Mark se retiró el mechón de pelo de los ojos. Sintió que sus hombros tocaban la puerta de vaivén y se dio cuenta de que estaba retrocediendo. Las personas venían hacia él, a excepción de la empleada, quien se quedó observando. Uno de los niños, un chico inquieto y con las cejas recortadas, se paró sobre un cajón abierto y se subió a la isla de la cocina. Tomó impulso y se abalanzó sobre Mark Blessige, quien no tuvo otra opción que forcejear con sus brazos. El niño abrió la boca, agarró a Mark por la espalda y sacó su pequeño aguijón. Era como la cola de un escorpión, enrollada antes de estirarse y penetrar en la garganta de Mark. Desgarró la piel y el músculo para posarse en su arteria carótida, y el dolor fue como si le hubieran enterrado un pincho caliente.
Trastabilló contra la puerta y cayó al suelo; el niño seguía aferrado a él y a su garganta, sentado sobre su pecho. Comenzó a succionar y a dejarlo seco.
Mark intentó hablar, gritar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Se quedó paralizado. Algo cambió o fue interrumpido en su interior, y no pudo emitir ningún sonido.
El niño presionó el pecho contra el suyo, y Mark sintió el latido de su corazón, o de algo, con toda nitidez. A medida que la sangre manaba de su cuerpo, Mark sintió que el ritmo cardiaco del niño se aceleraba y se hacía más fuerte:
tump-tump-tump
, alcanzando un paroxismo frenético cercano al placer sexual. El aguijón del niño se inflamó mientras se alimentaba, y la parte blanca de sus ojos se hizo carmesí mientras miraba a su presa. El niño pasó sus dedos huesudos y retorcidos por el cabello de Mark, presionándolo con fuerza…
Los demás entraron por la puerta, se abalanzaron sobre él y le desgarraron la ropa. Los aguijones atravesaron su piel, y Mark sintió un cambio en la presión de su cuerpo; no era una descompresión, sino una
compresión
. Un vacío, como el de una caja de jugo consumido.
Y al mismo tiempo, un olor lo envolvió, invadiendo su nariz y sus ojos como una nube de amoniaco. Sintió una erupción húmeda y cálida sobre su pecho, como sopa recién preparada, y al agarrar con sus manos al pequeño demonio, sintió otro rastro de humedad. El niño se había ensuciado, defecando sobre Mark mientras se alimentaba, aunque la excreción se asemejaba más a un compuesto químico que a heces humanas.
El dolor fue insoportable y corpóreo, penetrando en todas partes, en las puntas de los dedos, en el pecho, en el cerebro. La presión se desvaneció de su garganta y Mark permaneció allí como una estrella blanca y reluciente de dolor fulgurante.
N
eeva entreabrió un poco la puerta del cuarto para ver si los niños ya se habían dormido. Keene y Audrey Luss estaban acostados en sacos de dormir al lado de la cama de su nieta Narushta. Los niños Luss se comportaban bien la mayoría del tiempo; después de todo, Neeva había sido su única niñera desde que Keene tenía apenas cuatro meses, pero los dos habían llorado esa noche. Extrañaban sus camas y querían saber cuándo los llevaría Neeva de regreso a casa. Su hija Sebastiane le reclamaba constantemente que la policía no tardaría en golpear a su puerta, pero esto no le preocupaba a su madre en lo más mínimo.
Sebastiane había nacido en los Estados Unidos, y después de completar sus estudios, se le quedó grabada una cierta arrogancia americana. Neeva la llevaba cada año a Haití, pero ella sentía que no era su hogar; rechazaba el país y sus antiguas tradiciones. Renegaba de las antiguas enseñanzas porque sus nuevos conocimientos le parecían más modernos y sofisticados. Pero que Sebastiane creyera que su madre era una tonta supersticiosa iba más allá de lo que Neeva estaba dispuesta a soportar. Especialmente después de haber hecho lo que hizo, al rescatar a esos dos niños malcriados aunque potencialmente redimibles, poniendo en riesgo a los miembros de su propia familia.
Aunque había crecido en el seno de la religión católica, el abuelo materno de Neeva era
vodou
y
bokor
de su aldea, una especie de
houngan
o sacerdote —algunos los llaman brujos— practicante de magia, tanto de la negra como de la blanca. Aunque se decía que tenía un gran
ashe
(mucho poder espiritual) y se dedicaba a curar zombis astrales, es decir, a encerrar un espíritu en un fetiche (un objeto inanimado), nunca intentó el arte más oscuro: el de reanimar a un cadáver y levantar a un zombi de un cuerpo muerto cuya alma ya había partido. No lo hizo porque decía que respetaba mucho la magia negra, y que cruzar ese límite infernal era una afrenta directa a la
loa
, a los espíritus de la religión vudú, los cuales son semejantes a los santos o ángeles que actúan como intermediarios entre el hombre y el Creador impasible. Pero él había participado en ceremonias que eran una especie de exorcismo ancestral, enmendando los errores de otros
houngan
caprichosos. Neeva lo había acompañado a los rituales y había visto el rostro de los muertos vivientes.
Joan se había encerrado en su cuarto aquella noche —una habitación tan lujosa como la de cualquiera de las suites de los hoteles que Neeva había limpiado en Manhattan, recién llegada a América—, y Neeva entró para mirarla una vez que dejó de escuchar sus quejidos. Los ojos de Joan parecían apagados y distantes, su corazón acelerado y las sábanas empapadas de un sudor pestilente. La almohada estaba manchada con una sangre blancuzca y espesa. Neeva había cuidado a personas enfermas y agonizantes, y después de ver a Joan Luss supo que su empleadora no se estaba hundiendo simplemente en la enfermedad, sino en la maldad. Fue entonces cuando se llevó a los niños.
Neeva volvió a echar un vistazo por la ventana. Vivía en el primer piso de una casa multifamiliar y sólo podía ver la calle y las casas de los vecinos a través de los barrotes de hierro. Las rejas eran efectivas contra los ladrones, pero aparte de eso, Neeva no estaba muy convencida de su utilidad. Esa tarde había salido de la casa y las había halado con fuerza para comprobar su resistencia. Como medida de precaución adicional —y a escondidas de Sebastiane, no fuera a ser que le diera un sermón—, Neeva aseguró los marcos contra los alféizares con clavos, y tapó la ventana del cuarto de los niños con un estante de libros. También —y sin decírselo a nadie— untó cada uno de los barrotes con ajo. Ella tenía una botella pequeña con agua bendita consagrada por el sacerdote de su parroquia, aunque recordó que su crucifijo había sido ineficaz en el sótano de los Luss.
Abrió todas las persianas y encendió cada una de las luces con nerviosismo, pero también con aplomo. Se sentó en su silla y estiró los pies. No se quitó los zapatos negros de suela gruesa que utilizaba en su casa por si tenía que correr, a fin de estar preparada para vigilar otra noche. Encendió la televisión a bajo volumen, simplemente a manera de compañía.
Estaba más molesta por la condescendencia de su hija de lo que realmente debería. A los inmigrantes les preocupa que sus hijos acepten su cultura adoptiva a expensas de su patrimonio cultural. Pero el temor de Neeva era mucho más específico: le asustaba que la excesiva confianza de su hija derivada de la aculturación terminara por hacerle daño. Para Sebastiane, la oscuridad de la noche era simplemente una molestia, una deficiencia de luz que desaparecía tan pronto como encendía un interruptor. La noche era para ella tiempo de relajarse y jugar, y de dedicarse al ocio, de soltarse el pelo y bajar la guardia. Para Neeva, la electricidad era poco más que un talismán contra la oscuridad. La noche es real. La noche no es una ausencia de luz; realmente, el día es una tregua de la oscuridad imponente…
El débil sonido de un rasguño la despertó sobresaltada. Tenía el mentón contra el pecho y vio que en la televisión estaban pasando un programa de televentas sobre una mopa que hacía también las veces de aspiradora. Neeva escuchó con atención; era un clic, proveniente de la puerta de la casa. Inicialmente pensó que se trataba de Emile —su sobrino conducía un taxi de noche— pero él habría tocado el timbre en caso de haber olvidado las llaves.
Alguien estaba afuera, pero no tocó el timbre ni la puerta.
Neeva se puso en pie tan rápido como pudo. Atravesó el corredor y se detuvo frente a la puerta para escuchar. Sólo una lámina de madera la separaba de quien —o de lo que— estaba afuera.
Sintió una presencia. Imaginó que sentiría calor si tocaba la puerta, aunque no lo hizo.
La puerta de su casa era simple, sin ventana y sin antepuerta de malla metálica. Sólo tenía un antiguo buzón del correo en la parte inferior.
La bisagra del buzón chirrió y la tapa se movió. Neeva retrocedió asustada y se apresuró al baño. Abrió la canasta de los juguetes y sacó la pistola de agua de su nieto. Abrió la botella de agua bendita y la echó por la pequeña ranura, derramándola casi toda mientras intentaba llenar el tanque de la pistola de plástico.
Se dirigió hacia la puerta con el juguete. No escuchó ningún ruido pero sintió la presencia. Se arrodilló con dificultad sobre su rodilla hinchada, y su media se enredó en una astilla del piso de madera. Estaba lo suficientemente cerca para sentir el susurro del aire nocturno contra la tapa de cobre y ver el movimiento de la sombra.
La pistola tenía un cañón grande y largo. Neeva se acordó de halar el mecanismo de bombeo para mejorar la presión y levantó la tapa del buzón con el cañón. La bisagra emitió un chirrido quejumbroso; ella introdujo la pistola y hundió el gatillo.
Apuntó hacia arriba y hacia abajo, de lado a lado, y lanzó agua bendita en todas las direcciones. Imaginó que Joan Luss se quemaba y que el agua atravesaba su cuerpo como si fuera la espada dorada de Jesús, pero no escuchó ningún gemido.
Una mano entró por la ranura y agarró la pistola con la intención de arrebatársela. Neeva la haló y pudo verle los dedos: estaban tan sucios como los de un sepulturero. Tenía las uñas rojas, como teñidas de sangre. El agua bendita resbaló por la piel, limpiándole un poco la mugre, pero sin quemarla ni producir vapor.
No produjo ningún efecto.
La mano haló el cañón con fuerza y la pistola se atascó en el buzón. Neeva comprendió que la mano trataba de agarrarla a ella y soltó la pistola. La mano se movió hasta que el juguete de plástico rechinó y expulsó el último chorro de agua. Neeva se alejó del buzón apoyándose en las caderas y en las manos, mientras la presencia comenzó a golpear la chapa. Las bisagras se estremecieron y la pared tembló. Un cuadro se desprendió del clavo y el vidrio del marco se hizo añicos. Neeva se dirigió al otro extremo del pequeño corredor y se golpeó con el paragüero donde también había un bate de béisbol. Neeva agarró firmemente la empuñadura de cinta negra y aguardó sentada en el piso. La vieja puerta que ella odiaba porque se dilataba en el verano y se adhería al marco era lo suficientemente sólida para soportar los golpes, como también lo eran el pasador y el pomo de hierro. La presencia que había al otro lado de la puerta se silenció. Seguramente ya se había marchado.
Neeva miró el charco con las lágrimas de Cristo en el suelo. Cuando el poder de Jesús te falla, entonces sabes que realmente la suerte te ha abandonado.
Lo único que podía hacer era esperar a que amaneciera.
—¿Neeva?
Keene tenía una camiseta y unos pantalones de deporte. Ella se movió más rápido de lo que creía ser capaz, tapándole la boca al niño y arrastrándolo hasta el rincón. Permaneció allí, recostada contra la pared y con el niño envuelto en sus brazos.
¿La presencia habría oído la voz del niño?
Neeva intentó escuchar. El niño forcejeó para desprenderse y poder hablar.
—Silencio, niño.
Entonces lo escuchó; era el chirrido otra vez. Agarró al niño con más fuerza y se inclinó hacia un lado para mirar la puerta.
Un dedo sucio abrió la tapa del buzón. Neeva se refugió de nuevo en el rincón, no sin antes ver un par de ojos rojos y centelleantes escudriñando el interior de la casa.
R
udy Wain, el mánager de Gabriel Bolívar, tomó un taxi para regresar a su casa localizada en la calle Hudson, después de cenar con algunos funcionarios de BMG en el restaurante Mr. Chow. No había podido hablar con Gabe por teléfono, pero ya habían comenzado a circular rumores sobre su salud después de lo del vuelo 753, y de la foto en silla de ruedas que le había tomado un
paparazzi
. Rudy tenía que verlo personalmente. Se detuvo frente a la puerta en la calle Vestry y no vio ningún
paparazzi
, sólo algunos fans góticos que parecían drogados, fumando en la acera.
Se levantaron casi con aprehensión cuando Rudy se acercó a la puerta.
—¿Qué ha pasado? —les preguntó Rudy.
—Supimos que está dejando entrar a gente.
Rudy miró hacia arriba pero no vio ninguna luz en la casa, ni siquiera en el ático.
—Parece que la fiesta terminó.
—No hay ninguna fiesta —dijo un chico rechoncho con bandas elásticas de colores que colgaban de un gancho en su mejilla—. También dejó entrar a un
paparazzi.
Rudy se encogió de hombros, marcó su clave personal, entró y cerró la puerta. Al menos Gabe se estaba sintiendo mejor. Rudy pasó al lado de las panteras de mármol y llegó al vestíbulo en penumbra. Las luces estaban apagadas y los interruptores desconectados. Rudy pensó un momento, sacó su BlackBerry y cambió la pantalla a encendido permanente. Alumbró con la luz azul del aparato y notó que al lado del ángel alado había una gran cantidad de sofisticadas cámaras digitales de fotografía y de vídeo, las armas preferidas por los
paparazzi
. Estaban apiladas allí como zapatos al lado de una piscina.
—¿Hola?
Su voz se oyó apagada en los pisos aún sin terminar. Rudy se dirigió a las escaleras de mármol valiéndose de la luz azul de su BlackBerry. Necesitaba motivar a Gabe para el
show
que iba a dar en Roseland, y definir también algunas presentaciones para las fechas cercanas al Día de Brujas.
Llegó a la planta superior, donde estaba la habitación de Bolívar, pero todas las luces estaban apagadas.
—Oye, Gabe. Soy yo, chico. No me dejes tropezar contra algo.
Había mucha quietud. Se dirigió a la alcoba principal; la inspeccionó con la luz de su aparato, notó que la cama estaba sin hacer pero no vio a Gabriel. Seguramente había salido a una de esas fiestas que se prolongaban hasta el amanecer, como era usual en él. Gabe no estaba allí.
Fue a orinar al baño principal. Vio un frasco abierto de Vicodin y una copa que olía a licor. Lo pensó un momento, tomó dos Vikes, enjuagó la copa y se tomó las pastillas con agua del grifo.