—Entiendo —concluyó Perdomo, a quien la historia de Curro había convencido por completo, tanto por el tono como por el contenido—. Tu plan era plantarte en la habitación y una vez allí:
«¡TOC, TOC!
»¿Quién es?
«¡Servicio de habitaciones!
»Winston abre la puerta y tú:
«¿Ha pedido un sandwich?
»No.
«Disculpe, caballero.
—Y en ese momento —completó Curro—, echarle un poco de cara y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Guadalquivir por Sevilla, pedirle que me echara una firmita.
—Lo que tiene narices es que, al final, te lo diera —terció sarcástico Villanueva—. Eran las dos de la mañana y de repente llegas tú, a tocarle los cataplines con un bocata que no ha pedido.
—El no ya lo tenía, señor subinspector. No perdía nada con intentarlo.
—Sólo una pregunta más —dijo Perdomo—. ¿En algún momento viste al señor Kurtz por la zona? Quiero decir, antes de que le avisarais de que había un muerto en su hotel.
—No, no le vi.
—Puedes irte —concluyó Perdomo—. No, espera. Ponte un momento de perfil.
El camarero se quedó mirando a los policías con cara de no entender nada.
—¡Que te pongas de perfil, macho! —gruñó Villanueva, amenazando con soltarle otra colleja—. ¡Hay que joderse con el
garçon
, parece que hablamos en chino!
Curro obedeció por fin la orden y Perdomo extrajo del bolsillo una copia del otograma que le había facilitado Guerrero. Las dos orejas no se parecían en nada. La del papel era pequeña y triangular y tenía el lóbulo hendido, mientras que la del camarero era grande, redonda, y apenas se marcaba el hélix o repliegue semicircular que conforma el borde externo del pabellón.
—Una oreja preciosa, Curro —comentó con sorna Villanueva—. Vamos, que si Van Gogh te hubiera podido conocer, seguro que no se hubiera cortado la suya. Habría ido a por la tuya, a machete.
—En ningún momento acercaste la oreja a la puerta, para saber si había movimiento al otro lado, ¿verdad? —preguntó Perdomo.
—¿Yo? ¿
Pa'
qué? —respondió con gracia el joven—. Sabía que Winston estaba dentro.
—Hemos terminado contigo, Curro —le anunció con una sonrisa el inspector.
Villanueva avisó a un agente de uniforme para que condujera al chico hasta la salida, pero antes de que el camarero abandonara el despacho, Perdomo le dijo:
—Espero que te vaya bien con esa chica. ¿Cómo se llama?
—Mamen —respondió el otro sacando pecho, como si la muchacha ya fuera su novia.
—Seguro que la impresionarás con el autógrafo y con tu relato. No todos los días descubre uno el cadáver de…
El zumbido del teléfono móvil del inspector hizo que éste no pudiera terminar la frase. Al mirar la pantalla y comprobar que la llamada no era de Elena, sintió una decepción que le dio rabia reconocer. Pero otra cosa hubiera sido imposible. Elena era Leo, y por tanto muy orgullosa. Jamás se avendría a fumar la pipa de la paz, al cabo de tan poco tiempo y a tan bajo precio. Si quería recuperarla, tendría que ir a buscarla él mismo, y ¿quién sabe?, tal vez arrastrarse ante ella para obtener su perdón. De momento no estaba preparado para pasar por ese trago.
El número de teléfono que aparecía en el
display
del teléfono indicaba que la llamada provenía de Estados Unidos.
Happiness is a warm gun
—Perdomo —respondió al teléfono, con su voz más masculina, el inspector.
—Chaparro —respondió del otro lado una voz de persona mayor, con un fuerte acento puertorriqueño.
—¡Mike, qué bueno que llamaste!
Las veces que hablaba con Mike Chaparro, instructor jefe de la Academia de Policía de Nueva York, Perdomo no podía evitar dejarse arrastrar por su forma de hablar, pero debido a su falta de oído para los idiomas, le salían expresiones y acentos mexicanos. Los puertorriqueños se caracterizaban más bien por un
spanglish
aberrante.
—No te llamé por teléfono hasta ahora —dijo el instructor— porque supuse que estarías durmiendo. ¿Cómo te va el
business
, hermano?
—No me puedo quejar, manito —respondió Perdomo—. Aquí en España me he convertido en una pequeña celebridad.
—¡Felicidades! Ya nos hemos enterado de que te asignaron el asesinato de Winston. ¿Alguna pista hasta el momento?
—
Not yet
—admitió Perdomo, en inglés, en otro absurdo intento de acercarse lingüísticamente a su interlocutor.
—¿Y tu hijo? ¡Debe de estar ya hecho un tinajero!
—Está enorme y muy rebelde. Pero nos llevamos bien —le informó Perdomo.
Hubo un silencio, durante el cual los dos policías evaluaron si seguir intercambiando información personal. Pero el asunto que tenían entre manos era demasiado importante para continuar abundando en asuntos familiares.
—Me llamó un colega tuyo —comenzó Chaparro— para que comprobara qué pasa con el revólver con el que mataron a Lennon, ¿sí?
—Exacto —le confirmó Perdomo—. Queremos saber si el arma está en su sitio. ¿Es la Forensic División de Queens?
—Sí, ya hice el
check
. El revólver sigue allí. ¿Cómo es que lo dudaste?
Perdomo se quedó un poco perplejo ante la pregunta de su colega.
—Chapman afirmó ayer que un marine había asesinado a John Winston con la misma arma. ¿Es que no has visto la entrevista de Barbara Walters?
—Sí,
brother
—le aclaró Chamorro—, pero los policías de Nueva York se han tomado a risa la confesión de Chapman. El tipo es un chalado irrecuperable y un exhibicionista. Aquí nadie se lo toma en serio.
—¿Me confirmas entonces que el 38 sigue en su sitio?
—Por supuesto, ¿dónde iba a estar si no? Ya te dije que el tipo está mal de la chaveta.
—Ok, Mike, pues eso era todo —dijo Perdomo, iniciando la despedida—. ¿Qué tal en la academia?
—Hay de todo,
brother
. Tan pronto te encuentras con alumnos muy capaces, como con otros a los que desde el primer día les tienes que decir: no vales ni para dirigir el tráfico en Manhattan.
—¡Hasta pronto, Mike —le dijo Perdomo—, y gracias por llamar tan rápido! Si hubiera novedades…
—Te volvería a telefonear, no te preocupes —le tranquilizó Chaparro, en su horripilante castellano.
Nada más colgar el teléfono, Perdomo se percató de que Elena le acababa de enviar un SMS. Pero no era el típico mensaje alborotador, para provocar una llamada de devolución o una respuesta por escrito. Se trataba de un escueto comunicado en el que su ex le anunciaba que recogería a Gregorio al día siguiente para llevarle a un concierto. Ni hola ni adiós, ni besos ni abrazos: sólo la información a palo seco, como solía hacer Elena cuando estaba cabreada o distante.
—¡Antipática! —refunfuñó Perdomo en voz baja.
—Es lo malo de la monogamia —dijo alguien a sus espaldas—, que cuando hay bronca, las que tienen la sartén por el mango son ellas, que pueden estar meses sin catarlo.
—Hola, Guerrero —dijo Perdomo con gesto hosco—. Habla más alto, que se entere toda la unidad de mis movidas.
—¿Tengo razón o no? —dijo el otro con una sonrisa de suficiencia—. Ni los camellos del desierto aguantan tanto tiempo sin beber como ellas sin hacerlo, ¡manda huevos! ¡Hay que pasar de la monogamia, Perdomo, mírame a mí! ¿Que la bosnia que me estoy tirando ahora se pone pesadita? Ya tengo a una búlgara en el banquillo. ¿Qué digo en el banquillo? ¡Calentando la banda!
En el terreno sentimental, Guerrero era como esos malabaristas de circo chino, capaces de hacer girar siete u ocho platos a la vez, mientras dan vueltas a la pista en monociclo. Perdomo recordó que, el año anterior, el inspector Guerrero había llegado a mantener cuatro relaciones a un mismo tiempo.
—¡Alegra esa cara, hombre —exclamó el de la Científica—, que te traigo un notición! Las balas que nos proporcionó tu forense nos han dado la pista.
—¿Habéis identificado el arma homicida? —preguntó Perdomo con la misma ilusión que un niño interesándose por su regalo de cumpleaños.
—¡En menos de veinticuatro horas! —dijo Guerrero, exultante—. Vengo directamente del IBIS y te traigo las dos fotografías.
El inspector de la Científica colocó sobre la mesa dos imágenes digitales que le había facilitado el departamento de balística. Gracias al microscopio criminológico de comparación, era posible desde hacía tiempo detectar en balas y casquillos hasta las marcas más insignificantes.
—Ésta —comenzó a explicar Guerrero, repiqueteando con su dedo índice sobre una de las fotos— es una de las balas que le extrajeron a Winston en la autopsia. Si el crimen se hubiera producido durante un atraco local o en un tiroteo entre bandas, nos habríamos limitado a buscar dentro del banco de datos nacional. Pero al ser un personaje internacional, hice que enviaran la imagen de la bala dubitada a varios países, entre ellos Estados Unidos. ¡No sabes qué software maneja el CSI yanqui! Los cabrones tienen herramientas de visualización dinámica para poder ver las balas en 2D o en 3D, cambiando la ampliación o la intensidad y dirección de la luz. ¡Tienen la posibilidad —continuó entusiasmado— de ver perfiles de sección de imágenes de balas en tres dimensiones! ¡Tienen capacidad para ver y determinar estrías de concordancia consecutivas y…!
—¡Al grano, Guerrero! —interrumpió Perdomo—. Sabemos de sobra lo bien que trabaja Grissom.
El de la Científica hizo un silencio teatral, y luego, observando fijamente a Perdomo para no perderse ni un detalle de su reacción, le preguntó:
—¿Estás preparado?
Su interlocutor asintió con la cabeza.
—Pues ahí va —dijo Guerrero soltándole la bomba—: ¡la bala que mató a Winston fue disparada con el mismo revólver que mató a John Lennon!
Perdomo no podía dar crédito a sus oídos y le pidió a Guerrero que le repitiera la frase.
—¡Eso no es posible! —exclamó, al escuchar la información por segunda vez.
—¿Cómo que no? —replicó el de la Científica—. El IBIS nunca falla, amigo. Compara las dos imágenes: ¡son como Hernández y Fernández!
Perdomo tenía ante sí las dos fotografías y aun así no podía dar crédito a lo que veía. Las dos balas se parecían como dos gotas de agua.
—¡No puede ser! —insistió—. Acabo de hablar con un compañero de Nueva York y me ha confirmado que el revólver que mató a Lennon sigue en Queens. ¡Lleva expuesto en la misma vitrina desde hace treinta años!
—¡Pues que vuelva a mirar, coño! —dijo el otro, empezando a irritarse—. ¡Es el mismo revólver, no cabe la menor duda!
Perdomo estaba perplejo. El instructor Chaparro era un policía muy competente (tenía que serlo para que el NYPD se atreviera a confiarle la formación de futuros policías). Sin embargo, antes de solicitar al CSI americano que repitiera el análisis balístico, el sentido común aconsejaba hablar de nuevo con el puertorriqueño.
—No me tomes el pelo,
brother
—exclamó Chaparro en cuanto Perdomo volvió a llamarle—. No es posible que se trate del mismo revólver.
—¿Cómo hiciste la comprobación? —quiso saber Perdomo—. ¿Te desplazaste tú mismo hasta la División Forense?
Hubo una pequeña vacilación en la respuesta, típica de quien ha sido cogido en falta e intenta ganar tiempo para improvisar una excusa.
—No —reconoció al fin Chaparro—, todo lo que hice fue llamar por teléfono a Queens, estoy hasta arriba de trabajo. Pero el detective que me atendió es un buen amigo mío y un policía excelente. ¡No le fue necesario ni levantarse de su mesa de trabajo, porque tiene el revólver en la pared de enfrente! Me aseguró que lleva años ahí colgado y que si hubiera ocurrido algo raro con el arma, él hubiera sido el primero en saberlo.
Perdomo agradeció a Chaparro su interés y colgó el teléfono. Luego se volvió hacia Guerrero y le planteó la necesidad de repetir el análisis balístico. La propuesta hizo que el de la Científica torciera el gesto.
—¿Tú sabes lo que he tenido que mover para que el IBIS de Nueva York nos diera prioridad en el análisis? —protestó indignado—. ¿Y el dineral que vale cada averiguación? ¿Y ahora pretendes que les pida que repitan la comparativa? ¡Eso es lo mismo que llamarles incompetentes, porque si les solicitamos una segunda prueba es porque suponemos que han metido la pata!
El tira y afloja entre los dos inspectores quedó zanjado a los diez minutos, tras una tercera conversación con Chaparro. Su tono de voz era completamente distinto al de antes, y denotaba una enorme turbación.
—No… no sé ni cómo empezar, Perdomo, lo siento —dijo hablando con voz entrecortada—. Me acaba de telefonear mi amigo, de la Forensic División, para decirme que hay importantes novedades. Hace un par de horas llegaron procedentes de Washington dos agentes de la ATF.
—¿Qué es la ATF? —preguntó el inspector.
—El Bureau of Alcohol, Tobacco, Firearms and Explosives, o sea, la agencia nacional que se ocupa acá del uso ilegal de las armas y los explosivos —le aclaró Chaparro—. Ellos fueron los que compraron a los canadienses el sistema IBIS. En cuanto vieron que un proyectil español coincidía con un arma fabricada en Estados Unidos, se pusieron en camino hacia Nueva York para examinar el revólver de Chapman. Lo han sacado de la vitrina en la que estaba y tras examinarlo a conciencia, han llegado a la conclusión de que, aunque es el mismo tipo de arma, no es el revólver de Chapman.
—¿Que no es el mismo? —dijo Perdomo totalmente desconcertado.
—No, lo cambiaron… —respondió Chaparro vacilante—. Lo cambiaron por uno… exactamente igual.
La sorpresa de Perdomo iba en aumento.
—¿Lo cambiaron? —preguntó—. ¿Quién? ¿Quién lo cambió?
—¡Ojalá lo supiéramos! —exclamó el otro, consternado. Perdomo hizo una pausa para tratar de poner en orden sus ideas.
—¿Me puedes decir al menos cuándo ha sucedido todo esto? —inquirió al fin.
—Tampoco lo sabemos —admitió Chaparro—. Pueden haberlo cambiado la semana pasada o hace años.
Perdomo respiró profundamente, tratando de convencerse a sí mismo de que su colega no le estaba gastando ninguna broma.
—¡Es imposible, Mike! —exclamó—. Un revólver tiene un número de serie que…
—¡Que no está a la vista! —le recordó Chaparro—. Suelen grabarlo en la parte inferior de la culata o incluso dentro del tambor. ¡Por fuera parecía la misma arma!
—¡O sea que es verdad! —concluyó el inspector—. ¡El asesinato de Winston se ha cometido con el mismo revólver con el que mataron a Lennon! ¡Tal como dijo Chapman en la entrevista!