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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (28 page)

Y qué quieren que les diga. Antes, el ministerio de Defensa sacaba a unas topmodels estupendas vestidas de marineras y de rambas, que daban ganas de engancharse y reengancharse varias veces, por la patria o por la cara. Ahora, con la cosa humanitaria, no sé. Porque esa imagen del soldado en plan Heidi y Pedro tiene la pega de que luego, cuando te descuartizan –en la guerra suele ocurrir– el interfecto puede decir oiga, esto no venía en el anuncio. Me querello. Y además, lo del soldado pacifista es una idiotez que se han sacado de la manga los que viven y trincan de no llamar a las cosas por su nombre. Porque, o eres, o no eres. Y si eres, lo asumes y punto. Sin milongas. Aparte de dar medicinas a los niños en sus ratos libres, que es muy loable, los soldados están, sobre todo, para pegar tiros. La filantropía a tiempo completo corresponde a las oenegés, y no conviene confundir al personal. El enorme respeto que merecen los militares españoles muertos en misiones humanitarias no debe hacer olvidar que ésa sólo es una parte, y no la principal, del oficio castrense. Cada uno a lo suyo: las oenegés ayudan y los soldados escabechan. Eso de la reconversión pacífica del soldado moderno es una milonga macabea española.

Pregúntenle a los marines, que son modernos de cojones, o a las pacíficas ratas del desierto de Blair. A ver para qué está un soldado si no es para matar a troche y moche. Otra cosa es que la guerra sea reprobable e indeseable, que en España no haya presupuesto para escopetas, que un cazabombardero sea políticamente incorrecto, y que salga más bonito y barato tirarse el pegote con lo del ejército humanitario. Pero oigan. Si jugamos a eso, que el Gobierno sea consecuente y lo asuma a fondo. Que disuelva las fuerzas armadas y las sustituya por las fuerzas desarmadas, los cascos rosa Ken y Barbie o la oenegé Soldados Besuqueadores sin Fronteras. Así no gastaremos viruta en uniformes de camuflaje, tendremos la conciencia como los chorros del oro, y no habrá necesidad de poner en la tele anuncios con el tocomocho del soldadito Pepe. Y si un día nos ataca Andorra, que no cunda el pánico. Seguiremos poniendo el culo en Washington para que los marines de Bush –al fin y al cabo, ocho de cada diez se apellidan Sánchez y hablan castellano– maten por nosotros. Aquí, paz. Y después, gloria.

El Semanal, 03 Agosto 2003

El asesino que salvó una vida

Se llamaba Tanis Semielfo. Thantalas, en el lenguaje de los elfos Qualinesti. Llegó a casa de Beatriz, su dueña, en Culleredo, con dos meses cumplidos, desnutrido, deshidratado, lleno de pulgas, enfermo de displasia: una desconfiada bolita gris. Ella lo cuidó sin escatimar vacunas, desparasitaciones, piensos especiales, cien mortadelos mensuales por el tratamiento durante ocho meses. Ya saben. Los que tienen perros lo saben. Noches en vela, sobresaltos, meadillas por aquí y por allá, si no tuviera perro esto no pasaría, tus diarreas por todas partes, cabroncete, y yo partiéndome el lomo para comprarte comida y llegar a fin de mes.

A cambio, lo que también saben los que saben: el misterio leal de sus ojos, su presencia callada a los pies de la cama, su fuerza tranquila, el trueno del vozarrón perruno, su pataza torpe apoyada en tu brazo pidiendo una caricia, su trufa húmeda y fría, sus miradas de consuelo. De adoración. Si alguien mira a Dios, piensas, sin duda debe de mirarlo así. También colmillos, por supuesto. Diecisiete meses después, la bolita asustada y enferma pesaba cincuenta y cinco kilos, con setenta y dos centímetros a la cruz, y una boca en la que cabía la cabeza de un niño. Es un perro asesino, le dijeron a su dueña. Un Fila Brasileño. No vivirá mucho, porque tiene el hígado enfermo; pero, mientras tanto, cuidado con él. Mata. Su dueña tuvo mucho cuidado. También quiso saber más.

Investigó, reconstruyendo la siniestra biografía genética de su perro. Naturalmente, a ella no podía ser ajena la mano del hombre. Tanis era un perro hecho para el combate, un guerrero antiguo con una estirpe gladiadora tan vieja como la Historia: el Canis Familiaris Inostranzevi, el moloso persa, griego, asirio, el onzeiro, el cabezudo, el boiardeirobrasileño. Hace dos mil años, sus antepasados destripaban leones y gladiadores en el Coliseo de Roma, acompañaban a las legiones de César, cuidaban su ganado y despedazaban bárbaros con idéntica eficacia; y todavía hace siglo y medio, sus descendientes cazaban esclavos para los blancos en las selvas amazónicas. Por eso los cachorros Fila tienen ojos de viejo, y alma llena de costurones, y mirada resignada, hecha de siglos, de sangre y de fatalidad –su dueña me dijo que los ojos glaucos de Tanis le recordaban al capitán Alatriste–: el hombre los hizo asesinos, y lo saben. Sin embargo, cuando tienen amo no hay lealtad comparable a la suya.

Los Fila, como casi todos los perros, son fieles súbditos de reyes que no los merecen: luchan en guerras que no son suyas, dejándose matar a cambio de una palabra, una caricia o una mirada. Nadie ama como ellos aman. Nadie tocará al dueño mientras sigan en pie, luchando. Hablo de esos mismos dueños que luego, cuando los perros están viejos, enfermos o inválidos –a veces por obedecer sus órdenes– los abandonan, los envenenan, los echan a un pozo o los ahorcan. Eso era Tanis: un sicario. Una pistola cargada y amartillada en manos de los hombres. Uno de esos perros que, cuando el amo baja la guardia, salen en los periódicos y en el telediario, convertidos en criminales por la estupidez o crueldad del dueño, porque la naturaleza tiene extrañas oscuridades, o simplemente porque, en un mundo lleno de gente desquiciada, es lógico que se desquicien los animales. El caso es que, un día, Tanis, el asesino al que los vecinos, con toda la razón del mundo, miraban con recelo y miedo, paseaba por el parque junto a su dueña, entre niños jugando y mamás sentadas en los bancos. De pronto, un pastor alemán que estaba cerca –a diferencia del Fila, y en principio, el Pastor Alemán es un ciudadano libre de toda sospecha– atacó a un niño de tres años llamado Martín.

Por las buenas. Directamente a la garganta. Entonces TanisSemielfo, Thantalas en el lenguaje de los elfos Qualinesti, voló sobre la hierba. Todo el mundo, dueña incluida, creyó que se sumaba a la matanza. Pero no. Se fue derecho al otro perro, fajándose con él a dentelladas. Sangre, colmillos y jadeos: un alarde profesional, resultado de siglos de adiestramiento. Y no lo degolló allí mismo porque el pastor alemán se largó con el rabo entre las patas. El niño, derribado en mitad de la refriega, lloraba entre los gritos histéricos de su madre. Y entonces el perro asesino, cojeando con una pata lastimada y en alto, fue a tumbarse panza arriba, junto a él, para que le acariciara la barriga.

El Semanal, 10 Agosto 2003

Mi amigo el torturador

Algunas veces, en otro tiempo menos académico, vi torturar. Sé que no suena políticamente correcto, pero no siempre eliges la letra pequeña, o bastardilla, de tu biografía. Hablo de torturar de verdad; cuando importa un carajo que el paciente salga inválido para toda la vida, o no salga. Pongamos Nicaragua, por ejemplo. Hace veinticinco años estuve con los rangers somocistas en el combate del Paso de la Yegua. Después, en una cabaña, había un prisionero herido que gritaba más de lo normal. Me acerqué a echar un vistazo; y cuando asomé la cabeza y vi el panorama, un teniente al que llamaban El Gringo, y con quien hasta entonces había tenido muy buen rollo, dejó la faena para mirarme de una manera –«¿Qué hace aquí este hijueputa?», preguntó– que me puso la piel de gallina. Supongo que esos héroes mediáticos que van a la guerra tres días, de turistas y acompañados por cámaras de televisión y oenegés, y a la vuelta hacen mesas redondas y escriben ensayos sobre el corazón de las tinieblas, habrían protestado, hablándole al teniente de derechos humanos y afeándole su conducta. Pero yo era un puto reportero y estaba solo con aquellos fulanos, en el culo del mundo. Así que decidí irme al otro lado de la aldea, a buscar una cerveza. No sé si me explico.

Otra vez, en Mozambique, conocí a un ex militar portugués. Nos hicimos colegas emborrachándonos en un puticlub. El tipo era simpático, y obtuve de él informaciones interesantes. Siempre hablan, dijo al fin. Y era evidente que lo que sabía del asunto no se lo había contado nadie. Si el operador –él decía operador– es inteligente y tiene paciencia, terminan contándotelo todo. Lo que pasa es que hay mucho aficionado, malas bestias con prisas, y esos destrozan a la gente y se les mueren entre las patas. «Hasta para eso hacen falta profesionales», remataba el cabrón, mirándome por encima del whisky. Y lo extraño es que aquel fulano, que a lo largo de la conversación me proporcionó argumentos objetivos suficientes para afirmar que era un hijo de la gran puta, me había estado cayendo bien. No por lo que contaba, claro, sino por la cara que tenía, sus gestos, la forma de explicar las cosas, el modo de bromear con el camarero, la cortesía exquisita con que trataba a las lumis negras del local. Pretendo decirles con esto que un torturador no lleva la T mayúscula tatuada en la frente; y que, si desconocemos su currículum, muy bien podemos tomarlo por uno de nosotros. O tal vez –lo que ya resulta más inquietante–, algunos de nosotros, en el contexto adecuado, podrían convertirse en torturadores.

A finales de los setenta, con motivo de un reportaje en la Antártida, conocí a varios oficiales jóvenes de la Armada argentina. Tenían mi edad, les caí bien, y ellos a mí. Eran apuestos y educados. Encantadores. Salimos un par de veces a cenar y de copas por Buenos Aires. A un par de ellos – Marcelo, Martín– llegué a considerarlos amigos. Yo era un reportero que cubría conflictos, revoluciones y guerras. Eso formaba parte de mi trabajo, y aquellos chicos eran contactos útiles que atesoraba en mi agenda. En esos tiempos aún coleaba la represión militar en Argentina, y los Ford Falcon circulaban todavía como sombras siniestras por la ciudad. Pero cuando yo mencionaba eso, ellos encogían los hombros. Nada que ver, decían. O muy poquito. Lo nuestro, decían, se limitó a algún operativo cumpliendo órdenes. Y cambiaban de conversación.

Años más tarde, el diario Pueblo me envió a cubrir la guerra de las Malvinas. Tiré de agenda, y mis amigos marinos, que entonces estaban destinados en embajadas argentinas europeas y en Inteligencia Naval de Buenos Aires, me fueron utilísimos. Obtuve de ellos muy buena información, y gracias a su ayuda viajé al escenario del conflicto y firmé muchos días en primera página. Después me fui a otras guerras. Entretanto, en Argentina había caído la dictadura militar, y empezaban a conocerse de veras los detalles de la represión, las torturas y los asesinatos. Un día abrí una revista y encontré una relación de torturadores de la Escuela de Mecánica de la Armada, con fotos. Mis amigos estaban allí. Todos. A uno de ellos, Marcelo, he vuelto a verlo hace poco, fotografiado en una cárcel española. Sigue teniendo cara de buen chico y conserva el bigote rubio, aunque ha engordado un poco. En el pie de foto figura su nombre real: Ricardo Cavallo.

El Semanal, 24 Agosto 2003

Giliaventureros

Me parece muy bien que un fulano, o fulana, practique deportes de riesgo: parapuenting, nautishoking, tontolculing y todo eso. Cada cual es cada cual, y hay quien no encuentra riesgo suficiente en conducir cada mañana camino del curro, con doscientos hijos de puta a ciento ochenta adelantándote por los carriles derecho e izquierdo. Sobre gustos, ya saben. Como he comentado alguna vez, veo de perlas que alguien ávido de vivir peligrosamente haga motocross por Afganistán, o se tire por las cataratas del alto Amazonas con una piedra de quinientos kilos atada al pescuezo. Me parece bien, ojo, siempre y cuando el osado deportista no vaya luego quejándose al ministerio de Exteriores cuando un pastor de cabras afgano y enamoradizo lo ponga mirando a Triana en las soledades del Paso Jyber, o las pirañas motilonas le roan un huevo. Como el propio complemento indica, son deportes de riesgo, y punto. Allá cada cual con lo que se juega. Lo que pasa es que incluso ahí hay clases. Categorías. No es lo mismo ser un aventurero de riesgo que un giliaventurero. Y no es giliaventurero el que quiere, sino el que puede.

Para que ustedes capten la diferencia, pongamos que un aventurero normal, español, de infantería, al que le gustan los deportes de riesgo, compra en Carrefour un barreño de plástico, se pone un casco de albañil de la obra y los manguitos de su hija Jessica, y se tira dentro del barreño por los rápidos de un río asturiano, por ejemplo, al día siguiente de que el ministro de Fomento haya afirmado rotundamente que los ríos asturianos son los menos contaminados, los más tranquilos y seguros de Europa. Eso es echarle adrenalina y cojones al deporte, y ahí no tengo nada que objetar. Al Filo de lo Imposible se hace con cosas menos arriesgadas. Además, lo del barreño está al alcance de cualquiera. Sale por cuatro duros. Basta ser un poquito imaginativo y una pizca gilipollas.

El otro, el aventurero de riesgo de elite, o sea, el giliaventurero a lo grande, es un ejemplar más exquisito. Tiene rasgos específicos propios, lejos del alcance de cualquier tiñalpa. El nivel Maribel de sus hazañas, por ejemplo, está muy por encima de la media del resto de los aventureros cutres. Un giliaventurero de pata negra nunca se despeina por menos de una travesía atlántica a bordo de un navío de línea de setenta y cuatro cañones construido por artesanos turroneros de Jijona con bejucos del Aljarafe, y tripulado por una dotación hermanada y multirracial –eso es lo más emotivo y lo más bonito– compuesta por un saharaui, un chino, un maorí y uno de Lepe. Y si nunca llega a atravesar nada porque una vez se le suelta el bejuco y otra se le amotina el chino, y tiene que salir doce o quince veces, pues mejor. Más fotos y más prensa. Además hay aventuras alternativas, como hacer slalom entre los icebergs de Groenlandia con moto acuática y sin otra escolta que una fragata de la Armada, o tirarse con parapente de kevlar ignífugo sobre Liberia –hermoso detalle solidario con esos pobres negros– para aterrizar en Puerto Portals, entre una nube de fotógrafos, casualmente el día de la regata patrocinada por la colonia Azur de Juanjo Puigcorbé número 5.

Pero la piedra de toque, la condición indispensable, el contraste de calidad por donde se muerde a este aventurero al primer vistazo, es ese aura, ese carisma mediático que deja, para toda la vida, tener o haber tenido algún parentesco, aunque sea lejano o accidental, con familias de la realeza europea: primo del heredero de Varsoniova, ex novio de la hija hippie del rey de Borduria, hermano del cuñado del rey de Ruritania. Detallitos, en fin, que permiten salir en la prensa rosa. Ayuda mucho ser de buena familia, con posibles, y que el patronímico –con los aventureros cutres se dice nombre a secas– sea, por ejemplo, Borja Francisco de los Santos; pero que desde niño la familia y los amigos te hayan llamado, y sigan haciéndolo aunque ya tengas cuarenta tacos, Cuquito, Cholo o Totín. Porque luego, cuando el Hola dedica cuatro páginas a tu última hazaña, para el titular queda estupendo eso de Totín Fernández del Ciruelo-Bordiú, estirpe de aventureros, declara: «Que Televisión Española, Iberia, Telefónica, el BBVA, La Caixa, Trasmediterránea, Repsol, la Once y la Doce me financien esta gesta no tiene nada que ver con que yo sea cuñado del rey Ottokar de Syldavia».

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