Siguió a la administradora a la primera habitación. No se trataba de un tanque de aislamiento biológico propiamente dicho, pues no había cámaras de aire ni puertas de acero. Era simplemente un espacio para el cuidado médico habitual en un ambiente segregado. El piso era de baldosas y la iluminación fluorescente. Lo primero que notó Eph fue una camilla Kurt contra una pared. Se trata de una camilla desechable de material plástico, semejante a una tabla transparente, con dos compartimentos para guantes profilácticos a cada lado, y equipada con tanques de oxígeno removibles. Una chaqueta, una camisa y unos pantalones estaban apilados a un lado; se los habían retirado al paciente con tijeras quirúrgicas, y el logo con la corona alada de Regis Air sobresalía en la gorra del piloto.
La cama en el centro de la habitación estaba rodeada de cortinas de plástico transparente, afuera de las cuales había equipos con monitores y un dispensador electrónico de suero repleto de bolsas. La cama tenía sábanas azules y grandes almohadas blancas, y el extremo superior estaba en posición vertical.
El capitán Doyle Redfern estaba sentado en el medio, con las manos sobre el regazo. Tenía las piernas descubiertas, sólo llevaba un camisón corto de hospital, y parecía estar consciente. De no ser por el dispensador conectado a su mano y su brazo, y por la expresión distante de su rostro —parecía haber perdido cuatro kilos desde que Eph lo vio en la cabina de mando—, habría tenido todo el aspecto de un paciente esperando un chequeo médico.
Eph se acercó y el capitán lo miró con optimismo.
—¿Es usted de la aerolínea? —le preguntó.
Eph negó con la cabeza. La noche anterior, ese hombre se había desplomado en el piso de la cabina de mando del vuelo 753 con un gemido y los ojos completamente desorbitados, como si estuviera a punto de morir.
El delgado colchón se dobló cuando el piloto se acomodó. Redfern cerró los ojos como para desperezarse y preguntó:
—¿Qué sucedió en el avión?
Eph no pudo ocultar su decepción.
—Eso mismo vine a preguntarle.
E
ph permaneció mirando a Gabriel Bolívar, la estrella del rock que estaba sentado en el borde de la cama como una gárgola de pelo suelto y negro, enfundado en un camisón de hospital. Estaba sin su maquillaje terrorífico y era sorprendentemente apuesto, a pesar de su pelo greñudo y de los vestigios de una vida desenfrenada.
—Parece una resaca interminable —dijo Bolívar.
—¿Algún otro malestar?
—Muchos. —Pasó la mano por su cabello largo y negro—. La moraleja de esta maldita historia es que nunca volveré a volar en aerolíneas comerciales.
—Señor Bolívar, ¿podría decirme qué es lo último que recuerda del aterrizaje?
—¿Cuál aterrizaje? Lo digo en serio. Estuve bebiendo cantidades industriales de vodka con agua tónica desde que despegamos, y estoy seguro de que me quedé dormido. —Miró hacia arriba y entrecerró los ojos a causa de la luz—. ¿Qué tal si me dan un Demerol cuando pase el carro de los refrescos?…
Eph vio las cicatrices en los brazos desnudos de Bolívar y recordó que uno de sus actos característicos durante los conciertos era cortarse en el escenario.
—Estamos tratando de establecer una correspondencia entre los pasajeros y sus pertenencias.
—Eso es fácil. Yo no traía nada. Cero maletas, sólo mi teléfono. El vuelo chárter se canceló, y abordé este vuelo en el último minuto. ¿Acaso mi mánager no se lo dijo?
—Todavía no he hablado con él. Me refiero específicamente a un armario grande.
Bolívar lo miró.
—¿Se trata de una prueba mental?
—Estaba en el depósito de carga; es una caja vieja con tierra.
—No sé de qué está hablando.
—¿No la trajo de Alemania? Parece el tipo de cosa que alguien como usted quisiera coleccionar.
Bolívar frunció el ceño.
—Lo mío es una puesta en escena, un maldito
show
. Un espectáculo. Maquillaje gótico y letras duras. Busque mi historial en Google: mi padre era un predicador metodista, y en lo que a mí se refiere, lo único que me gusta coleccionar son conos. A propósito, ¿cuándo diablos saldré de aquí?
—Todavía faltan algunas pruebas —contestó Eph—. Queremos cerciorarnos de que esté en perfectas condiciones de salud antes de dejarle ir.
—¿Cuándo me devolverán mi teléfono?
—Pronto —dijo Eph, abandonando la habitación.
L
a administradora tenía problemas con tres hombres a la entrada del pabellón de aislamiento. Dos de ellos eran más altos que Eph y seguramente eran escoltas de Bolívar. El tercero era más bajito, llevaba un maletín, y tenía todo el aspecto de un abogado.
—Caballeros, ésta es un área restringida —les advirtió Eph.
—He venido para que den de alta a mi cliente Gabriel Bolívar —señaló el abogado.
—El señor Bolívar está siendo sometido a pruebas médicas en este momento, y será dado de alta a la mayor brevedad posible.
—¿Y cuándo será eso?
Eph se encogió de hombros.
—Tal vez dentro de dos o tres días, si todo sale bien.
—El señor Bolívar ha solicitado que lo den de alta, a fin de ser cuidado por su médico personal. No sólo tengo facultades como abogado, sino que también puedo velar por su salud en caso de que sufra algún tipo de discapacidad.
—La única persona autorizada para verlo soy yo —respondió Eph. Miró a la administradora y le dijo—: Apostemos un guardia aquí de inmediato.
El abogado dio un paso adelante.
—Escuche, doctor. No conozco muy bien la ley de la cuarentena, pero estoy seguro de que se necesita una orden ejecutiva impartida por el presidente para que alguien sea mantenido en aislamiento médico. A propósito, me gustaría ver esa orden.
Eph sonrió.
—Actualmente, el señor Bolívar es paciente mío, y también el sobreviviente de una tragedia colectiva. Si deja su número telefónico en el escritorio de las enfermeras, haré lo que esté a mi alcance para mantenerlo al tanto de su recuperación. Obviamente, con el consentimiento del señor Bolívar.
—Mire, doctor. —El abogado le puso la mano en el hombro con una familiaridad que a Eph no le gustó—. Puedo conseguir resultados más rápidos que una orden del tribunal, simplemente movilizando a los admiradores de mi cliente. —Su amenaza también iba dirigida a la administradora—. ¿Quieren una multitud furibunda de chicas góticas y de tipos raros protestando afuera del hospital, o irrumpiendo enloquecidos en estos pasillos para tratar de verlo?
Eph miró la mano del abogado hasta que éste la retiró de su hombro; tenía que visitar a otros dos sobrevivientes.
—Mire; realmente no tengo tiempo para esto, así que déjeme hacerle algunas preguntas. ¿Su cliente tiene alguna enfermedad transmitida sexualmente y de la que yo deba estar enterado? ¿Tiene un historial de consumo de drogas? Se lo pregunto únicamente porque si tengo que examinar todo el historial médico de su cliente, este tipo de cosas pueden caer en manos equivocadas. Y me imagino que usted no quiere que todo el historial médico se filtre a la prensa, ¿verdad?
El abogado lo miró.
—Ésa es una información confidencial, y darla a conocer sería un delito grave.
—Y seguramente una auténtica vergüenza —replicó Eph, mirando fijamente al abogado para lograr el máximo impacto—. Imagínese si alguien pusiera todo su historial médico en Internet para que cualquiera pudiera verlo.
El abogado quedó atónito y Eph avanzó entre los dos escoltas.
J
oan Luss, socia de una firma de abogados y madre de dos hijos, graduada en Swarthmore, residente de Bronxville y miembro de la Junior League, estaba sentada en el colchón de espuma de la cama del pabellón de aislamiento, y aún llevaba puesto aquel ridículo camisón, mientras tomaba notas apoyada en el colchón. Joan movía ansiosamente los dedos de los pies. No querían devolverle su teléfono, y ella tenía que recurrir a zalamerías o amenazas simplemente para que le proporcionaran un lápiz.
Iba a tocar de nuevo el timbre cuando apareció una enfermera. Joan le lanzó una sonrisa inquisitiva.
—Hola. Me preguntaba si sucedía algo, pero veo que ha llegado. ¿Cómo se llama el doctor que estuvo aquí?
—Él no es un médico del hospital.
—Lo sé muy bien. Estaba preguntando su nombre.
—Su nombre es doctor Goodweather.
—Goodweather —repitió, y lo anotó—. ¿Y su primer nombre?
—Doctor —dijo la enfermera escuetamente—. Para mí, el primer nombre de todos aquí es Doctor.
Joan hizo un gesto, como si no estuviera segura de haber escuchado bien, y se acomodó debajo de las sábanas tiesas.
—¿Trabaja en el Centro para el Control de Enfermedades?
—Creo que sí. Ordenó varios exámenes…
—¿Cuántas personas sobrevivieron al choque?
—En realidad no hubo ningún choque.
Joan sonrió. Algunas veces tienes que fingir que el inglés es tu segunda lengua para hacerte entender.
—Lo que le estoy preguntando es: ¿Cuántas personas sobrevivieron en el vuelo 753 que salió de Berlín con destino a Nueva York?
—Hay otros tres pacientes en este pabellón. El doctor Goodweather quiere tomar unas muestras de sangre y…
Joan dejó de prestarle atención. La única razón por la que estaba en esa habitación era porque sabía que podía reunir más información si seguía el juego. Pero esa estrategia estaba llegando a su fin: Joan Luss era una abogada especializada en «agravios», término legal que significa «perjuicios civiles», y causal ampliamente reconocido para entablar una demanda. Por ejemplo, un avión lleno de pasajeros donde todos mueren, a excepción de cuatro sobrevivientes, uno de los cuales es una abogada especializada en perjuicios.
¡Ay de Regis Air! En lo que a ellos se refería, quiso la suerte que sobreviviera una pasajera equivocada.
Joan continuó, ignorando las instrucciones de la enfermera:
—Quisiera una copia de mi informe médico hasta la fecha, la lista completa de las pruebas de laboratorio que me han realizado, así como sus resultados…
—¿Señora Luss? ¿Está segura de que se siente bien?
Joan se desvaneció un momento, pero simplemente era un rezago de lo que le había sucedido al final de ese horrible vuelo. Sonrió y negó enfáticamente con la cabeza, lista para comenzar de nuevo. La rabia que estaba sintiendo le daría las suficientes energías para enfrentar las casi mil horas facturables que pasaría examinando todos los pormenores de esta catástrofe y llevando a juicio a la nefasta y negligente aerolínea.
—No tardaré en sentirme realmente bien —concluyó.
Hangar de mantenimiento de Regís Air
—N
O HAY MOSCAS
—dijo Eph.
—¿Qué? —preguntó Nora.
Estaban frente a varias filas de bolsas extendidas afuera del
777
. Los cuatro camiones refrigerados se habían estacionado en el hangar, y sus carrocerías habían sido pintadas de negro para ocultar los letreros del Mercado de Pescado Fulton. La Oficina del Forense de Nueva York había identificado todos los cuerpos y le había puesto a cada uno una placa con un código de barras en los pies. Para decirlo en su jerga, esta tragedia era un «universo cerrado», un desastre masivo, con un número fijo y establecido de bajas, algo completamente opuesto al colapso de las Torres Gemelas. Gracias al rastreo de los pasaportes, a la lista de pasajeros y al estado intacto de los restos, la identificación de las víctimas fue una tarea simple y sencilla. El verdadero desafío sería determinar la causa de las muertes.
Los miembros de HAZMAT subieron con toda la solemnidad posible a los camiones las bolsas de vinilo azul amarradas con correas.
—Debería haber moscas —insistió Eph. Las luces que habían instalado alrededor del hangar les permitieron ver que el aire que había alrededor de los cadáveres estaba limpio, a excepción de una polilla o dos—. ¿Por qué no hay moscas?
Tras la muerte, las bacterias del tracto digestivo comienzan a valerse por sí mismas después de cohabitar simbióticamente con su anfitrión humano.
Empiezan a alimentarse de los intestinos, devorando todo a su paso hasta llegar a la cavidad abdominal para consumir los órganos. Las moscas pueden detectar el gas putrefacto que emana de un cadáver en descomposición a dos kilómetros de distancia.
En el avión había doscientos seis platos de comida. Por consiguiente, el hangar debería estar infestado de bichos.
Eph avanzó por la lona hacia el lugar donde un par de oficiales de HAZMAT estaban sellando otra bolsa.
—Esperen —les dijo. Suspendieron sus actividades y retrocedieron, mientras Eph se arrodillaba para abrir el cierre y dejar al descubierto el cadáver que había adentro.
Era la niña que había muerto tomada de la mano de su madre. Eph recordaba casi sin darse cuenta dónde la había encontrado: uno siempre recuerda a los niños.
Su cabello rubio era liso, el sol sonriente que colgaba de un lazo negro descansaba en la base del cuello, y su vestido blanco le daba un extraño aire nupcial.
Los oficiales se apresuraron a sellar y trasladar la próxima bolsa. Nora se le acercó por detrás a Eph y lo miró. Él tomó con delicadeza la cabeza de la niña con sus guantes y le dio vuelta.
El rígor mortis se manifiesta de lleno unas doce horas después de la muerte, y se prolonga por un periodo de doce a veinticuatro horas. Cuando ha transcurrido la primera mitad de este periodo, los depósitos de calcio que hay en los músculos se desintegran de nuevo y el cuerpo recupera su flexibilidad.
—Todavía está flexible —dijo Eph—. No hay rigidez.
Tomó a la niña del cuello, y las caderas, y la acostó bocabajo. Desabotonó la parte posterior de su vestido, dejando al descubierto la zona baja de su espalda y las apófisis superiores de las vértebras de la columna. Su piel era pálida y ligeramente pecosa.
Cuando el corazón deja de funcionar, la sangre se acumula en el sistema circulatorio, formando pequeños coágulos. Los vasos capilares —tan delgados como una célula— revientan, pues no tardan en sucumbir a la presión, y la sangre se extiende a los tejidos cercanos, estancándose en el lado más bajo y «dependiente» del cuerpo y coagulándose con rapidez. Se dice que la rigidez se presenta aproximadamente dieciséis horas después.
Y ya había transcurrido ese periodo de tiempo.
Tras morir sentada y haber sido acostada posteriormente, el efecto de la sangre acumulada y espesa debería haberle dado un color morado oscuro a la zona lumbar de la niña.