—Aquí no hay nada —dijo.
Eph advirtió la contrariedad de Nora y habló antes que ella.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí, en este lugar?
—Desde las doce aproximadamente, señor.
—¿No te tomaste un descanso? —le preguntó Eph—. ¿Qué hiciste durante el eclipse?
—Permanecí ahí—dijo señalando un lugar a pocos metros de la entrada—. Nadie pasó por la puerta.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó Nora. Miró al encargado y añadió—: ¿Quién más pudo haber visto un ataúd grande?
Eph frunció el ceño al escuchar la palabra «ataúd». Miró de nuevo alrededor del hangar y luego hacia la cámara de seguridad instalada en las vigas del techo.
—Allá —dijo señalándola.
E
ph, Nora y el oficial de la Autoridad Portuaria encargado del hangar subieron la escalera metálica que conducía a la oficina de control encima del hangar. Abajo, los mecánicos estaban removiendo la nariz de la aeronave para inspeccionar su interior.
Había cuatro cámaras de vigilancia que funcionaban las veinticuatro horas: una en la puerta que conducía a las escaleras de la oficina; otra a la entrada del hangar; una más en las vigas —la que había señalado Eph—, y una última en la oficina donde estaban ahora.
—¿Por qué hay una cámara aquí? —le preguntó Eph al encargado del mantenimiento.
El encargado se encogió de hombros.
—Tal vez porque aquí está la caja de gastos menores.
Tomó la silla desvencijada, cuyos brazos estaban pegados con cinta aislante, y movió unos botones detrás del monitor, logrando una vista de todo el lugar. Revisó las grabaciones de seguridad. Era una unidad digital de pocos años de antigüedad, que no permitía ver con claridad la imagen cuando se retrocedía la cinta.
La detuvo. En la pantalla, la cómoda se veía exactamente donde había estado, a un lado del equipaje que habían bajado del avión.
—Ahí está —dijo Eph.
El oficial asintió.
—De acuerdo. Veamos adónde pudo ir.
El encargado adelantó la cinta. El mecanismo funcionaba con más lentitud que al retroceder, pero de todos modos era demasiado rápido. La luz del hangar había disminuido durante el ocultamiento, y cuando se normalizó de nuevo, la caja enorme ya había desaparecido.
—Para, para —dijo Eph—. Retrocédela.
El encargado la retrocedió un poco y hundió la tecla
Play
. El cronómetro inferior indicaba que la imagen avanzaba con mayor lentitud que antes.
El hangar se oscureció y la cómoda desapareció al mismo tiempo.
—¿Qué diablos…? —exclamó el encargado, hundiendo la tecla de la pausa.
—Retrocede sólo un poco —le pidió Eph.
El encargado obedeció, y la cinta avanzó a velocidad normal.
El hangar se oscureció, pero aún seguía iluminado por las luces interiores. La cómoda estaba allí, y luego desapareció.
—¡Vaya! —exclamó el oficial.
El encargado hundió la tecla de la pausa. Él también estaba confundido.
—Hay un vacío, un corte —señaló Eph.
—No hay cortes. Ya viste el cronómetro —contestó el encargado.
—Entonces retrocédela un poco más. Un poco más… ahí… Ponla.
La cómoda desapareció.
—¡Houdini! —exclamó el encargado.
Eph miró a Nora.
—No pudo desaparecer así sin más —dijo el oficial, y señaló el equipaje que estaba cerca—. El resto del equipaje ha permanecido en el mismo lugar. No hay cortes en la grabación.
—Retrocédela otra vez, por favor —solicitó Eph.
El encargado lo hizo una vez más, y la cómoda desapareció de nuevo.
—Espera —dijo Eph, al notar algo—. Retrocédela…
lentamente
.
El encargado la retrocedió.
—Ahí —indicó Eph.
—¡Cielos! —exclamó el encargado, saltando casi de la silla—. Lo vi.
—¿Viste qué? —preguntó Nora junto al oficial.
El encargado retrocedió algunas secuencias de la grabación.
—Ahí viene… —le advirtió Eph—. Ya casi… —El encargado mantuvo la mano en la consola, como el participante de un juego televisivo esperando hundir el botón de las respuestas—: …
Ahí
.
La cómoda había desaparecido de nuevo. Nora se acercó:
—¿Qué?
Eph señaló un lado del monitor.
—Ahí está.
Una mancha borrosa se hizo visible en el borde derecho de la pantalla.
—Es algo que cruza frente a la cámara —explicó Eph.
—¿A la altura de las vigas? —señaló Nora—. ¿Qué podría ser? ¿Un pájaro?
—Es demasiado grande —observó Eph.
El oficial se inclinó y dijo:
—Debe de ser algún fallo técnico. Una sombra.
—No lo creo —replicó Eph—. ¿Una sombra de qué?
El oficial se incorporó.
—¿Puedes pasar la grabación fotograma por fotograma?
El encargado lo intentó. La cómoda desapareció… casi al mismo tiempo que aparecía la sombra en las vigas.
—Es todo lo que puedo hacer con esta máquina.
El oficial observó la pantalla de nuevo.
—Creo que sólo es una coincidencia —señaló—. ¿Cómo podría moverse algo a semejante velocidad?
—¿Puedes acercar la imagen? —preguntó Eph.
El encargado miró disgustado.
—No es una CSI, sino una simple cámara comprada en Radio Shack.
—De nada sirvió —declaró Nora mirando a Eph, y los dos funcionarios se sintieron impotentes—. Pero ¿cómo y por qué?
Eph se puso la mano detrás del cuello.
—La tierra de la cómoda… debe de ser la misma que encontramos en el tapete del avión. Lo cual significa…
—¿Estamos formulando la hipótesis de que alguien pasó de la zona de equipaje a la zona de descanso de la tripulación? —inquirió Nora.
Eph recordó la sensación que había tenido cuando estuvo al lado de los pilotos muertos en la cabina de mando, poco antes de descubrir que Redfern aún estaba vivo. Era la sensación de una presencia, de algo que rondaba cerca.
—Y llevó algo de eso… de esa materia biológica, a la cabina de los pasajeros —le dijo a Nora en privado.
Ella miró de nuevo la imagen de la sombra en las vigas.
—Creo que alguien estaba escondido en ese compartimiento cuando subimos por primera vez al avión —aseveró Eph.
—Bueno… —comentó ella en señal de aprobación—. Pero ¿dónde está ahora?
—Donde quiera que esté la cómoda —contestó Eph.
Gus
G
US CAMINÓ ENTRE
la línea de autos del estacionamiento del JFK. El chirrido de las llantas de los coches al bajar por las rampas de salida hacía que el lugar pareciera un manicomio. Sacó la tarjeta del bolsillo de su camisa y revisó de nuevo el número escrito a mano. También se aseguró de que no hubiera nadie cerca.
Encontró la furgoneta; era una Econoline blanca, destartalada, sucia y sin ventanas traseras, que estaba en un extremo, estacionada en una zona de trabajo rodeada de conos anaranjados, cubierta con una lona gruesa y pedazos de hormigón, pues una parte del revestimiento superior se había desprendido.
Abrió la puerta del conductor con un trapo; efectivamente, estaba sin seguro. Retrocedió un poco; el lejano y simiesco chirrido de las llantas interrumpía el silencio, y pensó que se trataba de una trampa. En cualquiera de los coches podía haber una cámara que lo estuviera grabando. Era algo que había visto en la serie televisiva
Cops
: la policía instalaba pequeñas cámaras en el interior de camiones estacionados en las calles de Cleveland o de cualquier otra ciudad, las cuales registraban los movimientos de las personas que robaban coches para dar una vuelta o llevarlos a un desguace. Estaba mal que te pescaran, pero caer en la trampa y salir en la televisión en un programa de máxima audiencia era algo mucho peor. Gus prefería que lo dejaran en calzoncillos y lo mataran de un disparo en la nuca a quedar en ridículo y ser catalogado como un tonto.
Sin embargo, había aceptado los cincuenta dólares que le había ofrecido el tipo por hacer esto. Era un dinero fácil, y Gus los tenía dentro de la banda del sombrero, a modo de prueba en caso de que las cosas salieran mal.
El tipo estaba en el mercado cuando Gus entró a comprar un Sprite. Lo vio detrás de él cuando iba a pagar. Gus oyó que alguien se le estaba acercando y se dio la vuelta con rapidez. Era el tipo; quería saber si Gus estaba interesado en ganarse un dinero fácil.
Era un tipo blanco, con un traje elegante, y daba la impresión de estar fuera de lugar. No parecía un policía, pero tampoco un homosexual. Tenía aspecto de misionero.
—
Se trata de una furgoneta en el estacionamiento del aeropuerto. La recoges, la llevas a Manhattan, la estacionas y te vas.
—
¿Una furgoneta? —preguntó Gus.
—
Así es; una furgoneta.
—
¿Qué tiene adentro?
El tipo negó con la cabeza. Le entregó una tarjeta de negocios doblada con cinco billetes nuevos de diez dólares.
—
Toma este anticipo.
Gus sacó los billetes como si se tratara de la carne de un sándwich.
—
Si le informas a la policía, te acusarán de incitación a la comisión de un delito.
—
Aquí está anotada la hora en que debes recogerla. No llegues temprano ni tarde.
Gus palpó los billetes doblados como si fueran una muestra de tela fina. El tipo lo observó, y Gus notó que también reparó en sus tres pequeños iconos tatuados en la mano. Eran símbolos de pandillas mexicanas que significaban ladrón, pero ¿cómo podía saberlo ese tipo? ¿O acaso los tatuajes lo habían delatado? ¿Por qué el tipo se le había acercado?
—
Encontrarás las llaves y las otras instrucciones en la guantera
.
El tipo comenzó a alejarse
.
—
Oye, cabrón —le dijo Gus—. Todavía no he dicho que sí
.
Gus abrió la puerta y esperó. Subió después de no escuchar ninguna alarma. No vio cámaras, pero de todos modos no las vería, ¿verdad? Detrás del asiento delantero había una división metálica sin ventanas. ¡Quién sabe! Tal vez iba a transportar a un contingente de policías que iban atrás.
Sin embargo, la furgoneta parecía completamente normal. Abrió la guantera con el trapo. Lo hizo con suavidad, como temiendo que se le abalanzara una serpiente, y la pequeña luz se encendió. Adentro estaba la llave del motor, el tique del estacionamiento y un sobre de manila.
Gus miró el interior del sobre y lo primero que vio fue su paga. Cinco billetes nuevos de cien dólares, algo que le agradó y le molestó al mismo tiempo. Le agradó porque era más de lo que esperaba, y le molestó, porque le sería imposible cambiar un billete de cien sin despertar sospechas, especialmente en su barrio. Incluso los bancos inspeccionarían detenidamente cada uno de los billetes que saliera de los bolsillos de un mexicano tatuado de apenas dieciocho años.
Vio una tarjeta doblada en la que aparecía la dirección adonde debía llevar la furgoneta, y un código de estacionamiento que decía: «
VÁLIDO SÓLO PARA UNA VEZ
».
Comparó las tarjetas y vio que ambas tenían la misma letra.
Su ansiedad desapareció y en lugar de ello se exaltó. ¡Cabrón! Haberle confiado ese vehículo… Gus conocía tres lugares en el South Bronx donde podían
reacondicionar
esa furgoneta, además de satisfacer rápidamente su curiosidad sobre el tipo de contrabando que había en su interior.
El sobre de manila contenía otro, tamaño carta. Sacó algunas hojas, las dobló y sintió una oleada de calor en el centro de su espalda, los hombros y el cuello.
La primera decía Augustin Elizalde. Era la prueba que lo incriminaba, sus antecedentes penales, donde figuraba que había sido juzgado por homicidio y dejado en libertad, en una especie de borrón y cuenta nueva en su cumpleaños número dieciocho, tan sólo tres semanas atrás.
La segunda hoja contenía una fotocopia de su licencia de conducir, y la de su madre, ambas con la misma dirección de la calle 115 Este, acompañada de una foto de la fachada de su edificio en los proyectos de Taft Houses.
Miró la hoja durante dos minutos. Pensó en el tipo con aspecto de misionero y la información que tenía sobre él, sobre su madre, y el lío en que se había metido.
Gus no reaccionaba bien ante las amenazas, especialmente las que hacían mención a su madre: él ya la había hecho sufrir mucho.
La tercera hoja tenía algo escrito con el mismo tipo de letra de la dirección en la tarjeta:
PROHIBIDO PARAR
.
Gus se sentó frente a la ventana del restaurante Insurgentes, pidió huevos fritos con salsa de Tabasco y miró la furgoneta blanca estacionada en Queens Boulevard. A Gus le encantaba el desayuno, y desde que había salido del penal desayunaba las tres comidas del día. Pidió un desayuno especial; tenía con qué pagarlo: el tocino bien crujiente y el pan bien tostado. ¿
PROHIBIDO PARAR
? ¡Hijo de la chingada! A Gus no le gustaba este asunto, pues habían involucrado a su madre. Miró la furgoneta, pensó en las opciones que tenía y esperó a que sucediera algo. ¿Lo estarían observando? Si era así, ¿cuan cerca estarían? Y si podían espiarlo, ¿por qué entonces no habían llevado ellos mismos la furgoneta? ¿En qué clase de
chingadera
se había metido?
¿Qué podría haber en la maleta?
Un par de cabrones se detuvieron frente a la furgoneta. Agacharon la cabeza y se marcharon cuando Gus salió del restaurante, con su camisa sin mangas ondeando en la brisa de la tarde, mostrando los tatuajes de color negro y rojo de sus antebrazos. Los Sultanes Latinos no sólo estaban en el Harlem Latino; sus tentáculos se extendían al norte y al este del Bronx, y también hasta el sur de Queens.
Los pandilleros eran pocos, pero su sombra era larga. No te metías en problemas con uno de ellos, a menos que quisieras una guerra con todos.
Salió del boulevard y siguió al oeste hacia Manhattan, mirando por el retrovisor para asegurarse de que no lo siguiera nadie. La furgoneta se zarandeó al pasar por un trayecto en reparación; Gus escuchó con atención, pero no oyó nada detrás de la furgoneta. Sin embargo, algo estaba presionando la suspensión hacia abajo.
Sintió sed y se detuvo en un minimercado situado en una esquina, donde compró dos latas de cerveza Tecate de medio litro. Colocó una de las latas roja y dorada en el portavasos y reanudó la marcha; los edificios de la ciudad aparecieron frente al río, el sol ocultándose detrás de ellos; ya estaba oscureciendo. Gus pensó en su hermano Crispín, ese drogadicto redomado que se había instalado en su casa justo cuando Gus se esforzaba como nunca por ser bueno con su madre. Lo recordó sentado en el sofá de la casa apestando a drogas y sintió deseos de enterrarle un puñal oxidado en las costillas por llevar la enfermedad a su hogar. Su hermano mayor era un demonio necrófago, un zombi, pero su madre no se atrevía a echarlo de la casa. Lo dejaba holgazanear, fingía que no se drogaba en el baño, y al poco desaparecía otra vez con algunas pertenencias de ella.