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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (23 page)

El Pelmazo es la única variedad que no soporto. El otro día me tocó uno, y casi echo las muelas. Vas en tu asiento sin meterte con nadie, viniendo de enterrar a tu madre, por ejemplo, o hecho polvo porque la legítima ha pedido el divorcio y se queda con la casa, el coche y el perro, o a lo mejor estás calculando mentalmente el tercio del cociente agregable a la división de un peso por el cuadernal móvil del que se suspende, y en ésas el taxista se pone a explicar por qué vota al Pepé o al Pesoe, a solucionar el problema vasco, o a hablar de fútbol. Ese fue el caso. El que me tocó en desgracia llevaba la radio con Bustamante a toda pastilla. Que ya tiene delito. Y cuando le pedí que bajara el sonido, hágame el favor, porque ya sólo me quedaba medio tímpano sano, lo hizo a regañadientes. Para vengarse, empezó a hablar de fútbol. Todo el rato en inexplicable plural -hemos ganado, jugamos el domingo en casa-, volviéndose de vez en cuando a asegurarme que ya era hora de que a Van Gaal lo echaran a la calle. Mi táctica de responder con vagos gruñidos y monosílabos poco alentadores, eficaz en tales casos, se estrelló en su verborrea liguera. Y el Aleti, me decía de pronto. Qué le parece a usted lo del Aleti. ¿Ein? Y se volvía a mirarme indignado, como si yo tuviera la culpa. Luego le tocó a Joan Gaspar. Al fin, a la desesperada, pregunté con perfecta cara de idiota quiénes eran esos Cásper y Vandal. Y oigan. Mano de santo. El fulano cerró la boca poquito a poco, mirándome por el retrovisor como si yo fuera gilipollas. Ya no dijo nada hasta el final del trayecto, limitándose a subir otra vez el volumen de la música. Después, cuando llegamos a mi destino y mientras me bajaba del taxi, comentó, sarcástico: “Usted sale en la tele, ¿verdad? …” Hay que joderse.

El Semanal, 23 Febrero 2003

Vieja Europa, joven América

Como esta página hay que escribirla con un par de semanas de antelación, es posible que, cuando se publique, los Estados Unidos de América se encuentren en plena tarea de salvar la civilización occidental con el apoyo palanganero de España, la pérfida Albión y otros guitarristas finos, incluidos los que se hacen los estrechos al principio para quedar bien, luego se suben al carro, y al final parece que estuvieron ahí toda la vida; mientras las marmotas de plantilla quedan -quedamos- como putas baratas. En cualquier caso, con o sin guerra, la carta manifiesto que acabo de recibir seguirá teniendo vigencia. Así que la transcribo tal cual. La firman algunos nombres que, pese a no salir en Gran Hermano ni en Crónicas Marcianas, también tienen su puntito:

«Nosotros, los abajo firmantes, vieja Europa ante la vigorosa y joven Norteamérica, tenemos la certeza de que este decrépito y caduco continente orillado al Mediterráneo, donde durante treinta siglos se hicieron con inteligencia y con sangre los derechos y libertades del hombre, sigue en la obligación de ser referencia moral del mundo. Por desgracia, tal y como está el patio, eso es imposible. Las venerables ideas que forjaron al hombre moderno se han vuelto un obstáculo para la libre circulación del dinero y el comercio. Los listos lo advierten, y se espabilan: Al diablo las ideas: mejor ser rabo espantamoscas de león que cabeza de ratón. Europa ya no es más que un asilo de ancianos egoístas e insolidarios, incapaz de ofrecer alternativas ante una Norteamérica poderosa, paranoica, autista y arrogante en su ignorancia, convertida, sin oposición, en paradigma irrevocable de la lúgubre juventud que se avecina. Así que hemos decidido quedarnos al margen de toda esta mierda, refugiados en nuestras bibliotecas, en nuestros museos y en nuestras viejas piedras (Recibimos de lunes a domingo, veinticuatro horas al día, sin cita previa). Les deseamos a todos ustedes un feliz siglo XXI. Y que lo disfruten como merecen.

Firman: Homero (rapsoda), Arrigo Beyle (milanés), Platón (filósofo de anchas espaldas), Beethoven (músico), Herodoto (historiador), Bernini (arquitecto), Jorge Manrique (huérfano), Sófocles (dramaturgo), Virgilio (poeta), Vivaldi (profesor de música), Tofiño (cartógrafo), Séneca (preceptor), Leonardo (inventor), Aristóteles (filósofo), Diego Velázquez (aposentador real), Avempace (filósofo más bien solitario), Juan (evangelista apocaliptico), Baltasar Gracián (jesuita), Averroes (moro aristotélico), Sócrates (preceptor), Diderot (enciclopedista), Verdi (músico), Darwin (naturalista), Abentofail (médico), Goethe (olímpico), Eurípides (escritor), Alfonso X (rey con inquietudes), Plutarco (biógrafo), Shakespeare (dramaturgo), Pascal (matemático), Petrarca (poeta), Ramón Llull (artista magno), Eratóstenes (sabio), Abén Ezra (neplatónico), Ibn Jaldún (historiador), Luis de Góngora (garitero), René Descartes (dualista), Baruch Spinoza (monista), Miguel de Cervantes (soldado), Bellini (veneciano), Horacio (poeta), Voltaire (filósofo), Haendel (compositor), Francisco de Goya (pintor sordo), Vasari (arquitecto), Euclides (matemático): Ausias March (poeta), Moratín (exiliado), Galileo Galilei (astrónomo), Marco Aurelio (emperador culto), Jenofonte (mercenario), Gibbon (historiador), Jorge Juan (marino), Fidias (escultor), Saint-Simon (aristócrata), Erasmo de Rotterdam (humanista), Lope de Vega (pecador), Schubert (compositor), Antonio de Nebrija (gramático), Suetonio (historiador), Alberto Durero (grabador), Schopenhauer (filósofo), Antonio Stradivarius (violero), Miguel Servet (carbonilla suiza), Bartolomé de la Casas (fraile escrupuloso), Maimónides (guía de indecisos), Francisco de Quevedo (espadachín), Soren Kierkegaard (existencialista), Nicolás Maquiavelo (maquiavélico), Rembrandt (pintor), Thomas Malthus (perspicaz), Gustavo Doré (dibujante), Mozart (niño prodigio), Charles Louis de Secondat (ilustrado), Luis de Camoens (poeta), Fiodor Mijailovich (novelista), Moliére (actor), Joseph Perónides (maestro de gramática), Martín Lutero (ex cura), Rodin escultor), Dickens (novelista), Tiziano (pintor), Sebastián de Covarrubias (lexicógrafo), Vincen Van Gogh (suicida), Sem Tob (poeta), Tocqueville (politólogo), Ramón Muntaner (almogávar), Nietzsche (pensador), Tolomeo (geógrafo), Tomás Moro (utópico), León Tolstoi (novelista), Bernal Díaz de tillo (conquistador), Robert Louis Stevenson (tísico), Cayo Salustio (historiador), Montaigne (ensayista), Tácito (historiador), Dante Alighieri (poeta), Giordano Bruno (hereje), Benvenuto Cellini (orfrebe con arcabuz), Enrique Schliemann (troyano), Paul Cezanne (pintor), Ludovico Ariosto (poeta), Palladio (arquitecto), Miguel Angel Buonarotti (artista gay), Cayo Valerio Catulo (poeta) …».

El Semanal, 02 Marzo 2003

El oso maricón

No es precisamente una fábula de Esopo, pero puede valer. Y es la cosa que estos días, con el ambiente prebélico, o bélico, o el que sea a la hora de publicarse esto, he recordado la bonita historia del cazador y el oso. Cada uno asocia las cosas a su modo, claro. Y a mí me da por ahí cuando considero el papel del Gobierno español en la crisis de Irak, su alineamiento con Estados Unidos y con Gran Bretaña -esa amiga y aliada nuestra de toda la vida-, y demás parafernalia. Total. Que, como les decía, la historia del cazador y el oso me ronda la testa. Así que se la cuento:

Va un cazador por el bosque proceloso, armado con su escopeta de un solo tiro. Viste en plan Rambo: camuflaje, gorro verde y demás. Nacido para matar, como dicen los lejías. Avanza así por la foresta, cauto, el arma dispuesta, cuando ve a un oso que está al pie de un árbol, roncando la siesta: un oso adulto, normal, pardo. De infantería. Al verlo, nuestro cazador se acerca de puntillas como el gato Silvestre, apunta el chopo y desde tres o cuatro metros de distancia le arrea un escopetazo. Y le falla. Al oír el tiro, el plantígrado abre un ojo, mira al cazador, abre el otro ojo, se levanta sacudiéndose las ramitas de pino y las hojas secas de la pelambre, y le dice: «Chaval, has tenido mala suerte. Soy un oso gay, o sea, maricón. Y no me gusta que me disparen a la hora de la siesta. Así que, para escarmentarte, ven aquí, que te voy a poner los pavos a la sombra». Y dicho y hecho; el oso agarra al cazador, y zaca. Lo sodomiza.

El cazador se toma el asunto con muy poca deportividad. «¡Venganza!», grita cuando corre al pueblo más cercano, que casualmente es Eibar. Llega, entra en una armería y pide un fusil mataosos de cinco tiros. Echa atrás el cerrojo y con mano airada mete los cartuchos. Clac, clac, clac, clac, clac. Se va a enterar, piensa tomando de nuevo el camino del bosque. Se va enterar. Avanza así nuestro intrépido y vengativo cazador entre los árboles, el fusil dispuesto para la sarracina, los ojos inyectados en sangre. Y al fin divisa al oso maricón que está de espaldas, entretenido con un panal de rica miel al que da golosos lengüetazos, ajeno a la tragedia que se cierne sobre su vida, y a lo peligroso que se ha vuelto el planeta azul. El caso es que se aproxima con sumo tiento el cazador, apuntando a la osuna cabeza. No quiere fallar, así que se acerca más, y más más. Está a un metro, y el oso sigue a lo suyo. Entonces, con una risa locuela, resuelto al escabeche, el cazador grita de nuevo «¡Venganza!» aprieta cinco veces el gatillo. Bang, bang, bang, bang, bang. Le pega cinco tiros como cinco sartenazos al oso. Y el muy gilipollas falla los cinco. Entonces el oso se vuelve despacio, con mucha flema, y se lo queda mirando. «Hombre -dice- pero si es mi amigo el escopetero». Luego se le acerca, sonriente. «Pues ya sabes, chaval -dice-. Yo Tarzán, tú Jane. Cinco tiros son cinco ñaca-ñacas. Ven, mi vida». El cazador intenta largarse, pero el oso, que es muy ágil aunque no lo parezca, da una especie de salto de ballet y lo trinca. Luego se lo calza cinco veces, una detrás de otra. Cling, cling, cling, cling, cling.

Imagínense ahora a ese cazador volviendo al pueblo -esta vez camina ya con cierta dificultad camino de la armería. Ese cazador que entra en la tienda gritando «venganza» como un descosido. Esa ametralladora que compra. “¿Cuántos tiros le pongo?”, pregunta el armero. «Doscientos», responde. Imagínense luego a ese cazador camino del bosque con la ametralladora colgada, poniéndose alrededor de los hombros y del cuello, con manos temblorosas por la cólera, las cintas de reluciente munición. «¡Venganza!». Y ahora imagínense ese bosque donde canta el mirlo, o lo que cante, y donde las ardillas, asustadas y tímidas en sus ramas, ven pasar al cazador con cara de jinete del Apocalipsis. «¡Venganza!», grita de nuevo el Rambo. Llega así hasta el oso; que es un oso maricón, sí, pero culto, y en ese preciso instante se encuentra leyendo una autobiografía de José María Mendiluce. Y sin más, a un palmo de su cabeza, le dispara la cinta entera. Ratatatatatat. Doscientos tiros uno detrás de otro, sin respirar. Y le falla los doscientos. Entonces el oso lo mira chasquea la lengua, cierra el libro y se levanta despacio, como con desgana. Luego se acerca un poco más al cazador, que se ha quedado de pasta de boniato, le pasa un brazo peludo por los hombros y le pregunta, en tono de confidencia: «Venga, colega. Sé sincero … ¿Tú aquí no has venido cazar, ¿verdad?».

El Semanal, 09 Marzo 2003

El Piloto largó amarras

Se ha muerto Paco el Piloto, y yo no estaba. No pude ir. No pude verlo. No lo sabía. Me telefonearon lejos, a Italia, para contarme que estaba listo de papeles. «Muy malico», resumió la hija. Cáncer. Cuando los médicos le abrieron el asunto, se lo volvieron a cerrar y se fumaron un pitillo. Nada que rascar, Paco. Así que lo metieron en un hospital de Cartagena, a esperar. Entonces lo supe. Estaba en Milán mientras el Piloto agonizaba, y no podía volver hasta una semana más tarde. «No me llama ni se acuerda de mí», fueron sus palabras. Y se murió creyéndolo. Cuando telefoneé y pude hablar con su mujer, él estaba en la cama con la mascarilla de oxígeno, y ya no se enteró de nada. Se fue al desguace pensando que no me acordaba de él. Al enterarme, llamé a Paco Escudero, de la tele local, que es un periodista respetado y mi hermano de toda la vida, desde que traducíamos juntos Arma virumque cano. Está palmando el Piloto, dije. No tiene remedio y no sé si aguantará hasta que yo vuelva; pero quiero que la gente sepa que ha muerto un tío como Dios manda. Un hombre de bien, un marino y una leyenda. Y a él le habría gustado saber que no casca ignorado como un perro. Que lo recuerdo y que lo recordamos. Tranquilo, dijo Paco, que es un señor. Yo me encargo.

Ahora Telecartagena me ha mandado la cinta que emitió en el informativo, y en ella veo al Piloto con su piel atezada, los ojos azules y el pelo rizado y blanco, algo más gordo que en los años de mi adolescencia, pasear conmigo por el puerto, beber cerveza en el bar Sol, en la Obrera y en el Valencia, o pararse ante el gran bar de la calle Mayor cuando acababa de salir La carta esférica, aquella novela sobre el mar y sobre los marinos donde al Piloto lo llamé Pedro en vez de Paco, pero donde todo Cristo pudo reconocerlo en los gestos, palabras y silencios. Aunque eso de los silencios ya era relativo; porque en los últimos tiempos el Piloto se había vuelto más hablador que de costumbre. Los años, quizá: saber que te vas poco a poco, y hay cosas que no has soltado nunca y quisieras no llevártelas dentro. El Piloto era uno de los últimos supervivientes de otra época: cuando los hombres se ganaban la vida en los puertos trabajando en lo que podían, trampeando, contrabandeando un poquito si era preciso, viviendo siempre, además de sobre una movediza cubierta de barco, en el foso margen exterior de la legalidad vigente.

No tenía estudios, pero sí la profunda sabiduría del Mediterráneo cuyo sol y salitre le habían impreso miles de arrugas en torno a los ojos. Sabía de mar y de la vida; que, como él decía, son iguales uno que otra. Quizá en los últimos años se había vuelto más hablador para echar afuera los diablos que le dejaron dentro las autoridades portuarias, y el ayuntamiento, y las normas legales la madre que parió a todos quienes lo obligaron malvender el barco con el que se ganaba la vida dejándolo a él en tierra, jubilado forzoso a veinticuatro mil cochinas pesetas de pensión al puto mes. Ahí reconozco a cierta gente de mi tierra. Hace un par de años propuse a las personas adecuadas comprar yo mismo el barco del Piloto y restaurarlo -costaba sólo cuatro duros- y que ellos lo colocaran en algún sitio, con el compromiso de conservarlo para que no se perdiera ese modesto trocito de la historia portuaria de Cartagena. Pero les importó un carajo, y pasaron del barco igual que habían pasado de su patrón; y El Piloto, que así se llamaba en realidad el otro barco que aparece con el nombre de Carpanta en mi novela -el Piloto era hijo de un marinero también apodado Piloto y nieto de Paca la Pilota- se pudrió al sol varado en el muelle comercial, y nunca más de él se supo.

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