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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (19 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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«No con exactitud, naturalmente», dije, «y en gran parte lo comprendí más adelante, recordándolo, y hasta mucho más tarde no comprendí por qué la señora Wieneken se ruborizaba de modo tan conmovedor cuando volvíamos del cine y comíamos ensalada de patatas. Luego, cuando el padre de Wieneken se encargó de vigilar el campo de deportes, ya fue otra cosa, estaba más tiempo en casa. De chico noté siempre que, por alguna razón, parecían frustrados, y más tarde comprendí por qué. Pero en un piso que consta de una gran habitación y una cocina, y con tres niños, desde luego la cosa no era cómoda.»

Mi padre estaba tan trastornado que tuve miedo que le pareciera de mal gusto volver a hablar de dinero. Nuestro encuentro era para él trágico, pero, en un plano de noble sufrimiento, empezaba a saborear la tragedia, y se ponía difícil volver a los trescientos marcos al mes que me había ofrecido. Con el dinero ocurre como con la «concupiscencia carnal». Nadie habla o piensa en ello con precisión: o bien. como decía Marie de la concupiscencia carnal de los sacerdotes, se le «sublima», o bien se le reduce a vulgaridad; nunca se encara lo que significa en un momento dado: comer o en un taxi, un paquete de Cigarrillos o una habitación con baño.

Mi padre sufría: era ostensible y conmovedor. Se volvió hacia la ventana, sacó su pañuelo y se secó un par de lágrimas. Esto aún no lo había visto yo: que llorase y que utilizase adecuadamente su pañuelo. Todas las mañanas se le daban dos pañuelos de bolsillo recién planchados y por la tarde los tiraba en el cesto para la ropa de su cuarto de baño, un poco arrugados, pero no marcadamente sucios. Hubo un tiempo en que mi madre por economía, ya que los detergentes eran escasos, tenía largas discusiones con él sobre si podría guardar los pañuelos dos o tres días por lo menos. «No haces más que llevarlos en el bolsillo y en realidad no están nunca sucios, y tenemos deberes con la comunidad.»Con ello aludía al lema de «combatir el desperdicio». Pero papá se mostró enérgico —la única vez que puedo recordarle así— e insistió en que por la mañana se le diesen siempre sus dos pañuelos limpios. Nunca vi en él ni gota ni mota que necesitaran se limpiara la nariz. Ahora estaba ante la ventana y no sólo se secaba lágrimas, sino que hacía algo tan ordinario como limpiarse el sudor del labio superior. Salí y fui a la cocina, ya que seguía llorando, e incluso le oí sollozar un poco. Soportamos pocas personas a nuestro lado cuando lloramos, y pensé que su propio hijo, apenas conocido, sería la compañía menos apropiada. Yo no tenía más que una persona en cuya presencia pudiese llorar, Marie. y no sabía si la querida de papá era de aquellas personas en cuya presencia se puede llorar. Sólo la vi una vez. y la encontré simpática y bonita, y estúpida de un modo agradable, pero había oído contar mucho de ella. Los parientes nos la pintaban como codiciosa, pero en nuestra familia pasa por codicioso toda persona bastante desvergonzada para recordar que frecuentemente hay que comer, beber y comprar zapatos. Alguien que incluya entre los artículos de primera necesidad los cigarrillos, los baños calientes, las flores y el aguardiente, tiene todas las posibilidades de pasar a la historia como «loco derrochador». Me imagino que una querida ha de resultar costosa: debe comprarse medias, vestidos, debe pagar el alquiler y estar siempre de buen humor, lo que sólo es posible con «una situación financiera perfectamente saneada», como lo expresaría papá. Cuando él iba a verla después de las tediosas sesiones del consejo de administración, ella tenía que mostrar buen humor, oler bien y haber ido al peluquero. Yo no podía imaginármela codiciosa. Es probable que fuese sólo costosa, y esto en nuestra familia equivalía a codiciosa. Cuando el jardinero Henkels, que a veces ayudaba al viejo Fuhrmann, de repente hizo notar con sorprendente humildad que la tarifa de peón jornalero era, «en realidad desde hace tres años», más alta que el sueldo que le pagábamos, mi madre soltó, con voz chillona, una conferencia de dos horas sobre «la codicia de ciertas personas». Una vez dio a nuestro cartero veinticinco pfennigs como aguinaldo de Año Nuevo, y se indignó cuando a la mañana siguiente encontró en el buzón los veinticinco pfennigs en un sobre, con una tarjeta en la que el cartero escribió: «No tengo la intención de robarle, mi querida señora.»Naturalmente ella conocía un subsecretario del Ministerio de Correos, a quien denunció inmediatamente «aquel ser codicioso y desvergonzado».

Entré en la cocina dando un rodeo a causa del charco de café, pasé por el vestíbulo al cuarto de baño, saqué el tapón de la bañera, y me di cuenta de que había tomado el primer baño desde hacía años sin cantar por lo menos la letanía lauretánica. En voz baja tarareé el
Tantum Ergo
, mientras lavaba con el chorro de la ducha los restos de espuma de las paredes de la bañera que se iba vaciando. Intenté hacer lo mismo con la letanía lauretánica, porque siempre me ha sido simpática Miriam, esa muchacha judía, y a veces casi creí en ella. Pero tampoco la letanía lauretánica alivió nada, era demasiado católica, y me enfurecían el catolicismo y los católicos. Me propuse telefonear a Heinrich Behlen y a Karl Emonds. Desde la riña que tuvimos hace dos años, no he vuelto a hablar con Karl Emonds, y nunca nos hemos escrito. Se comportó groseramente conmigo por un motivo completamente estúpido: a Gregor, el menor de sus hijos, de un año, le batí un huevo en la leche, cuando debía entretenerle mientras Karl y Sabine estaban en el cine y Marie con el grupo. Sabine me dijo que a las diez calentase la leche y le diese el biberón a Gregor, y como el chico me pareció desmejorado y pálido (ni siquiera lloraba, sino que sollozaba de un modo lastimero), pensé que le sentaría bien un huevo crudo batido en la leche. Mientras la leche se calentaba, lo paseé en mis brazos por la cocina y le hablé: «¿Qué le daremos a nuestro chiquillo, qué vamos a darle? Un huevecito», y cosas así. Rompí el huevo, lo pasé por la batidora y se lo di a Gregor con la leche. Los demás niños de Karl dormían profundamente, estaba yo tranquilamente con Gregor en la cocina, y cuando le di el biberón tuve la impresión de que el huevo en la leche le sentaba muy bien. Se sonrió, durmiéndose inmediatamente después, sin más sollozos. Cuando Karl volvió del cine, vio las cáscaras del huevo en la cocina, entró en la sala donde estaba yo con Sabine y dijo: «Hiciste bien en tomar un huevo.» Dije que no lo había tomado yo sino Gregor, y en seguida estalló una fuerte tormenta, una lluvia de improperios. Sabine se puso histérica y me llamó «asesino», Karl me gritó: «Vagabundo, chulo de putas», y esto me enfureció tanto que le llamé a él «maestrillo cagapoco», tomé mi abrigo y salí corriendo lleno de rabia. Desde el descansillo me gritó aún: «Bribón irresponsable» y yo le grité desde abajo «burgués histérico» y «miserable poltrón». Me gustan realmente los niños, sé perfectamente cómo tratarlos, sobre todo a los lactantes, y no puedo imaginar que un huevo perjudique a un niño de un año, pero que Karl me llamase «chulo de putas» me ofendió más que el «asesino» de Sabine. En definitiva hay que disculpar a una madre irritada, pero Karl sabía muy bien que no soy un chulo. De modo estúpido, nuestras relaciones se habían ido poniendo tensas, porque él encontraba en el fondo de su corazón que mi «vida libre» era «formidable» y a mí me atraía, en el fondo de mi corazón, su vivir burgués. Nunca pude explicarle que mi vida transcurría con una regularidad casi mortal, organizada con pedantería entre viajes en tren, hoteles, actuaciones, jugar a la oca y beber cerveza y cuánto me atraía a mi la vida que él llevaba, precisamente por su aburguesamiento. Y él pensaba naturalmente, como todos, que nosotros no teníamos hijos deliberadamente; los abortos de Marie eran para él «sospechosos», y no sabía cuánto nos hubiese gustado tener hijos. A pesar de todo le telegrafié rogándole me telefonease, pero no le daría un sablazo. Tenían ya cuatro hijos y no debía sobrarles el dinero.

Regué la bañera una vez más, fui sigilosamente al vestíbulo y miré por la abierta puerta de la sala. Mi padre estaba de nuevo de pie y contemplaba la mesa, y no lloraba ya. Con su nariz roja, sus mejillas arrugadas y húmedas, tenía el aspecto de un anciano cualquiera, temblequeante, extrañamente vacío y casi estúpido. Le serví un poco de coñac, le alargué la copa. La tomó y bebió. Continuó en su rostro la extraña expresión estúpida, y la manera como vació la copa y me la devolvió sin decir palabra, con una desesperada súplica en los ojos, tenía casi algo cretino, que nunca había yo visto en él. Parecía uno de esos hombres a los que nada interesa, realmente nada, salvo las novelas policíacas, una determinada marca de vino y los chistes estúpidos. El pañuelo arrugado y húmedo estaba encima de la mesa, y ésta, para él, enorme dejadez me pareció un signo de terquedad; como en un niño mal criado a quien se ha dicho mil veces que los pañuelos no se dejan encima de la mesa. Le serví un poco más de coñac, lo bebió e hizo un gesto que sólo podía significar «por favor, ve a buscarme el abrigo». No hice caso. Fuera como fuera, tenía que llevarle otra vez a la cuestión de dinero. No se me ocurrió nada mejor que sacar mi marco del bolsillo y hacer algunos malabarismos con la moneda: la dejé que bajase rodando por mi brazo derecho levantado, y luego la hice recorrer el mismo camino a la inversa. Le divirtió, pero pareció no le gustaba divertirse. Arrojé la moneda hasta casi tocar el techo, y la recogí al vuelo, pero él no hizo más que repetir su gesto: «Por favor, mi abrigo.» Lancé otra vez la moneda al aire, la así con el dedo gordo del pie derecho v la levanté casi hasta su nariz, pero no hizo más que un movimiento de irritación y lo concluyó con un gruñón «deja eso». Encogiéndome de hombros pasé al vestíbulo, y tomé su abrigo y su sombrero del guardarropa. Estaba ya junto a mí, le ayudé, le entregué los guantes que habían caído de su sombrero. Otra vez estaba él a punto de llorar; hizo un movimiento algo cómico con la nariz y los labios y me susurró: «¿No puedes decirme algo amable?»

«Sí», dije en voz baja, «tuviste un buen gesto al ponerme la mano en el hombro cuando me juzgaron aquellos idiotas, y fue un gesto todavía mejor salvar la vida a la señora Wieneken, cuando aquel atrasado mental de comandante quería hacerla fusilar.»

«Ah», dijo, «casi lo había ya olvidado.»

«También es buen gesto olvidarlo tú, pero yo no lo he olvidado.»

Me miró y calladamente me suplicó no mencionara a Henriette, y no mencioné a Henriette, a pesar de que me había propuesto preguntarle por qué no tuvo el buen gesto de prohibirle que se alistara en la DCA con sus compañeras de colegio. Asentí y él comprendió: yo no le hablaría de Henriette. Seguramente, durante las sesiones de consejo de administración, hacía garabatos en el papel y veces le salía una H, luego otra, a veces incluso el nombre completo: Henriette. Él no tenía culpa, pero sí esa estupidez que ignora la tragedia, o quizá la provoca. Yo no lo sabía. Era tan fino y delicado y de pelo plateado, parecía tan bondadoso, y ni siquiera me había enviado una limosna cuando yo estaba en Colonia con Marie. ¿Qué había hecho duro y despiadado a este hombre bondadoso, mi padre, por qué hablaba por la televisión de deberes sociales, de lealtad al Estado, de Alemania, incluso de la cristiandad en la que no creía según su propia confesión, y de tal modo que obligaba a los demás a creerle? Podía ser sólo el dinero, no el dinero concreto con que se compra leche y se toma un taxi, se mantiene una amante o se entra en un cine, sino el dinero abstracto. Yo tenía miedo de él y él lo tenía de mí: ambos sabíamos que ninguno de los dos es realista, y ambos desdeñábamos a los que hablan de
Realpolitik
. Se trataba de algo más algo que aquellos imbéciles nunca comprenderían. En sus ojos lo leí: no podía dar su dinero a un payaso, que con el dinero sólo haría una cosa: gastarlo, precisamente lo contrario de lo que se debe hacer con el dinero. Y yo sabía que aunque él me diese un millón, yo lo gastaría, y que gastar el dinero era para él sinónimo de despilfarrarlo.

Mientras esperaba yo en la cocina y el cuarto de baño para dejarle llorar a solas, esperé se conmovería tanto que me regalaría una gran suma, sin condiciones necias, pero luego leí en sus ojos que no era capaz de hacerlo. Él no era realista, ni yo tampoco, y ambos sabíamos que los demás, con toda su vulgaridad, no eran más que realistas, estúpidos como las marionetas que se agarran por el cuello miles de veces y sin embargo no descubren el hilo que las mueve.

Incliné la cabeza una vez más para tranquilizarle por completo: no le hablaría de dinero ni de Henriette, pero pensé en ella de un modo que me pareció indecente. Me la imaginé cómo sería ahora: de treinta y tres años, probablemente divorciada de un industrial. No podía imaginármela participando en aquella farsa, con coqueteos y
parties
y «defender la cultura cristiana», formar parte de comités y «abrir las puertas a los socialistas, para que no acumulen resentimiento». Sólo podía imaginármela desesperada, y haciendo cosas que los realistas interpretarían como extravagancias de niña mimada, porque a ellos les falta fantasía: verter un
cocktail
por el cuello de uno cualquiera de los innumerables portadores del título de presidente, o arrojarse con su coche contra el Mercedes de un superfarsante de dentadura afilada. Algo tendría que hacer ella, cuando no pudiese pintar cuadritos o tornear jarritos de cerámica. No podría dejar de notar como la noto yo, dondequiera se muestra la vida, esa invisible pared, ante la cual el dinero deja de destinarse a gastarlo, donde se vuelve intangible y cifra de Tabernáculo.

Dejé libre el camino a mi padre. De nuevo se puso a sudar y me dio lástima. Regresé rápidamente a la sala, recogí el sucio pañuelo de la mesa y se lo puse en el bolsillo del abrigo. Mi madre es capaz de ponerse muy pesada si falta una pieza en el recuento mensual de la ropa, y acusaría a las muchachas de robo o negligencia.

«¿Quieres que llame a un taxi?», pregunté.

«No», dijo, «caminaré un poco. Fuhrmann me espera cerca de la estación.» Pasó ante mí, abrí la puerta, le acompañé hasta el ascensor y apreté el botón. Saqué una vez más mi marco del bolsillo, lo puse en mi palma izquierda y lo miré. Mi padre apartó la mirada asqueado y meneó la cabeza. Pensé que por lo menos sacaría su cartera y me daría cincuenta o cien marcos, pero el dolor, la nobleza de sentimientos y la conciencia de su trágica situación le habían subido a un plano tal de sublimación que pensar en el dinero le repugnaba, y mis intentos de recordárselo le parecían un sacrilegio. Le abrí la puerta del ascensor, me abrazó, de repente se puso a husmear, y dijo con una risita: «Realmente hueles a café. Lástima, me hubiese gustado hacerte un buen café, te aseguro que me sale bien.» Se desasió de mí, entró en el ascensor, y le vi apretar el botón y sonreír astutamente, antes que el ascensor se pusiese en movimiento. Me quedé observando cómo se iluminaban las cifras: cuatro, tres, dos, uno. Luego se apagó la luz roja.

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