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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (11 page)

A ver si nos entendemos. Un soldado, en esencia, no es más que un hijoputa que es mejor que esté de tu parte y joda a otros, a que este de parte de otros y te joda a ti. Luego entran los matices: el heroísmo, la dignidad, el sacrificio y todas esas cosas; que a veces están bien pero siguen sin afectar el hecho principal: aunque en España lo de las fuerzas armadas sea un bebedero de patos, la guerra está ahí afuera, es una desgracia histórica permanente, y no va a ser Federico Trillo, ni los juguetes antibélicos, ni las oenegés de Almería, lo que cambie el rumbo de la sucia condición humana. La cuestión es si tienes ejército de verdad o tienes sólo un pretexto para figurar en la OTAN. Si estas dentro o no lo estás. Si eres soldado o si la puntita nada más. Las reglas están ahí y su aceptación es voluntaria: así que la teniente Mariloli podría habérselo pensado mejor antes de jugar a la teniente O'Neil, que al fin y al cabo no es más que una puta película. Y también podrían haberlo pensado esos tiñalpas del Ministerio de Defensa que ahora andan poniendo parches y buscando soluciones. Los mismos que, para mantener unas fuerzas armadas que son una patética piltrafa, llevan años recurriendo a emigrantes y a mujeres para cubrir las plazas profesionales mal pagadas y poco atractivas que a los varones de aquí les importan un carajo, abriéndolas a candidatos sin otra motivación que un curro para comer caliente. Convirtiendo así a España en el segundo país occidental, tras Estados Unidos, en mujeres militares; dato del que, encima -entre el ejército gringo y el nuestro hay pequeñas diferencias-, algunos cretinos y cretinas alardean orgullosos y orgullosas. Eso supone casi una hembra por cada diez máquinas de matar, feroces legionarias incluidas. Y no cuenta a las 1.072 mujeres soldado que han pedido la baja por depresión en los últimos cinco años. Ya saben: el ambiente machista, el estrés. Pero no perdamos la esperanza. El estrés desaparecerá el día en que nuestras fuerzas armadas establezcan al fin un adecuado ambiente feminista. Se van a enterar los marroquíes cuando quieran tocarnos los ovarios con Ceuta y Melilla.

El Semanal, 21 Abril 2002

Baja estofa

Hay días en que ya no aspiras en absoluto a que cambie el mundo -a estas alturas sabes que no hay más cera que la que arde- sino sólo a que ese mundo te dé por saco lo menos posible. A quedarte fuera, si puedes, o al margen, y que todo lo que te molesta o te importa un carajo, que son unas cuantas cosas, venga a rozarte lo imprescindible; como cuando, antiguamente, los duelistas a pistola se ponían de perfil para ofrecer menos blanco al adversario. Días en que envidias a aquellos capaces de mantenerse a distancia con la ayuda elegante de un florete honorable, de un libro, de una actitud o de una idea, en medio de tanto bellaco que viene a contarte sus cuitas, a declamarte versos propios y ajenos, o a tirar mondas de naranja en mitad de la calle. Hace quince años escribí una novela sobre eso, lo que indica que ya me pasaba entonces. Y si ya me pasaba, y me sigue pasando, mala papeleta. Significa que llevo quince años jodido. Y lo que me queda.

Ayer fue uno de esos días de que les hablo, y empezó precisamente con las mondas de naranja. Conducía rumbo al aparcamiento en el que dejo el coche cada vez que bajo a Madrid; y en plena calle Mayor, casualmente enfrente de la esquina de mi vecino el rey de Redonda, se detuvo a mi lado un coche con un par de varones jóvenes. Pese a mis ventanillas cerradas pude oír el pumba-pumba de la música que llevaban a todo volumen. El que estaba más próximo a mí tenía un pie calzado con zapatilla de tenis sobre el salpicadero, pelaba una naranja y se comía los gajos, deshaciéndose de las mondas por el método más natural y espontáneo: dejarlas caer a la calle. Lo miré, me miró, se volvió un poco a su compañero como para comentarle qué estará mirando ese gilipollas y siguió tirando mondas como si tal cosa.

Aparqué en el subterráneo, unos metros más allá. Cerré el coche y me disponía a subir por la escalera cuando llegó una pareja, hombre y mujer, treintañeros ambos. Iban cogidos de la mano, vestían de forma razonable. Ella parecía, incluso, elegante. Les cedí el paso - nadie dijo gracias, por supuesto -, y cuando subía detrás de ellos, el varón carraspeó para despejarse la garganta, se volvió de lado y escupió, justo en el peldaño donde yo me disponía a apoyar el zapato, un gargajo de generosas dimensiones. Sorteé el lapo como pude. Salí a la calle y los vi alejarse, satisfechos de la vida, moviendo ella el culo encantada, supongo, de ir de la mano de aquel animal de bellota. Y es que, reflexioné, algunos tíos que vienen directos de la porqueriza lo traen escrito en la cara, pero el alma de las mujeres es insondable. Me equivocaba. O eso era antes. Ahora el alma de las mujeres es sondabilísima. Por lo menos, el alma de la que estaba en la Plaza Mayor conversando con otra. Le calculé cuarenta. Aspecto normal, de infantería. Clase media. Hablaba con una ordinariez indescriptible; y acto seguido, para rematar, fue a sentarse al banco de piedra de una de las farolas, bien espatarrada, en una actitud que ni siquiera una furcia de barrio marinero se habría permitido hace diez años. Espero que no le dé ahora por rascarse el coño, pensé. Sería excesivo para un solo día. Y ahora viene la pregunta, los porqués. O la reflexión. A esa chusma que cruzó por mi vida en el breve espacio de media hora no hay forma de prohibirles que salgan a la calle, naturalmente. Tienen derecho a frecuentar lugares públicos, ir al cine, entrar en restaurantes, viajar en metro o en autobús. Tienen derecho a vivir. Y no sólo eso, sino que el mundo gira cada vez más en torno a ellos, se adapta a sus gustos y costumbres. Ellos pagan con el dinero de su trabajo, ellos mandan, ellos educan; hasta el punto de que, poco a poco, ese ellos termina convirtiéndose en nosotros. Con nuestras mondas de naranja y nuestros lapos y nuestros espatarres. Y en semejante panorama, mantener disciplinas, actitudes que reflejen y apoyen una actitud moral distinta, no sólo es un acto anticuado, inútil, sino socialmente peligroso. Sitúa a quien lo ejercita en la mala coyuntura de pasar por un reaccionario, por un tiquismiquis gruñón. Por un perfecto gilipollas. Y la lógica es aplastante: por qué no ser por fuera lo que somos por dentro. Por qué sacrificarnos con reglas incómodas, pudiendo estar cómodos y naturales. Por qué guardar las mondas en el bolsillo, si tenemos el suelo a mano. Por qué no hacer oír a los demás la música que nos encanta o no sacar los pies por la ventanilla si de ese modo se ventilan. Por qué quitarnos la puta gorra de béisbol al entrar en un restaurante, si puesta en la cabeza no se nos olvida al salir. Por qué aguantarnos las ganas de escupir y despejar la garganta. Por qué sentarnos con las rodillas juntas si estamos más relajadas y frescas abiertas de piernas.

Somos así de absurdos. O de estúpidos. Siglos de esfuerzo intentando educar al ser humano para descubrir ahora que maldita la falta que nos hace.

El Semanal, 28 Abril 2002

La tecla maldita

Hay pesadillas domésticas para las que basta un simple teléfono. Verbigracia: hotel español, once de la noche, lucecita roja de aviso, mensaje telefónico. Descuelgo. Tiene usted un mensaje nuevo, dice una de esas Barbies enlatadas que ahora salen en todas partes: en la gasolinera, en la autopista, en el teléfono móvil, en las centralitas, en los contestadores automáticos. Para escuchar pulse Uno. Pulso, obediente. Voz de mi editora Amaya Elezcano: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Cuelgo apenas termina el mensaje, y voy a cepillarme los dientes. Al regreso, veo que la luz del aparato sigue roja. Descuelgo. Tiene usted un mensaje nuevo. Para escuchar, pulse Uno. Obedezco y escucho lo mismo de antes: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Vaya por Dios. Algo hice mal, me digo. Así que esta vez aguardo con el auricular en la oreja, y a los tres segundos de acabar Amaya lo de las pruebas, la Barbie interviene y dice: No tiene más mensajes. Pues ya está, concluyo. Resuelto. Cuelgo, pero la luz roja sigue encendida. Empiezo a mosquearme. Descuelgo por tercera vez. Tiene usted un mensaje nuevo. Para escuchar, pulse Uno. Y si no quiero escuchar, pregunto algo cabreado. No hay respuesta. No hay tu tía. Decido hacer de tripas corazón. Pulso Uno. Arturo te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Aguardo, paciente cual franciscano. Por fin suena la voz enlatada: Para escuchar de nuevo el mensaje, pulse Uno. Para conservar el mensaje, pulse Dos. Para borrar pulse la tecla de servicio. Ahí está la madre del cordero, me digo. Busco alegremente la tecla de servicio; pero el teléfono es de esos de hotel llenos de teclas complementarias y de signos cabalísticos, y me pierdo. Además está en inglés, y mi inglés es como el de Caballo Loco en Murieron con las botas puestas. Mientras, en mi oreja, la voz concluye: No ha elegido usted ninguna opción. Y luego me suelta de nuevo, íntegro, el mensaje de Amaya Elezcano, a la que ya odio con toda mi alma. Arturo, soy Amaya, te mando, etcétera. Mientras acaba el mensaje sigo buscando, angustiado. En ninguna tecla pone servicio ni nada que se le parezca. Al final Amaya cierra el pico y vuelve la Barbie: Para escuchar de nuevo el mensaje, pulse Uno. Para conservar el mensaje, pulse Dos. Para borrar pulse la tecla de servicio. Pulso una tecla donde pone algo parecido a Servicio, y nada. Hay que joderse. Pulso la de asterisco, y después de comunicarme que tengo un nuevo mensaje, me endilgan otra vez: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos. Blasfemo ya sin rebozo, en voz alta y clara. Sigo largando por esta boca pecadora mientras estudio el teclado maldito. Cuando voy entre el Copon de Bullas y las bragas de María Magdalena recuerdo que hay otro teléfono en el baño. Acudo allí y no veo luz roja. Chachi. Pulso la tecla de Servicio, a ver qué pasa. Me sale el servicio de habitaciones: Habla Luis ¿en qué puedo servirle, señor Pérez? …Aprovecho para pedir un agua mineral sin gas. ¿No desea nada más? ¿un sandwichito, una ensaladita?. No gracias, Luis, de verdad, respondo. Sólo agua. Pulso el 9. Biiip. Biiip. Clic. Operadora, habla Maite, ¿en qué puedo ayudarle, señor Pérez? Pues mire, Maite. Puede ayudarme diciéndome cual es la puta tecla de servicio. Le paso, responde la torda, sin darme tiempo a intervenir. Biiip. Biiip. Clic. Servicio de habitaciones, habla Luis ¿en qué puedo servirle, señor Pérez? En nada Luis, gracias. Viejo amigo. Sólo el agua sin gas de antes. ¿No quiere un sandwichito, una ensaladita? No quiero una maldita mierda, respondo. ¿Vale? Cuelgo. Marco el 9. Operadora, habla Maite, ¿en qué puedo ayudarle, señor Pérez? Borrar mensajes, digo atropelladamente, antes de que me pase con Luis y su servicio de sandwichitos y ensaladitas. Busco la tecla de borrar, la tecla de servicio o como cojones se llame. Descríbamela con detalle, Maite, por la gloria de su madre. Es la del cuadrado, responde con cierta frialdad. Una con un cuadradito dentro. Le pregunto si tiene dos rayas verticales que cruzan otras dos horizontales. Esa misma señor Pérez. Antes la llamaban almohadilla, apunto. Ah, pues aquí la llamamos cuadrado. Es igual, Maite, me vale, gracias. Cuadrado. Clic. Cuelgo. Vuelvo al otro teléfono. Descuelgo. Tiene usted un mensaje nuevo. Rediós. Me cisco en los muertos de Graham Bell y de San Apapucio y en los de quien inventó los contestadores automáticos. Lo hago a gritos, y eso me desahoga un poco. Ya más sereno, pulso cuadrado. Ni caso. Me sale Amaya otra vez: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas. Llaman a la puerta. Dejo el teléfono, abro precipitadamente, y aparece Luis con el agua mineral en una bandeja. Aquí tiene, señor Pérez. Su agüita mineral. Que tenga feliz noche. Cierro la puerta, vuelvo al teléfono a toda leche, me llevo el auricular a la oreja: Demasiado tarde. No ha elegido usted ninguna opción, dice la Barbie. Y luego: Arturo, soy Amaya, te mando las pruebas de los seis primeros capítulos.

El Semanal, 12 Mayo 2002

Los perros del Pepé

Una vez, cuando era niño, un pastor tiró delante de mí un perro al pozo de una mina. Le ató una cuerda al cuello, amarró un trozo de hierro viejo de las vías del ferrocarril, lo llevó hasta el agujero -el pobre animal trotaba alegremente a su lado, sin saber lo que le esperaba- y allá se fue el perro, arrastrado por el peso. Lo oí aullar al caer, y todavía, mientras tecleo estas palabras, sigo oyéndolos. Se estaba volviendo loco, me dijo el pastor, y zanjó el asunto. Hasta ese día el pastor, un hombre joven y rubio con el que yo charlaba a menudo cuando iba a jugar al monte y me lo encontraba, había sido amigo mío. Me enseñó algunas cosas que todavía recuerdo sobre hierbas, cabras, ovejas y perros ovejeros, y tengo en la cabeza el chasquido de su navaja cuando, a la sombra de una higuera, compartía conmigo rodajas de pan, queso y un vino muy áspero de la bota que siempre llevaba. Nunca supe su nombre, o tal vez lo olvidé a partir de ese día. Tampoco volví a acercarme a él. Después de aquello, cuando lo veía de lejos, él levantaba la mano, y yo levantaba también la mano. Pero seguía mi propio camino. Recuerdo que correteaba junto a él un perro nuevo, y que me pregunté si cuando también se volviera loco lo tiraría al mismo pozo. Supongo que sí, que lo hizo. Ahora, con los años, después de haber visto hacer cosas peores lo mismo con perros que con seres humanos, comprendo que el pastor no era un mal tipo, o al menos no peor que el resto de nosotros. Sólo era algo más elemental, quizás. Más bruto. Con ese duro sentido práctico de la gente de memoria campesina, que sabe lo que cuesta una boca más por alimentar, aunque sea la de un perro. Gente a la que curas fanáticos, ministros canallas y reyes imbéciles hicieron, durante siglos, analfabeta, despiadada y miserable. En cualquier parte del mundo, la infame condición humana sólo necesita pretextos para manifestarse en cuanto a pretextos, la España que hizo a ese pastor siempre los tuvo de sobra.

Ahora, cuarenta años más tarde, tengo delante una foto que recuerda aquello: dos perros galgos ahorcados por sus dueños en un pinar de Ávila. La foto tiene actualidad porque el partido del Gobierno, o sea el Pepé de esta España que dicen que va de cojón de pato, se pasó el otro día por el forro de los huevos un documento con más de 600.000 firmas exigiendo que se castigue con más dureza el maltrato cruel a los animales. La cosa venía a cuento de los quince perros a los que hace unos meses serraron las patas delanteras en Tarragona, y al hecho de que los hijos de la grandísima puta que hicieron aquello sigan tan campantes -ojalá sepan ellos mismos un día lo que es morir como perros- mientras mozos de escuadra, o la guardia civil, o quien puñetas tenga la competencia de esclarecer el asunto, anda tocándose la flor sin que nadie se le caiga la cara de vergüenza. Pero resulta que el Pepé no ve la cosa tan grave. Para qué dramatizar, dicen. Abandonar a un animal doméstico o maltratado sólo es, para el Código Penal y para ellos, una falta contra los intereses generales que se castiga con una multita de nada. Un pescozón. Ya saben: vete, hijo y no peques más. Y la mayoría parlamentaria de esa peña de gilipollas impidió que el pasado abril prosperaran cuatro proposiciones de ley para que el maltrato a los animales se considere delito, y se castigue con arrestos de fin de semana y penas de prisión cuando medie la muerte del animal. Tampoco se trataba de silla eléctrica, como ven. Pero no. El Pepé dijo nones. El Peneuve, por cierto, se abstuvo, fiel a esa equidistancia política exquisita que mantiene lo mismo cuando alguien mata perros que cuando alguien mata concejales. Y al final salió en la tele un tiñalpa repeinado y con corbata rosa fosforito, para decir que bueno, oigan, que tampoco hay que precipitarse que un hecho concreto en Tarragona no justifica la modificación de un texto legal.

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