—O'Rahilly —respondió el inspector— es una especie de abanderado de la lucha contra los derechos de autor y en los países nórdicos, el Partido Pirata tiene cada vez más auge. Aunque es un bandido, la gente le ve como un bandido simpático, como un Amanda Hood. Eso ha hecho que la lista de aspirantes a sentarse a su mesa haya crecido exponencialmente en los últimos meses. Lo cual me lleva al tercer punto, sobre el que quisiera hacer hincapié antes de que haga esa llamada a mi superior. Desde que comenzó la investigación del asesinato de su marido, sólo hemos tenido un golpe de fortuna, y es que la señora Torres conociera a un miembro de la tripulación del
Revenge
. Creo que si no aprovechamos esa inesperada puerta que se acaba de abrir ante nosotros, jamás nos lo perdonaríamos.
—¿Un miembro de la tripulación? ¿De quién se trata? —preguntó Anita, llena de curiosidad.
—Del cocinero del barco, un viejo amigo y colaborador de la señora Torres. Está haciendo gestiones para meternos en la partida, saltándose una lista de espera kilométrica.
—¿De modo que aún no están dentro? ¿Por qué no espera hasta entonces, para pedirme el dinero?
—Para ganar tiempo. Estamos convencidos —dijo Perdomo— de que el cocinero logrará meternos en la partida, señora. O'Rahilly le tiene en muy alta estima, y hará cualquier cosa por complacerle.
La viuda empezaba a ver el plan de Perdomo con más simpatía, pero se resistía al hecho de tener que arriesgar una suma tan elevada. Sorprendió a Perdomo al iniciar una especie de regateo.
—¿Por qué tienen que ir dos jugadores? Cien mil euros sería una cifra mucho más sensata, ¿no le parece?
El inspector se mostró inflexible en este punto.
—Tenemos que ir los dos, obligatoriamente —sentenció—. El Texas Hold'em es un juego endemoniado y la única que sabe jugarlo es la señora Torres. Yo seré el encargado de obtener el ADN, cuyas muestras son muy delicadas de manipular, mientras que ella se ocupará de que usted multiplique por siete su inversión.
—Supongamos que no consigue lo que quiere —objetó Anita—. O peor aún, que lo consigue y el ADN de O'Rahilly no coincide con el de la puerta de la suite del Ritz.
—Eso nos permitiría descartar definitivamente a nuestro principal sospechoso, y en ningún caso podríamos calificar la expedición como un fracaso.
—Pero ¿y si además de todo eso, la señora Torres pierde la partida? —insistió Anita.
—El riesgo es grande, lo admito —concedió el policía—, pero también pueden llegar a serlo los dividendos. Debe ser usted quien valore si la apuesta le compensa o no. ¿Cuánto suponen doscientos mil euros para una mujer que maneja una fortuna como la suya? Y sobre todo, ¿qué está comprando con ese dinero? Ésas son las preguntas a las que debe responderse. Yo he venido hasta aquí sólo para hacerle saber que existe la posibilidad de realizar esa apuesta. Ahora, si quiere, haga esa llamada a mi superior.
La viuda emitió un profundo suspiro y permaneció largo rato en silencio. Perdomo pensó que estaba evaluando la propuesta económica, pero se equivocó. Había sido seducida por una hipnótica melodía de saxo que, como una voluta de humo, se elevaba hasta ellos desde la plaza de Santa Ana.
—Esa canción le encantaba a mi marido —musitó la viuda, como en trance.
—A mí también me ha llamado la atención —mintió el inspector, para mostrarse lo más empático posible—. ¿Qué es?
—
My love and I
, el tema de amor de la película
Apache
—le aclaró la mujer—. John siempre decía que, en los temas lentos, intentaba que la guitarra le sonase como el saxo de Coleman Hawkins.
Anita se frotó los brazos y Perdomo vio que tenía la carne de gallina.
—Estoy destemplada —dijo la mujer—. Es mejor que rematemos dentro esta conversación.
Ambos pasaron al interior de la habitación y la mirada del inspector fue a posarse sobre la urna que contenía los restos mortales de John Winston.
—¿Ha pensado ya en lo que va a hacer con las cenizas? —preguntó.
—De momento —respondió la viuda—, pasarlas a otra urna. Me olvidé de advertir en el crematorio que la urna tenía que poder viajar en avión y me entregaron las cenizas en una de material opaco. La legislación internacional especifica que, incluso las urnas fúnebres, tienen que ser escaneables a través de rayos X, así que me han aconsejado que encargue una provisional (de plástico o madera) para poder transportar los restos de John hasta Escocia. Es una pena, porque ésta me gustaba mucho —añadió, mientras animaba a Perdomo a que la examinara más de cerca.
El inspector observó que, en lugar de las fechas de nacimiento y muerte, la urna llevaba grabada esta inscripción:
John W. Hammond
27 años, 9 meses, 27 días
Anita le explicó que, por expreso deseo de su marido, se había hecho constar sólo el tiempo que éste había disfrutado de la vida. Ambos se habían conocido en la Ciudad Eterna, ciudad en la que habían aprendido que los antiguos romanos —ya fueran paganos o cristianos— valoraban tanto la vida terrenal que, en sus tumbas, sólo figuraba el tiempo que habían permanecido entre los vivos. A Perdomo no se le pasó por alto que el número 27 se repetía dos veces en la inscripción, y que 9 no sólo era un submúltiplo de 27 sino la suma de 2 + 7.
—John no quería creer en la maldición del club, pero al final el 27 fue el número que marcó su vida, de la misma manera que el 9 marcó la de Lennon.
La viuda tomó en sus manos la urna con las cenizas de su marido y acarició su nombre, con el dedo pulgar.
—Ahora que le veo aquí, reducido a polvo, recuerdo que John tuvo pesadillas terribles con su propia muerte durante un tiempo. Soñaba que los miembros del Club 27 le perseguían para convertirlo en lo que es ahora. Tuvo que tomar ansiolíticos durante meses, porque estaba convencido de que no sobreviviría a la edad fatídica. Pero en cuanto cumplió los veintisiete, que es cuando su angustia debía haber alcanzado el paroxismo, se lo empezó a tomar con mucha más calma, incluso con humor, y escribió una canción muy hermosa, basada en un poema de Cari Sandburg. «El pasado es un cubo lleno de cenizas» es una especie de aceptación de John de su propia mortalidad.
A Perdomo no le importó reconocer que no sólo no conocía la canción, sino que ni siquiera había oído hablar nunca de Cari Sandburg.
—Es un poeta estadounidense —le ilustró la viuda—, falleció en los sesenta. Tiene una definición de la poesía que a John y a mí nos encantaba: «La poesía es el abrir y el cerrar de una puerta, que deja a los que miran pensando en lo que se ve durante un momento».
—Es una buena metáfora —concedió el inspector—. ¿Y dice usted que en la canción su marido habla de su propia muerte? ¿En qué términos?
—«Sé que voy a morir», dice al comienzo, «y ya no me preocupa. La muerte es mi amiga, si no fuera por ella, no habría hecho ni la mitad de las cosas que me había propuesto». Es la conciencia de nuestra propia mortalidad, como algo que nos incita a la acción. También hay un pasaje muy hermoso sobre lo inútil que resulta tratar de escapar de la muerte, en el que alude al famoso cuento del amo y el criado de
Las mil y una noches
. ¿Lo conoce?
—No, pero me encantará saber de qué trata —respondió Perdomo.
—Un criado de un rico mercader de Bagdad se encuentra, una mañana, con la Muerte en el mercado. Observa que ésta le hace un gesto y, aterrado, huye a la casa de su amo. «¡Amo, amo!», grita. «¡Prestadme el caballo más veloz de vuestra cuadra!» «¿Por qué habría de desprenderme de mi caballo favorito?», pregunta sorprendido el mercader. «Esta mañana me he cruzado con la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza», le explica el criado. «Pero antes de que anochezca, me habré puesto a salvo en la lejana ciudad de Ispahán.» El mercader se compadece de su criado y accede a dejarle la montura. Tras ver cómo se aleja al galope, acude él mismo al mercado y también se tropieza con la Muerte. «Muerte», le pregunta. «¿Por qué has hecho un gesto de amenaza esta mañana a mi criado?» «No ha sido un gesto de amenaza», le responde la Muerte. «Ha sido un gesto de sorpresa. ¡Según mis libros debía encontrarme con él esta noche en Ispahán!»
La viuda de Winston volvió a dejar la urna con las cenizas sobre la mesa. Luego preguntó:
—¿Cuánto tiempo tengo para reflexionar sobre su propuesta?
—No demasiado. El cocinero dijo que…
El teléfono móvil de Perdomo vibró con la llegada de un mensaje de texto. Era de Amanda y decía escuetamente: «Estamos dentro». En cuanto Perdomo le contó a Anita que Rami había logrado sentarles a la mesa de póquer del presunto asesino de su marido, la mujer fue en busca de su bolso y le extendió un talón por importe de doscientos cinco mil euros.
—¿Por qué doscientos cinco mil? —preguntó extrañado Perdomo—. ¿Por qué no doscientos diez mil… o un millón?
—Para los pasajes de avión, naturalmente —respondió la mujer con una sonrisa—. ¿O acaso tenían previsto llegar a Copenhague en autostop?
Riverboat gambler
Perdomo y Amanda aterrizaron en el aeropuerto de Copenhague-Kastrup a las tres en punto de la tarde, tras tres horas y quince minutos de un vuelo sin incidencias que la periodista aprovechó para impartir al policía un cursillo acelerado de Texas Hold'em.
—Lo más seguro es que seas el primero en caer eliminado —le había advertido Amanda, después de que hubo sacado la baraja francesa—, porque, en el poco tiempo que nos queda, sólo puedo hacer de ti un jugador mediocre. Pero aun así, O'Rahilly debe tener la sensación de que no eres un completo novato, de lo contrario empezará a hacerse preguntas.
—¿De qué tipo? —preguntó el inspector.
—¡
C’mon, my love
, no seas ingenuo! —exclamó Amanda—. Si te sientas a jugar en una mesa con un
buy-in
de cien mil euros y ese zorro se percata de que no sabes ni tener las cartas en la mano, pensará que estás en el barco para otra cosa. El tipo es todo menos un idiota. Por otro lado, el hecho de que tengas que levantarte de la mesa a la primera, nos viene de perillas. Eso te dejará libre para fisgonear por el barco y colarte en su camarote.
—Eso ya lo veremos —rezongó Perdomo, preocupado—. Dudo mucho de que, con todos los secretos tecnológicos que hay a bordo de ese velero, los invitados tengan libertad para moverse a sus anchas por el
Revenge
. Nos tendrán vigilados, incluso cuando vayamos al cuarto de baño.
—¿Vigilados? —preguntó la mujer con escepticismo—. Ya has visto quiénes son los miembros de la tripulación, ¿no? Sólo hay técnicos, ingenieros y artistas. Ni un sólo gorila. ¿Y sabes por qué? Porque se debe sentir tan seguro a bordo, que cree que no necesita personal de seguridad.
—Si es como dices —respondió Perdomo, poco convencido—, intentaré llegar hasta el camarote de O'Rahilly. Difícil será que en su peine no haya pelos enredados y me basta con que sólo uno de ellos conserve la raíz.
Una niña que viajaba en la fila delantera del avión se puso de rodillas sobre su asiento y empezó a admirar, por encima del respaldo, el virtuosismo con que Amanda era capaz de manejar el mazo de cartas. A pesar de tener manos pequeñas y regordetas, la mujer podía barajar con una sola mano a una velocidad increíble, produciendo un sonido —¡sssssshhhhfloc, sssssshhhfloc!— totalmente convincente, redondo, compacto. Al ver que tenía público, Amanda se creció y desplegó los naipes en cinta sobre la pequeña superficie de la mesa desplegable, haciendo que éstos cambiaran varias veces de orientación, con un simple impulso de su dedo corazón. Seguidamente, volvió a agarrar el mazo con una sola mano y lo desplegó en abanico, para que su espectadora eligiera una carta. La niña dudó durante un rato y cuando fue a coger por fin la que había elegido, Amanda la asustó, imitando con la boca el sonido de una descarga eléctrica. Temerosa de que volviera a tomarle el pelo, la niña renunció a acercar otra vez su mano a las cartas y Amanda optó entonces por hacer entrar a Perdomo en el juego. Éste eligió la reina de corazones y la improvisada prestidigitadora cerró de manera muy vistosa el abanico e invitó al policía a que introdujera la carta seleccionada en el centro del mazo. Luego mezcló los naipes, cortó la baraja, dio un par de golpecitos sobre la carta superior, la dejó a un lado, como si le produjera gran disgusto, y dio la vuelta a la que había debajo, que resultó ser, cómo no, la reina de corazones. Repitió el truco varias veces, adivinando siempre la carta elegida, que se escondía cada vez en un lugar distinto de la baraja. Finalmente, acercó muy despacio su mano desnuda hasta la oreja izquierda de la niña y extrajo de ésta, como por milagro, el naipe elegido por Perdomo. La exhibición se hubiera prolongado seguramente durante algunos minutos más, de no ser por la intervención de la madre de la criatura, que decidió, de forma unilateral, que su hija estaba molestando y la obligó a sentarse de nuevo en el asiento.
—¿Piensas poner en juego tus malas artes durante la partida? —preguntó Perdomo, todavía boquiabierto por la pequeña exhibición de magia de Amanda.
—¿Te refieres a hacer trampas? —replicó la reportera con expresión picara—. No podría ni aunque quisiera,
my sweetheart
. En una partida de este nivel, siempre se cuenta con un repartidor profesional (un crupier) para que el juego sea más ágil y más aséptico. Nosotros nunca llegaremos a tocar el mazo de naipes, lo más que tendremos en la mano, en cada ronda, serán dos cartas, y eso da muy poca libertad de movimientos. Pero incluso aunque no hubiera crupier, jamás me atrevería a ejecutar estos trucos de colegial ante jugadores experimentados como los que veremos esta noche. Me cazarían a la menor ocasión.
—¿Te ha dicho Rami qué otros participantes en el torneo se sentarán a la mesa?
—¡Espero que ninguno de ellos se llame Gus Hansen! —suplicó Amanda, dejando escapar una risita nerviosa—. Es uno de los mejores jugadores de todos los tiempos y es danés. De hecho, el apodo con el que se conoce en los circuitos es el Gran Danés. Me haría trizas en cuanto se lo propusiera.
Perdomo frunció el ceño.
—¡De modo que no sabemos nada! ¡Esto me gusta cada vez menos!
—
Easy
, querido,
easy
—le tranquilizó Amanda—. Rami no me ha dado nombres, pero sí me ha dicho que suelen acudir, sobre todo, ricachos de la zona, gente a la que le sobra la pasta y que quiere presumir de haber jugado con mister Download. ¿Y con qué hace la gente dinero en Escandinavia?