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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (26 page)

BOOK: Morir a los 27
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En esos momentos era la mujer la que le estaba apuntando con un arma de fuego.

Esta vez fue Perdomo quien llevó a cabo una exhibición de sangre fría. Avanzó con determinación hacia su agresora para quitarle el arma y ésta, sin pensárselo dos veces, apretó el gatillo. Fue en vano. El seguro había convertido la Heckler en un juguete inofensivo y cuando su agresora se quiso dar cuenta de lo que estaba pasando, el inspector ya estaba a su altura.

—Hay que empujar hacia arriba la palanquita que está junto a la corredera —dijo él con chulería, cuando estuvo a medio metro de distancia de la mujer.

Cuando ella apartó la vista durante medio segundo para estudiar el arma, Perdomo le propinó tal puñetazo en la boca del estómago que la mujer salió catapultada a dos metros de distancia, como si le hubieran disparado a quemarropa. Tras aterrizar de culo sobre la acera, se quedó boqueando en el suelo, como un pez moribundo fuera del agua.

—¿Quién eres? —le preguntó varias veces, mientras la mujer se retorcía de dolor, con los ojos anegados por la rabia.

Perdomo la había golpeado tan fuerte que su agresora tardó casi dos minutos en poder articular palabra. Cuando por fin recobró el resuello dijo, con un hilo de voz:

—Soy… la novia de Amanda.

37

Jealous Guy (edit)

—¿A que no adivinas desde dónde te llamo? —le preguntó Perdomo a una somnolienta Amanda.

Habían transcurrido un par de horas desde que el inspector fue agredido en plena calle por una mujer que afirmaba ser la novia de la periodista. Después de conseguir reducirla, Perdomo la había conducido hasta la comisaría más próxima. Y había llegado el momento de averiguar algo más sobre su verdadera identidad.

—¿Perdomo? —balbuceó la periodista, medio dormida—. ¿Eres tú,
my dear
? Por la hora pensé que podía tratarse de alguno de mis novios mexicanos. A veces se les olvida el desfase horario y me levantan de la cama a las tres de la mañana.

—¡Claro que soy yo! —bramó el policía—. ¡Y por poco pierdo un ojo a manos de una señora llamada —el policía rebuscó en su libreta, para no equivocarse al decir el nombre completo— María Teresa Montero Llanos! ¿Te suena de algo?

—¡La madre que la parió! —exclamó Amanda en cuanto escuchó el nombre de la agresora.

—¡De modo que no se lo ha inventado! —exclamó indignado Perdomo—. ¡Se ha pasado las últimas dos horas asegurando que es tu novia y que yo me estaba interponiendo entre ella y tú!

—¡La madre que la requeteparió! —volvió a vocear Amanda. Acto seguido preguntó, asustada—: ¿Dices que has estado a punto de perder un ojo?

—¡Me ha atacado esta noche, nada más salir de tu casa, con un spray de pimienta! —dijo Perdomo—. ¿Quién cono es esta tía? ¿Y de dónde ha salido?

—Es una larga historia —respondió la periodista—. ¿Por qué no te vienes para acá y te lo cuento con calma?

—No tengo la menor intención de dejarme ver a estas horas por tu siniestro barrio. Dame ahora el grueso de la información y mañana me contarás los detalles.

Perdomo oyó un suspiro de impotencia y resignación al otro lado del teléfono.

—María Teresa —dijo Amanda— es una vigilante jurado que conocí en el Casino.

—¿En el Casino? ¿No decías que ya no jugabas?

—Al póquer, Perdomo, al póquer. Tengo derecho a una ruletita o a un blackjack de vez en cuando, ¿no? Pero como son dos juegos que me aburren enseguida, suelo acabar siempre comiéndome un pepito de ternera en la cafetería y allí es donde la conocí.

—¿Por qué dice ella que es tu novia? ¿Y qué pinto yo en todo esto?

—Nos hemos acostado una vez. Y en cuanto a tu papel…

—Espera, Amanda —la interrumpió el policía—. ¿Os habéis acostado? Estaba convencido de que eras heterosexual.

—Lo era,
my love
, lo era. Lo que pasa es que a mi edad y con los kilitos que me sobran, ya no me es tan fácil encontrar pareja, y he tenido que abrir un poco el abanico,
if you know what I mean
. Como decía no sé quién, lo bueno de la bisexualidad es que duplica tus posibilidades de encontrar plan un viernes por la noche.

A Perdomo le escocía aún demasiado el ojo en el que le habían rociado el spray como para que le divirtiera la cita. En lugar de sonreír, dijo irritado:

—¿De dónde ha podido sacar esta mujer la ridicula idea de que tú y yo tenemos relaciones?

—No lo sé,
my darling
. ¿No lo habrás publicado tú en Facebook, para darte importancia?

Aquel comentario terminó de sacar a Perdomo de sus casillas.

—¡Joder, Amanda, que no estoy para bromas! —tronó—. ¿Qué cono le has dicho a esta tía para que me tome por un rival amoroso?

—¡Te juro que nada! Es una loca, con la que nunca debí mezclarme, que se ha montado una delirante película en la cabeza acerca de nosotras, de la que no consigo sacarla.

—¿Nunca le has hablado de mí?

—¡Nunca! Hacía dos meses que no sabía nada de ella. Me ha debido de estar siguiendo en secreto, porque la última vez que hablamos le monté un número impresionante y casi llegamos a las manos.

—¿Por qué motivo?

—A la mañana siguiente de nuestro pequeño
rendez-vous
nocturno, la tipa me explicó que tenía pintores en su casa y que se mareaba con el olor. Como me pilló de buenas, cometí el error de decirle que se podía quedar conmigo un par de días, hasta que se disipase el pestazo a pintura. Pues bien, llegó el fin de semana, yo iba a montar mi timba de póquer y, como no quería tenerla pululando por casa, le dije que se fuera. Me puso cara de pocos amigos, pero se largó a regañadientes. Sin embargo, el lunes la tenía otra vez conmigo, ¡y se traía neceser y una maleta llena de ropa!

«Como Elena», pensó Perdomo. Y colgó el teléfono.

38

Gimme some truth

UDEV, setenta y dos horas después del asesinato

Para el inspector Perdomo, la lectura del
Hola
no se había convertido sólo en un modo de homenajear a su mujer, de estar con ella en espíritu, sino también en su forma de relajarse, de evadirse de la realidad. Mientras contemplaba una foto de Carla Bruni, reciclada a primera dama de Francia, se preguntó si la ex modelo habría tenido relaciones con John Winston cuando era
groupie
. Al fin y al cabo, la flamante señora de Sarkozy había encadenado un romance detrás de otro entre el colectivo rockero. De Eric Clapton a Mick Jagger, de Louis Betignac a Benjamín Biolay, la lista de músicos con los que había estado implicada sentimentalmente parecía interminable. Pero no, ¿qué estaba diciendo? Carla era del 67 y Winston del 83. La diferencia de edad era demasiado grande. Y además a Bruni siempre le habían interesado ricos y famosos, y aunque Winston era un músico de talento extraordinario, el dinero y el reconocimiento público le habían llegado cuando ella ya era primera dama de Francia. Era imposible que la ambiciosa ex modelo se hubiera molestado en flirtear con un joven músico de dieciocho o veinte años que trataba de abrirse camino desesperadamente al frente de su banda. La voz aflautada del subinspector Villanueva le sacó de sus cavilaciones.

—Jefe, acaban de traernos al camarero del Ritz —dijo asomando el hocico por la puerta entreabierta de su despacho.

—Llévale a la sala de interrogatorios —le indicó Perdomo mientras hacía desaparecer hábilmente la revista rosa—. Vamos a sacarle la verdad a ese muchacho, aunque tengamos que emplear un soplete y unas tenazas. ¿Has localizado a Chaparro en Nueva York?

—He hablado con su ayudante. Te llamarán esta misma mañana.

—¿Y la pista Big Wayne?

—Scotland Yard asegura que Big Wayne lleva todo el mes en el Caribe, mezclando su nuevo disco. Además, si tú quisieras matar a alguien, ¿lo anunciarías antes por la radio a bombo y platillo?

—¿Qué pasa con el tercer miembro de la banda, Charlie Moon?

—Aún no hemos logrado dar con él. Pero del país no ha salido, al menos en avión; todos los aeropuertos estaban sobre aviso.

Cinco minutos más tarde, los dos policías iniciaban el acoso y derribo del camarero que había descubierto el cadáver de Winston. El joven, que no podía tener más de veintisiete o veintiocho años, se encontraba completamente abatido y tartamudeó de miedo hasta a la hora de decir su nombre, por lo que, en contra de lo que habían planeado, Perdomo y Villanueva tuvieron que adoptar un tono paternalista y comedido en las preguntas. La patrulla que había ido a buscarle al Ritz para conducirle hasta la UDEV no le había concedido tiempo ni para ponerse la ropa de calle, por lo que en esos momentos les miraba enfundado en un chaleco verde de esmoquin, con pajarita a juego. En vez de interrogarle sobre la noche de autos, daban ganas de pedirle un Bloody Mary.

—No te va a pasar nada, Currito —le tranquilizó el inspector—. ¿A que no, Villanueva?

—Siempre que nos cuente la verdad, nada en absoluto —dijo el otro adjudicándose el papel de poli malo.

—¡No he hecho nada! —gritó el camarero. El miedo había hecho que su acento andaluz se acentuara en toda su crudeza—. ¡Se lo juro por mi madre, que en gloria esté!

—No importa si la otra noche dijiste alguna mentirijilla, Curro —le aseguró el inspector—. Todos las decimos a veces, bien porque estamos nerviosos, bien porque queremos aportar algo de nuestra cosecha a los hechos.

Perdomo siempre se atribuía el papel de poli bueno en los interrogatorios, en parte porque su carácter le hacía proclive a ello y en parte porque Villanueva tenía un talento natural para amedrentar a los sospechosos.

—Yo no he mentido, inspector —volvió a decir el camarero. Pero Perdomo y Villanueva tenían demasiada experiencia en interrogatorios como para que aquel veinteañero pudiera salirse con la suya.

—Puede que no —concedió Perdomo con su media sonrisa a lo Ellen Barkin—. Pero aun así, te voy a contar la duda que tenemos Villanueva y yo, a ver si tú nos la puedes aclarar. Resulta que ayer, cuando le hicimos la autopsia al músico, la forense descubrió que tenía el estómago lleno. Vamos, que acababa de cenar. Sin embargo, tú nos dijiste que había pedido un sandwich, ¿no?

—Sí.

—¿Y cómo encajamos tu historia con el hecho incontestable de que había acabado de darse un festín de kebab? —preguntó Perdomo con voz amable—. ¿Quién se pide un sandwich después de haberse zampado dos?

Lejos de ponerse a la defensiva, el camarero adoptó una actitud de genuino interés, como si él también estuviera interesado en llegar hasta el fondo del asunto.

—Tal vez esperaba alguna visita, ya sabe usted cómo son los rockeros con las
groupies
—respondió el joven.

—No podemos descartarlo —dijo Perdomo guiñándole un ojo a Villanueva.

—O tal vez se quedó con hambre —continuó el empleado—. Dicen que esta gente pierde una
jartá
de kilos con cada concierto.

—Es otra posibilidad —volvió a conceder el inspector—. Y cabe una tercera hipótesis de trabajo, que es que no pidiera nada en absoluto.

El camarero guardó silencio durante unos segundos y luego exclamó:

—¡De modo que el desgraciado de Luis se lo ha contado todo! ¡Qué hijo de su madre!

Perdomo y Villanueva se miraron complacidos ante la auto-delación del camarero. El subinspector decidió seguirle la corriente, con gran habilidad.

—Luis lo único que ha hecho es cumplir con su obligación —dijo Villanueva—, que es colaborar con la policía en la investigación. Sin embargo, hay algunos detalles que no ha sabido aclararnos y que…

—¡Fue idea mía, señor comisario! —confesó de pronto el camarero.

—Ves demasiadas series de televisión, chavalote —se burló Villanueva—. Sólo soy subinspector de homicidios.

—Pues usted perdone, subinspector —corrigió el joven—. El caso es que desde que nos enteramos de que venía Winston con The Walrus, Luis, que además de compañero es paisano mío, de Alcalá de Guadaira, me empezó a dar la barrila con que quería conseguir un autógrafo para su hermana. Ir al concierto para tratar de colarnos en
el paquestéis
era imposible.

—Perdona, ¿qué es el
paquestéis
? —preguntó con genuina curiosidad el inspector.

—Le dicen
paquestéis
a la parte de atrás del escenario —aclaró el camarero con cerrado acento andaluz—, digo yo que
pa que esté
la gente de confianza.

—¡Ah, el
backstage
! —dijo Perdomo reprimiendo una carcajada—. Continúa, por favor.

—Tratar de ir al concierto —continuó el joven— era impensable, porque teníamos trabajo y el señor Kurtz no nos iba a dar la noche libre ni
jarto
de vino. Pero en cuanto nos enteramos de que Winston se alojaría en nuestro hotel, supimos que teníamos una oportunidad y se nos presentó esa noche.

—¿Cómo es que subiste tú a la habitación, si el autógrafo era para la hermana de Luis?

El camarero desplegó una sonrisa picara, pero no parecía dispuesto a desvelar nada sobre esa parte de la historia. Su reacción provocó la irritación de Villanueva, que le dio una colleja en la cabeza.

—Vamos, macho —le dijo con ferocidad—, que no tenemos toda la mañana.

Curro se puso en marcha en el acto, como un autómata cuyo mecanismo acabara de desbloquearse de un papirotazo.

—La hermana de Luis está un rato buena, y me dije a mí mismo que si le conseguía el autógrafo tal vez me lo quisiera agradecer.

—¡Siempre el folleteo! —se lamentó Villanueva.

Lo dijo con una voz tan aguda que hizo sonreír a Perdomo. El subinspector parecía en esos instantes un eunuco envidioso de no poder practicar el sexo, como el resto de sus congéneres. Lo cierto es que la vida erótico-sentimental de Villanueva era uno de los misterios sin resolver de la UDEV. Algunos opinaban que era homosexual —tal vez por ser el único hombre de la brigada que hacía Pilates—, otros preferían pensar que era hetero, pero impotente, y el comisario Galdón estaba convencido de que Villanueva era realmente un
castrato
, que había perdido sus atributos masculinos durante una práctica de tiro.

—Subiste a por el autógrafo para hacer méritos —resumió Perdomo—. Pero ¿por qué el numerito del sandwich?

—Era menos
cantoso
, inspector —confesó Curro—. Con la bandeja en la mano, podía simular que me había equivocado de habitación. Y si el señor Kurtz me hubiera sorprendido merodeando por los alrededores de la suite, podría haberle contado el cuento del sandwich.

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