El Semanal, 02 Febrero 2004
Me han convencido, pardiez. Me refiero a los anuncios de apoyo al cine español que han puesto en la tele, choteándose del que se hace en los Estados Unidos. También a las declaraciones de ciertos productores cinematográficos –la industria, se llaman a sí mismos– afirmando que hay que educar a los espectadores, que nuestro cine es mejor, y que parece mentira que, con los pedazos de películas que hacemos aquí, la estúpida chusma no acuda en masa a la taquilla, y en cambio se infle a canales digitales y deuvedés, o haga cola en los estrenos de Hollywood, hay que joderse, toda esa competencia desleal e inexplicable, incluidos los moros y los negros manta, rediós, una conjuración de Venecia que te vas de vareta, oye, todos contra el buen y sólido cine español. Acogotadito lo tienen, a pesar de su calidad y su tronío. Y claro, dicen. El espectador, que es tonto del nabo, salvo en carambolas como Los lunes al sol o Mortadelo y Filemón, se deja engañar por estafadores tipo Peter Weir o Ridley Scott en vez de precipitarse a las butacas cuando estrenan Fulano o Mengano –disculpen que eluda nombres, pero insultar me da mucha risa, y toso–. La solución, naturalmente, es que el Estado y las televisiones suelten más subvenciones y más pasta. Todo cristo, ojo, menos los productores de cine. Porque es sabido que en España ningún productor importante arriesga un duro propio. Hasta ahí podíamos llegar. Una cosa es ser industria y pasar de paria a comprarte chalets en San Apapucio de la Infanta, y otra es ser gilipollas. No te fastidia.
Así que estoy con ellos, lo mismo que con algunos imprescindibles directores nuestros que sólo pueden oponer el noble argumento de su pata negra auténtica, española, a la brutal ofensiva del cutre cine norteamericano. Esos guiris son vulgares mercenarios que se limitan a contar una historia de forma eficaz, ajenos a los delicados matices artesanos del cine que hacemos aquí, al contenido filosófico, a la cultura, a nuestra hilarante capacidad para filmar comedias que envidiaría Billy Wilder. Sin contar con que Hollywood juega con sucia ventaja. Allí hay guionistas que escriben guiones, y actores que cuando dicen algo te lo crees, y hasta el niño de los Soprano, que no abre la boca, parece un actor. Y claro, así hace cine cualquiera. Hasta los gabachos lo hacen: En busca del fuego, Amelie, Capitán Conan, Tanguy, El pacto de los lobos y todas esas pelis facilonas y poco espontáneas que luego son éxitos porque el público franchute es chauvinista y apoya su cine, aunque sea una mierda. El mérito es hacer cine sin guión y sin actores, como lo hacemos aquí. Porque el cine de verdad se hace con un productor con cuartelillo en las teles y en el ministerio, con un director que –a ser posible– se la succione al Pepé, al Pesoe o a quien mande, y con actores naturales como la vida misma, no maleados por las escuelas de interpretación, el teatro o la experiencia: gente que farfulla con la misma frescura y naturalidad que se utiliza en la puta calle, y a la que da lo mismo que te creas o no, porque lo que cuenta es que sepan decir: oye tía, paso de ti, con espontaneidad honesta.
También, volviendo a la industria, comprendo que ser productor de películas fascinantes e incomprendidas lleva sus gastos. La culpa la tienen el Estado y las televisiones, que llevan la tira financiando doscientas obras maestras cada año, y ahora se rajan. O sea, que te acostumbran a tirar con pólvora del rey, y de pronto llegan los aguafiestas y dicen: chaval, se acabó el chollo, o sea, ya no hay más viruta para que hagas arte y de paso te pagues las letras del yate y el estirado de pellejos de tu pava. Ya sé que todos los críticos –los de aquí– ponen tus películas de cinco estrellas para arriba. También sé que has producido la versión neohistórica-porno de Rosario la Cortijera, el apasionante drama psicológico Pásame la sal, cariño o la desternillante comedia Al sur del oro y el moro de Moscú, esta última nada menos que con Andrés Pajares. Sí. El cine español está en deuda contigo, colega. Una deuda que te cagas. Por eso te dimos once estatuillas y un beso de Paz Vega en la gala de los Goya. Pero la teta no da más leche. ¿Captas? Treinta y seis espectadores no justifican los seiscientos kilos que te endiñamos por cada una. Así que chao, Cecilbedemille.
Eso es lo que te dicen ahora. Y claro, te hunden el negocio. Perdón. La industria.
El Semanal, 09 Febrero 2004
Acostumbrado como está uno a que lo obliguen a vivir entre los parches de un día para otro, a que todo cristo se vuelque en lo provisional y luego salga el sol por Antequera, a la subvención oficial de rentabilidad inmediata, a la cultura diseñada por el cuñado del alcalde, al político a quien lo que le importa es la puta foto de prensa o el telediario del día siguiente, a los golfos, a los sinvergüenzas, a los meapilas de sacristía, a los fanáticos, a los analfabetos con escaño y coche oficial, a la estúpida arrogancia de los que mandan y al rencor cainita, demoledor, de los que están dispuestos a dejarse sacar un ojo si al adversario le arrancan dos, o sea, acostumbrado a España, resumido todo en una breve y triste palabra, uno se dice a veces: anda y que nos den por saco. Que abran este puñetero melón con sabor a pepino, que se nos indigeste el café colectivo, que tensen la cuerda y la partan, que sacudan el árbol y que nos vayamos, de una vez –o una vez más– todos al carajo. Que llueva candela sobre Sodoma, y todos a mamarla a Parla. Verbigracia.
El caso, digo, es que uno –yo mismo, sin ir más lejos– piensa eso a veces, los días en que se levanta turbio. Lo que pasa es que luego coge el coche y se va, no sé, a Vitoria, por ejemplo. Y se baja allí, en una catedral gótica, la de Santa María, que empezó a construirse en el siglo XIII, en esta España que ahora algunos han descubierto –tiene huevos– que nunca existió. Y camina por el lugar, que está siendo restaurado en el marco de uno de los proyectos de rehabilitación más importantes y punteros de la Europa del siglo XXI, y en el que toda la ciudad se ha volcado con entusiasmo. Y entonces uno mira alrededor y se dice: bueno, chaval. A lo mejor se te ha ido un poco la olla, y lo de que llueva chicharrón del cielo, o de donde llueva, es pasarse varios pueblos; y lo mismo, oyes, hay diez justos en Sodoma, por lo menos, y otros tantos en Gomorra, o donde sea, y al final va a resultar que hay gente que merece salvarse en todas partes, dignos ciudadanos, buenos vasallos en demanda de buenos señores; y cuando se les da la oportunidad, y se explican las cosas, y en vez de subvencionar un libro lujosísimo con los cien poetas de Villaconejos del Canto imprescindibles para la cultura occidental, o pagarle tropecientos kilos a Madonna por cantar en la entrañable fiesta del tomatazo de Tomillar del Cenutrio –calificada de interés turístico, ojo–, se invierte la pasta en memoria, y en educación, y en cultura de verdad en el más generoso pero exacto sentido de la palabra, entonces esa buena gente reacciona, responde, se compromete y se vuelve solidaria y maravillosa, devolviendo el sentido a palabras cuyo noble significado hemos pervertido tanto en los últimos tiempos: paisanos, vecinos, conciudadanos. Compatriotas.
Dense una vuelta por Vitoria –Gasteiz si prefieren el viejo y nobilísimo nombre vasco– si necesitan reconciliarse con este país nuestro, con esta España de tanto cuento y tanta mierda. Verán cómo un proyecto de restauración de una catedral y su entorno puede convertirse, con talento y buena voluntad, en una lección viva de historia; en una visita guiada hacia atrás, recorriendo los diferentes estratos de lo que fuimos, para comprender mejor lo que somos y lo que, si nos dejan, tal vez lleguemos a ser. Para entender, con la lección objetiva de las viejas piedras, que en este antiquísimo lugar nuestro, plaza pública en la que confluyeron tantas razas, tantas lenguas, tantas culturas, tantas gentes que a veces se mataron entre sí y a veces se unieron para matar a otros, sufriendo bajo los mismos reyes incapaces, los mismos frailes fanáticos, los mismos ministros y funcionarios chupsaltos, recuperar la memoria es conservar el cemento, la argamasa, que une entre sí piedras que, sin ella, no serían más que escombros dispersos, insolidarios, de un pasado muerto del que sólo quedaría el eco de los agravios. Por eso, cuando caminas entre los andamios y los cimientos desnudos y las antiguas tumbas abiertas en el subsuelo de la catedral de Vitoria, por el itinerario tan sabiamente dispuesto por los arquitectos y arqueólogos responsables de ese proyecto extraordinario, experimentas un estremecimiento de solidaridad y orgullo, porque paseas por tu propia memoria. Sintiéndote una piedra más, imprescindible como las otras, en esa vieja y cuarteada catedral, llamada –de algún modo tenemos que llamarla– España.
El Semanal, 16 Febrero 2004
Pues no, Telefónica de mis narices. No te doy el consentimiento. Me niego a que se traten mis datos para promocionar productos y servicios de empresas distintas a Telefónica de España. ¿Está claro? Lee mis labios, anda. No. Nein. Niet. Nones. Nasti de plasti. Negativo. Es más: los productos y servicios de empresas distintas a ti, e incluso los productos y servicios directamente vinculados contigo, me importan un carajo. ¿Capisci? Así que, por mí, como si promocionas a tu prima en una esquina. Porque francamente, tía, lo único que me interesa de tus servicios es el telefónico, o sea, que cuando descuelgo el aparato pueda hablar con quien quiero hablar, que el contestador automático grabe los mensajes, que el fax conectado a tu línea cumpla con su obligación, y que el aparato que me instales en casa no sea una chapuza como los dos últimos: el del dormitorio se estropeó a los tres días, y el de trabajo, aparte de que el cartucho del fax había que cambiarlo cada dos semanas y costaba un huevo de la cara, tenía un sistema de grabación de mensajes tan cutre que a los cuatro meses las grabaciones no eran más que farfullos incomprensibles, rediós, que en vez de a Telefónica parecía que estaba abonado al pato Donald. Y encima, cuando llamé para que me lo reparases, la respuesta fue que el aparato modelo Zeta marca La Pava que me habías puesto tú era propiedad mía y que me buscara la vida. Con el postre añadido de que, cuando acudí a un particular, me dijo que ya no se fabricaba, que la propia Telefónica había cambiado de marca y modelo porque ése era una mierda, y que mejor me compraba otro.
También sé, Telefónica de mis partes nobles, que cuando antes uno necesitaba el número de teléfono de, no sé, los Legionarios de Cristo por ejemplo, para apuntarme –me hizo ver la luz el reportaje de hace un mes sobre la salvación alternativa–, marcaba el 003, que todos nos sabíamos de memoria. Entonces se ponía una señorita encantadora que decía: Telefónica, dígame, y luego te preguntaba por la familia, y al cabo te buscaba el número. Al terminar tú dabas las gracias, y ella respondía las que usted tiene, caballero. Y listo. Ahora, en cambio, para hablar contigo, con Telefónica, hay que llamar primero a un amigo que sepa el número de teléfono de alguna empresa subcontratada que tenga servicio de información telefónica, marcarlo, y previo pago de su importe te sale una señora o un caballero a los que tienes que preguntarles el número de información de Telefónica. Y cuando al fin marcas el puto número, lo que sale es una pava enlatada que te dice: «Nuestros asesores están ocupados» –por cierto, no sé qué hace un asesor ocupándose allí– y tras esperar un rato, al fin asoman el asesor o la asesora que, antes de asesorarte, te piden el número de teléfono y la filiación completa. Aunque lo mejor es lo de la línea ADSL, o como se escriba. De vez en cuando me llama uno de tus asesores para asesorarme insistente, recomendando la instalación de una línea de ésas. Y cuando le digo vale, de acuerdo, y llamo a donde me asesora que llame, otro asesor me dice que no me la pueden poner porque esa clase de línea aún no la han instalado en la zona donde vivo. Y que ya me asesorarán más adelante.
Te cuento todo esto, Telefónica de España, porque he recibido esa desvergonzada carta tuya en la que me dices que, si no quiero que me llenes por la cara el buzón de basura publicitaria, tengo que molestarme en meter el impreso en un sobre y perder el tiempo yendo a Correos o al estanco, poner un sello y echarlo al buzón. Y eso, que es un chantaje infame, he de hacerlo en el plazo de un mes, forzado, según apuntas en tu carta, por la legislación vigente. ¿Y sabes lo que te digo? Que si a uno que está tan tranquilo en su casa sin haber cometido otra falta que abonarse a tus servicios, la legislación vigente lo obliga a molestarse en rechazar una oferta que nunca pidió, ni falta que le hace, la legislación vigente es una puñetera mierda. Aun así, ya eché la carta al buzón. Alguno de tus asesores la tendrá, supongo. De todas formas, para que esté claro, he querido también decírtelo aquí, por escrito. Si vuelves a utilizar mis datos para publicidad –cosa que ya hiciste otras veces sin pedirme permiso, y mi buzón todavía sufre las consecuencias– me voy a ciscar en todos tus asesores y en todos tus muertos. Prenda.
El Semanal, 01 Marzo 2004
Al fin, colega, me digo. Llevas años blasfemando en arameo por culpa de los párrocos, obispos o sujetos a quien corresponda, que mantienen cerradas iglesias y catedrales impidiéndote visitarlas. Los malajes. Y no es que uno se incline al agua bendita. De eso me curé leyendo, jovencito, y terminaron por rematarlo veintiún años de mochila, cuando me ganaba el jornal enseñando muertos en el telediario, y me hubiera encantado –lo juro por mi perro– que de veras hubiera un responsable de todo aquello en alguna parte, para dirigirme a él y ciscarme en sus muertos. El caso es que así, leyendo, viajando, mirando alrededor, aprendí lo que comentaba aquí hace unas semanas: que las iglesias y las catedrales forman parte de mis diez mil años de memoria, y que sin ellas, sin lo bueno y lo malo que representan y recuerdan, monumento a la fe, a la historia, al espíritu noble del hombre y también a su capacidad de manipulación y engaño, es imposible entender el mundo actual, el Mediterráneo, Europa y lo que todavía llamamos Occidente. Por eso hace mucho que defiendo en esta página la asignatura de Religión. No como la plantean mis primos –no me hagan señalar–, currándose un modo de seguir mojando pan en todas las salsas sin perder el paso de baile con los nuevos ritmos. No. Hablo de la religión católica como cultura objetiva. Como explicación imprescindible de lo que fuimos y lo que somos.
Al grano. Les decía que fastidia mucho llegar a un sitio, dispuesto a visitar la iglesia románica, la catedral o lo que sea, y a diferencia de lo que suele ocurrir en Francia o Italia, encontrártelas cerradas; y a menos que le comas el tarro al secretario del ayuntamiento o a un sacristán que salga a por tabaco, vas listo. Recuerdo, hace poco, dos días de navegación hablando del gótico amurallado, el amarre del barco en Palma de Mallorca, la cuesta ciudad arriba con un calor del carajo –era verano–, y la puerta de la catedral cerrada a las doce de la mañana. También es verdad que la chusma de patas peludas y bodis fosforito comprimiendo lorzas de tocino que circulaba por allí no merecía otra cosa, la verdad, sino que el gótico se lo amurallasen y hasta pusieran campos de minas en el atrio. Pumba, pumba. A tomar por saco. Pero bueno. Unos cuantos justos, supongo, aparte de mí, se quedaron sin catedral. Y fastidia.