Se esforzaba en pasar desapercibido, trabajar en silencio y estar solo. Cada mañana se pinchaba el dedo y se frotaba una gota de sangre en cada mejilla para parecer tan saludable como fuera posible durante el llamado a lista.
Vio por primera vez el foso mientras reparaba unos armarios en la enfermería. A los dieciséis años, Abraham Setrakian era un ebanista. No buscaba favores; no era la mascota de nadie, simplemente un esclavo que tenía talento para trabajar la madera, lo que en un campo de concentración significaba simplemente sobrevivir. Tenía valor para Hauptmann, el oficial nazi que lo utilizaba sin piedad, sin contemplaciones y sin fin. Setrakian levantaba cercas con alambres de púas, elaboraba estantes de biblioteca y reparaba las vías del ferrocarril. Incluso, llegó a tallar pipas ornamentadas para el capitán ucraniano en la Navidad de 1942.
Fueron sus manos las que lo mantuvieron alejado del foso. Podía ver su resplandor al amanecer, y algunas veces sentía el olor a carne quemada y petróleo mezclados con aserrín. A medida que el miedo se apoderaba de su corazón, el foso también se arraigó en Abraham.
Nunca había dejado de sentirlo, y cada vez que lo asaltaba el miedo —al cruzar una calle oscura, al cerrar su tienda de noche o al despertarse a causa de las pesadillas— los fragmentos de sus recuerdos acudían de nuevo: él arrodillado, orando desnudo. Podía sentir el cañón de la pistola apretado contra la nuca en sus sueños.
Los campos de exterminio no tenían otra finalidad que la de matar personas. Treblinka había sido maquillado para tener el aspecto de una estación de trenes, con carteles y horarios de viajes, y una zona verde al lado de la cerca alambrada. Desde que llegó en septiembre de 1942, Setrakian estuvo todo el tiempo trabajando. «Ganándose su aliento», decía él. Era un hombre callado, pero bien criado, lleno de sabiduría y compasión. Ayudó a tantos prisioneros como pudo y todo el tiempo oraba en silencio. Y a pesar de las atrocidades que presenciaba diariamente, creía que Dios cuidaba a todos los hombres.
Pero una noche de invierno, Abraham vio al diablo en los ojos de un ser muerto, y entendió que el mundo era muy diferente de lo que pensaba.
Había pasado la medianoche y el campo estaba tan silencioso como nunca. El murmullo del bosque había desaparecido y el aire frío le calaba los huesos. Se dio la vuelta en su litera y observó ciegamente la oscuridad que lo rodeaba. Entonces escuchó algo:
Pic-pic-pic.
Exactamente como le había contado su
bubbeh
… sonaba exactamente como ella lo había descrito… y por alguna razón eso hacía que fuera todavía más aterrador…
Se quedó sin aire y sintió el foso en llamas en su corazón. La oscuridad se movió en un rincón de las barracas. Una
cosa
, una figura alta y desgarbada, salió de la penumbra oscura y se acercó a sus compañeros dormidos.
Pic-pic-pic.
Era Sardu, o una cosa que anteriormente había sido él. Su piel era ahora mustia y oscura, y se confundía con los pliegues de su túnica negra y suelta. Era como una mancha de tinta animada. La Cosa se movía sin esfuerzo, un fantasma liviano deslizándose por el suelo. Las garras afiladas de sus pies rasgaban ligeramente la madera.
Pero… no podía ser. El mundo era real y el mal también; todo el tiempo lo rondaba, pero esto no podía ser real. Esto era una
bubbeh meiseb
. Una
bubbeh
…
Pic-pic-pic.
En cuestión de segundos, la Cosa se acercó a la litera que había frente a Setrakian. Abraham sintió su olor a hojas secas, tierra y moho. Vio destellos de su cara ennegrecida mientras emergía de la oscuridad de su cuerpo, se inclinaba hacia delante y olía el cuello de Zadawski, un joven polaco muy trabajador. La Cosa era tan alta como las barracas, y la cabeza le llegaba hasta las vigas del techo; respiraba con dificultad, de una forma exigua, excitada y hambrienta. Pasó a la próxima litera, donde su rostro fue iluminado brevemente por la luz de una ventana cercana.
La piel oscura se hizo translúcida, ambarina, como una rodaja delgada de carne seca. Su rostro era áspero y opaco, excepto por los ojos, dos esferas resplandecientes que parecían brillar de manera intermitente, como pedazos de carbón que se encendían al ser soplados. Sus labios resecos revelaban unas encías manchadas y dos hileras de dientes pequeños, amarillentos e increíblemente afilados.
Se detuvo ante el cuerpo frágil de Ladislav Zajak, un anciano tuberculoso de Grodno que había llegado recientemente. Setrakian le había ayudado desde el principio, mostrándole cómo funcionaba todo y evitándole todos los escrutinios posibles. Su enfermedad bastaba para que lo ejecutaran de inmediato, pero Setrakian dijo que era su asistente, y lo mantuvo alejado de los agentes de la SS y de los guardias ucranianos en los momentos más críticos. Pero Zajak ya estaba prácticamente al otro lado. Sus pulmones le estaban fallando, y más importante aún, había perdido el deseo de vivir: se mantenía encerrado, hablaba muy poco y constantemente lloraba en silencio. Zajak se había convertido en una amenaza para la supervivencia de Setrakian, pero las súplicas de éste ya no hacían mella en el anciano. Setrakian lo oía estremecerse por sus ataques de tos y llorar en silencio hasta el amanecer.
Pero en ese momento, y cerniéndose sobre él, la Cosa observaba a Zajak. La respiración arrítmica del anciano parecía complacerle, y, como un ángel exterminador, extendió su oscuridad sobre el frágil cuerpo del anciano, chasqueando su lengua reseca con avidez.
Setrakian no pudo ver lo que hizo la Cosa. Hubo un ruido, pero sus oídos se negaron a oírlo. Esa cosa enorme y exaltada se inclinó sobre la cabeza y el cuello del anciano. Su postura indicaba que… se estaba alimentando. El vetusto cuerpo del anciano tembló y se estremeció ligeramente, pero Zajak no despertó.
Nunca volvió a hacerlo.
Setrakian se tapó la boca para no gritar. La Cosa, una vez saciada, no pareció interesarse en él. Se detuvo ante los débiles y enfermos. Al final de la noche había tres cadáveres, y la Cosa tenía un semblante colorado; su piel parecía más suave, pero era igualmente oscura.
Setrakian vio a la Cosa desaparecer en la oscuridad y marcharse. Se levantó con cautela y pasó al lado de los cuerpos. Los miró en la penumbra y no vio nada extraño, exceptuando una ligera cortada en el cuello, una incisión tan leve que era casi imperceptible.
Si no fuera porque él había sido testigo del horror…
Entonces recapacitó. Esa cosa regresaría de nuevo, y pronto. El campo de concentración era un terreno fértil, y la Cosa apacentaría entre los olvidados, los marginados, los insignificantes. Se alimentaría de ellos, de todos ellos.
A menos que alguien hiciera algo para detenerla.
Alguien.
Él.
A
nsel Barbour, otro de los sobrevivientes del vuelo 753, se apretujó con su esposa Ann-Marie y sus dos hijos —Benjy, de ocho años, y Haily, de cinco— en el sofá azul del patio de invierno de su casa en Flatbush, Nueva York.
Pap
y
Gertie
, los dos enormes san bernardos, también estaban junto a ellos en esta ocasión especial. Apoyaban felices las grandes garras sobre sus rodillas como las manos de una persona, golpeándole el pecho con la cabeza con gesto de agradecimiento.
Ansel iba en el asiento 39G, en clase turista, y regresaba de Potsdam, al suroeste de Berlín, después de asistir a un curso sobre seguridad de bases de datos en representación de su empresa. Ansel —un programador de computadores— tenía un contrato de cuatro meses con una compañía de Nueva Jersey encargada de investigar la clonación de millones de números de tarjetas de crédito a través de Internet. Era la primera vez que salía del país, y había extrañado intensamente a su familia. Durante su estadía se habían programado algunos paseos turísticos, pero Ansel nunca salió del hotel, pues prefería estar con su computador portátil en la habitación, hablar con sus hijos y verlos por la cámara web, o jugar a las cartas con cibernautas.
Su esposa era una mujer supersticiosa y prevenida, y el trágico desenlace del vuelo 753 había confirmado su temor a viajar en avión y a todas las experiencias nuevas en general. No sabía conducir, y realizaba una gran cantidad de rutinas que rayaban en desórdenes obsesivo-compulsivos, entre las cuales estaba tocar y limpiar constantemente cada espejo de la casa para alejar la mala suerte. Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico cuando tenía cuatro años (Ann-Marie había sido la única sobreviviente del accidente) y fue criada por una tía soltera que falleció una semana antes de su boda con Ansel. Los nacimientos de sus hijos habían reforzado el aislamiento de Ann-Marie, así como sus temores, hasta el punto de pasar varios días sin salir de su casa, dependiendo exclusivamente de Ansel para cualquier cosa que representara una diligencia en el mundo exterior.
La noticia del incidente del avión la dejó devastada, pero sintió tanto júbilo al enterarse de que su esposo había sobrevivido, que sólo podía definirla como una experiencia religiosa, una liberación que confirmaba y consagraba la necesidad absoluta de mantener sus rutinas para alejar la mala suerte.
Por su parte, Ansel sintió un gran alivio al regresar a casa. Benjy y Haily se abalanzaron sobre él, pero Ansel tuvo que contenerlos debido al fuerte dolor que tenía en el cuello. La tensión —sentía sus músculos como sogas apretadas— estaba localizada en la garganta, pero se extendía por toda la mandíbula hasta la base del cráneo. Cuando se le da vuelta a una cuerda, ésta se hace más pequeña, y era así como Ansel sentía sus músculos. Estiró el cuello esperando sentir un poco de alivio…
CHASQUIDO… CRUJIDO… ESTALLIDO…
Que lo hicieron doblarse en dos. El dolor no merecía el esfuerzo.
Fue entonces cuando Ann-Marie lo vio con el frasco de ibuprofeno en la mano, que había sacado del armario sobre la cocina. Sacó seis, la máxima dosis diaria, y a duras penas pudo tragárselas.
—¿Qué te pasa? —Los ojos de Ann-Marie estaban desprovistos de cualquier señal de alegría.
—Nada —respondió él, aunque su molestia era tal que no podía mover la cabeza. Era mejor que ella no se preocupara—. Simplemente es la tensión del vuelo. Tal vez la posición en que mantuve la cabeza.
Ella permaneció tirándose de los dedos a la entrada de la cocina.
—Tal vez no deberías haber salido del hospital.
—¿Y cómo habrías sobrevivido? —le respondió lacónicamente.
CHASQUIDO… CRUJIDO… ESTALLIDO…
—Pero ¿y si… tuvieras que regresar? ¿Y si esta vez quieren que permanezcas ingresado?
A Ansel le parecía una tarea agotadora disipar los temores de su esposa a costa de los suyos.
—Tal como están las cosas, no puedo dejar de trabajar. Sabes que escasamente podemos sostenernos en términos financieros.
Era un hogar con una sola fuente de ingresos, en un país donde ambos cónyuges tenían que aportar económicamente. Ansel tampoco podía conseguir un segundo empleo: ¿quién haría las compras del hogar?
—Sabes que yo… no podría defenderme sin ti —dijo ella. Nunca habían hablado de la enfermedad de ella, o por lo menos, nunca habían dicho que se tratara de una enfermedad—. Te necesito; te necesitamos.
Ansel recordó a los pasajeros que iban cerca de él: una familia con tres hijos grandes dos filas delante de él; la pareja mayor sentada al otro lado del pasillo, durmiendo la mayoría del tiempo, compartiendo la misma almohada durante todo el viaje; la azafata teñida de rubio que le había derramado una gaseosa dietética en sus pantalones.
—¿Habrá una razón para que yo haya sobrevivido?
—Sí;
hay
una razón —dijo ella con las manos sobre su pecho—: Yo.
Ansel llevó a los perros de regreso a la perrera del patio. El patio fue el factor que los motivó a comprar esa casa, pues era un espacio amplio para que los niños jugaran en compañía de los perros. Ansel vivía con
Pap
y
Gertie
antes de conocer a Ann-Marie, quien se había encariñado tanto con ellos como con él. Los perros la amaban incondicionalmente, al igual que Ansel y los niños —aunque Benjy, el hijo mayor, estaba comenzando a cuestionar las excentricidades de su madre, sobre todo cuando suponían un conflicto con sus entrenamientos de béisbol y horarios de juego—. Ansel sentía que Ann-Marie se estaba distanciando de su hijo. Sin embargo,
Pap
y
Gertie
no la desafiarían nunca, siempre y cuando los siguiera sobrealimentando. Ansel temía que sus hijos se alejaran de su madre a una edad muy temprana y no entendieran realmente por qué ella parecía preferir a los perros que a ellos.
Ansel había instalado un poste de metal entre dos láminas de madera y los candados del vetusto cobertizo del patio.
Gertie
se había salido de la casa a comienzos del año y regresado con laceraciones y marcas en el lomo y las patas, como si hubiera sido azotada. Así que ahora amarraban a los perros durante la noche para protegerlos. Ansel —manteniendo su cuello y su cabeza rectos para minimizar el malestar— les sirvió la comida y el agua con mucha lentitud, acariciándoles la cabeza mientras comían, y valorando lo mucho que representaban para él al final de aquel día afortunado. Cerró la puerta después de encadenarlos al poste, y permaneció mirando su casa desde allí, tratando de imaginar cómo sería el mundo sin él. Ansel había visto llorar a sus hijos ese día, y él había llorado con ellos. Su familia lo necesitaba más que a nadie en el mundo.