El Semanal, 09 Junio 2002
El otro día, en el mercadillo de Torrevieja, a las siete de la tarde y hasta la bandera de gente, un moro me ofreció hachís. Vaya por delante que el hecho en sí no me molestó en absoluto. No consumo, pero no impongo. Quiero decir que no me pongo estrecho cuando alguien me propone algo fumable, inyectable, esnifable, una señora o lo que sea. Sólo digo no, gracias, otro día, y sigo mi camino. Me habían ofrecido hachís muchas veces antes, pero siempre de modo discreto, en voz baja, colega, un susurro cómplice, un gesto furtivo, chocolate bueno, paisa, ketama pura, etcétera. Pero esta vez fue diferente. Vi el grupo de lejos cuando me acercaba: media docena, todos moros jóvenes, sanos, camisas de marca, cadenas de oro, buenos relojes. O mis primos han tenido mucha suerte desde que bajaron de la patera, me dije, o se lo montan de cojón de pato. Cuando estuve cerca no me cupo duda. Es mucha mili, y conoces al pájaro por la mota. En ésas uno me miró, y me puso proa. Seamos justos. Yo acababa de amarrar un velero y mi aspecto era, según ciertos estereotipos, de los que se fuman canutos a pares: barbudo, tejanos raídos, una camisa lavada doscientas veces. Quizás hasta parecía guiri. El caso es que el morapio se me acercó. Pero no en plan clandestino, sino al contrario. Vino partiéndose de risa por algún chiste de los colegas, y en voz alta, con sonrisa provocadora, me cortó el paso y preguntó a grito pelado si quería hachís. Lo que me fastidió no fue la propuesta, sino la sonrisa insultante, la chulería y el descaro con que la hizo, en mitad del gentío y sin ningún complejo, consciente de la impunidad con que actuaban él y sus compadres, en un país donde que te vendan chocolate a plena luz del día es lo de menos. Y ya ven. Esto lo confiesa el arriba firmante, que en los diez años que llevo tecleando esta página dejé bien claro, muchas veces y para solaz del buzón de lectores de El Semanal, mi punto de vista sobre inmigrantes, invernaderos almerienses y subnormales neonazis incluidos. Opiniones que no han variado un ápice, pues sigo más a gusto entre la indiada y la morisma que en un pub de Oxford o una sauna letona, aprecio al inmigrante que viene a trabajar honradamente para mejorar su vida, y me niego a mezclar las churras con las merinas. Pero, en lo tocante a las churras aprovechadas o con mala fe, que las hay a manadas, también tengo mis propias ideas, resumibles en leña al gorrino hasta que hable inglés, lo mismo si el gorrino es rifeño como si es de Zamora.
Y en ese contexto debo reconocer que, en aquel mercadillo torrevejense, y a falta de un guardia que obliga al berberisco del chocolate a vender de manera más discretas -por lo visto ese día libraban todos, para jolgorio de camellos y carteristas-, me habría encantado partirle yo mismo la cara a aquel hijo de la gran puta, aún a riesgo de que luego me llamaran xenófobo y racista y toda la parafernalia. Que por cierto, me importa un huevo. Pero como aquel jambo sus colegas sumaban seis, todos vigorosos y bien alimentados, y uno mismo es ya un barco casi camino del desguace, opté por la vía pacífica y me la envainé sin rechistar. Seguí caminando sin despegar los labios, y como el tío continuaba plantado enfrente, cortándome el paso, me limité empujarlo con el hombro para apartarlo. Y se apartó. Pero fui frustradísimo, lo confieso. Tragándome las ganas borrarle la sonrisa provocadora de la jeta. Esa fue la bonita anécdota callejera. Y fíjense lo que les digo: en el fondo no culpo al fulano. A fin de cuentas, si uno llega a una casa y se encuentra la puerta abierta, y la señora también se abre de piernas, y el marido no rechista por miedo a que lo llamen celoso y dice barra libre, pues uno va y se calza a la señora, y al marido de la señora y de paso vacía el frigorífico. Sobre todo si la otra opción es que te exploten en un bancal por cuatro duros miserables descontándote del sueldo esa covacha donde vives veinte más, como animales. Y cuando lo piensas, a quien verdad te gustaría borrarle la sonrisa es a los empresarios sin escrúpulos que con su avaricia persuaden a los inmigrantes de que es más rentable el hachís en Torrevieja que un invernadero de Lorca. También a los cantamañanas que con discursos oportunistas los convencen de que esto es jauja, y que aquí todo el que llega puede aprovecharse de los derechos sin respetar las normas locales y las obligaciones. Y en especial a esas presuntas autoridades que, por debilidad, oportunismo y miedo al qué dirán, carecen de huevos y de sentido común para poner límites razonables a un desmadre que hace tiempo se les va de las manos. Y al final, cuando todo se ido de verdad al carajo, pagarán el pato los de costumbre: el inocente que pasaba por allí, el pobre inmigrante a quien, camino de la tomatera, apalea un tropel de energúmenos con bates de béisbol. Lo de siempre. Nada nuevo en esta España triste y falsa hasta la náusea, feudo de demagogos, de sinvergüenzas y de cobardes.
El Semanal, 16 Junio 2002
Esta semana también va la cosa de moros y negros de color. Porque estoy sentado en el café parisién que es uno de mis apostaderos gabachos favoritos, cuando observo algo que me recuerda lo que tecleaba el otro día: un gendarme franchute, negro azul marino, multa al conductor de una furgoneta. Y el multado, un tipo rubio y con bigote que parece un repartidor de Seur del pueblo de Astérix, asiente contrito. Y hay que ver, me digo. Tanto que se habla en España de integración racial. Estamos a años luz, o sea, lejos de cojones. Porque integración es exactamente esto: que un guardia negro ponga una multa, y que el conductor baje las orejas. Y aquí paz y después gloria.
Me imagino la escena en España. Y me parto. Ese guardia municipal negro que dice ahí no puede aparcar, caballero, o no se orine haciendo zigzag en la acera, o haga el favor de no pegarle a su señora en mitad de la calle. Y la reacción del interpelado. ¿A mí me va a decir un negrata de mierda dónde puedo aparcar o mear o darle de hostias a mi señora? Venga ya, hombre. Vete a la selva, chaval. A multar en un árbol a la mona Chita. O metidos en carretera, en la nacional IV por ejemplo, ese guardia civil que se quita el casco y aparece la cara de un moro del Rif diciéndole al conductor oiga usté, acaba de pisar la continua. Documentación, por favor. Y sople aquí. No veas la reacción del fulano del volante, y más si lleva una copa de más y va a gusto. ¿A mí? ¿Pedirme un moro cabrón los papeles a mí? ¿Y que encima sople? Anda y que le soplen el prepucio los camellos de su tierra. No te jode el Mojamé, de verde y en moto. Etcétera. Y sin embargo, ahí está la cuestión. En España, donde la demagogia y el cantamañanismo confunden integración con política y beneficencia, la cosa no estará a punto de caramelo hasta que uno suba a un taxi y el taxista sea de origen peruano, y el guardia tenga un abuelo nacido en Guinea, y el médico de urgencias provenga de Larache, y lo veamos como lo más normal del mundo, y por su parte todos esos taxistas, guardias, médicos, funcionarios o lo que sean, dejen de considerar a España un lugar donde ordeñar la vaca mientras están de paso, y la sientan como propia: un lugar donde vivir echando raíces, del mismo modo que otros se establecieron en Gran Bretaña o Francia, y al cabo de una o dos generaciones son tan británicos y franceses como el que más. Me levanté de la terraza parisién y fui a dar un paseo, y al rato vi una escuela infantil donde, bajo la bandera tricolor que allí ondea sin complejos en todas las escuelas, se leían las viejas palabras: Liberté, egalité, fraternité. Y por qué, me dije, salvando las distancias y los Le Pen y los ghettos marginales, que haberlos haylos, eso que es posible en Francia o Gran Bretaña no lo es en España. Cuánto tiempo tendrá que pasar. Porque la integración es ante todo una cuestión de tiempo y cultura: te instalas en una cultura extranjera, de la que te impregnas poco a poco, aceptas sus valores y cumples sus reglas, y a la vez la renuevas, enriqueciéndola en el mestizaje. La diferencia es que Francia y Gran Bretaña, que se respetan mucho a sí mismas, supieron cuidar siempre con extraordinario talento su historia nacional, su lengua principal y su cultura, manteniendo el concepto de comunidad, ámbito solidario y referencia ineludible. De modo que, cuando miembros de sus ex colonias o inmigrantes diversos quisieron mudar de condición, a ellas viajaron y en ellas se reconocieron; o procuraron adoptarlas, para ser también adoptados por ellas. Ese sentimiento de pertenencia, a veces hecho de lazos muy sutiles, se fomenta todavía con una política exterior brillante y con una política cultural inteligente que nadie allí cuestiona en lo básico. A quien acojo y educo, me ama. Quien me ama, me conoce, me disfruta y me enriquece.
Y al cabo esas son las claves: educación y cultura como vías para la integración. Pero mal pueden educar ni integrar gobernantes analfabetos, oposición irresponsable, oportunistas animales de bellota sin sentido solidario ni memoria histórica. A diferencia de Gran Bretaña o Francia, el inmigrante no encuentra en España sino confusión, amnesia, ignorancia, insolidaridad, cainismo. A ver cómo va a integrarse nadie en cinco mil reinos de taifas que se niegan y putean unos a otros. Aquí todo depende de dónde caigas, cómo respire el alcalde de cada pueblo y si la oenegé local está a favor o en contra. Y para eso los inmigrantes ya tienen su propia cultura, a menudo vieja y sólida. Así que nos miran y se descojonan. Que primero se integren los españoles, o lo que sean estos gilipollas, dicen. Que se aclaren, y luego ya veremos. Mientras tanto conservan el velo, exigen mezquitas, salones de baile angoleños, restaurantes ecuatorianos con derecho de admisión, y pasan de mandar niños a la escuela. A falta de una patria generosa y coherente que los adopte, reconstruyen aquí la suya. Se quedan al margen, dispuestos a no mezclarse en esta mierda. Y hacen bien.
El Semanal, 23 Junio 2002
Escribir novelas no tiene un punto final exacto, porque luego hay que acompañarlas un trecho por el mundo de la publicidad, y el mercado, y todas esas cosas que ayudan a que un libro se conozca y se lea más. Eso incluye giras artístico-taurino-musicales en plan Bombero Torero, donde a menudo uno se lo pasa bien, charla con los amigos, escucha a los lectores y demás. Pero no todo el monte es orégano. A veces pierdes demasiado tiempo explicándole a un fotógrafo que, aunque otros traguen, no estás dispuesto a dejarte retratar con sombrero mejicano. O pasa lo del otro día en una conferencia de prensa, cuando comenté que un autor o crítico, cuyo nombre no recuerdo, afirmó que los autores masculinos, incluso los mejores, fueron siempre torpes con el alma femenina, y que Ofelia, madame Bovary y Ana Karenina son, de algún modo, versiones travestidas de Shakespeare, Flaubert y Tolstoi, quienes proyectaron en ellas su punto de vista masculino. Tal vez sea cierto, dije. Y, consciente de ello, a la hora de trabajar en la protagonista de mi última novela hice cuanto pude por no caer en esa trampa. Que supongo, maticé, acecha a todo autor masculino cuando deambula por el complejo mundo de la mujer, donde las cosas nunca consisten en sota, caballo y rey. Al lector corresponderá decidir, concluí, hasta qué punto lo he conseguido o no. Eso fue lo que dije. Soy perro viejo en el oficio, y sé que ciertas cosas conviene detallarlas, porque el de enfrente, aunque -sólo en ocasiones, que esa es otra- tenga una grabadora, tiende a simplificar, y a buscar frases que valgan para el titular, y a veces no capta las ironías o los matices, o -cada vez con más lamentable frecuencia- es una mula analfabeta que no siempre tiene la certeza absoluta de si Flaubert se hizo famoso tirándose a María José en Gran Hermano o cantando con Chenoa en Operación Triunfo. Pues bueno. Les doy mi palabra de honor de que, aunque el comentario se interpretó correctamente en casi todos los periódicos locales, una de las crónicas simplificaba en corto y por derecho, afirmando: «Pérez-Reverte dice que Ofelia y Ana Karenina eran hombres travestidos».
No me enfadé mucho, la verdad. Para qué les digo que sí, si no. A estas alturas de la feria, y tras haber sido veintiún años miembro activo de uno de los oficios más canallas que conozco -las famosas tres pés: putas, policías y periodistas- uno sabe a qué se expone cuando abre la boca. Pero si la cierras te llaman arrogante y chulito, y se preguntan de qué va el asocial éste, que sólo se relaciona con el Washington Post. Pregunten a mi vecino el perro inglés, que lo vivió en su negra espalda hace mucho tiempo. De qué vas, te dicen. Que publicas pero luego andas de estrecho por la vida. Resulta que en tinglado de ahora eso de largar es inevitable, y uno juega con lo que hay; poniendo cuando quiere, eso sí, ciertos límite Pero tampoco es cosa de elegir todo el rato con quién hablas y con quién no, a este le doy una entrevista y a este que le vayan dando. La gente se ofende, con razón o sin ella. Intentas atender los requerimientos de tu editor, promoción, conferencias de prensa y canutazos de la tele incluidos -que esa es otra: resúmame en treinta segundos su puta novela-. Resignado de antemano, claro, a los inevitables daños colaterales, en manos de quien, a veces, pregunta dos chorradas y luego opina alegremente sobre una novela que a ti te llevó cincuenta años de tu vida, y que él ni ha leído ni la piensa leer nunca. Total, me dije. Que la próxima vez lo de Shakespeare y Karenina y la pava esa de la Bovary voy a dejarlo más claro si puedo. Y en la siguiente ocasión me amarré los machos. En cuanto dije hola, a la hora de contar lo del alma femenina, me apresuré a matizar. Hubo un tonto del culo en otro sitio dije, que cuando conté esto interpretó lo otro. Y yo quería decir exactamente tal y cual. Lo juro. Lejos de mi ánimo enmendarle la plana, o soñarlo siquiera, a los grandes de la literatura universal. Insisto. Mucho ojito. Sólo digo, fíjate bien, que conocer esa opinión, lo de autores masculinos travestidos y tal, me tuvo veintinueve meses obsesionado por caer en una posible trampa, que a Flaubert, que era un genio inmenso, tal vez se la traía bastante floja; pero que a mí podía hacerme polvo el personaje y la novela, etcétera. ¿Está claro? … Parecía estarlo. Incluso algunos redactores y redactoras conmovidos por mi inquietud, asentían con sosegantes movimientos de cabeza. Tranquilo, chaval. Nos hacemos cargo.
Flaubert y todo eso. Estás en buenas manos. Por la tarde presenté la novela y me fui con la satisfacción del deber cumplido. Esta vez lo tienen claro, pensaba. No voy a quedar otra vez como un imbécil. Pero me equivocaba, por supuesto. A la mañana siguiente, con el café, abrí un periódico local por la sección de Cultura. Titular: Pérez-Reverte presentó su novela. Texto: «No he caído en el error en que cayó Shakespeare. A diferencia de Ofelia, Madame Bovary y otros personajes de Tolstoi, mi personaje sí es una mujer auténtica».