Sólo quien vive mucho en hoteles sabe hasta qué punto recepcionistas, telefonistas, porteros, camareros y conserjes pueden hacer grata la vida, o fastidiarla. Pero eso no se improvisa. Hacer de la atención al cliente un trabajo honorable, aceptar su dinero y no perder la dignidad sino todo lo contrario, establecer la sutil distancia entre servilismo y profesionalidad, sólo está al alcance de unos pocos. De gente con casta y maneras. Y eso también se estudia, se aprende, se practica. También ahí existen viejos maestros de pelo blanco que se jubilan dejando como sucesores a jóvenes discípulos. Y, en el escalón más exclusivo de ese mundo especial, los conserjes de los grandes hoteles internacionales son raza aparte. La élite. Observar, entre otros, a José Castex en el Ritz de Madrid, a Maurizio en el Danieli de Venecia, a Philippe en el Crillón de París, a José Cándido en el Colón de Sevilla, verlos orientar a los clientes, resolver problemas, telefonear para una reserva de mesa, aceptar una propina espléndida o miserable con la misma amable indiferencia, es una lección de tacto, eficacia y maneras. Pero también eso termina, me comentaban la otra tarde en el mostrador del Colón, cuando lo de la insignia, José Cándido y un par de compañeros, recepcionistas veteranos. Hasta hay grandes hoteles de toda la vida, apuntaban escandalizados, que ahora quitan las llaves de las solapas a los conserjes, como si las llavecitas fuesen un hierro infamante en vez de un signo de tradición, de confianza y de clase. Y el personal de hostelería se improvisa ya de cualquier modo, y los profesionales de los sitios legendarios se jubilan y a veces los sustituye cualquier zascandil que -como algunos clientes- confunde la dignidad con la mala leche y la cortesía con el compadreo. Así, lo mismo valemos todos para un cocido que para un zurcido. Y los hoteles, incluso los mejores, dejan de ser lo que eran.
Me miraban los tres, dignos y serios. Melancólicos. A lo mejor, respondí mientras daba vueltas entre los dedos a la insignia, sí quedan algunas cosas. Satisfacciones reservadas para quienes conocen las reglas no escritas, clientes que todavía saben apreciar matices, guiños a los viejos tiempos. Recompensas especiales, si uno sabe advertirlas: la leve sonrisa cuando uno de ustedes dobla el billete de la propina y se lo mete en el bolsillo agradeciéndolo de veras, el gesto al entregar la llave o hacer éste o aquel servicio, el detalle no exigido por el reglamento, la mirada de inteligencia cómplice cuando a tu lado, en el mostrador, un animal de bellota, cuya única autoridad es tener dinero, ser famoso de papel couché o manejar tarjetas de crédito ajenas, exige esto o lo otro, grosero y prepotente. Y a veces, como privilegio especial, alguno de ustedes se quita la máscara impasible para regalarte una insignia, o una conversación amistosa, recogida y discreta: momentos, experiencias. Sus recuerdos. El día en que siendo mozo de equipajes llevó las maletas de Marlene Dietrich. La borrachera de Orson Welles. La bronca de Onassis y la Callas. Manolete vestido de luces. El champaña de Coco Chanel. Ava Gardner rumbo a su habitación, de madrugada, los pies descalzos sobre la moqueta ….
Eso dije, más o menos. Y cuando llegué a lo de Ava Gardner, aquellos tres hombres graves, vestidos de oscuro, se miraban y sonreían. Ava Gardner, suspiró uno, el de más edad. Guapísima. Si yo le contara. Entonces nos acercamos un poquito más unos a otros, allí, en el rincón del mostrador. Y él nos empezó a contar.
El Semanal, 24 Febrero 2002
Me parece hasta cierto punto lógico, oigan, que los gringos de Bush después de su heroica hazaña de Afganistán y las que vienen de camino, anden acojonados con la seguridad y el terrorismo y toda la parafernalia en los aeropuertos. Y que, por precaución, cuando son vuelos suyos requisen todos los objetos inciso-cortantes que sirvan para decirle a la azafata: Salam Aleikum, mi nombre es Med, Moha-Med, y cuéntale al piloto que vamos a aterrizar en la alfombra del Despacho Oval. Si yo anduviera por el mundo como van ellos, de chulitos de barrio y otra vez haciendo amigos como en los tiempos del entrañable Kissinger, premio Nobel de la Paz -el hijoputa-, también me subiría a los aviones con cierta congestión en la garganta. Así que resulta natural que cuando pasas con un sable de caballería bajo el brazo, el aparato haga tirurí, tirurí, y el rambo que masca chicle te confisque el sable. Están en su país y en sus compañías aéreas, de manera que con su pan se lo coman, y son muy dueños de intervenir todo objeto metálico, incluido el Diu de las barbies de las pequeñas Nancys que vuelan con sus papis a Disneylandia, que ahí me las den todas. Cada uno se lo monta como puede.
Lo que ya no me hace puñetera gracia es que contagien su histeria a todo el mundo. Si me subo en la Air Camerún, por ejemplo, o como se llame la Iberia de allí, es poco probable que un terrorista desalmado utilice un clip de sujetar papeles para degollar al piloto y estrellarse contra la estatua de la Libertad. Le pilla un rato lejos. Y es más: si de veras hace eso con un clip, olé sus cojones y la próxima copita se la pago yo, incluso aunque me pille a bordo, que ya sería mala suerte. Y lo que digo de Air Camerún lo digo de cualquier otra compañía. Una cosa es que confisquen cuchillos, navajas, bisturís y cosas así, y otra muy distinta que ya ni te dejen llevar encima los objetos cotidianos, domésticos, que no sólo es dudoso que un terrorista comme il faut utilice para sus homicidios y tal, sino que además necesitas tenerlos a mano. Factúrenlo, te dicen. Pero es que a lo mejor el objeto en cuestión te hace falta precisamente durante el viaje. Un cortaúñas, por ejemplo. A ver cómo te arreglas una uña en un vuelo trasatlántico de Iberia después de partírtela mientras intentas arreglar la luz de lectura del techo que no funciona. Además, ya me contarán ustedes, si sólo viajas con una bolsa de mano, cómo carajo vas a facturar un cortaúñas. Dónde le cuelgas la etiqueta.
La verdad es que ya hacemos el ridículo con tanta confiscación y tanta leche. No hay forma de comer con esos cuchillos de plástico que te dan ahora, que se parten o se doblan y con los que siempre terminas tirándole encima una patata hervida al vecino. En Nueva York me dejaron sin cortaúñas -imagínense un ataque suicida de tres integristas islámicos armados con cortaúñas-, en París sin cuchilla de afeitar, y en Madrid un amable guardia civil me informó de que ya no puedo llevar encima, cuando vuelo, la navaja suiza multiuso que me estuvo acompañando, en las duras y las maduras, durante los últimos treinta años de mi vida. La gota rebosó el vaso el otro día en el aeropuerto de Méjico, cuando la torda de seguridad me confiscó un mechero Bic de la bolsa de mano, después de haberle retirado a una señora que iba delante las pinzas de depilarse las cejas. Lo pintoresco es que además del mechero yo llevaba una caja de cerillas en la bolsa, y ésa no la detectó el aparato; de manera que, pese a tanta seguridad y tanta murga, de haber pretendido inmolarme al grito de Dios es grande, pegándole fuego a la moqueta del avión sobre el cielo de Cuernavaca, yo no habría tenido el menor problema. Manda huevos.
Y es que eso es lo chusco del invento. Lo mucho que toda esta paranoia de inspiración gringa incurre en la gilipollez. Puestos a quitarte unas cosas y dejarte otras -porque es imposible eliminarlas todas salvo que al final nos hagan viajar en pelotas-, ya me dirán ustedes qué diferencia va de unas pinzas de depilar al frasco de vidrio de la colonia que te dan con el neceser en los vuelos largos, un bolígrafo metálico, un tenedor, unos cristales de gafas de sol rotos de la forma adecuada. Recuerdo que, en mis jóvenes tiempos de vida heterodoxa y poco ejemplar, un viejo amigo me enseñó a convertir vulgares objetos cotidianos en armas bastante cabroncetas y letales -nacked kiff, creo que lo llamaba, o algo así-, y eso incluía un cordón de zapatos, un diario enrollado, una tarjeta de crédito, una chapa de cerveza o unas llaves. Así que, ya metidos a confiscar, calculen la lista. Porque siempre puede uno, metido en faena, estrangular a la azafata con el cinturón de Ubrique, degollar al del Sepla con el peine, o secuestrar el Boeing amenazando con la última canción veraniega de Georgie Dan. Con cualquier novela de Alejandro Gandara o Baltasar Parcel o con la lectura en voz alta -metafísica, oye, que te vas de vareta-, de la página de Paulo Coelho.
El Semanal, 03 Marzo 2002
Ohú. Imagínense ustedes el cuadro, que a lo mejor hasta vieron parte en aquel vídeo de un aficionado que puso la tele. Yo mismo habría dado cualquier cosa por estar allí, mirando, mientras me tomaba una cerveza en un chiringuito con mi vecino el perro inglés. Ese domingo de Carnaval. Esa playa de La Línea de la Concepción, pegada a la verja de Gibraltar pero por el lado de aquí. Esa lancha británica arbolando pabellón de su Majestad la Queen. Esos feroces soldados de los Royal Marines haciendo maniobras con sus caras tiznadas en plan Rambo y sus escopetas y sus morteros. Ese Peñón al fondo. Ese ejercicio de desembarco a media mañana, Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber y toda la parafernalia. Esa fiel infantería de marina británica dispuesta a mostrar una vez más su letal eficacia en las cosas de la guerra crué. Ese sargento chusquero Thomas Smith, o como se llamara, con un tatuaje de las Malvinas en un brazo y otro de su puta madre en el otro, que patronea la lancha de desembarco. Y que se equivoca de playa. Y que mete al teniente Mortimer ya sus veinte máquinas de matá en la playa española en vez de en la gibraltareña, o sea, por el lado de acá de la verja. Y ese desembarco impecablemente táctico, con muchas posturitas y mucho arrastrarse por la playa y mucho adelante, muchachos, a por ellos, cúbreme, Tommy. Bragueta Seis a Zulú Cuatro, afirmativo, cambio, etcétera.
Ahora imagínense las caras de los de este lado. Los padres paseando a sus niños en los cochecitos. La gente de La Línea que andaba por allí con sus cañas de pescar. Los varillas aparcacoches, dame algo, colega. Y la guasa. Domingo de Carnaval, insisto. La playa asín de gente y los Royal Marines haciendo el gilipollas, a gatas por la orilla. Los pescadores en sus pateras, con las redes a medio sacar, gritándoles os habéis equivocao, hihoslagranputa, que esto no es Hibraltá sino España, Spain. This is Spain and yu mistaken, pishas. Y esos dos policías municipales de La Línea moviendo las manos, que no, tíos, que la verja está allí atrás y os habéis pasao unas yardas y varios pueblos. Y esos llanitos del otro lado, británicos y todo lo que quieran, pero que les va la coña marinera como al que más, que para eso son de allí y se apellidan Sánchez y Cohen y Parodi, agarrados a la verja y llorando de risa con los ingleses, no te lo pierdas, Johnny, la Navy no sólo navega sino que patina. Rule Britannia. Y en ésas, el teniente Mortimer que se da cuenta del planchazo y se le caen los cojones al suelo y dice por la radio aquí Zulú Cuatro, retirada, retirada, Black Hawk down o lo que sea, y todos los Rambos nasíos pa matá otra vez a gatas para la lancha a toda mecha, apuntando para aquí y para allá, antes de que al cabo primero Romerales, del puesto de la Guardia Civil, que lleva cuatro coñás esa mañana, se le crucen los cables y saque el nueve parabellum y se vaya derecho a la playa, cagüentós los muertos de los ingleses, y la líe. Y al día siguiente, ese ministerio español de Exteriores diciendo nada, hombre, chiquilladas bélicas sin importancia; y el portavoz del Ministerio de Defensa inglés haciendo chistes, je, je, un fallo lo tiene cualquiera, pero somos aliados y pelillos a la mar, así que tranquis y a joderse, que para eso están ustedes en la OTAN.
Ahora imagínense que hubiera ocurrido lo contrario. Que en el curso de unas maniobras militares españolas, el teniente Arensibía y la sargenta caballera legionaria Vanesa, con cabra incluida, hubieran desembarcado por error en una playa de Gibraltar, no ya con escopetas, sino con el bocata de mortadela de media mañana. Si hace algún tiempo, cuando una lancha del Servicio de Vigilancia Aduanera español se despistó, metiéndose tras una planeadora contrabandista en el Peñón, ya montaron los llanitos y los ingleses la de Dios es Cristo, calculen la que hubiera caído con esto, y más si encima alguien lo filma en vídeo: violación de aguas y territorio británico, agresión a la colonia, afrenta irreparable a la bandera de Su Majestad. Esos llanitos poniendo el grito en el cielo. Ese Foreign Office mandando notas de protesta. Esos editoriales del Times y del Guardian dando caña. Esos hooligans ingleses rompiendo bares de Benidorm como represalia. Los tertulianos de las arradios españolas pidiendo que rueden cabezas, y acto seguido ese ministerio de Defensa destituyendo por si acaso a toda la cadena de mando, sargenta y cabra incluidas, y mandando al general jefe de la región militar destinado forzoso a Chafarinas, a enseñarle instrucción, un, dos, ep, aro, a la foca Peluso. Y ese ministerio nuestro de Asuntos Exteriores, pues ya saben. Arrastrándose, como suele, en busca de alguien a quien hacerle una mamada urgente -especialidad de la casa- para relajar la cosa. Y dando gracias al Cielo por que el teniente Arensibía y la cabra se hubieran equivocado desembarcando en Gibraltar, y no al otro lado de la verja de Melilla.
El Semanal, 10 Marzo 2002
Como dice mi amigo el escritor mejicano Xavier Velasco, todo puede convertirse en literatura. Todo vale. O más bien, apunto yo en el segundo tequila, hay un momento en la vida de quien le pega a la tecla en que la literatura se convierte en una especie de puerta, en un filtro por el que entra sólo aquello que te interesa, y el resto se queda fuera. Pasas. y del mismo modo en que un lector de pata negra es quien descubre un día que todos los libros del mundo hablan de él, y se reconoce en ellos, un escritor va por el mundo consciente de que es posible proyectar sus recuerdos, sus sueños, sus lecturas, su imaginación y, en resumen, el conjunto de su vida, en casi todo cuanto se va tropezando por el camino, apropiándoselo como un cazador ávido que echa las cosas al zurrón, seguro de que, tarde o temprano, tomará forma en la pantalla de un ordenador o en el negro sobre blanco de una hoja a medio escribir.
Un taxi de confianza, patrón. Los porteros del Bombay, un antro de ficheras que linda con la plaza Garibaldi del DF y el barrio duro de Tepito, los mismos que nos han cacheado en busca de armas a la entrada, aconsejan que no vayamos a pie, y que confiemos nuestro pellejo y nuestras carteras a un taxista bigotudo, con aspecto de poderle confiar, como mucho, la salud de nuestro peor enemigo. Así que no, gracias, propina al canto y preferimos seguir a pie. De esa forma, me digo, al menos tienes oportunidad de correr. Xavier es un buen guía del Méjico nocturno en su vertiente golfa. No en vano nos hicimos amigos precisamente después de que yo leyera su libro Luna llena en la rocas, donde le da un repaso a los garitos más infames y peligrosos del centro de la capital mejicana. Y esta noche peregrinamos juntos como por sus páginas. El estreno ha sido en el Tenampa, un lugar clásico de mariachis, bastante tranquilo y decente, bajo las efigies legendarias y protectoras de Cornelio Reyna, Vicente Fernández y José Alfredo, con los mariachis cantándonos Mujeres divinas, que a estas alturas de la vida más que una canción es un estado de ánimo. Luego hemos salido del ámbito más o menos protector de la plaza Garibaldi para internarnos por las callejas que llevan a Tepito, allí donde a los gringos tontainas que buscan tipismo y folklore suelen ponerles la 45 entre los ojos y los aligeran de dólares y tarjeta Visa. Y después de abrevar aguarrás en el Bombay nos vamos calle abajo en busca del Catorce, un antro gay con espectáculo en vivo.