Read Nocturna Online

Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

Nocturna (5 page)

Subieron por la escalera de bomberos y avanzaron hacia la salida de emergencia. Se recostaron contra el fuselaje a ambos lados de la puerta; uno de ellos la empujó con su bota y entró agachado hasta alcanzar el panel divisorio más cercano, permaneciendo a la espera y sentado en el piso. Un compañero suyo no tardó en seguirlo.

El megáfono habló por ellos:

—Ocupantes del Regis 753. Les habla la Autoridad Portuaria de Nueva York-Nueva Jersey. En este momento estamos ingresando en la aeronave. Por su seguridad, les pedimos el favor de permanecer sentados con las manos sobre sus cabezas.

El primer hombre permanecía de espaldas al panel, escuchando. Su máscara hacía que el sonido pareciera ahogado, pero no pudo detectar ningún movimiento en el interior de la aeronave. Movió un botón de sus gafas nocturnas, y el interior del avión se hizo verde como una sopa de guisantes. Le hizo el gesto acordado a su compañero, preparó su Glock, e ingresó en la amplia cabina a la cuenta de tres…

Calle Worth, Barrio Chino

E
phraim Goodweather no podía decir si la sirena que acababa de escuchar había sonado en la calle —lo que equivalía a decir que era
real
— o si era parte de la banda sonora del videojuego al que estaba jugando en ese momento con su hijo Zack.

—¿Por qué siempre me matas? —le preguntó Eph.

El niño de pelo rubio se encogió de hombros, como si la pregunta lo hubiera ofendido.

—De eso se trata, papá.

El televisor estaba al lado de la amplia ventana que daba al oeste, que, de lejos, era el espacio más agradable del pequeño apartamento, ubicado en un segundo piso en el extremo sur del Barrio Chino. La mesa de la cocina estaba repleta de cajas abiertas de comida china; tenía también una bolsa de cómics de
Forbidden Planet
, el teléfono móvil de Eph, el de Zack, y los olorosos pies del chico. Se trataba de otro juguete que Eph había comprado pensando en Zack. Del mismo modo en que su abuela exprimía el jugo de media naranja, Eph trataba de aprovechar el máximo de diversión y alegría del escaso tiempo que pasaban juntos. Su único hijo era su vida, su aire, su agua y su alimento, y tenía que nutrirse de él mientras pudiera, porque a veces pasaba una semana entera, y el único contacto que tenía con su hijo se reducía a una o a dos llamadas telefónicas, algo semejante a pasar una semana sin ver el sol.

—Qué… —Eph presionó su control, ese objeto inalámbrico y extraño en su mano, hundiendo todos los botones equivocados. Su soldado caía una y otra vez al suelo—. Déjame levantarme por lo menos.

—Demasiado tarde. Estás muerto de nuevo.

Para muchos de sus conocidos, hombres que estaban en una situación semejante a la suya, el divorcio parecía haber sido tanto de sus esposas como de sus hijos. Podían hablar todo lo que quisieran, decir que extrañaban a sus hijos, que sus ex esposas socavaban las relaciones con sus hijos —bla-bla-bla—, pero realmente nunca parecían esforzarse de verdad. Un fin de semana con sus hijos se transformaba en un fin de semana
fuera
de su nueva vida libre. Para Eph, en cambio, los fines de semana con Zack
eran
la esencia de su vida. Él nunca había querido divorciarse, ni siquiera ahora. Reconocía que su matrimonio con Kelly había terminado, pues ella había dejado muy en claro su posición, pero él se negaba a renunciar a reclamar a Zack. La custodia del niño era el único asunto sin resolver, la única razón por la cual seguían legalmente casados.

Éste era el último de los fines de semana de prueba para Eph, tal como fue estipulado por el consejero familiar designado por el tribunal. Zack sería entrevistado la próxima semana, y luego se tomaría una decisión final. A Eph no le importaba que obtener la custodia fuera un proceso largo, pues era la batalla de su vida.
Haz lo correcto por Zack
constituía el quid de la culpabilidad de Kelly, que obligaba a Eph a conformarse con unos derechos de visita generosos. Pero lo correcto para Eph era aferrarse a Zack. Eph le había torcido el brazo al gobierno norteamericano —su empleador— para poder establecerse con su equipo en Nueva York y no en Atlanta, donde estaba localizado el CDC, para, evitarle más molestias a Zack de las que ya había padecido.

Él podía luchar más duro y sucio, tal como se lo había aconsejado su abogado en muchas ocasiones. Ese hombre conocía todos los trucos relacionados con los divorcios. Una de las razones por las cuales Eph no se atrevía a hacerlo era por su prolongada melancolía que sentía tras el fracaso de su matrimonio. La otra era toda la piedad que era capaz de acumular en su interior, cualidad que lo hacía ser un médico extraordinario, a la vez que un cliente lamentable en un caso de divorcio. Le había concedido a Kelly casi todas las demandas y exigencias financieras solicitadas por su abogado y lo único que quería era vivir con su único hijo.

El mismo que en aquel instante le estaba lanzando granadas.

Eph replicó:

—¿Cómo puedo responderte con disparos si me arrancaste los brazos?

—No lo sé. ¿Por qué no lo intentas con los pies?

—Ahora sé por qué tu madre no te deja tener un sistema de juegos.

—Porque me vuelve hiperactivo, antisocial y… ¡AH, TE MATÉ!

La barra que indicaba la capacidad de vida de Eph quedó en cero.

Fue entonces cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar, deslizándose entre las cajas de comida como un escarabajo hambriento y metálico. Probablemente era Kelly, para recordarle que le suministrara a Zack el inhalador para el asma. O tal vez llamaba para asegurarse de que no se hubiera ido con Zack a Marruecos o algo parecido.

Eph tomó el aparato y miró la pantalla. Era un número local, con código de área 718. El buzón de mensajes decía escuetamente: C
UARENTENA
JFK.

Los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades tenían una estación de cuarentena en la terminal internacional del JFK. No era una unidad de atención, ni siquiera de tratamiento ambulatorio; simplemente constaba de algunas oficinas pequeñas y una sala de revisión: una estación auxiliar y un cortafuegos para identificar y sofocar los estallidos que amenazaran a la población general norteamericana. Gran parte de la labor de dichos centros consistía en aislar y evaluar pasajeros enfermos, o en diagnosticar ocasionalmente una meningitis meningocócica o un síndrome respiratorio agudo y grave (SARS).

La oficina permanecía cerrada por las noches, y Eph estaría libre hasta el lunes por la mañana. Desde hacía varias semanas, había reemplazado a otros médicos para poder pasar todo el fin de semana con Zack.

Desactivó el sistema de vibración y dejó el teléfono al lado de la caja con tortitas de cebolla. No era su problema.

—Fue el chico que me vendió esto —le dijo a Zack, señalando el juego—. Llamó para burlarse de mí.

Zack se estaba comiendo otra masa china.

—No puedo
creer
que hayas conseguido entradas para el juego de mañana de los Yanquis contra los Medias Rojas.

—Lo sé. Son buenos puestos; al lado de la tercera base. Tuve que sacar dinero de tu fondo universitario para comprarlas. Pero no te preocupes; con tus capacidades, llegarás lejos simplemente con un grado de secundaria.

—Papi…

—De cualquier modo, ya sabes cómo me duele echarle siquiera un dólar al bolsillo de Steinbrenner. Es básicamente un acto de traición.

—Fuera, Medias Rojas; vamos, Yanquis —dijo Zack.

—Primero me matas, ¿y ahora me provocas?

—Pensé que ya te habías acostumbrado.

—Eso es…

Eph envolvió a su hijo con un abrazo rotundo, haciéndole cosquillas en las costillas, y Zack se retorció, estremeciéndose de risa. Zack se estaba haciendo más fuerte, y se había estremecido con una fuerza considerable, este chico, al que anteriormente solía cargar en un hombro. Zachary tenía el mismo cabello de su madre, tanto por su color rubio (tal como ella lo tenía cuando Eph la conoció en la Universidad) como por su textura fina. Y sin embargo, para asombro y alegría de Eph, reconoció sus propias manos en las de su hijo de once años. Las mismas manos de amplios nudillos que no querían hacer otra cosa que jugar al baloncesto, que detestaban las lecciones de piano y que anhelaban con impaciencia formar parte del mundo adulto. Era extraño ver de nuevo esas manos jóvenes. Una cosa era cierta: nuestros hijos llegan al mundo para reemplazarnos. Zachary era como un ovillo humano perfecto, y su ADN contenía todo lo que Eph y Kelly fueron alguna vez el uno para el otro: sus esperanzas y sueños, todo el potencial de su juventud mutua. Probablemente era por esto por lo que cada uno de los dos trabajaba tan duro, a su propio modo contradictorio, para sacar lo mejor de él. Tanto era así que pensar que Zack estuviera creciendo bajo la influencia de Matt, el novio con quien vivía Kelly, un tipo «querido» y «amable», pero tan moderado en todo que era prácticamente invisible, era un motivo de desvelo para Eph. Él quería verdaderos desafíos para su hijo, inspiración y grandeza en su vida. La batalla por la custodia de Zack ya estaba zanjada, mas no la batalla por la custodia de su espíritu, de su alma misma.

El teléfono de Eph empezó a vibrar de nuevo, avanzando por la mesa como aquellas cajas de dientes de juguete castañeantes que le regalaban sus tíos en Navidad. El aparato interrumpió el alboroto que habían armado, y Eph soltó a Zack, resistiendo el impulso de mirar la pantalla; algo grave estaba sucediendo; de lo contrario, no lo estarían llamando. Seguramente se trataba de una epidemia o de un viajero infectado.

Eph se obligó a
no
coger el teléfono. Alguien más tendría que hacerse cargo de la situación. Era su fin de semana con Zack, quien lo estaba mirando en ese momento con mucha atención.

—No te preocupes —dijo Eph, dejando el teléfono de nuevo sobre la mesa, y la llamada se fue al correo de voz—. Ya cumplí con mi deber. No trabajaré este fin de semana.

Zack asintió animado, pues había encontrado su control.

—¿Quieres más?

—No lo sé. ¿Cuándo llegaremos a la parte en que el pequeño Mario comienza a lanzarles barriles a los monos?

—Papi…

—Prefiero esos estereotipos italianos que corren y engullen hongos para marcar puntos.

—De acuerdo. ¿Y cuántos kilómetros de nieve tenías que recorrer cada mañana para llegar a la escuela?


Ahora sí…

Eph se abalanzó sobre él, pero Zack estaba preparado y apretó los codos para que no lo tocara en las costillas. Eph cambió de estrategia y se dirigió al infalible tendón de Aquiles, forcejeando con los talones de Zack, a la vez que intentaba esquivar una patada en la cara. El chico estaba suplicando un poco de piedad cuando Eph advirtió que su móvil estaba vibrando
de nuevo.

Eph saltó enfadado, sabiendo que, esa noche, su trabajo y su vocación lo iban a alejar de su hijo. Miró el identificador de llamadas, y esta vez el número estaba antecedido por el indicativo de Atlanta. Ésa era una noticia muy mala. Eph cerró los ojos, presionó el teléfono contra su sien e intentó despejar su mente.

—Lo siento, Z —le dijo a Zack—. Déjame ver qué sucede.

Se fue a la cocina con el teléfono en la mano para contestar la llamada.

—¿Ephraim? Soy Everett Barnes.

Era el doctor Everett Barnes, director del CDC.

Eph estaba de espaldas a Zack. Sabía que su hijo lo estaba observando y no se atrevía a mirarlo.

—Sí, Everett, ¿sucede algo?

—Recibí una llamada de Washington. Tu equipo se está dirigiendo en este momento al aeropuerto.

—Señor, en realidad…

—¿Lo viste en la televisión?

—¿En la televisión?

Eph se dio la vuelta y estiró su mano abierta frente a Zack, para pedirle paciencia. Encontró el mando a distancia y hundió algunos botones, pero la pantalla se oscureció por completo. Zack le arrebató el mando y sintonizó malhumorado la televisión por cable.

El canal de noticias mostraba un avión estacionado en la pista de rodaje. Los vehículos de apoyo formaban un perímetro amplio y presuntamente intimidante. Era el aeropuerto internacional JFK.

—Creo verlo, Everett.

—Jim Kent acaba de ponerse en contacto conmigo. Está llevando todo lo que necesita tu equipo Canary. Estarás al frente de esto, Ephraim. No van a hacer ningún movimiento hasta que llegues allí.

—¿Quiénes, señor?

—La Autoridad Portuaria de Nueva York y la Administración para la Seguridad del Transporte. La junta de la Seguridad Nacional del Transporte y el Departamento de Seguridad Interior se encuentran allí en estos momentos.

El proyecto Canary era un equipo de reacción, rápida integrado por epidemiólogos entrenados para detectar e identificar amenazas biológicas. Su labor incluía la detección de amenazas naturales, tales como enfermedades virales y rickettsiales que se encuentran en la naturaleza, así como brotes de origen humano. La mayoría de sus fondos provenían de las aplicaciones de Canary en el campo del bioterrorismo. Su sede estaba localizada en la ciudad de Nueva York, con filiales ubicadas en hospitales universitarios de Miami, Los Ángeles, Denver y Chicago.

El programa debía su nombre al antiguo recurso utilizado por los mineros de llevar un canario enjaulado a las profundidades de las minas de carbón como un sistema de alerta biológico crudo, aunque eficaz. El organismo altamente sensible de este pájaro detectaba rastros de gas metano y de monóxido de carbono antes de que alcanzaran niveles tóxicos o explosivos, haciendo que esta criatura generalmente cantarina se silenciara y balanceara en su percha.

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