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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (25 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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En realidad, ya fui una vez a su encuentro y me entrevisté con unos representantes culturales en Erfurt. Me recibieron con bastante pompa en la estación, con gigantescos ramos de flores y en el hotel hubo acto seguido trucha, caviar, granizado y, además, champán a todo pasto. Luego nos preguntaron qué nos gustaría ver de Erfurt. Dije que me gustaría ver el lugar donde Lutero sostuvo su disputa doctoral, y Marie dijo haber oído que en Erfurt existía una Facultad de Teología Católica y que le interesaba lo referente a la vida religiosa. Pusieron rostro huraño, pero no pudieron complacernos, y todo se volvió desagradable: para los representantes culturales, para los teólogos y para nosotros. Los teólogos debieron imaginar que en cierto modo simpatizábamos con estos idiotas, y ninguno habló a Marie con franqueza, incluso cuando conversó con un profesor sobre cuestiones de fe. Éste debió notar que Marie y yo no estábamos casados. Le preguntó a ella, en presencia de los funcionarios: «¿En realidad usted no será católica?», y ella se ruborizó y dijo: «Sí, aun cuando viva en pecado, sigo siendo católica.» Fue horrible cuando notamos que a los funcionarios tampoco les gustaba que no estuviésemos casados, y cuando regresamos al hotel a tomar café, comenzó uno de los funcionarios a hablar de ello, diciendo que había determinadas formas de anarquía burguesa que él no aprobaba en absoluto. Luego me preguntaron qué quería yo interpretar en Leipzig, en Rostock, si no podía representar al «Cardenal», «Llegada a Bonn» y «Sesiones del consejo de administración» (nunca averiguamos cómo supieron lo del cardenal, pues este número lo había preparado para mí sólo, sólo lo representé ante Marie, y ella me había rogado que no lo pusiese en escena, pues los cardenales sólo alcanzaron una vez la palma del martirio). Y yo dije que no, que primero debía estudiar aquí un poco las condiciones de vida, pues el sentido de lo cómico consiste en representar al hombre en situaciones de tipo abstracto, de las que se deduzca su propia verdad, no una verdad ajena a él, y en este país no había un Bonn, ni consejos de administración, ni cardenales. Se disgustaron, incluso uno palideció y dijo que ellos lo habían imaginado muy distinto, y dije entonces que yo también. Fue horrible. Dije, que podría estudiar un peco y preparar números como «Sesión del Comité» o «El Consejo Cultural se reúne» o «el Congreso del Partido elige su Presidencia» o «Erfurt, la ciudad de las flores»; después de todo, los alrededores de la estación de Erfurt no presentaban un aspecto florido, pero aquí intervino el jefe de la comisión diciendo que no podía impedir ninguna propaganda en contra de la clase obrera. Ya no estaba pálido, sino macilento; otros dos tuvieron el valor suficiente para sonreír con ironía. Le repliqué que yo no veía en ello ninguna clase de propaganda contra la clase obrera, si yo representaba un número, fácil de preparar, como «El Congreso del Partido elige su Presidencia», se me trabó la lengua y dije «perdido» en lugar de «partido», lo que hizo enfurecer al lívido fanático, que dio un golpe sobre la mesa, con tanta fuerza, que la nata sobre los bollos saltó del plato, y dijo: «Nos equivocamos con ustedes, nos equivocamos», y yo le dije que lo mejor sería que nos marchásemos, y el dijo: «Sí, pueden hacerlo, por favor, en el siguiente tren.» Dije aún que al número sobre el Consejo de Administración podría llamarle «Sesiones del Comité», pues allí sólo se decidía aquello que ya había sido decidido con anterioridad. Perdieron toda su cortesía, abandonaron la salita, y ni siquiera nos pagaron el café. Marie lloraba, yo estuve a punto de abofetear a alguien, y cuando alcanzamos la estación, para regresar con el siguiente tren, no se encontró ni un mozo de equipajes, ni un botones, y tuvimos que llevarnos nuestras maletas en propia mano, una cosa que odio. Por fortuna encontramos delante de la estación a uno de los jóvenes teólogos, con los que habló Marie por la mañana. Se ruborizó cuando nos vio, pero quitó de las manos de la llorosa Marie aquella pesada maleta, y Marie no dejó de susurrar sobre él, no fuese que después tuviese él dificultades a causa de nosotros.

Fue horrible. En total no estuvimos en Erfurt más que seis o siete horas, pero ya nos enemistamos con todos: con los teólogos y con los funcionarios.

Nos apeamos en Bebra y fuimos a un hotel, Marie lloró toda la noche, por la mañana escribió al teólogo una larga carta, pero nunca supimos si en realidad llegó a sus manos.

Había creído que reconciliarme con Marie y Züpfner sería lo último que haría, pero tener tratos con aquel pálido fanático y representar ante ellos al cardenal, sería lo último de lo último. Seguía teniendo a Leo, Heinrich Behlen, Monika Silvs, Zohnerer, el abuelo y el pote de sopa en casa de Sabina Emonds, y hasta podía ganar un poco de dinero, mientras entretenía a los niños. Me comprometería por escrito a no dar a los niños ningún huevo. Por lo visto esto era insoportable para una madre alemana. Lo que los demás llaman la importancia objetiva del arte, me importa un bledo, pero hacer mofa de los consejos de administración donde no los hay, me parecería cosa ruin.

Una vez preparé un número bastante largo «El General», lo ensayé mucho tiempo, y cuando lo representé obtuvo lo que en nuestro mundo se llama un éxito: es decir, una parle del público riose, otra parte se enfadó. Cuando después de la función, con el pecho hinchado de orgullo, entré en el guardarropa, me esperaba una anciana, muy pequeña. Después de cada actuación estoy siempre irritado, sólo puedo soportar a Marie a mi alrededor, pero Marie había dejado entrar a la anciana en mi guardarropa. Comenzó a hablar antes de que yo cerrase la puerta y me explicó que también su marido había sido general, que había caído en el frente y que con anterioridad le había escrito a ella una carta rogándole que no aceptase ninguna pensión. «Aún es usted muy joven», dijo, «pero es» lo suficientemente adulto para comprenderlo», y después salió. Desde aquel momento ya no pude volver a representar el número del general. La llamada prensa de izquierdas escribió de ello que yo me había dejado intimidar por los reaccionarios, la Prensa de derechas escribió que yo había comprendido al fin que hacía el juego al Este, y la Prensa independiente escribió que era evidente que yo había renegado de todo extremismo y de todo compromiso. Todo pamplinas. No pude representar más aquel número porque ya siempre tendría que pensar en aquella anciana pequeñita, que es probable que viviese miserablemente, entre la burla y la mofa de todos. Cuando no encuentro gusto en una cosa, dejo de hacerla, lo cual, para ser explicado a un periodista, es probable que sea muy complicado. Ellos deben siempre «presentir» algo, «darles en la nariz», y existe el tipo muy frecuente de periodista malicioso que nunca se da cuenta que él mismo no es ningún artista y ni siquiera tiene madera para ser un buen mecenas. Aquí falló naturalmente el olfato, y se dicen disparates, casi siempre en presencia de muchachas bonitas que aún son lo bastante ingenuas para contemplar con admiración a aquel chapucero, sólo porque él, en su periódico, tiene su «camarilla» y su «influencia». Existen formas de prostitución curiosamente desconocidas, comparadas con las cuales la auténtica prostitución es una profesión honrada: aquí por lo menos se ofrece algo por el dinero.

Hasta este camino, el de buscar consuelo en el amor mercenario, me estaba vedado: no tenía dinero. Entretanto, Marie se probaría en su hotel romano su mantilla española, para presentarse decorosamente como
first lady
del catolicismo alemán. De vuelta a Bonn, tomaría el té en cualquier ocasión que se presentase, sonreiría, se afiliaría a comités, inauguraría exposiciones de «arte religioso»y buscaría para sí «la modista apropiada a su posición». Todas las señoras que civilmente se casan en Bonn «se buscan modistas apropiadas a su posición».

Marie como
first lady
del catolicismo alemán, con la taza de té o la copa de combinado en la mano: «¿Ha visto usted al pequeño y encantador cardenal que mañana bendecirá la columnata mariana proyectada por Krogert? Ah, en Italia por lo visto hasta los cardenales son «de buena familia». Sencillamente encantador.

Yo no podía ni cojear siquiera, en realidad sólo arrastrándome pude llegar al balcón para respirar un poco de aire patrio: tampoco me aliviaba. Hacía ya rato que estaba yo en Bonn, acaso dos horas, y pasado este plazo el aire de Bonn ya no resulta beneficioso como cambio de aire.

Me di cuenta que en realidad era a mí a quien Marie tenía que agradecer el seguir siendo católica. Tenía crisis religiosas espantosas, por decepciones sobre Kinkel, también a causa de Sommerwild, y un sujeto como Blothert es probable que hubiese vuelto ateo al mismísimo San Francisco. Durante un tiempo dejó de ir a la iglesia, dejó de pensar en casarse conmigo por la iglesia, cayó en una especie de terquedad y sólo tres años después de marcharnos nosotros de Bonn volvió a entrar en el grupo, a pesar de que la invitaban continuamente. Entonces yo le dije que la decepción no era un motivo. Si ella tenía algo por verdadero, mil Fredebeuls no deberían convencerla de lo contrario, y al fin y al cabo —así le hablé— estaba Züpfner, a quien yo encontraba un poco envarado, no era santo de mi devoción, pero sincero como católico. Desde luego que había muchos católicos sinceros, yo le enumeré a curas cuyos sermones yo había escuchado, le recordé el Papa, Gary Cooper, Alee Guiness; y el Papa Juan y Züpfner fueron otra vez sus mediadores. Me pareció extraño que por este tiempo no le atrayese ya Heinrich Behlen, por el contrario, decía ella que le encontraba antipático, quedaba siempre perpleja cuando comenzaba yo a hablarle de él por lo que sospeché que tal vez la habría «abordado». Nunca se lo pregunté a ella, pero mis sospechas eran grandes, y si yo pienso en el ama de llaves de Heinrich, comprendo que «abordase» a las muchachas. El pensamiento me era repugnante, pero yo lo podía comprender, como comprendí muchas cosas desagradables que pasaban en el internado.

Me acordé que había sido yo quien le había ofrecido a ella el Papa Juan y Züpfner como consuelo para sus dudas religiosas. Me comporté noblemente con el catolicismo, esto no era del todo cierto, pero Marie era para mí tan naturalmente católica, que decidí conservar en ella este instinto natural. La despertaba cada vez que se dormía, con lo cual llegaba puntualmente a la iglesia. A menudo no le escatimé un taxi para que llegase puntual, cuando estábamos en comarcas protestantes, telefoneé para buscarle dónde se celebraba la Santa Misa, y ella siempre dijo que me encontraba especialmente «simpático», pero tenía que firmar este maldito papel, expresar
por escrito
mi conformidad en que los niños fuesen educados en la religión católica. A menudo hablábamos de nuestros niños. Me alegré mucho ante la perspectiva de tener niños, de conversar con ellos, los hubiese llevado en brazos, batido un huevo entero en la leche, a mí me intranquilizaba el hecho de que viviríamos en hoteles, y en los hoteles casi siempre sólo son bien tratados los hijos de los millonarios o de los reyes. Los hijos de los no millonarios o de los que no son reyes, sobre todo si son chicos, se comienza por increparles: «Aquí no estás tú en casa», una afirmación triplemente gratuita, porque se parte del supuesto de que uno se comporta en casa igual que un cerdo, que uno sólo se encuentra a gusto cuando se comporta como un cerdo y que uno, por ser niño, no debe estar a sus anchas a ningún precio. Las chicas tienen siempre la posibilidad de que se les considere «encantadoras» y de que se las trate bien, pero a los chicos se comienza por dejarles de vuelta y media si los padres no están presentes.

Para los alemanes cada chico es un niño mal criado, el calificativo nunca expresado de «mal criado» se confunde sin más con el sustantivo. Si alguien tiene la idea de examinar el vocabulario que utilizan la mayoría de los padres al charlar con sus hijos, comprobará que el vocabulario del «Bild-Zeitung»

comparado con aquél casi sería el diccionario de los hermanos Grimm. No pasará mucho tiempo y los padres alemanes hablarán con sus hijos en el lenguaje de Kalick: «Oh, qué bien» y «Oh, qué horrible»; sólo de vez en cuando se decidirán por expresiones bien diferenciadas como «No repliques» o «De esto tú no entiendes nada.» Incluso hablé una vez con Marie sobre la manera como vestiríamos a nuestros niños, ella era partidaria de «los chubasqueros holgados y de tonos claros», yo me decidía por los anoraks, porque pensaba que un niño en un chubasquero holgado, de tonos claros, no podría jugar en un charco, mientras que un anorak era apropiado para jugar en los charcos; ella —siempre pensé ante todo en una chica— iría caliente y, no obstante, tendría libres las piernas, y si arrojaba piedras al charco, las salpicaduras no llegarían a manchar el abrigo, todo lo más sólo le daría en las piernas, y si ella quería sacar agua del charco con una lata, y puede que el agua sucia se derramase al ladear la lata, no caería sobre el abrigo, en todo casi habría la posibilidad de que se ensuciase algo las piernas. Marie era de la opinión de que ella, vestida con chubasquero claro, pondría más atención en lo que haría, y en cuanto a la cuestión de si a nuestros hijos les permitiríamos jugar en los charcos, nunca quedó del todo aclarada. Marie sonreía nada más, rehuía la discusión y decía: «Ya veremos.»

Si es que ella tiene niños de Züpfner no podría ella vestirles ni con anoraks, ni con chubasqueros holgados, de tonos claros, debía dejar correr a sus niños sin abrigo, pues hablamos largo y tendido de toda clase de abrigos. También hablamos de pantalones largos y cortos, camisetas, calcetines, zapatos; ella debería dejar correr a sus niños desnudos por Bonn, si es que no quería sentirse prostituta o infiel. Tampoco sabía yo lo que les daría de comer a sus niños: hablamos de todas clase de comidas y regímenes alimenticios,' y nos pusimos de acuerdo en que no tendríamos niños empachados, niños a los que a todas horas se les atiborra o se le rellena con leche y con papillas. Yo no quería que a mis hijos se les forzara a comer, sentí náuseas al ver cómo cebaba Sabina Edmonds a sus dos primeros niños, sobre todo al mayor, a quien Karl llamó raramente Edeltrud. Sobre la enojosa cuestión de los huevos hasta llegué a reñir con Marie, ella estaba en contra de los huevos, y cuando reñimos dijo que eran un lujo de gente rica, después se ruborizó, y tuve que consolarla. Ya estoy acostumbrado a ser considerado y tratado por los demás de un modo raro, sólo porque soy descendiente de los Schnier del lignito, y a Marie le pasó por dos veces el decirme alguna estupidez sobre ello: el primer día, cuando en su casa bajé a la cocina, y cuando hablamos de los huevos. Es enojoso el tener padres ricos, y más enojoso aún si uno no ha sacado nada de la riqueza. En casa nos dieron huevos muy raras veces, mi madre tenía los huevos por «decididamente nocivos». En casa de Edgar Wieneken la cosa era también desagradable, si bien en sentido inverso, pues era presentado e introducido en todas partes como hijo de obrero; hasta hubo sacerdotes que al presentarle decían: «Un típico hijo de obrero», esto sonaba como si le hubiesen dicho: Miradlo, no tiene cuernos y parece del todo inteligente. Es una cuestión racial de la que debería ocuparse el Comité Central de mamá. Los únicos hombres que en este punto fueron imparciales conmigo fueron el padre de Wieneken y el de Marie. No me guardaban rencor porque yo proviniese de los Schnier del lignito, y tampoco me trenzaron corona de laurel ninguna.

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