuelto una bestia feroz. En el periódico de la tarde se leía que se le había concedido la cruz del mérito federal por «sus méritos al divulgar ideas democráticas entre la juventud».

Me invitó una vez, hará unos dos años, a reconciliarme con él. ¿Debía yo perdonarle que Georg, el huérfano, al ejercitarse con un fusil antitanque, sufriese un accidente mortal, o que a mí, un chiquillo de diez años, me acusase de derrotismo y que hubiese insistido en el rigor, rigor inflexible? Marie dijo que no se podía rehusar una invitación a la reconciliación, y compramos flores y marchamos allí. Tenía una bonita torre, casi tocando al Eifel, una bonita mujer y lo que ambos con orgullo llamaban «un niño». Su mujer es bella de tal modo que no se sabe si está viva o se le ha dado cuerda nada más. Todo el tiempo que pasé junto a ella estuve tentado de cogerla por los brazos o por los hombros, o por las piernas para cerciorarme de que no era una muñeca. Todo lo que ella aportó a la conversación consistió en dos expresiones «ah, qué bien» y «ah, qué horrible». Al principio la encontré aburrida, pero después quedé fascinado, y le hablé de todo, cómo se arrojan monedas a un aparato automático, sólo para averiguar cómo reaccionaría ella. Cuando le conté que mi abuela había muerto —lo que no era cierto, pues mi abuela hacía ya doce años que había muerto

dijo: «¡Oh, qué horrible!», y yo encontré que, cuando alguien fallece, se pueden decir muchas estupideces, pero no «oh, qué horrible». Después le conté que un tal Humelch (que no existía, y al que inventé rápidamente, para arrojar al aparato automático algo positivo) había recibido el grado de doctor
honoris causa
, y ella dijo: «Oh, qué bien.» Cuando después le conté que mi hermano Leo se había convertido, dudó un momento, y este titubeo me pareció casi un signo de vida; ella me miró con sus ojos de muñeca, inmensos y vacíos, para averiguar en qué categoría situaba yo este acontecimiento, luego dijo: «Horrible, ¿verdad?»; por lo menos había logrado producir en ella una variación de expresión. Le propuse suprimir simplemente ambos «oh, que» y decir nada más «bien» y «horrible»; reprimió la risa, me sirvió más espárragos y después dijo: «Oh, qué bien.» Por último aprendimos en esta velada lo que es «un niño», un piñuelo de cinco años que, tal como era, podría actuar en la televisión publicitaria como niño. Este énfasis de la pasta para los dientes, buenas noches, papi, buenas noches, mami, un servidor de Marie, uno mío. Me extrañé que la televisión publicitaria aún no le hubiese descubierto. Más tarde, cuando ante. la chimenea, tomamos café y coñac, habló Herbert de los grandes tiempos en que vivíamos. Luego fue a buscar champán y se puso patético. Solicitó mi perdón, incluso se arrodilló, para pedirme lo que él llamaba una «absolución secular»; estuve a punto de darle en las posaderas, pero cogí de la mesa un cuchillo para cortar el queso y festivamente le di el espaldarazo de demócrata. Su esposa gritó: «Ah, qué bien» y, cuando Herbert volvió a sentarse conmovido, pronuncié un discurso sobre los yanquis judíos. Dije, que por un tiempo se había creído que el apellido Schnier, mi nombre, provenía de schnorren

, pero se comprobó que derivaba de Schneider. Schnieder, no de schnorren, y que yo no soy ni yanqui ni judío, y no obstante, y entonces abofeteé repentinamente a Herbert, porque recordé que había obligado a nuestro compañero de colegio, Gótz Buchel, a probar su origen ario, y Gótz encontró dificultades ya que su madre era italiana, de una aldea del sur de Italia, y al indagar allí sobre su madre, lo cual no podía dar más que una prueba aproximada de su origen ario, resultó ser imposible, tanto más que la aldea, en la que había nacido la madre de Gótz, había sido ocupada ya por los yanquis judíos. Fueron unas semanas penosas y peligrosas para la señora Buchel y para Gótz, hasta que al maestre de Gótz se le ocurrió solicitar de un especialista en razas de la Universidad de Bonn un informe pericial. El experto afirmó que Gótz era «occidental, pero racialmente puro», pero entonces Herbert Kalick lanzó la estupidez que todos los italianos eran unos traidores, y Gótz ya no tuvo un momento de tranquilidad hasta que acabó la guerra. Esto lo recordé yo cuando intentaba pronunciar un discurso sobre los yanquis judíos, y propiné a Herbert Kalick una bofetada en el rostro, arrojé mi vaso de champán al fuego de la chimenea, el cuchillo para cortar el queso lo arrojé tras el vaso, y cogiendo a Marie por el brazo la arrastré fuera de allí. Allá arriba no pudimos encontrar ningún taxi y tuvimos que ir a pie durante largo rato hasta alcanzar la estación de autobuses. Marie lloraba y todo el tiempo estuvo diciendo que me había comportado de modo inhumano y anticristiano, pero yo dije que no era cristiano y que mi confesionario aún no estaba abierto. También me preguntó si es que dudaba de la conversión a la democracia de Herbert, y yo dije: «No, no, si no lo dudo — al contrario —, pero simplemente él no me gusta y nunca me gustará.»

Abrí el listín de teléfonos y busqué el número de Kalick. Estaba del humor más adecuado para conversar con él por teléfono. Recordé que más adelante le vi una vez en un
jour fixe
en casa, él me había mirado suplicante y moviendo la cabeza, mientras conversaba con un rabino sobre la «espiritualidad judía». El rabino me dio lástima. Era un hombre muy viejo, de barba blanca, muy bondadoso y de tal manera ingenuo que me inquietó. Naturalmente, a todos los que le eran presentados, contaba Herbert que él había sido nazi y antisemita, pero que la «Historia le había abierto los ojos». No obstante, aún el día antes de que los americanos ocupasen Bonn había ejercitado a los chicos en nuestro parque, diciéndoles: «Al primer cerdo judío que veáis tenéis que llevároslo por delante.» Lo que me irritaba en estos
jours fixes
en casa de mi madre era la candidez de los emigrantes repatriados. Estaban tan conmovidos por todo aquel arrepentimiento y aquella adhesión a bombo y platillo al credo democrático, que continuamente se repartían abrazos y se hablaba de confraternización. No comprendían que el secreto del terror residía en los detalles. Resulta facilísimo arrepentirse de las cosas grandes: errores políticos, adulterio, crimen, antisemitismo, pero ¿quién perdona a quién, quién comprende los detalles? ¡Cómo miraron a mi padre Brühl y Herbert Kalick, cuando él puso su mano sobre mis hombros, y cómo Herbert Kalick, fuera de sí de rabia, golpeó con los nudillos sobre la mesa nuestra, me miró con sus ojos inexpresivos y dijo: «Rigor, inflexible rigor»!, o cómo agarró por el cuello a Gotz Buchel, mostrándole ante la clase, aunque el maestro protestaba débilmente, y dijo: «¡Miradle, a ver si no es judío!» Tengo yo demasiadas miradas en el pensamiento, demasiados detalles, pequeñeces y los ojos de Herbert no han cambiado. Sentí miedo cuando le vi allí, de pie ante el viejo rabino, algo estúpido, que se mostraba de acuerdo, de un modo tan condescendiente, en que Herbert le ofreciese un combinado y le disertara acerca de espiritualidad judía. Tampoco saben los emigrantes que sólo pocos nazis fueron enviados al frente, que cayeron casi únicamente los demás; Hubert Knieps, que vivía en la casa al lado de la de Wieneken, y Gunther Cremer, el hijo del panadero, que, si bien eran jefes de las Juventudes Hitlerianas, fueron enviados al frente, porque «no colaboraban políticamente», porque no querían participar en todo aquel asqueroso fisgoneo. Kalick no fue enviado al frente porque espiaba, igual como espía hoy. Es el espía nato. La cosa fue completamente distinta de lo que creen los emigrantes. Es natural que sólo piensen en categorías como culpables, no culpables; nazis, no nazis. El Kreisleiter Kierenhahn vino a veces a ver al padre de Marie en la tienda, sacaba simplemente un paquete de cigarrillos del cajón, sin dejar a cambio ningún marco, ni dinero de ninguna clase, encendía un cigarrillo delante del padre de Marie, se sentó sobre el mostrador y dijo: «Vamos, Martin, ¿qué tal te iría si te enviásemos a un campo de concentración pequeño, limpio, no del todo malo?» Entonces dijo el padre de Marie: «El cerdo sigue siendo cerdo, y tú siempre lo has sido.» Los dos se conocían desde que tenían seis años. Kierenhahn se enfureció y dijo: «Martin, no vayas demasiado lejos, no te excedas.» El padre de Marie dijo: «Pues aún iré más lejos: ¡quítate de mi vista!» Kierenhahn dijo: «Ya me ocuparé yo de que te lleven a un campo de concentración malo, en vez de uno bueno». Así sucedió, al padre de Marie lo hubiesen venido a buscar, si el Gauleiter no hubiese extendido sobre él su «mano protectora», por un motivo que nunca descubrimos. Naturalmente que no extendía su mano protectora sobre todos, y así no lo hizo sobre el curtidor Marx ni sobre el comunista Kruppe. Fueron asesinados. Y al Gauleiter le van hoy las cosas estupendamente, tiene hoy una empresa constructora. Cuando Marie le encontró un día, dijo que «no podía quejarse». El padre de Marie siempre decía: «Sólo podrás juzgar lo espantoso que fue el régimen nazi, si te imaginas que debo agradecer mi vida a un cerdo como el Gauleiter, ni más ni menos, y que aún tuve que confirmar por escrito que era a él a quien debía la vida.»

Entretanto, había encontrado ya el número de Kalick pero titubeaba aún en telefonearle. Se me ocurrió que mañana era el
jour fixe
de mamá. Podría ir, por lo menos para llenarme, con el dinero de mis padres, los bolsillos de cigarrillos y almendras saladas, llevarme un saquito de aceitunas, otro de pasteles de queso, luego pasar el sombrero y hacer una colecta para «un miembro necesitado de la familia». Cuando tenía quince años lo había hecho ya «por una causa especial» y recogí casi cien marcos. Ni siquiera me remordió la conciencia, cuando gasté aquel dinero para mí, y cuando mañana recoja para «un miembro necesitado de la familia»,, ni siquiera mentiré: yo era un miembro necesitado de la familia y después podría ir a la cocina y llorar sobre el pecho de Anna y ponerme en el bolsillo un par de trozos de salchichón. Todos los ¡diotas reunidos en casa de mi madre se explicarían mi actuación como un buen chiste, mi madre misma, con acida sonrisa, debería admitir que se trataba de un chiste y nadie sabría que era algo muy serio. Esta gente no comprende nada. Ciertamente saben todos que un payaso debe ser melancólico, para ser un buen payaso, pero que para él la melancolía es una cosa muy seria, eso sí que no lo comprenden. En el
jour fixe
les encontraría a todos: Sommervvild y Kalick, liberales y social—demócratas, seis clases diferentes de presidentes, incluso miembros anti—atómicos (incluso mi madre fue una vez «anti—atómica» durante tres días, pero fue después que, al explicarle un presidente de algo que una política anti—atómica provocaría un descenso radical en la bolsa, en seguida, literalmente en seguida, corrió al teléfono, telefoneó al comité y se «distanció»). Como final solamente, tras haber pasado el sombrero, abofetearía públicamente a Kalick, injuriaría a Sommerwild como farsante clerical y a los representantes presentes de la Liga Católica laica les acusaría de inducir a la fornicación y al adulterio.

Aparté los dedos del disco y no llamé a Kalick. Sólo hubiese querido preguntarle si entretanto había superado su pasado, o si sus relaciones con el poder estaban en regla o de si podría informarme de la espiritualidad judía. Kalick pronunció una vez una conferencia, con ocasión de una reunión de Juventudes Hitlerianas, con el título de «Maquiavelo o el modo de jerarquizar la relación con el poder». De ello no comprendí mucho, sólo la adhesión de Kalick al poder «franca, y aquí expresada inequívocamente», pero en los rostros de los demás jefes de las Hitlerjugend pude leer, que incluso para ellos este discurso había ido demasiado lejos. Aparte de ello, Kalick apenas habló de Maquiavelo, sólo de Kalick, y los rostros de los demás jefes mostraban que consideraban este discurso como un verdadero descaro. Existen estos pajarracos, de los que tanto hablan los periódicos: los ofensores al pudor. Kalick no era más que un ofensor político al pudor, y donde él actuaba dejaba tras de sí ofensas al pudor.

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