Los sistemas 911 de emergencia y 311 de no-emergencia recibieron un torrente de llamadas, incluyendo las de algunas mujeres embarazadas que decían tener contracciones prematuras «inducidas por el eclipse». Se enviaron unidades de emergencia médica, aunque el tráfico se había paralizado prácticamente en toda la isla.
Los dos centros psiquiátricos localizados en Randall's Island, al norte del East River, confinaron a los pacientes violentos en sus cuartos y ordenaron cerrar todas las persianas. Los pacientes no violentos fueron llamados para reunirse en las cafeterías, donde estaban proyectando películas —comedias—, aunque durante los minutos del eclipse total algunos pacientes mostraron señales de impaciencia y quisieron abandonar la cafetería, pero no pudieron decir por qué. En Bellevue, el pabellón psiquiátrico ya había registrado un aumento en el ingreso de pacientes esa mañana, antes del ocultamiento.
Entre Bellevue y el Centro Médico de la Universidad de Nueva York, dos de los hospitales más grandes del mundo, estaba el que era quizá el edificio más feo de todo Manhattan. La sede de la Oficina Principal del Forense de Nueva York era un rectángulo contrahecho de un turquesa enfermizo. A medida que bajaban de los camiones de pescado las bolsas con los cadáveres en camillas con ruedas hacia las salas de autopsia y los refrigeradores del sótano, Gossett Bennett, uno de los catorce investigadores médicos de la oficina, salió a tomar un breve descanso. No pudo ver la Luna ni el Sol desde el pequeño parque detrás del hospital —pues la edificación se interponía entre él y el firmamento— así que se limitó a mirar a los espectadores. En la normalmente transitada autopista FDR, al otro lado del parque, las multitudes permanecían paradas junto a autos estacionados. El East River estaba tan oscuro como el alquitrán, reflejando un cielo igualmente inerte. A lo largo de él, una penumbra se cernía sobre la totalidad de Queens, interrumpida tan sólo por el resplandor de la corona solar reflejada en algunas de las ventanas más altas que daban al oeste, como las llamas blancas de alguna fábrica de materias químicas.
«Así es como se verá el comienzo del fin del mundo», pensó para sus adentros antes de regresar a la oficina con el fin de ayudar a clasificar a los muertos.
Aeropuerto Internacional JFK
L
OS FAMILIARES DE LOS PASAJEROS
y tripulantes fallecidos en el vuelo 753 de Regis Air fueron invitados a suspender los trámites y el café que les había brindado la Cruz Roja, con el fin de dirigirse al área restringida ubicada detrás de la terminal 3. Con nada en común salvo su pena, los dolientes de miradas vacías observaron el eclipse tomados de la mano, apoyados unos sobre otros en señal de solidaridad o por la necesidad de un contacto físico, y dirigieron su mirada triste hacia el poniente oscuro.
No sabían que serían divididos en cuatro grupos y conducidos en autobuses escolares a las dependencias de la Oficina del Forense, donde cada familia entraría por turnos en una sala para ver una fotografía post mórtem y ayudar a identificar formalmente a su ser querido; las familias que lo solicitaran podrían ver los restos físicos. Luego recibirían cupones para alojarse en el hotel Sheraton del aeropuerto, donde les ofrecerían una cena tipo bufé y un grupo de psicólogos estaría a su disposición durante toda la noche para ayudarles a sobrellevar el duelo.
Por ahora, observaban el disco negro brillando como un farol al revés, succionando la luz de este mundo para transportarla al firmamento. El fenómeno era un símbolo perfecto de su pérdida. El eclipse no era insólito en lo más mínimo. Simplemente les pareció congruente que el cielo y su Dios estimaran conveniente ilustrar de algún modo su desespero.
N
ora se mantuvo apartada de los demás investigadores fuera del hangar de mantenimiento de Regis Air, esperando que Eph y Jim regresaran de la conferencia de prensa. Dirigió sus ojos hacia el orificio negro de mal augurio en el cielo, pero tenía la mirada extraviada. Se sintió atrapada en algo que no entendía, como si hubiera visto surgir un enemigo nuevo y extraño. La Luna muerta eclipsando al Sol vivo. La noche ocultando al día.
Una sombra pasó a su lado. La vio con el rabillo del ojo, tomándola por un destello semejante a la sombra serpentina que se había deslizado sobre la pista antes de la totalidad. Era algo que estaba más allá de lo que ella podía ver, en el extremo mismo de su percepción, escapando del hangar de mantenimiento como la sombra de un espíritu oscuro, y que ella atinó a
sentir
.
Y durante el breve instante que tardó en dirigir su pupila hacia ella, la sombra desapareció.
L
orenza Ruiz, la operadora del remolcador de los equipajes y quien había sido la primera persona en tener contacto con el avión muerto, estaba alucinada con la experiencia. No había podido olvidar la noche anterior, cuando estuvo bajo la sombra de la aeronave. Dio vueltas durante toda la noche sin poder dormir, hasta la hora de levantarse. La copa de vino blanco que tomó antes de acostarse no surtió efecto. La experiencia le pesaba como algo de lo cual no podía desprenderse. Lorenza miró el reloj al amanecer y descubrió que estaba impaciente por regresar al JFK. No porque sintiera una curiosidad morbosa, sino por ver de nuevo la imagen del avión inactivo, la cual se había grabado en su mente como una luz brillante alumbrando sus ojos. Lo único que sabía era que tenía que regresar para verlo de nuevo.
Ahora sucedía este eclipse, y por segunda vez en veinticuatro horas el aeropuerto estaba cerrado. Esta interrupción se había planeado varios meses atrás —la FAA había decretado suspender las actividades durante quince minutos en todos los aeropuertos localizados en zonas donde ocurriría el ocultamiento, pues no era aconsejable que los pilotos utilizaran lentes con filtros durante el despegue o el aterrizaje—; sin embargo, a ella todo le pareció bastante concluyente y simple:
Avión muerto + eclipse solar = Nada bueno.
Cuando la Luna apagó al Sol como una mano sofocando un grito, Lorenza sintió el mismo pánico eléctrico que había sentido mientras permanecía frente a la rampa de equipajes bajo el fuselaje del vuelo 753. Sintió el mismo deseo de correr, aunque acompañado de la certeza de que no tenía absolutamente ningún lugar adónde ir.
Ahora lo estaba escuchando de nuevo. Era el mismo sonido que había oído al comienzo de su jornada, sólo que ahora era más fuerte y consistente. Era un zumbido monótono, y lo más extraño es que ella lo escuchaba con la misma intensidad independientemente de que tuviera puestos los protectores auditivos o no. En ese sentido, era semejante a un dolor de cabeza, algo que sentía en su interior. Y sin embargo, se agudizó en su mente al reanudar sus labores.
Decidió aprovechar los quince minutos de descanso que tenía por causa del eclipse para rastrear la fuente del sonido. Sin la menor sorpresa, se vio a sí misma observando el acordonado hangar de mantenimiento donde estaba el moribundo
777.
El ruido era diferente al de cualquier máquina que hubiera escuchado. Era un sonido sordo y precipitado, como el de un líquido circulando. O como el murmullo de una docena de voces, de cien voces diferentes, tratando de acoplarse. Tal vez las vibraciones del radar se estaban alojando en los fragmentos metálicos de sus calzas dentales. Varios oficiales y asistentes miraban el ocultamiento, pero nadie parecía perturbarse o ser consciente incluso del zumbido. Y sin embargo, por alguna extraña razón, se sintió importante por estar allí en ese momento, escuchando el ruido y con la esperanza de poder entrar en el hangar —para calmar su curiosidad, ¿o tal vez para algo más que eso?— y mirar de nuevo el avión, como si la vista de la aeronave aliviara de algún modo el sonido persistente en su cabeza.
De repente, sintió una carga en la atmósfera, como una brisa cambiando de dirección, y tuvo casi la certeza de que la fuente del ruido se había desplazado al hemisferio derecho de su cerebro. Le sorprendió este cambio súbito bajo la luz oscura de la Luna resplandeciente, mientras llevaba las gafas y los protectores de felpa en la mano. Los vertederos de basura y los remolques de almacenamiento estaban frente a algunos contenedores grandes, y más allá había algunos matorrales, así como pinos ralos y grises azotados por el viento, con la basura enganchada en sus ramas. Luego estaba la barrera contra los huracanes, detrás de la cual la maleza silvestre se extendía por varias hectáreas.
Voces. Le pareció que el sonido se asemejaba a voces que intentaban esbozar una sola voz, una palabra… algo.
Lorenza se acercó a los remolques, pero un crujido abrupto de los árboles, un chasquido, la hizo retroceder. Gaviotas con panzas grises, aparentemente asustadas por el eclipse, huyeron despavoridas de las ramas y de los vertederos, desperdigándose en todas las direcciones como los cristales de una ventana rota.
Las voces se habían hecho más agudas, casi angustiosas, y la estaban llamando. Eran como un coro de condenados, una cacofonía que pasaba del susurro al rugido, y se transformaba de nuevo en un susurro, esforzándose en articular una palabra que ella no pudo descifrar, y que sonaba a algo como:
—… aaaaaaaqqqqqquuuííí.
Lorenza estaba a un lado de la pista; se quitó los protectores y conservó las gafas con filtros para el eclipse. Se alejó de los vertederos y del olor rancio de la basura, y se dirigió hacia los grandes remolques de almacenamiento. El sonido no parecía provenir del interior de los remolques, sino de detrás de ellos.
Caminó entre dos contenedores de casi dos metros de altura, pasó al lado de una llanta de avión vieja y desgastada, y vio otros contenedores aún más viejos, de un color verde pálido. Volvió a oír el sonido. No sólo escuchó el repiqueteo, sino que también lo sintió; era un cúmulo de voces que vibraban en su cabeza y en su pecho, llamándola. Tocó los contenedores pero no sintió ninguna palpitación extraña; siguió su camino y se detuvo en la esquina.
Sobre la hierba alta y calcinada por el sol, y la basura llevada por el viento, había una caja grande de madera, con grabados elaborados y de aspecto antiguo. Lorenza se dirigió hacia el pequeño claro, preguntándose por qué alguien dejaría una antigüedad tan valiosa abandonada en un lugar como ése. Los robos —organizados o de otro tipo— eran comunes dentro del aeropuerto: tal vez alguien la había ocultado allí con la intención de recogerla más tarde.
Luego vio los gatos. Los alrededores del aeropuerto albergaban cientos de gatos salvajes, algunos de los cuales habían sido mascotas domésticas que escaparon de sus jaulas de transporte. Otros fueron dejados allí por residentes locales que querían deshacerse de ellos. Peor aún, no faltaban los viajeros que los abandonaban a su suerte para no pagar la elevada tarifa de transporte. Los gatos domésticos, incapaces de defenderse solos, se unieron a la colonia de gatos salvajes que deambulaban por los cientos de hectáreas de terrenos sin construir, a fin de no ser presas de animales más grandes y de poder sobrevivir en manada.
Los gatos famélicos estaban sentados sobre las patas traseras, observando el armario. Lorenza creyó ver unos pocos felinos sucios y roñosos, pero miró a lo largo de la barrera contra los huracanes y vio que el número de gatos ascendía fácilmente a cien, observando sentados la cómoda de madera, y sin reparar en Lorenza.
La caja no se movía; desde allí tampoco salía el sonido que ella había escuchado. Le intrigó haber ido hasta allá, ver esa escena extraña, pero no encontrar lo que estaba buscando. Siguió escuchando aquel coro inquietante. ¿Sería que los gatos también lo oían? No: estaban concentrados en la cómoda cerrada.
Lorenza se dispuso a regresar y los gatos se pusieron rígidos. El pelaje del lomo se les erizó a todos. Giraron sus cabezas costrosas al mismo tiempo, cien pares de ojos de gatos salvajes mirándola en la noche crepuscular. Lorenza quedó petrificada, pues temía que la atacaran; y otra oscuridad se cernió sobre ella, como un segundo eclipse.
Los gatos huyeron por el terreno descampado, trepando por la reja oscura, o resguardándose en huecos y madrigueras.
Lorenza no pudo moverse; una oleada de calor la envolvió como un horno abierto detrás de ella. Sintió una presencia. Intentó moverse y los sonidos en su cabeza se unieron en una voz única y terrible.
—
AQUÍ
.
Algo la levantó del suelo.
Los gatos regresaron; Lorenza yacía con la cabeza destrozada al pie de la barrera atestada de basura. Las gaviotas habían llegado antes, pero los gatos las ahuyentaron con rapidez y empezaron a desgarrar su ropa con voracidad para saciarse con su cuerpo.
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E
L ANCIANO SE SENTÓ FRENTE A
las tres ventanas de su apartamento en penumbra, observando el Sol oculto en el oeste, cinco minutos de oscuridad a mediados del día.
Era el acontecimiento astronómico más importante que tenía lugar en Nueva York en cuatro siglos.
El tiempo no podía ignorarse.
Pero ¿con qué objeto?
La urgencia se apoderó de él como una mano febril. No abrió la tienda ese día, y se dedicó a sacar cosas del sótano desde el amanecer. Objetos y curiosidades que había adquirido con el paso del tiempo…
Herramientas de funciones olvidadas. Implementos raros de oscuros orígenes. Armas de procedencia olvidada.
El anciano estaba muy cansado, y sus manos nudosas le dolían. Sólo él podía ver lo que iba a suceder. Era algo que —según todos los indicios— ya había comenzado a suceder.
Sin embargo, nadie le creería.
Goodfellow… o Goodwilling
, cualquiera que fuera el apellido del hombre que habló en la ridícula conferencia televisiva, al lado del médico con uniforme de la marina. Todos los demás parecían exhibir un optimismo prudente, regocijándose por los cuatro sobrevivientes, a la vez que decían desconocer el número total de muertos.
Queremos asegurarle al público que esta amenaza ha sido contenida
. Sólo un funcionario público se atrevería a declarar que algo semejante ya había concluido y que no suponía ningún riesgo, sin saber siquiera de qué se trataba.
El hombre que estaba detrás de los micrófonos era el único que parecía saber algo más sobre aquella aeronave defectuosa y llena de pasajeros muertos.
¿Goodwater?
El informe provenía de la sede del Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta. Setrakian no lo sabía con certeza, pero presintió que su mejor oportunidad era aliarse con aquel hombre. Tal vez era la única que tenía.