El Semanal, 07 Julio 2002
Hace unos días se clausuró la última feria de arte de Basilea, que como saben ustedes es el tinglado más importante del mundo en la materia. Y en la edición de este año hubo de todo, como siempre. Genio y filfa. Desde Matisse a las últimas tendencias. Eso incluye obras maestras y bazofias innumerables, pues con lo del arte plástico pasa como con la literatura y con la música y cómo con tantas otras cosas. Hay quien tiene algo que decir o sugerir, y lo demuestra de forma más o menos evidente, echándole imaginación, talento y trabajo, y hay quien disfraza su mediocridad bajo la farfolla del símbolo vacuo y el supuesto mensaje a desentrañar si uno sintoniza, y se fija, y sabe, y realiza su propia performance, como dicen ahora algunos críticos de arte, subiéndose a un columpio colgado del techo -no es coña, la obra la firmaba Han Baracz-, o reflexionando profundamente sobre la apropiación de la naturaleza por la ciencia ante el bisonte disecado de Mark Dion, o dejando las huellas de frenazos de una moto sobre una plataforma como Lori Hersberger. Con un par.
Tampoco vamos a ponernos apocalípticos. La cosa no es de ahora. Lo que ocurre es que nunca, como en el tiempo en que vivimos, fue tan difusa la frontera entre el arte y la gilipollez, alentada esta última por los caraduras y los cantamañanas que viven del cuento o se tiran el pegote consagrando esto o negando aquello, engañando a niños de colegio y timando a los memos, en una especie de onanismo virtual que nada tiene que ver con la realidad ni con el gusto de nadie, y ni siquiera con el arte en el sentido más amplio y generoso de la palabra. Y así, entre galeristas, críticos y público que babea ante lo que le echen, se alienta a cualquier mangante a montárselo por el morro, fabricando inmensos camelos que encima, para que no se diga de Fulano o de Mengano que son retrógrados, o incultos, o poco inteligentes, van éstos y los aplauden, y los pagan, y además los exhiben orgullosos como si acabaran de adquirir La batalla de San Romano de Paolo Ucello o La mujer agachada de Maillol. Y es así como las casas particulares, y los jardines públicos, y los edificios, se decoran con engendros que te dejan boquiabierto de estupor mientras te preguntas quién tiene el cuajo de sostener que eso es arte. Salvo que aceptemos, yéndonos a otro terreno peliagudo, que ahora la palabra arte pueda mezclarlo todo sin remilgos: una tabla de Robert Campin, una escultura de Lehmbruck, un cuadro de Seurat o de Hopper, con una lata de cocacola puesta en el suelo -recuerden aquella exposición reciente, cuando las mozas de la limpieza se cargaron una obra expuesta pensando que era basura de los visitantes- o con un huevo estrellado sobre patatas fritas de casa Lucio: la soledad del huevo invitándote a reflexionar sobre el tempus fugit y las propiedades emergentes de la vida.
No sé. A lo mejor es que no sé hacer mis propias performances. O que soy un reaccionario y un cabrón, y cuando me dicen que tan artista es Duane Hanson como Boticelli, o que un bosque envuelto en papel albal por Christo es tan fundamental en la historia de la cultura como el pórtico de la catedral de Reims, me da la risa locuela. En mis modestas limitaciones, Andy Warhol, por ejemplo, me parece sólo un ilustrador aceptable de magazine dominical; y, en otro orden artístico, lo que de verdad me conmueve del edificio Guggenheim de Bilbao es el perro de la puerta. Que sólo le falta ladrar. Será por eso que cuando en la feria de Basilea de este año vi expuesta una obra que consistía en el propio artista en carne mortal, completamente desnudo y boca abajo en un foso casi a ras del suelo, con un cristal por encima para que pisaran los visitantes, lamenté muchísimo que el artista no estuviera boca arriba y sin cristal para que los visitantes pudieran pisarle directamente los huevos.
Y lo que son las cosas. Acabando de teclear este artículo, hago una pausa para tomar café mientras hojeo los diarios, y hete aquí que me salta a la cara un titular a toda página: "Hice la escultura de mi hijo con su placenta". Chachi, me digo. Ni a propósito. A ver quién es este soplapollas, que me viene perfecto. El fulano se llama Marc Quinn, y la entradilla de la entrevista informa, como aval, que es un auténtico Ybas de pata negra -young british artista-, precisa el rendido informador que le dedica toda la página- que se hospeda en hoteles de lujo, que se permite acudir borracho a los mejores programas de la BBC, y que ahora expone en Barcelona entre el de lirio del mundo artístico local. "Esculpí un molde de arcilla con la cabeza del bebé -cuenta el Ybas-. Luego metí la placenta de su madre en una batidora, rellené el molde con la mezcla y la congelé. Representa la separación de la identidad madre-hijo". Y acto seguido añade el hijoputa: "Cuando encendí la batidora salía humo. Resulta que el cordón umbilical se había enganchado en las aspas. Fue algo muy simbólico de la fortaleza de la conexión entre un bebé y su madre". Hay días, ya ven, que esta página me la dan ya hecha.
El Semanal, 14 Julio 2002
Lo siento, pero estoy con mister Fischler. La flota pesquera española no solo debe ser reconvertida sin piedad en el marco de la Comunidad Europea, sino que además, en mi opinión personal que comparto conmigo mismo, debería ser torpedeada y bombardeada en los puertos en plan Tora, Tora, Tora, como lo de Pearl Harbor. Por sorpresa y al amanecer. Kaputt. Desguazada. Hundida. Aniquilada. Eso no quiere decir, naturalmente, que los pescadores y los armadores y sus familias deban ir al paro. Al contrario. Con el dinero que se gastan España y Europa en subvencionar toda esa gran mentira y ese expolio infame que solo es pan para hoy y hambre para mañana, y que únicamente beneficia de verdad -salvo contadísimas y honradas excepciones- a unos pocos espabilados, y con lo que se trinca donde algunos sabemos, y con las ayudas comunitarias de los cojones, que solo sirven para mantener en pie un cadáver que lleva muerto la tira, asesinado por la codicia y la ausencia de escrúpulos y la cara dura de funcionarios y de particulares, podrían perfectamente buscársele empleos en tierra a toda esa gente, de una puta vez, y dejarse de milongas. También de tomarnos a todos por gilipollas. Así que el ministro Cañete y sus mariachis deberían asumir la situación y reconvertir a los pescadores en cualquier otra cosa: camareros, ingenieros agrónomos, traficantes de hachís. En cualquier cosa decente, quiero decir, o al menos más decente de lo que hay ahora. Porque la pesca en España apesta. Y nadie lo dice, oye. Qué raro. A saber por qué.
Todo es una gran mentira. Un camelo artificial que nada tiene que ver con los hechos reales. Cualquiera que lleve años navegando por aguas españolas sabe a qué me refiero. No sé lo que pasa con la flota nacional en los caladeros extranjeros, y en esa parte no me meto. Pero aquí, en nuestras costas, ves a los barcos con las redes pegadas a tierra, en cuatro palmos de agua, rascando el fondo para llevarse hasta las piedras, en busca de un par de boquerones que justifiquen la palabra pesca y las subvenciones correspondientes, pasándose todas las leyes y reglamentos por el forro de los huevos. Ves las jaulas y presuntos criaderos de atún rojo de los que hablaba el otro día, que con sospechosa frecuencia no son sino campos de exterminio que se friegan las normas ante el compadreo cómplice de la Administración, que encima los pone como ejemplo. Al fin encontré un pez espada muy joven, todavía de pequeño tamaño que flotan muertos porque su llegada ese día a la lonja hacia bajar los precios, o porque son inmaduros, y dentro está la Heineken de la Guardia Civil, y quienes los traen los arrojan por la borda. Ves concursos de pesca deportiva donde algunos bestias alardean de haber sacado, en un solo día, «trescientos atúnicos de palmo y medio». Ves todo eso y luego echas la pota, claro, cuando un portavoz o un ministro van y dicen que en la Comunidad Europea nos putean y no nos comprenden. Que va. Lo que ocurre es que la gente no es tan idiota como aquí se creen que es, ni a todo el mundo se le tapan los ojos con una cesta de Navidad y un fajo de lo que ya me entienden. Y nos putean porque nos comprenden perfectamente. No te fastidia. El día que escuche las declaraciones de mister Fischler regresaba de un viaje por mar del que una singladura transcurrió en calma chicha, con el Mediterráneo convertido en balsa de aceite, cruzando bancos de medusas que proliferan por todas partes desde que exterminamos a las especies que se las comían. Calor y sol fuerte, sin viento, el agua quieta igual que un espejo. Daba la impresión de moverse por la superficie oleaginosa de un mar muerto. Nada. Solo medusas blancas y pardas y una lata vacía de refresco; y el encuentro, que habría debido alegrarme, me entristeció porque una milla antes me había cruzado con unos palangres y un pesquero que se movía despacio en el horizonte. Ojala sigas vivo al caer la noche, le desee al espadilla mientras lo perdía de vista, feliz en sus cabriolas. Horas más tarde -la mar seguía como un plato- divisé una pequeña tortuga que nadaba solitaria en la superficie, puse proa hacia ella y di vueltas alrededor: jovencita, aislada, un caparazón de dos palmos. Se quedaba quieta cuando me acercaba, como para pasar inadvertida. Enternecedora y vulnerable. Sola. Sin madre, ni padre, ni perrito que le ladre. La última de Filipinas, supuse, de una familia que tal vez había desaparecido entre redes de pescadores o con bolsas de Carrefour hechos madejas en el esófago. Habría querido hacer algo por ella, pero no se me ocurría qué. Así que le desee suerte, como al pez espada joven, y seguí mi camino. Al día siguiente amarré el velero, oí lo de Fischler y la respuesta de los pescadores y del ministro, y me estuve riendo un rato largo. Me reí muy atravesado y amargo. Les aseguro que no me gustaba nada mi propia risa.
El Semanal, 28 Julio 2002
Durante algún tiempo me intrigó el caso de Nicholas Wilcox: escritor inglés, nacido en Nigeria, aficionado a la ornitología, erudito, viajero constante, buen conocedor de España y su cultura, autor de novelas de intriga histórica ambientadas aquí. La lápida templaria fue el primer libro suyo que cayó en mis manos, y luego la trilogía: Los falsos peregrinos, Las trompetas de Jericó y La sangre de Dios. Este tío, me decía al leerlo, se sabe esta tierra como la palma de la mano, y no sólo eso: costumbres, gastronomía, ciudades, paisajes. Lo controla todo. Uno de esos ingleses apasionados por España, como Kamen y Elliot y toda la peña, pero éste en plan best-seller sin complejos. Y además lo leen, de lo que me alegro infinito, porque cuenta unas historias estupendas; y eso de que alguien cuente historias y encima la gente las lea revienta mucho a los cagatintas que viven del morro, o sea, de poner posturitas en mesas redondas -la narrativa en el próximo milenio y cosas así- sin haber tenido nada que contar en su puta vida, y encima van y patalean porque la gente no los comprende. Así que olé los huevos del Wilcox éste, me dije. Aunque sea también perro inglés. Que cuantos más seamos, cada uno en su registro, más nos reímos, y en la biblioteca de un lector de pata negra tanto montan El asesinato de Rogelio Ackroyd como La montaña mágica, y no hay cómo pasar buenos ratos echando pan a los patos. Comentaba todo esto hace tiempo en Sevilla con mi amigo Juan Eslava Galán, premio Planeta de los de antes -En busca del Unicornio se titulaba aquella bellísima y conmovedora aventura-, y tan amigo mío que hasta lo metí, sin pedirle permiso, de chulo de putas y espadachín a sueldo bajo el nombre de El Galán de la Alameda en la última aventura de Alatriste. Hablaba yo de Wilcox, decía, con Juan Eslava y con Fito Cózar, mi otro compadre de allí -éste sale en el próximo libro, cada cosa a su tiempo- mientras nos tomábamos en Las Teresas, catedral del tapeo, unas manzanillas y un jamón de esos que sientes el éxtasis místico cuando te lo zampas. Y entre manzanilla y manzanilla le comenté a Juan Eslava lo de Wilcox, ya que en las novelas figura él como traductor. Ese inglés, dije, sabe mucho y lo cuenta de puta madre, ¿verdad? Y entonces Juan se rió así como él hace, grandote, socarrón y tranquilo. Lo conozco hace la tira, y al verlo reírse de aquella manera me quedé pensando y luego le dije no puede ser. Cacho cabrón. No me digas que Wilcox eres tú. Lo era. Años atrás se topó con unas notas de una especie de logia templaria que hubo en Jaén, y se le ocurrió que el material era chachi para una novela de acción y misterio con un toque esotérico. El temor a que sus lectores habituales se sintieran decepcionados por una incursión tan clara en el género, lo decidió a inventarse un pseudónimo. Así nació Nicholas Wilcox, de quien Juan reclamó oficialmente el digno papel de traductor. Necesitaba una biografía, naturalmente; de modo que -me imagino la risa y la guasa, porque lo conozco- la fabricó ad hoc. Nacido en colonia británica de África, viajero, aventurero, experto ornitólogo, apasionado de España, etcétera. Había una pega, y es que la colección de libros donde aparecieron los de Wilcox llevaba la foto del autor en la solapa. Así que Juan metió la de su hermano, que tiene más pinta de británico y de aventurero que él de aquí a Lima. Una foto en la que el presunto Wilcox parece que está ante el Nilo o algo parecido, cuando el agua que se ve detrás, en realidad, es una piscina de las Alpujarras. O de por ahí. De anécdotas, imagínense. Miles. Verbigracia, que el año pasado invitaron a Nicholas Wilcox a la Semana negra de Gijón, y como oficialmente estaba viajando por el Amazonas en ese preciso momento, tuvo que ocupar su lugar el humilde traductor, Juan Eslava. O las bromas que te gasta Internet si tecleas las direcciones que encuentra el protagonista de la última novela. O quienes le piden a Juan que traduzca más Wilcox; a lo que él replica que es muy lento traduciendo, que tiene mucho trabajo -ahora está con una novela nueva entre manos, para suerte de sus numerosos lectores y amigos- y que tengan paciencia. O lo mejor de todo: el lector exigente que escribió una extensa carta criticando varios fallos en la traducción que delataban la procedencia inglesa de los textos, y aconsejando más rigor y eficiencia la próxima vez. Carta a la que Juan respondió muy cortésmente, prometiendo esmerarse en lo sucesivo.
Y es que la literatura también consiste en esas cosas: juegos, guiños, libros, lectores y amigos. En lo que a amigos se refiere, yo mismo he guardado silencio sobre el caso Wilcox todos estos años. Omertá siciliana. Lo cuento al fin porque una revista ha dado el cante, y el camarada Wilcox acaba de salir del armario literario. Mejor así. No sea que al final ocurra como en esa novela que siempre le digo a Juan que escriba para rematar la serie Wilcox: un novelista que escribe como traductor de sí mismo, y que como el presunto autor no aparece, es acusado de asesinar a su propio pseudónimo: El extraño caso del traductor asesino.