Ya ves. Ahora, casi medio siglo después, aquel vagoncito amarillo se ha convertido en un objeto de subasta que cuesta un huevo de la cara; y las viejas sombras familiares, el hombre flaco y elegante que fumaba tumbado en la alfombra, los vecinos, el tío, aquellos adultos arrodillados como chiquillos en torno al convoy y las vías, hace tiempo que desaparecieron para siempre y vagan por tu memoria igual que fantasmas, junto al niño de ojos soñolientos que los miraba, impotente, jugar con su tren.
Qué cosas. Apuesto la tecla eñe del ordenata a que no lo reconocerías. Me refiero al niño. De hecho, acabas de situarte ante un espejo buscándolo en el fulano que te mira desde el otro lado del azogue. Nada que ver. Ni rastro de él en esas arrugas, canas, marcas. Cicatrices. Y te preguntas dónde estará, a tales alturas de la feria. Luego enciendes la tele, y ves al sargento Mortimer Kowalski que apunta con su Cetme, o su Emedieciséis, o como se diga, a tres prisioneros en Iraq. Y echas cuentas. En días como estos ocurrió lo de Herodes: ris, ras, y angelitos al cielo. Pero lo de Herodes es un asunto de mala prensa. En realidad se cargó a treinta, como mucho. Belén era un pueblo pequeño.
El caso es que hoy, en la tele, Melchor, Gaspar y Baltasar tienen las manos en alto. Terroristas, los increpa el sargento Kowalski. Fuckings terroristas de mierda. Los camellos yacen por allí cerca, destripados de una ráfaga. Ratatatá. Operación Libertad Que Te Rilas, Petronila, rotula la CNN. En las alforjas de los camellos fiambres ya no hay trenes de juguete. Ahora lo del sargento Kowalski es un juego de ordenador.
El Semanal, 05 Enero 2004
A menudo me pregunto si de verdad somos así de gilipollas. La última vez fue ayer, viendo la tele. Un escáner, decía el telediario. En Rotterdam o por ahí. Un artilugio para detectar droga y contrabando en los contenedores, oigan. El último grito. Y lo vamos a poner aquí, claro. España siempre en cabeza de la tecnología punta, con foto de ministros incluida. Para subrayarlo, el telediario contaba con pelos y señales el funcionamiento del escáner de marras, o sea, atentos a la jugada, tatachín, tatachán, cuando los malos hacen esto, la máquina lo detecta así y lo detecta asá, y suena una campanita. Ding, dong. Premio. Tan bueno es el sistema que vamos, nos repiten, a instalarlo en España; aunque, como el artilugio es caro de narices, sólo estará en uno o dos puertos. Como mucho. Concretamente en los puertos Zutano y Mengano, se informa. Y en los otros, no. Fecha incluida. Con lo cual, señoras y señores, a estas alturas del informativo toda la peña traficante y contrabandista de la galaxia sabe perfectamente que, en el futuro, por esos puertos no debe meter droga ni harta de vino. Ojo. Mejor por otros.
Si sólo fuera lo del escáner, todavía. Pero no. Empeñados una y otra vez en hacer público lo eficaces que son nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad, y lo mucho más que lo van a ser en cuanto puedan, los portavoces correspondientes, gabinetes de prensa, políticos proclives a la confidencia, maderos con amiguetes en la prensa y otros sujetos dados a confundir la transparencia informativa en una democracia con un bebedero de patos, con tal de presumir de eficacia han terminado por convertir los medios de comunicación de masas en perfectos manuales de información para los malos. A cualquier terrorista, narco, psicópata, asesino de la baraja en serie o por menudeo, le basta hojear un diario o sentarse diez minutos ante la tele para averiguar con detalle qué errores cometieron sus torpes colegas de oficio y cuidarse un poquito más de ahora en adelante. Tiene huevos. Después del caso Wanninkhof, verbigracia, o de cualquier otro por el estilo, yo mismo, sin ir más lejos, ya sé que si estrangulo a una colegiala, violo a mi prima Maripili o le doy matarile a Paulo Coelho, sin ir más lejos, debo abstenerme de fumar en la escena del crimen, tener mucho cuidado con el ADN, procurar que no haya arañazos en la pintura de mi coche, y que el fiambre no tenga en las uñas pellejito alguno de mi rumbosa anatomía. Por ejemplo.
La parafernalia de los comandos etarras tiene capítulo aparte. Lo que me sorprende a estas alturas es que se sigan dejando trincar, los subnormales, cuando toda España está al corriente, gracias entre otras cosas a las informaciones puntuales suministradas por los ministros del ramo, de que los papeles de Susper, la agenda o los disquetes de ordenador de Mortadelo, detalladísimos, son una fuente de información decisiva para la madera y los picoletos, o de que a Mobutu o a Lumumba, o al que sea, le dieron el estás servido porque al alquilar el piso pagó así o asá, porque las pistolas marca La Pava se encasquillan al tercer tiro, o porque la olla exprés para la bomba del atentado tal la compró en Carrefour, el tonto del haba, con la tarjeta Visa del etarra Macario. O sea. Todo eso se publica alegremente un día sí y otro también, con regodeo en los detalles, en vez de decir, no sé, trincamos a estos cabrones y punto, y apuntarle al periodista que pregunta mucho: oiga, chaval, hay una cosa que se llama secreto profesional, o seguridad nacional, o como le salga a usted del cimbel. Así que no fastidie. Lo que pasa es que para eso hay que tener muy claro lo que uno hace, y carecer de complejos, y no estar loco por salir en la puta foto, y no confundir la información razonable y necesaria con el chichi de la Bernarda. Pero claro. En este patio de Monipodio todo cristo tiene esqueletos en el armario, o lo parece, y vive pendiente del qué dirán y del no vayan a creer que yo no soy tal, o que soy cual. Y así les va, y nos va.
Estamos en la única democracia occidental donde nos matan a siete agentes secretos y eliminamos de los informativos las imágenes más crudas, cuando los iraquíes se ensañan con los cadáveres, pateándolos a gusto; pero luego retransmitimos en directo, durante los funerales, los rostros de sus familiares y la relación completa con sus nombres y apellidos. Transparencia informativa, llamamos a eso. Aquí. Venga y tóqueme la flor, corneta.
El Semanal, 12 Enero 2004
En el Tenampa, excepto algunos turistas guiris que caen por allí a las horas punta, son duros hasta los mariachis. Y lo que de verdad me gusta de ese antro es que permanece fiel a lo que fue. Música, tequila. Comas etílicos. La leche. Desde hace quince años, cada vez que viajo a México D.F., el Tenampa es una de mis dos visitas obligadas. La nocturna. La otra es hacia el mediodía, a una cantina –cuyo nombre, disculpen, no cito aquí para que no me la revienten– donde uno puede tequilear oyendo a José Alfredo y narcocorridos de los Tigres del Norte en la rockola. En el Tenampa, sin embargo, la música es en vivo. Se paga por oírla, incluso a veces antes de llegar al sitio. Según las horas, cruzar la plaza Garibaldi puede ser una pequeña aventura. Ni lo pienses, te dicen los amigos, o el personal del hotel. De noche, Garibaldi es territorio comanche. Llena de mariachis a la caza y de delincuentes a lo mismo. Además, a una cuadra empieza el barrio de Tepito, donde son peligrosos hasta los policías; y al salir con Xavier Velasco o con el Batman Güemes del Catorce –que ahora es el Quince– o del Bombay te puedes encontrar el cañón de una cuarenta y cinco en la sien, porque hasta los taxistas te atracan con toda la naturalidad del mundo. Hablándote, eso sí, todo el rato de usted. Aquí, los atracadores no han perdido las maneras. Deme usted ahorita las tarjetas de crédito o se muere, dicen apuntando la artillería. Y me fascina ese formal se muere. Lo plantean como si se tratara de tu exclusiva responsabilidad. Los hijoputas.
He vuelto al Tenampa, claro. A la mesa de siempre, bajo las efigies de Cornelio Reyna –me bajé de la nube en que andaba–, de Jorge Negrete, de Vicente, de José Alfredo. Los clásicos. Como era entre semana, no me cachearon en la puerta. Había poca gente, como debe ser: un par de grupitos de mejicanos, dos fulanos con una torda en la mesa de al lado, mariachis cantando a tanto la pieza, ya saben: cuántas veces me sacaron del Tenampa, hablando de mujeres y traiciones, la mitad de mi copa dejé servida, etcétera. Lo de siempre. Se vinieron a la mesa mis mariachis de plantilla, dirigidos por el compadre César, casado con española. Una hora y quince minutos cantando, y yo con ellos. Una pasta, rediós, pero siempre vale la pena. Esta vez, tras unas cuantas clásicas –por supuesto, Mujeres divinas la primera– nos dio por los corridos de la Revolución: Siete Leguas, La tumba de Villa. Y otras. Lo bueno de los antros mejicanos es que, si quieres y eres un tipo derecho, nunca estás solo. Pagas una copa, o las que hagan falta, y al rato has hecho amigos para toda la vida. Esta vez, igual. Los dos fulanos de la mesa de al lado eran un sujeto con pinta de guardaespaldas y otro maduro, de pelo corto y gris. La jaca que iba con el maduro se levantaba de vez en cuando a cantar con los mariachis. Al final, el jambo se me acercó, muy cortés. «Soy el general Zutano. ¿También es usted militar?», preguntó. «Lo fui», respondí con el aplomo de haberme calzado tres tequilas. «Lo he notado por su aspecto –apuntó, perspicaz–. ¿Qué graduación?» Lo miré muy serio, cuadrándome. «Me retiré de comandante, mi general.» En dos minutos éramos íntimos. Me invitó a unirme a su mesa, a su guardaespaldas y a su piruja, pero decliné. La piruja era de las que suelen traer problemas, como aquella de otra noche, cuando un narco quiso pegarnos unos pocos plomazos a Sealtiel Alatriste y a mí porque mirábamos demasiado, dijo, a su hembra. En fin. Cuando el general, su guarura y su moza se fueron, el miles gloriosus me dedicó un saludo castrense. Se lo devolví, marcial. Me encanta México.
A poquito, rodeado por los mariachis –esa noche no dejaron un peso en mi cartera, los malditos–, César se me sentó un rato a la mesa y charlamos, como de costumbre. México, España. Lo de siempre. De vez en cuando viaja aquí con su mujer. Esos chatos de vino, rememoraba nostálgico. Ese jamón de pata negra. Llevaba una insignia con la cruz de Santiago en la solapa de su chaqueta de charro. De pronto se inclinó hacia mí, y con aire de confidencia pero en voz alta, dijo: «Oiga, mi don Arturo. Yo soy malinchista, proespañol. Nací en Tlaxcala, donde los indios que ayudaron a Cortés. O sea, que soy tlaxcalteca, a mucha honra. ¿Y sabe nomás qué le digo? –en ese punto señaló a sus compañeros, que asentían bonachones, guitarra en mano–… ¡Pues que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones!».
El Semanal, 19 Enero 2004
Nos va la marcha, rediós. Nos gusta, o sea. Nos pone. De lo contrario no estaría circulando ni la décima parte de la bazofia de la que luego nos quejamos. Bazofia gorda y lustrosa, cebada con nuestra propia estupidez. La mayor parte de los estafadores que conozco –y conozco a unos cuantos– basan su negocio en la vanidad, en la lujuria, en la ambición, en la gilipollez de la víctima. En su complicidad técnica, por decirlo de otro modo. Mi compadre Ángel Ejarque, sin ir más lejos, ahora jubilado de la calle, pero que en su momento fue el rey del trile, capaz de hacer palmar a un guiri dos mil dólares en diez minutos en plena Gran Vía, me lo dice siempre: «Las ratoneras funcionan, colega, porque al ratón le gusta el queso».
Pensaba en eso el otro día, mirando una foto de una revista donde aparecía, muy suelta y en un pase de modelos, una guarra profesional, de ésas cuya bisectriz del ángulo principal –expresado con delicadeza geométrica– es de dominio público. Dicho de otra manera: una de esas lumis que antes se ganaban la vida apoyadas en el quicio de la mancebía, hablándoles a los marineros de tú, y ahora han cambiado la tradicional esquina por el plató de Salsa de Tomate Marciano, o como carajo se llame, y en vez de cobrar cinco mil y la cama aparte, como antes, se calzan a un futbolista, a un torero, a un ex guardia civil reciclado a vivir del morro propio o del de su señora, y luego cobran una pasta horrorosa por glosar en público las peripecias de su baqueteado chichi. Resumiendo: putas de moderno nivel, Maribel.
Total. Que en la foto salía la pájara en cuestión desfilando por una pasarela en plan topmodel que te cagas, oye, tía, con ese garbo y esa gracia natural que tienen nuestras pedorras autóctonas, pisando fuerte y segura de sí, con un modelo de Faemino y Cansado, me parece que era, o de Américo y Vespucci, o algo por el estilo –uno de esos modistos italianos, creo, que luego resultan que son dos y de Palencia–. El caso es que, en la foto, la topmodel de las narices estaba puesta tal que así, vamos, con los flashes de los fotógrafos y tal; y alrededor de ella, mirándola embobado, el público. Y a eso voy. Porque era un público femenino, no en plan pijolandio sino compuesto por señoras de cierta edad, vamos, presuntas respetables marujas y algunas marilolis ajenas al ambiente tope fashion; sin duda un viaje en autobús a la capital o algo así, por la tarde a Torrespaña a hacer de público, por la noche pase de modelos cutre. Supongo. El caso es que allí estaban en la foto, todas esas pavas a dos palmos de la zorrimodel; y lo que me puso la piel de gallina fueron sus expresiones: sus caras irradiando envidia, admiración, felicidad. Se lo juro a ustedes por mis muertos: parecían mi madre en Semana Santa, viendo pasar el trono de la Virgen. Aquellas respetables matronas y sus hijas ejemplares, actuales y futuros pilares de la sociedad española, con sus permanentes de peluquería de toda la vida y su honesta ropa comprada en los almacenes Tal, miraban a la chocholoco de la pasarela transfiguradas de gozo y ternura, como si ésta encarnara –y me juego lo que se tercie a que así era– sus sueños más recónditos y húmedos. Sus ambiciones. Caminar con tacón alto por una pasarela, ser objeto de flashes, salir en la tele. Ser portada del Pronto y del Qué me Dices y qué me Cuentas. Guau. En una palabra: triunfar.
Y es que ahí está el punto, supongo. En esas caras significativas de la foto. En esos culos hechos agua de limón. Porque tiene delito. Nos pasamos la vida protestando en la plaza, en la peluquería, sobre hay que ver esto y lo otro, vecina. Adónde vamos a parar. Y luego nos pegamos a la tele como lapas, cloqueando cual gallinas en celo, babeando de gusto cuando vemos en carne mortal a una zorra de papel cuché, ay, bonita, cómo te admiro, un beso, muá, muá, un autógrafo, deja que nos hagamos una foto contigo. Las tordas de la foto son las mismas madres que luego disfrazan a sus niños de Rickismartin y de Madonnitas repelentes y los mandan a los concursos de la tele, a que canten, a que bailen, a que consigan los cutres aplausos y la fama que, en el fondo, siempre anhelaron ellas. Esas marujas en éxtasis, admirando aleladas a una vulgar pedorra, son un símbolo perfecto de lo que tenemos y de lo que merecemos tener. Por casposos. Por imbéciles.