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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (15 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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El Semanal, 04 Agosto 2002

Beatus Ille

Si es que no puede ser. Si es que pico siempre el anzuelo porque voy de buena fe, y luego pasa lo que pasa. Que es lo habitual, pero esta vez en Toronto, Canadá: el escenario listo para el espectáculo, con la megafonía y las luces a tope, pantalla gigante de vídeo y el público a reventar el recinto de la cosa, y decenas de miles de jóvenes allí, enfervorizados. Una pasta organizativa, pero será que la tienen. Para gastársela. Y yo me digo de ésta no pasa, porque tal y como está el patio no queda más remedio que mojarse. A ver por dónde sale mi primo. Y en éstas, en efecto, sale el artista rodeado por su grupo, o sea, el papa Wojtila, o lo que queda de él, con su elenco habitual de cardenales y monseñores para pasarle la página del misal y ponerle derecho el solideo cuando se le tuerce. Y en éstas agarra el micro y yo me digo a ver por dónde empieza: por los obispos pederastas que meten mano a los seminaristas y a los feligreses tiernos, o por esos ilustrísimas y párrocos que sólo se sienten pastores de ovejas vascas, y a las demás que les vayan dando equidistante matarile, o por Gescartera y el ecónomo de Valladolid, o pidiendo disculpas y diciendo que no se repetirá lo de aquel hijo de la gran puta al que encima pretendieron hacer santo, el papa Pío XII, que se retrataba con un gorrioncito en la mano, en plan San Francisco de Asís, haciéndose el longuis mientras los nazis gaseaban a judíos, a comunistas y a maricones. Aunque a lo mejor, pienso esperanzado, il papetto decide abordar temas más actuales y le dice a Ariel Sharon que la única diferencia entre él y un cerdo psicópata es que Sharon se pone a veces corbata, y a George Bush que quien siembra vientos en plan flamenco recoge torres gemelas. O a lo mejor, en vez de eso, Su Santidad decide al fin tener unas palabras de aliento para todos los curas y monjas y misioneros que luchan y sufren junto a los desheredados y los humildes, y se juegan la salud y libertad y la vida en África, y en América Latina y en tantos otros sitios, atenazados tanto por los canallas seglares como por los canallas con alzacuello: los superiores eclesiásticos que invierten en bolsa mientras a ellos los amordazan y los llaman al orden cuando piden cuatro duros para vestir al desnudo y dar de comer al hambriento, o cuando exigen justicia para los parias de la tierra, o cuando proclaman que, si es importante salvar al hombre en el presunto reino de los cielos, más importante todavía es salvarlo antes en la tierra, que es donde nace, sufre y muere. O lo matan.

El caso es que ahí estoy, sentado ante la tele, y me digo: de ésta no pasa. Tal como está el patio, aunque sea con circunloquios y perífrasis pastorales, seguro que el amigo Wojtila se moja esta vez, por lo menos la puntita de la estola. Con tanto joven delante es imposible desperdiciar la ocasión. Aunque sea algo suave. Justicia social. Coraje ciudadano. Cojones a la vida. Ojo, que el cabrón del Reverte ha puesto este año la crucecita de Hacienda en la otra casilla. Y como él, ciento y la madre. Cosas de ese tipo, aunque sea con mucho matiz. Algo para el 2002, que es el año en el que vivimos. Cualquier cosa de las que vienen cada día en los periódicos. Y en ésas, tatatachán, Juan Pablo II se arrima al micro y suelta: «Queridos jóvenes, tenéis que ser beatos». Y se queda tan campante. Y los obispos y los cardenales y toda la clase eclesiástica sonríen paternales y mueven la cabeza como diciendo ahí, la fija, qué certero es el jodío, ha dado en el clavo, como de costumbre. Ni follati ni protestati. Canto gregoriano. Beatos, eso es lo que en este momento precisa con urgencia la Humanidad doliente. Y todos los queridos jóvenes -que empiezo a sospechar son siempre los mismos y los llevan de un lado para otro, como los romanos esos de las lanzas en las óperas y los babilonios de las zarzuelas, que dan la vuelta y salen varias veces desfilando como si fueran muchos-, en vez de silbar y tirarle berzas al Papa y acto seguido pegarle fuego al tablado y a la pantalla de vídeo, y colgar a todos los sonrientes monseñores de las farolas más próximas, que es de lo que a mí personalmente en mi propia mismidad me dan ganas en ese preciso instante, se ponen a aplaudir, y a tremolar banderitas -norteamericanas, que ésa es otra-, y todas las Catalinas y Josefinos venidos de las montañas, a quienes, por lo visto, no afecta ni de lejos el tema del aborto, ni la homosexualidad, ni el sida, ni el preservativo, ni la desoladora ausencia de justicia social, ni la infame condición de la mujer en las cuatro quintas partes del mundo, ni el mangoneo imperturbable de los poderosos, ni el protocolo de Kioto, ni el Tribunal Penal Internacional, ni las mafias del Este y el Oeste, ni echar un polvo sin pensar en la procreación cristiana y responsable, sacan las guitarras y se ponen a cantar, ya saben, dú-dúa, qué alegría cuando me dijeron, etcétera. Con ser beatos estamos servidos de aquí a Lima. Incluso más lejos. Y hasta luego, Lucas. Hasta la próxima. Rediós. Hay días en los que me gustaría ser lansquenete de Carlos V.

El Semanal, 11 Agosto 2002

Esas topmodels viajeras y solidarias

De vez en cuando, alguna revista del corazón se descuelga con siete u ocho páginas emotivas y humanitarias, con fotos grandes y titulares ad hoc: Fulana o Mengana de tal, solidaria con los niños huerfanitos de Sierra leona, o de Perú, o de donde sea. Y allí sale la torda, a veces actriz, o topmodel, a veces putón verbenero de papel couché sin más, vestida de coronel Tapioca o de Calvin Klein, dando de mamar a las criaturas o haciendo palmitas con ellos en el cole, a ver, vamos a cantar todos en la casa de Pepito con esta señora tan guapa que tanto os quiere y ha venido a visitaros, o con una niña desnutrida y llena de moscas en brazos, o en un hospital hecho polvo acariciándole el muñoncito a un crío que pisó una mina. Con cara compungida, claro, cual corresponde a sentir próximo, casi propio, el dolor ajeno, etcétera. Tan conmovedores suelen ser los afotos, que cada vez que me tropiezo uno de esos reportajes solidarios se me atragantan de ternura los crispis con el colacao. Sobre todo cuando leo las declaraciones, en plan «esta experiencia me ha hecha ver cosas que antes no veía», o «ahora comprendo que somos egoístas porque vivimos de espaldas al dolor», aunque mi favorita sea esa de «a nivel humano, no sabía que hubiera gente que vivía así». Otros sí lo sabíamos, claro. Algunos misioneros y cooperantes, verbigracia, lo saben de sobra desde hace la tira. Y creo que en los periódicos también viene. Pero no vamos a ponernos estrechos, exigiéndole a una pava que anda con la agenda a tope, entre Tómbola, Crónicas Marcianas, operarse las ubres, el desfile de modelos del viernes, las fotos robadas en Ibiza y el yate de Fefé para este verano en Puerto Portals, que se lea los periódicos o vea el telediario. Bastante tiene ya encima haciendo la calle en versión postmoderna. Famoseando, que se dice ahora. De modo que si de pronto lo descubre, tras cuatro días empapándose -para variar- el chichi de dolor ajeno, y siente el impulso irresistible de contarle a todo el mundo lo mal que está el mundo y lo injusta que es la vida, pues qué quieren que les diga. Me parece bien. Porque la verdad, además, es que las oenegés andan chungas de viruta. Con lo de la pasta de Gescartera, con Izquierda Unida haciéndole la competencia a Payasos sin Fronteras y con la cantidad de mangantes que se lo montan en plan no gubernamental para viajar gratis y vivir por la cara -para los sindicatos y los comités de empresa, que era lo tradicional, hay lista de espera y ya no corre el escalafón- la gente mezcla churras con merinas, se fía menos que antes de la cosa solidaria, y afloja poca tela; aunque este año, con la caída en picado de las crucecitas de Hacienda para la Iglesia, lo mismo la cosa ha mejorado un poco, y lo que antes se destinaba a pagar estolas y roquetes ahora se destina a leche en polvo. No sé. El caso es que resulta comprensible que las oenegés decentes, que hay muchas, se busquen la vida. Y desde su punto de vista cualquier medio es bueno si luego, en la fiesta amadrinada por Chochita O’Flanagan, en Marbella, o en Mallorca, las millonetis de turno aflojan una pasta para colaborar con esa organización tan simpática que han visto en el Lecturas o en el Hola, hay que ver, con esos niños escuchimizados y anémicos, que parece mentira que esas cosas se consientan, ¿verdad?, en el siglo XXI.

Lo que pasa es que, bueno. Habrá cabrones estrechos de miras -no es mi caso, por Dios- que se preguntan qué coño, y nunca mejor dicho, pinta esta o aquella pájara milongueando en una piragua del Amazonas, expuesta a que una piraña le roa una teta, con un indio de cara sufrida remando detrás. Dejen al indio un rato a su aire y verán lo que entiende mi primo el aborigen por solidaridad activa, mientras nos explica cómo sufren los que sufren, y a cambio de prestar su morro para la oenegé que le monta el viaje, se gana portada a todo color en plan Teresa de Calcuta. A fin de cuentas, dirán esos escépticos malpensados, poca diferencia formal existe entre tales reportajes y otros que salen a veces, cuando para promocionar un destino turístico, una agencia de viajes o una colección de moda, cualquier chocholoco de titular y exclusiva pagada, presentador de la tele, daifa de torero, modelo varón cachas, zurrapa de Gran Hermano o ídolo de Operación Triunfo, sale en portada allá por Bali, las Bermudas o la Patagonia haciéndose fotos de luna de miel, disfrazado de jeque árabe ante las pirámides o brindando con exóticos cócteles tropicales en playas paradisíacas que, de otro modo, no habría podido pagarse en su puta vida. Pero no debemos pensar mal. Mucha solidaridad y amor al arte, es lo que hay. A chufla los toma alguna gente; pero, como el Piyayo, a mí me dan un respeto imponente. Que no todo lo de viajar va a ser, en las revistas del corazón, motos de agua que cruzan osadamente el Atlántico, o exploradores intrépidos que se pasan la vida zarpando y nunca llegan a ningún sitio.

El Semanal, 25 Agosto 2002

El crio del salabre

He vuelto a verlo. Ocurrió hace tres semanas, en un atardecer de ésos que justifican o confirman un día, un verano o una vida: muy lento y tranquilo, el sol entre una franja de nubes bajas, y toda esa luz rojiza reflejándose con millones de pequeños destellos en el agua. Había fondeado en una pequeña cala, la cadena vertical sobre el fondo de arena limpia. Había un par de veleros más hacia tierra, un chiringuito de tablas en la playa y algunos bañistas de última hora a remojo en la orilla. El sol recortaba la punta de rocas cercana y la rompiente suave sobre una restinga traidora que desde allí se mete en el mar, al acecho de navegantes incautos. Y a contraluz, en la distancia, un barco de vela de dos palos, un queche con todo el trapo arriba, navegaba despacio de norte a sur, sin prisas, aprovechando la brisa suave de la tarde.

Fue entonces cuando lo vi. Tendría ocho o diez años y caminaba entre las rocas de la punta, por la orilla: moreno, flacucho, descalzo, vestido con un bañador y con un salabre en la mano, esa especie de red al extremo de un palo que sirve para coger peces y bichos. Estaba solo, y avanzaba con precaución para no resbalar o lastimarse en las piedras húmedas y erosionadas por el mar. A veces se detenía a hurgar con el palo. Aquella figura y sus movimientos me resultaron tan familiares que dejé el libro -una vieja edición de El motín del Caine- y cogí los prismáticos. El crío se movía con agilidad de experto; tal vez buscaba cangrejos en las lagunillas que cubre y descubre el oleaje. Y casi pude sentir, observándolo, las piedras calientes, el olor de las madejas de algas muertas y el verdín resbaladizo. Todo regresó de golpe: olores, sensaciones, imágenes. Una puerta abierta en el tiempo, y yo mismo otra vez allí, la piel quemada de sol, revuelto de salitre el pelo corto, el salabre en la mano y buscando cangrejos junto al mar.

Fue asombroso. Oía de nuevo el rumor en las rocas y me agachaba buscando entre e vaivén del oleaje. Otra vez el silencio sólo roto por el mar, el viento, el crepitar del fuego en una hoguera hecha con madera de deriva, los juegos sin gestos ni palabras. La impecable soledad de un territorio diferente, ahora inconcebible. No se conocía la televisión, y un niño podía vagar tranquilo por los campos y las playas: el mundo no estaba desquiciado como ahora. Otros tiempos. Otra gente. Veranos interminables jalonados de libros, tebeos, horizontes azules, noches con rumor de oleaje o de grillos cantando tierra adentro, entre las higueras y las encañizadas de las ramblas sin agua. La luna llena recortaba tu silueta en los senderos o en la arena de la playa, y al levantar el rostro veías miles de estrellas girando despacio en torno a la Polar. Y así, los días y las noches se sucedían junto al mar, sin otro objeto que leer sobre viajes y aventuras y vagar por los acantilados y las playas soñando ser un héroe perdido en lugares inhóspitos entre cíclopes, y piratas, y brujas que volvían locos a los hombres, y doncellas que se enamoraban hasta traicionar a su patria y a sus dioses. Era fácil soñar con los ojos abiertos. Muy fácil. Bastaba sentarse frente al mar, y nada impedía arponear a la ballena blanca antes de flotar agarrado a ataúd de Quequeg. Volver exhausto de una ciudad incendiada, tras aguardar espada en mano y cubierto de bronce en el vientre de un caballo de madera. Verse arrojado a una playa por el temporal que desarboló tu navío de setenta y cuatro cañones. Buscar el sitio, marcado con una calavera, donde aguardaba un cofre de relucientes doblones españoles. Tumbarse boca arriba, inmóvil, agonizante, en una isla desierta, y que las gaviotas fueran buitres que acechaban tu último aliento para dejar los huesos mondos en la orilla, a modo de advertencia para futuros héroes náufragos. Y cada vez que un velero cruzaba el horizonte, permanecer quieto mirándolo, una mano sobre los ojos a modo de visera, preguntándote si sería el Pequod, La Hispaniola o el Arabella. Soñando con ir a bordo, atento al viento en la jarcia y las velas, viajando a sitios adivinados en libros cuyas páginas abiertas amarilleaban al sol; allí donde las fronteras del mundo se volvían difusas para mezclarse con los sueños. Lugares donde, en la fría luz gris del alba, una mujer hermosa, con pistolas y sable al cinto y una cicatriz en la comisura de la boca, te despertaría con un beso antes del combate. Todo eso recordé mientras observaba al chiquillo con su salabre en el contraluz rojizo de poniente. Y sonreí conmovido y triste, supongo que por él, o por mí. Por los dos. Después de un largo camino de cuarenta años, de nuevo creía verme allí, en las mismas rocas frente al mar. Pero las manos que sostenían los prismáticos tenían ahora sangre de ballena en las uñas. Nadie navega impunemente por las bibliotecas ni por la vida. El sol estaba a punto de desaparecer cuando el crío fue a detenerse en la punta, sobre la restinga. Luego se llevó los dedos a los ojos a modo de visera y estuvo un rato así, inmóvil, recortado en la última luz de la tarde. Mirando el velero que navegaba despacio, a lo lejos, rumbo a la tierra de Nunca jamás.

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