Eph le echó un vistazo a las hileras de bolsas.
—¿Por qué estos cadáveres no se están descomponiendo como deberían? —se preguntó.
Eph recostó de nuevo a la niña sobre el suelo y le abrió el ojo derecho. La córnea estaba nublada, tal y como debía estarlo, y la esclerótica —la membrana blanca y opaca del ojo— también estaba debidamente seca. Le examinó las yemas de los dedos de la mano derecha que habían estado en contacto con las manos de su madre, y observó que estaban ligeramente arrugadas debido a la evaporación, tal como debía suceder.
Se sintió intrigado por las señales mixtas que estaba recibiendo e insertó dos dedos entre sus labios secos. El sonido semejante a un jadeo que salió de la mandíbula de la niña era simplemente efecto del gas. El vestíbulo del paladar no mostraba nada notable; Eph introdujo uno de sus dedos para bajarle la lengua y comprobar si había más rastros de sequedad.
El paladar y la lengua estaban completamente blancos, como si estuvieran tallados en marfil. Era como un modelo anatómico. La lengua estaba rígida y extrañamente erecta. Eph la movió a un lado y observó el resto de la boca, que estaba igualmente seca.
«Seca… ¿y ahora?», pensó. «Los cadáveres están completamente secos: no tienen una sola gota de sangre». Podría haber citado a Dan Curtis, que decía en una película de terror de los años setenta: «Comandante, a los cadáveres… ¡les han sacado la sangre!», y luego se escuchaba la música fúnebre de un órgano.
Eph estaba comenzando a sentirse cansado. Sostuvo firmemente la lengua con su dedo índice y el pulgar, y alumbró la garganta clara con una pequeña linterna. Le pareció que tenía un aspecto ligeramente ginecológico, como si fuera una muñeca inflable en una tienda porno.
La lengua se movió.
—¡Cielos! —Eph retiró los dedos y retrocedió. El rostro de la niña seguía siendo una plácida máscara funeraria, con los labios ligeramente abiertos.
Nora lo miró.
—¿Qué fue?
Eph se limpió el guante con los pantalones.
—Un simple acto reflejo —dijo. Miró la cara de la niña pero no resistió más y subió el cierre de la bolsa.
—¿Qué puede ser? —preguntó Nora—. ¿Será algo que retrasa de alguna manera la descomposición de los tejidos? Estas personas están muertas…
—En todos los aspectos, salvo en la descomposición. —Eph negó con la cabeza en señal de incomodidad—. No podemos hacer esperar más a los camiones. En última instancia, necesitamos que esos cadáveres estén en la morgue. Tenemos que abrirlos y tratar de descifrar esto desde adentro.
Vio a Nora mirar el armario, separado del resto del equipaje que habían descargado.
—Esto no tiene nada de lógico —dijo ella.
Eph miró al otro lado, en dirección a la enorme aeronave. Quería volver a subir. Seguramente habían pasado algo por alto. La respuesta tenía que estar allí.
Pero antes de hacerlo, vio a Jim Kent entrar en el hangar en compañía del director del CDC. El doctor Everett Barnes tenía sesenta y un años de edad, y aún seguía siendo el mismo médico rural y sureño que había sido en sus comienzos. El Servicio de Salud Pública del cual formaba parte el CDC se había originado en la marina, y aunque se había convertido en una institución autónoma, muchos altos directivos del CDC todavía preferían utilizar uniformes militares, entre ellos el director Barnes, quien era una mezcla contradictoria de caballero campechano de barba blanca en forma de candado, vestido con un uniforme caqui y toda suerte de ribetes militares, lo que le daba un aspecto semejante a un Coronel Sanders condecorado.
Después de los preliminares y de mirar rápidamente uno de los cadáveres, el director Barnes preguntó por los sobrevivientes.
—Ninguno recuerda nada de lo que sucedió —le informó Eph—. No nos han sido útiles.
—¿Qué síntomas tienen?
—Dolor de cabeza agudo en algunos casos. Dolor muscular y zumbido en los oídos. Desorientación, sequedad en la boca y falta de equilibrio.
—En términos generales, nada peor de lo que sucede después de un vuelo transatlántico —señaló el director Barnes.
—Es extraño, Everett —dijo Eph—. Nora y yo fuimos los primeros en subir al avión. Ninguno de los pasajeros, y me refiero a todos, tenía signos vitales ni respiraba. Cuatro minutos sin oxígeno es el límite para que ocurra un daño cerebral permanente. Creemos que estas personas pudieron estar inconscientes durante más de una hora.
—Todo parece indicar que no —replicó el director—. ¿Y los sobrevivientes no te dijeron
nada
?
—Me hicieron más preguntas a mí que yo a ellos.
—¿Algún rasgo común entre los cuatro sobrevivientes?
—Estoy trabajando en eso. Le iba a pedir su colaboración para confinarlos hasta que terminemos con nuestra labor.
—¿Mi colaboración?
—Necesitamos que los cuatro pacientes cooperen.
—Ya contamos con su colaboración.
—Sólo por ahora. Yo… no podemos correr ningún riesgo.
El director se acarició su corta barba blanca mientras hablaba.
—Estoy seguro de que si utilizamos ciertas tácticas podemos contar con su agradecimiento por haber sobrevivido a este destino trágico, y hacer que sean dóciles. —Su sonrisa reveló la existencia de varias prótesis dentales.
—¿Qué tal si aplicamos la Ley de Poderes de Salud…?
—Ephraim, sabes que hay una gran diferencia entre aislar a unos cuantos pasajeros para un tratamiento preventivo y voluntario, y confinarlos en cuarentena. Para ser sincero, hay asuntos más importantes que debemos tener en cuenta, como por ejemplo los medios de comunicación.
—Everett, con todo respeto, estoy en desacuerdo…
El director puso su pequeña mano en el hombro de Eph. Exageró un poco su acento sureño, tal vez con la intención de suavizar el golpe.
—Permíteme ahorrarnos un tiempo, Ephraim. Si analizamos las cosas de manera objetiva, este accidente trágico ha sido incluso favorable, y felizmente contenido. No tenemos más muertes ni enfermedades en ningún otro avión ni aeropuerto del mundo, a pesar de que han transcurrido casi dieciocho horas desde que esta aeronave aterrizó. Éstos son elementos positivos y debemos enfatizar en ellos. Tenemos que enviar un mensaje a nivel masivo, a fin de asegurar la confianza de la población en nuestro sistema de transporte aéreo. Tengo la certeza, Ephraim, de que si motivamos a estos afortunados sobrevivientes y apelamos a su sentido del honor y del deber, será suficiente para hacer que cooperen. —El director retiró la mano y le sonrió a Eph como un militar animando a su hijo pacifista—. Además —continuó Barnes—, esto tiene todas las características de un escape de gas, ¿verdad? Tantas víctimas neutralizadas en un instante, el ambiente cerrado… y los sobrevivientes recuperándose tras ser evacuados del avión.
—Sólo que el aire dejó de circular cuando el sistema eléctrico se apagó, justo después de aterrizar —intervino Nora.
El director Barnes asintió, frotándose las manos mientras pensaba en eso.
—Bueno, es indudable que hay muchas cosas por resolver. Pero fue una práctica excelente para vuestro equipo, y manejasteis bien la situación. Y ahora que las cosas parecen haberse resuelto, veamos si podéis llegar al meollo del asunto tan pronto termine esta maldita conferencia de prensa.
—¿Qué? —exclamó Eph.
—El alcalde y el gobernador darán una conferencia de prensa junto a los representantes de la aerolínea, los oficiales de la Autoridad Portuaria, etcétera. Tú y yo representaremos a la división federal de salud.
—Ah, eso no. No tengo tiempo, señor. Jim puede hacerlo…
—Sí: Jim
puede
hacerlo, pero hoy lo harás tú, Ephraim. Como dije, ya es hora de que estés al frente de esto. Eres el director del proyecto Canary, y quiero a alguien que haya tenido contacto personal con las víctimas. Necesitamos darle un rostro humano a nuestros esfuerzos.
A eso se debía toda la discusión sobre no detener a los sobrevivientes ni mantenerlos en cuarentena. Barnes estaba siguiendo la política oficial.
—Pero realmente yo no sé nada —le dijo Eph—. ¿Por qué una conferencia de prensa con tanta rapidez?
Barnes sonrió, mostrando de nuevo sus implantes dentales.
—El primer artículo del juramento médico es no hacer daño; el del político, salir en la televisión. Además, entiendo que el factor tiempo también cuenta, pues quieren que la conferencia se transmita antes del maldito evento solar; de esas manchas solares que afectan a las ondas de radio o algo parecido.
Eph había olvidado por completo el eclipse total que tendría lugar a las tres y media de la tarde. Era el primer evento solar de ese tipo en la ciudad de Nueva York desde el descubrimiento de Norteamérica, hacía más de cuatro siglos.
—¡Cielos, lo había olvidado!
—El mensaje que les daremos a los habitantes de este país será simple. Ha ocurrido una gran pérdida de vidas que está siendo investigada de manera exhaustiva por el CDC. Se trata de una verdadera tragedia humana, pero el incidente ha sido controlado, su naturaleza parece ser única, y no hay la más mínima razón para alarmarse.
Eph dejó de mirar al director. Lo estaban obligando a salir ante las cámaras y a decir que todo estaba de maravilla. Abandonó la zona de contención y atravesó el espacio estrecho que había entre las enormes puertas del hangar, saliendo a la aciaga luz del día. Estaba buscando la forma de olvidarse de todo eso cuando el teléfono móvil que tenía en el bolsillo de sus pantalones vibró contra su muslo. Lo sacó y vio el símbolo de un sobre titilando en la pantalla. Era un mensaje de texto enviado desde el teléfono de Matt. Eph lo leyó:
Yanquis 4 Medias R. 2. Qué asientos. Te extraño, Z.
Permaneció mirando el mensaje electrónico de su hijo hasta que sus ojos se enfocaron de nuevo. Y luego miró su sombra en la pista del aeropuerto, la cual, a no ser que estuviera imaginando cosas, había comenzado a desvanecerse.
L
a ansiedad aumentó en tierra a medida que la pequeña hendidura en el costado occidental del Sol —el «primer contacto» lunar— se transformó en una negrura inquietante, en una muesca redonda que consumió gradualmente el sol de la tarde. Inicialmente no hubo una diferencia evidente en la calidad o cantidad de la luz en la Tierra. Ya el boquete negro en lo alto del cielo, formando una hoz sobre el Sol habitualmente fiable, hacía que ese día fuera diferente a cualquier otro.
En realidad, el término «eclipse solar» es inexacto. Un eclipse ocurre cuando un cuerpo celeste pasa por el intervalo de la sombra proyectada por otro. Durante un eclipse solar, la Luna no
entra
en la sombra del Sol, sino que realmente pasa
entre
el Sol y la Tierra, oscureciendo el Sol y produciendo la sombra. El término correcto es «ocultamiento». La Luna oculta al Sol y proyecta una pequeña sombra en la superficie de la Tierra. No se trata pues de un eclipse solar, sino de un eclipsamiento de la Tierra.
La distancia entre la Tierra y el Sol es aproximadamente cuatrocientas veces mayor que la que hay entre la Luna y la Tierra. En una coincidencia notable, el diámetro del Sol es casi cuatrocientas veces más grande que el de la Luna. Y por eso, la Luna y la fotosfera del Sol —el disco brillante— parecen tener casi el mismo tamaño si se les observa desde la Tierra.
Un ocultamiento total sólo es posible cuando la Luna está en su fase nueva y cerca del perigeo, el punto más cercano a la Tierra. La duración de la totalidad depende de la órbita de la Luna, que nunca supera los siete minutos con cuarenta segundos. Este ocultamiento en particular debía durar exactamente cuatro minutos y cincuenta y siete segundos: poco menos de cinco minutos de una noche irreal en medio de una hermosa tarde a comienzos de otoño.
C
ubierto a medias por la Luna nueva e invisible, el cielo aún brillante comenzó a adquirir una tonalidad oscura, como si se tratara de un atardecer, aunque sin la calidez propia de esa luz. En la Tierra, la luz tenía un aspecto pálido, como si hubiera sido filtrada o atenuada, y las sombras habían perdido su nitidez. Tal parecía que el mundo se hubiera difuminado.
La hoz seguía haciéndose más pequeña al ser consumida por el disco lunar; su precario brillo resplandeció como en señal de pánico. El ocultamiento pareció cobrar fuerza —al igual que una especie de velocidad desesperada— a medida que el paisaje terrestre se hacía gris y los colores perdían su fuerza habitual. El poniente se oscureció más rápido que el saliente debido a la sombra de la Luna.
El eclipse sería parcial en gran parte de los Estados Unidos y Canadá, alcanzando la totalidad en una zona que tenía dieciséis mil kilómetros de largo por ciento sesenta de ancho, y describiendo el oscuro umbral de la mancha lunar sobre la Tierra. La trayectoria de oeste a este era conocida como el «sendero de la totalidad», que comenzaba en el cuerno de África, daba una curva en el océano Atlántico para terminar al oeste del lago Michigan, y se movía a una velocidad de más de seiscientos kilómetros por hora.
A medida que el Sol menguante fue estrechándose, el firmamento adquirió una tonalidad violeta y ahogada. La oscuridad del poniente reunió fuerzas, cual sistema de tormentas, silencioso y sin viento, propagándose por el firmamento y cercando al Sol debilitado, como un gran organismo sucumbiendo a una fuerza corruptora que se explayara desde su interior.