—Por supuesto —admitió Perdomo.
Tania había sido clave para que él pudiera superar la profunda crisis en que le había sumido el fallecimiento de su padre y él siempre le estaría agradecido.
—Además —continuó la forense—, acabo de salir de una relación muy dolorosa con el padre de mi hija, en la que estaba metida por medio una ex novia de mi marido, y lo último que querría en estos momentos es verme envuelta en una experiencia parecida.
Perdomo calló durante un minuto largo, durante el cual intentó recuperar el control de sí mismo. Tania se ausentó del salón para controlar el guiso y Elena se levantó a poner música de nuevo.
—¿Te parece el momento? —le reprochó él.
—¿Por qué no? —replicó ella—. La música amansa a las fieras.
Mientras la alegre música de Gershwin volvía a sonar en segundo plano, Perdomo se acercó hasta Elena para poder hablar en un susurro, sin miedo a que la forense les oyera.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo. Su voz era casi inaudible—. Sé clara, como lo ha sido Tania hace un momento. ¿Quieres volver? ¿Es ésta tu nueva y retorcida manera de plantear la reconciliación?
Se sintió tentado de acariciar el brazo de Elena mientras lo decía, pero se detuvo a tiempo, pues intuía que cualquier tipo de contacto físico sería rechazado con un bufido.
—La cuestión —respondió la mujer, alejándose un paso para sacar a Perdomo de la burbuja de su intimidad— no es lo que quiero yo, sino lo que tú quieres. Hasta ahora, siempre que hemos vuelto, ha sido porque yo te he llamado.
—Es lógico —adujo Perdomo—. Tú eres siempre la que rompe la baraja. Yo jamás te he dicho: «No quiero volver a verte».
—No recuerdo haber usado jamás esa expresión —dijo Elena, harta de tener que discutir hasta por minucias.
—Palabra por palabra, cariño —dijo Perdomo con su tono más cortante—. Veo que, a este paso, vamos a tener que grabar nuestras conversaciones, como hacen los bancos con sus clientes. «Le advertimos de que, con el fin de proporcionarle un mejor servicio, esta conversación puede ser grabada.»
—Cuando te digo que no quiero volver a verte —prosiguió Elena con disgusto, por la nueva parodia de Perdomo— es porque así es como me siento en ese momento. Eres tú el que te lo tomas siempre como una carta de despido. Pero he decidido que ya no va a volver a ocurrir: si quieres reconciliación, tendrás que ser tú el que lo plantee. Después de prometerme, claro está, que nunca jamás volverás a ver a esa…
—¿Zorra? —sugirió Perdomo, con su media sonrisa.
—No iba a decir eso —protestó Elena—. Es eso lo que os gusta a los tíos, ¿no? Vernos pelear en el barro, para ver quién se lleva al macho de sus sueños. ¡Pues te vas a quedar con las ganas! Te lo repito, Perdomo, y te lo repito porque, cuando te hablo, nunca sé si me estás escuchando o dándole vueltas a una réplica ingeniosa, que te ayude a sentir que estás por encima de mí: si me quieres a tu lado, esta vez tendrás que ser tú el que me llame.
—Quieres que te suplique, ¿no? —dijo él levantando la ceja en un gesto entre altivo y suspicaz—. Como en aquella canción: «y vendrás a pedirme y a rogarme…».
—Puedes tomártelo a broma —contestó Elena—, pero sabes perfectamente que yo soy la mujer indicada para ti, en este momento de tu vida. No dudo de que Tania cumpliera su papel en su día, pero resulta evidente que ya es agua pasada. ¿Que tal vez folie muy bien? No digo que no: también es cierto que le sobran seis o siete kilos y yo estoy divina. ¿Te lo tengo que repetir? Si volvemos, me tienes que dejar claro que yo soy la elegida. Que yo no vuelva a tener esa patética imagen tuya, de pelele acomodaticio, al que cuando le dicen que toca estar juntos, obedece, y cuando le dicen que toca estar separados, pues también. ¡Ya está bien de ir a remolque!
En el instante en que Perdomo iba a darle la réplica, Tania apareció con una gran fuente de ropa vieja, que sostenía con ayuda de unas gigantescas manoplas de cocina.
—¡Ha quedado de película! —proclamó la cubana, colocando el humeante plato en el centro de la mesa.
—Seguro que está delicioso —dijo Perdomo—, pero no puedo quedarme. No debo quedarme. Habéis planteado esto como un ultimátum: o la una, o la otra, y debo retirarme cuanto antes, a mis cuarteles de invierno, para tomar una decisión al respecto. ¡Gracias por el gin-tonic, Tania, te sale casi tan bien como el daiquiri!
Perdomo se esfumó tan rápido que no pudo oír la respuesta de Elena a su última frase:
—¡Nunca te enteras de nada! ¡El gin-tonic te lo había preparado yo!
Una vez en la calle, Perdomo supo que tenía un problema que no sabía cómo resolver, porque las dos mujeres le atraían de igual manera, aunque por razones distintas. Tania era mucho más cálida y cariñosa en el trato diario, y aunque jamás lo reconocería ante Elena, mejor amante que ella. Pero Elena era mucho más inteligente y mejor conversadora, y había establecido con su hijo Gregorio un vínculo muy fuerte, que sería difícil reproducir con la cubana. «El tiempo me dará la respuesta», se dijo sin demasiado convencimiento, después de darle al taxista la dirección de su domicilio. Se maldijo por no poder tenerlas a las dos, como si fuera un musulmán, y recordó un pequeño truco que le había enseñado Guerrero, cuando se le planteaban conflictos de elección entre mujeres, lo que, en su caso, ocurría con escandalosa frecuencia. «Deja que sea primero el azar quien lo decida —le había explicado el de la Científica—, con una moneda, a cara o cruz. Si al ver el resultado te entran ganas de volver a lanzar la moneda, ya sabes qué es lo que sientes de verdad.» Al finalizar la carrera, el taxista se quedó sin su propina, porque Perdomo necesitaba el euro de vuelta para realizar su experimento. «Si sale el rey, Elena; si sale el uno, Tania», se dijo frente al portal de su casa. Lanzó la moneda tan alto que no fue capaz de atraparla a la bajada, y ésta cayó al suelo con gran estrépito —clin, clin, clin— y rodó durante varios metros, hasta chocar con una señal de STOP. Cuando Perdomo vio lo que el azar había dispuesto para él, sintió un impulso irrefrenable de repetir el lanzamiento.
Money for something
Anita había citado al inspector Perdomo a la caída de la tarde, en el hotel ME donde se alojaba, y le había rogado que subiera hasta su suite, pues se encontraba algo indispuesta. Cuando aventuró ante Perdomo que tal vez su malestar podría deberse a que había bebido agua del grifo, éste la tranquilizó, asegurándole que al agua de Madrid no le ocurría absolutamente nada. Al revés, era una de las pocas cosas (junto al Museo del Prado y a la estatua del Ángel Caído) de la que los madrileños podían sentirse orgullosos. Hacía mucho tiempo que el inspector había dejado de sentir cariño hacia la ciudad que le había visto nacer, tal vez desde que Joaquín Sabina había empezado a cantar aquello de:
Los pájaros visitan al psiquiatra,
las estrellas se olvidan de salir,
la muerte viaja en ambulancias blancas,
pongamos que hablo de Madrid.
La plaza de Santa Ana era, a aquella hora de la tarde, un hervidero de gente (joven, en su mayor parte) dispuesta a dejar atrás, durante un par de horas, las preocupaciones del día. Hasta los oídos de Perdomo y Anita llegaba, desde la terraza de la suite, un auténtico guirigay de conversaciones, copas entrechocandóse, perros ladrando, saxofonistas callejeros ganándose la vida y
skaters
haciendo exhibiciones sobre su tabla. Tal vez porque había ido allí a pedirle dinero, Perdomo se sintió obligado a ejercer, durante algunos minutos, de guía turístico de la viuda, a la que mostró desde aquella privilegiada atalaya dónde estaban ubicadas las estatuas de Calderón de la Barca y García Lorca. Tras informarle de que el poeta granadino era el autor español más conocido y traducido en todo el mundo, el inspector decidió que ya era el momento de abordar el espinoso tema que le había llevado a reunirse con ella. Mostró a la viuda el otograma encontrado por Guerrero en la puerta de la suite real del Ritz y una ampliación de la oreja de O'Rahilly.
—Hay un ochenta por ciento de posibilidades de que el asesino de su marido sea el irlandés —le aseguró Perdomo—. Si el otograma estuviera completo, no necesitaríamos el ADN, pero aun así, quiero mostrarle una serie de extraordinarias coincidencias que convierten a O'Rahilly en el sospechoso número uno. ¿Ve las similitudes? —dijo colocando ambos documentos gráficos uno junto a otro—. El hélix y el antehélix son exactos, lo mismo que el trago, la fosa triangular y la concha. Lo único de lo que no disponemos es del lóbulo, que no se marcó en la puerta.
Anita observó las pruebas durante un rato y admitió que las coincidencias eran asombrosas.
—¿Qué necesita de mí? —preguntó, entre temerosa y consternada—. ¿Es que estas pruebas no son suficientes?
—Me temo que no —confesó impotente Perdomo—. Para que constituyera una prueba irrefutable, tendríamos que disponer del cien por cien de la huella de oreja, cosa que ya nunca será posible. Es preciso hacernos con el ADN de O'Rahilly. Pero ese sujeto navega por aguas internacionales. ¿Qué juez sería competente para autorizar una orden de entrada y registro en su casa, que es su barco? Podrían transcurrir años hasta dar con una solución jurídica que no invalidase todo el proceso.
—Entiendo —dijo Anita, cada vez más ansiosa—. Pero sigo sin comprender en qué puedo ayudarle.
—O'Rahilly —respondió Perdomo, armándose de valor— es un jugador compulsivo de póquer, y la mejor manera de entrar en su barco es que él mismo nos invite a subir a bordo… como jugadores.
—Yo no sé jugar al póquer —la aclaró la mujer—. Lo único que manejo un poco es el truco, que es muy popular en Argentina.
Perdomo tragó saliva antes de lanzarle la propuesta.
—No he venido aquí a pedirle que juegue —dijo—, sino a que nos facilite el dinero para que podamos entrar en la partida.
—¿Dinero? ¿De cuánto estamos hablando?
—De doscientos mil euros.
La viuda se quedó helada. Se dio la vuelta y, sin mirar a los ojos a Perdomo, dijo:
—Eso es mucho dinero. Incluso para mí. ¿Por qué no lo pone la policía? Si es para una investigación oficial…
—No es una investigación oficial —puntualizó el inspector—, es una corazonada personal. Una apuesta basada en la probabilidad y en los años que llevo como detective de homicidios. No le oculto que su dinero corre peligro y que puede perderlo todo, pero tenga presente una cosa: si conseguimos el ADN del irlandés y logramos relacionarle con la escena del crimen, más allá de cualquier duda razonable, como exigen los tribunales, no habrá rincón del mundo donde ese canalla pueda esconderse. Hasta las aguas internacionales tienen sus límites.
Perdomo vio, por la expresión de Anita, que ésta estaba indignada con la petición de fondos.
—¡Esto es abusivo! —vociferó—. Mi marido ha sido asesinado… ¿y encima tengo que poner yo dinero, para que la policía atrape al culpable? ¿Qué es esto, una especie de broma? ¡Pues se parece mucho a un intento de soborno! Quiere una
mordida
, ¿no, inspector Perdomo?
—Lamento que lo vea de ese modo —dijo Perdomo, tratando de no perder la calma.
—¿De qué otro modo quiere que lo vea? —continuó la otra, sin bajar la voz—. ¡Me está diciendo que si no le entrego doscientos mil euros no atrapará al culpable! ¿Quién me dice que ese dinero no irá directo a su cuenta corriente?
—Si me permite hablar —dijo Perdomo en su tono más neutro—, trataré de…
—¿Quién es su superior? —Anita ya no le escuchaba—. ¡Quiero hablar con él, inmediatamente!
—Mi superior —Perdomo siguió respondiendo lo más educadamente posible— es el comisario Galdón, de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta. Pero antes de que le llame para dar parte de mí (cosa a la que tiene perfecto derecho) le ruego que me escuche. ¿Está dispuesta a hacerlo?
—¡Diga lo que sea, pero no le servirá de nada! —le espetó la mujer.
—En primer lugar —dijo Perdomo, con una sonrisa de agradecimiento en los labios—, quiero llamar su atención sobre la infalibilidad de la prueba de ADN. Es aún más precisa que una huella dactilar, y lo admiten todos los tribunales de justicia del mundo. Si entro en ese barco, puedo hacerme con una muestra muy fácilmente: un palillo de dientes, una colilla, una botella o un vaso que contenga restos de saliva, una uña, una prenda de vestir con restos de sudor, un resto de sangre o de tejido epitelial extraído de la maquinilla de afeitar, cualquier cosa me vale.
Anita no dijo nada, aunque era evidente por su expresión de interés, que estaba impresionada por la enorme cantidad de fuentes de las que era posible extraer una huella genética.
—En segundo lugar —prosiguió el inspector—, quiero aclararle que la persona que iría conmigo es una extraordinaria jugadora. El póquer Texas no es un juego tan azaroso como la ruleta; lo que cuenta en el Texas es, sobre todo, la habilidad y la sangre fría. Eso quiere decir que yo y mi compañera tenemos muchas posibilidades de multiplicar por siete la cifra que usted nos adelante. Si ganamos, usted no sólo recupera el dinero, sino que obtiene casi un millón de euros.
—¿Quién es esa persona? —preguntó Anita, cada vez más intrigada por los detalles de la operación. El tono tranquilo y confiado en que Perdomo le estaba exponiendo el plan comenzaba a surtir efecto.
—Una periodista del diario
La Nación
—le explicó Perdomo—. Se llama Amanda Torres.
—¿Es jugadora profesional?
—No, pero podría serlo. Como muchos periodistas, juega al póquer desde la adolescencia.
Anita empezó a pasear arriba y abajo de la terraza de la suite, como si estuviera hablando con Perdomo por el móvil.
—¿Por qué necesitan exactamente doscientos mil euros? —mientras procesaba la información que le estaba suministrando el policía—. ¿Por qué no seis mil, o un millón?
—Las partidas que organiza O'Rahilly son torneos —le explicó Perdomo—. A cada jugador se le exige un
buy-in
mínimo para sentarse a jugar, es decir, una especie de cuota de inscripción. El irlandés empezó montando partidas relativamente modestas, pero ahora nadie puede entrar a jugar con él por menos de cien mil euros. El éxito de sus timbas de póquer le ha obligado a establecer un filtro económico.
Anita sacudió la cabeza con incredulidad.
—¡Ese hombre es un pirata, un delincuente informático! —exclamó—. ¿Por qué la gente quiere jugar con él?