La noche se había apoderado del cielo otra vez, justo lo que ella había temido durante todo el día.
¿Por qué él estaba tan quieto y silencioso?
Antes de poder pensar en lo que iba a hacer y de olvidarse de sus temores, Ann-Marie abrió la puerta y bajó por las escaleras del porche, sin mirar las tumbas de los perros en un rincón del patio, y sin perder la calma; ella tenía que ser fuerte ahora. Sólo un poco más de tiempo…
Las puertas del cobertizo estaban aseguradas con la cadena y el candado. Permaneció atenta al más mínimo sonido, apretando el puño contra su boca hasta que le dolieron los dientes.
¿Qué haría Ansel? ¿Le tiraría las puertas si ella intentaba entrar en el cobertizo? ¿Se obligaría a mirarla?
Sí, él lo haría.
Ann-Marie abrió el candado con la llave que colgaba de su cuello. Desanudó la gruesa cadena y retrocedió hasta donde sabía que él no podía alcanzarla.
Sintió un hedor insoportable, una fetidez sepulcral. La pestilencia era tal que empezó a llorar, pues provenía de Ansel, que estaba encerrado allí.
No vio nada y optó por escuchar, pues no se atrevía a entrar.
—¿Ansel? —dijo con un susurro. No recibió respuesta—. Ansel.
Escuchó un crujido, un movimiento en la tierra. ¿Por qué no había traído una linterna?
Estiró las manos para abrir un poco más la puerta; lo suficiente para que entraran los rayos de la luna.
Allí estaba él, acostado entre la tierra, de cara hacia las puertas, con los ojos hundidos, y tenso por el dolor. Ella concluyó que estaba agonizando. Su Ansel se estaba muriendo. Pensó de nuevo en
Pap
y
Gertie
, los perros que yacían bajo la tierra, los amados san bernardos que ella había querido más que a unas simples mascotas, los que él había matado, y cuyo lugar había tomado, sí, para salvar a Ann-Marie y a sus hijos.
Ella comprendió que él necesitaba lastimar a alguien para mantenerse con vida.
Ann-Marie tembló bajo la luz de la luna, observando a aquella criatura atormentada en la que se había convertido su esposo.
Ansel deseó que su esposa se rindiera ante él. Ella lo supo: podía sentirlo.
Ansel dejó escapar un bufido ronco que parecía salir de las profundidades de su estómago.
Ann-Marie lloró al cerrar las puertas del cobertizo. Se recostó contra las puertas, encerrándolo como un cadáver que no estuviera ni vivo ni muerto. Su fragilidad no le permitía abrir las puertas, y únicamente escuchó otro gemido en señal de protesta.
Estaba pasando la cadena por las manijas de las puertas cuando escuchó un paso en la gravilla detrás de ella. Se quedó petrificada, pensando que era el oficial de la policía que regresaba a importunarla. Escuchó otro paso y se dio la vuelta.
Era un hombre mayor, calvo, con una camisa de cuello rígido, chaqueta de punto y pantalones de pana. Era el vecino de enfrente, el mismo que había llamado a la policía: el señor Otish, el viudo. Era la clase de persona que barre las hojas hasta la calle para que el viento las lleve a tu jardín. Un hombre al que nunca veía y del cual no sabía nada a menos que ocurriera un problema que, según él, habían causado uno de ellos o sus hijos.
—Sus perros han encontrado formas cada vez más creativas para mantenerme despierto de noche —dijo el señor Otish.
Su presencia, como una aparición fantasmal después de una pesadilla, había desconcertado por completo a Ann-Marie.
¿Los perros?
Él se refería a los ruidos que Ansel hacía en la noche.
—Si uno de sus perros está enfermo, debería llevarlo al veterinario para que lo cure o lo duerma.
Ella estaba demasiado sorprendida como para responderle. Él estaba a la entrada de la casa y avanzó hasta el borde del patio trasero. Miró el cobertizo con desprecio.
Un quejido ronco salió del interior.
El señor Otish hizo una mueca en señal de disgusto.
—Tiene que hacer algo con esos perros; de lo contrario, volveré a llamar a la policía.
—¡No! —El miedo le hizo lanzar un grito antes de poder contenerlo.
Él sonrió, sorprendido por la preocupación de la mujer, y disfrutando del poder que tenía sobre ella.
—¿Qué es lo que planea hacer?
Ella abrió la boca pero no logró decir nada.
—Yo… Yo me encargaré… No sé cómo, pero me encargaré.
Él miró el porche, ligeramente intrigado por la luz de la cocina.
—¿Podría hablar con el hombre de la casa? Preferiría hablar con él.
Ella negó con la cabeza.
Otro gruñido quejumbroso escapó del cobertizo.
—Pues bien, más le vale que haga algo con esos malditos animales, o tendré que hacerlo yo. Cualquiera que haya crecido en una granja le dirá que los perros son animales serviciales y es mejor no malcriarlos. Les conviene más el golpe de un látigo que la palmadita de una mano. Especialmente con una raza tan torpe como la san bernardo.
Esas palabras le recordaron algo. Él había dicho algo sobre sus perros…
El golpe de un látigo.
La única razón por la que habían instalado el poste con las cadenas en el cobertizo era porque
Pap
y
Gertie
se habían escapado algunas veces y no hacía mucho…
Gertie
, la consentida de los dos, había llegado a la casa con el lomo y las patas laceradas…
… como si alguien la hubiera azotado.
Ann-Marie, quien normalmente era tímida y reservada, dejó su miedo a un lado. Miró a ese hombre —a esa caricatura desagradable y arrugada de hombre— como si le hubieran quitado un velo de los ojos.
—Usted —dijo ella. Le tembló la barbilla, pero ya no de timidez sino de rabia—.
Usted
le hizo eso a
Gertie
. Usted la
hirió…
Él parpadeó, pues no estaba acostumbrado a que lo desafiaran restregándole la culpabilidad en su cara.
—Sí, lo hice —dijo, recobrando su condescendencia habitual—. Él se lo tenía bien merecido.
Ann-Marie sintió un estallido de rabia. Se le había rebosado la copa; tener que enviar a sus hijos fuera de casa… enterrar a
Pap
y a
Gertie
… la degradación de Ansel…
—
Ella
—dijo Ann-Marie.
—¿Qué?
—
Ella
:
Gertie
es una hembra.
Se escuchó otro gruñido trémulo en el interior del cobertizo.
Era la necesidad apremiante de Ansel, su ansia…
Ella retrocedió temblorosa. Se sintió intimidada, no por él, sino por aquella sensación de rabia desconocida.
—¿Quiere verla con sus propios ojos? —se oyó diciendo a ella misma.
—¿Qué fue eso?
El cobertizo se estremeció como si hubiera una bestia dentro.
—Vaya entonces. ¿Quiere tratar de aplacarlos? Entre y vea qué puede hacer.
Él la miró indignado. Esa mujer lo estaba desafiando.
—¿Me lo dice en serio?
—¿Quiere solucionar las cosas? ¿Quiere paz y tranquilidad? ¡Pues yo también!
Se limpió la saliva que tenía en los labios y agitó el dedo frente a él.
—
¡Pues yo también!
El señor Otish la miró fijamente.
—Creo que los vecinos tienen razón —dijo—. Usted está
loca.
Ella le lanzó una sonrisa demencial en señal de asentimiento y él se dirigió hacia uno de los árboles del patio. Haló un lazo delgado, le dio vuelta y lo zarandeó hasta retirarlo. Lo agitó en el aire para escuchar el sonido siseante y se dirigió satisfecho hacia las puertas del cobertizo.
—Quiero que sepa —dijo— que hago esto más por su beneficio que por el mío.
Ann-Marie tembló mientras lo veía deslizar la cadena por las manijas de las puertas, las cuales comenzaron a abrirse; el señor Otish estaba muy cerca del poste.
—¿Dónde están esas bestias? —preguntó.
Ann-Marie escuchó el gruñido inhumano y la cadena sonando como si fueran monedas cayendo al piso. Las puertas se abrieron de par en par, el señor Otish dio un paso al frente, y su grito de terror fue sofocado en un instante. Ella corrió y se recostó contra las puertas del cobertizo, apresurándose a cerrarlas mientras su vecino forcejeaba inútilmente para abrirlas. Pasó la cadena por las manijas, cerró el candado… y corrió a su casa, lejos del cobertizo y de la monstruosidad que acababa de cometer.
M
ark Blessige estaba en el vestíbulo de su casa con su BlackBerry en la mano, sin saber qué hacer; no había recibido ningún mensaje de su esposa. Ella había dejado el teléfono en su bolso Burberry, su camioneta Volvo estaba a la entrada, y la bañera del bebé estaba en el cuarto de la ropa sucia. No había dejado ninguna nota en la cocina; sólo una copa de vino medio vacía, abandonada sobre el mostrador. Patricia, Marcus y Jacqueline habían desaparecido.
Buscó en el garaje; los coches infantiles y los autos de juguete estaban en su lugar. Miró el tablón de corcho del corredor, pero no había ninguna nota. ¿Sería que ella se había enojado con él por llegar tarde otra vez, y había decidido castigarlo de una manera pasiva-agresiva? Encendió la televisión para hacer tiempo y comprendió que su ansiedad no era infundada. En dos ocasiones tomó el teléfono para llamar a la policía, pero no creyó que pudiera sobrevivir al escándalo de una patrulla llegando a su casa. Salió a la puerta de la entrada y se sentó en las escaleras de ladrillo que daban al césped y al jardín de flores exuberantes. Miró a ambos lados de la calle, preguntándose si su esposa e hijos habrían ido donde algún vecino, y notó que casi todas las casas estaban a oscuras. El resplandor amarillo de las lámparas
art-déco
sobre los lustrosos aparadores estaba ausente. Tampoco había monitores de computador ni pantallas de televisores de plasma titilando con su halo hipnótico.
Miró la casa de los Luss al otro lado de la calle, con su fachada patricia y elegante, y sus ladrillos blancos y envejecidos. Tampoco parecía haber nadie allí. ¿Se trataba de algún desastre inminente? ¿Habrían emitido una orden de evacuación antes de que él llegara?
Entonces vio a alguien salir de los arbustos frondosos que formaban una cerca ornamental entre su casa y la de los Luss. Era una mujer, y tenía un aspecto desaliñado bajo la sombra irregular de las hojas de los robles. Parecía mecer en sus brazos a un niño de cinco o seis años. La mujer cruzó la entrada, la camioneta Lexus SUV de los Luss la ocultó momentáneamente, y entró por la puerta lateral que había a un lado del garaje. Giró la cabeza antes de entrar y vio a Mark a la entrada de su casa. No lo saludó ni le hizo un gesto de reconocimiento, pero su mirada —aunque fugaz— fue como si a él le hubieran descargado un bloque de hielo en el pecho.
Comprendió que no era Joan Luss, pero podría tratarse de su empleada.
Esperó infructuosamente que una luz se encendiera en la casa. Lo que acababa de ver era algo completamente extraño, pero a excepción de esto, no había visto a nadie más en el vecindario. Entonces cruzó la calle con las manos en los bolsillos, avanzó en línea recta desde la entrada para no pisar el césped, y llegó a la puerta lateral de la casa de los Luss.
La puerta exterior estaba cerrada, pero la interior permanecía abierta. En vez de tocar el timbre golpeó el cristal de la puerta, entró y dijo:
—¿Hola? —Cruzó la cocina y encendió la luz—. ¿Joan? ¿Roger?
El piso estaba salpicado con huellas sucias de pies descalzos. Algunos de los armarios y bordes del mostrador tenían huellas de manos manchadas de tierra. Unas peras se estaban pudriendo en un cesto de alambre de la cocina.
—¿Hay alguien en casa?
Concluyó que Joan y Roger habían salido, pero quiso hablar de todos modos con la empleada. Ella no le diría que los Blessige nunca sabían dónde estaban sus hijos, o que Mark no podía controlar a su esposa alcohólica. Y si él estaba equivocado y Joanie
estaba
allí, entonces él le preguntaría a Joan por su familia como si llevara una raqueta de tenis en la mano.
«¿Cómo haces para mantenerte al tanto de tus hijos si siempre están tan ocupados?»
. Y si alguien le decía algo sobre su carnada caprichosa, él respondería mencionando el caso de la horda de campesinos descalzos que habían irrumpido en la cocina de los Luss.
—Soy yo, Mark Blessige, el vecino de enfrente. ¿Hay alguien en casa?
No iba allí desde mayo, cuando asistieron a la fiesta de cumpleaños del niño. Sus padres le habían comprado uno de esos coches eléctricos de carreras, pero como no tenía remolque —aparentemente, el niño estaba obsesionado con los remolques— él lo chocó contra la mesa donde estaba el pastel de cumpleaños, poco después de que el empleado disfrazado de Bob Esponja hubiera servido los jugos sobre ella. «Bien», había dicho Roger, «al menos sabe lo que le gusta». Todos esbozaron una sonrisa forzada y bebieron su jugo.
Mark llegó a la sala de estar y contempló su casa desde las ventanas de la fachada. Disfrutó de la vista durante un momento, pues no siempre podía ver su casa desde el ángulo de una ventana vecina. Definitivamente, su casa era linda, aunque ese mexicano estúpido había vuelto a cortar disparejos los setos del costado occidental.
En las escaleras del sótano también había pisadas. Más de una; eran muchas.
—¿Hola? —dijo, intrigado por el origen de esa profusión de pies descalzos—. Hola, soy Mark Blessige, el vecino de enfrente. —Ninguna voz le respondió—. Siento haber entrado así, pero me estaba preguntando…
Empujó la puerta de vaivén y se detuvo. Unas diez personas lo estaban mirando. Dos de ellas eran niños que salieron de detrás de la isla de la cocina, pero no eran sus hijos. Reconoció a algunas de estas personas; vivían en Bronxville, y los había visto en Starbucks, en la estación del tren o en el club. Una de ellas, Carole, era la mamá de un amigo de Marcus. Otro era un empleado del UPS, vestido con el tradicional uniforme de camisa caqui y pantalones cortos del mismo color. Era un grupo bastante disímil para estar congregado allí. No había ningún integrante de la familia Luss ni de la Blessige.
—Disculpen. ¿Interrumpo algo…?
Entonces comenzó a verlos realmente, su complexión y la expresión de sus ojos mientras lo miraban en silencio. Nunca lo habían mirado así. Sintió que sus cuerpos emitían un calor que contrastaba con la expresión helada y siniestra de sus rostros.
Atrás estaba la empleada, completamente enrojecida, sus ojos al rojo vivo y una mancha del mismo color en la blusa. Tenía el pelo greñudo y lleno de barro. Su piel y su ropa no estarían tan sucias si hubiera dormido en la misma tierra.