Perdomo intentó ir tras él, pero no acertó a abrir el portalón.
—¿Dónde cojones está el interruptor? —le preguntó al hombre, mientras le ayudaba a incorporarse.
El vecino, que ya había dejado de sangrar, señaló con la mano en dirección a un botón que estaba medio oculto tras un arbusto. Perdomo recogió a toda prisa la pistola del suelo y salió a la carrera en persecución del búlgaro.
Aun antes de haber puesto de nuevo el pie en la plaza del Ángel, Perdomo sabía en qué dirección había huido Ivo.
Era evidente que no se iba a arriesgar a regresar sobre sus pasos en dirección a Santa Ana, porque el búlgaro había visto a Villanueva en el paso de cebra. Sabía que rondaría por la zona y que, probablemente, habría pedido refuerzos. La única decisión posible era encaminarse hacia la derecha, en dirección al barrio de La Latina.
Perdomo galopó tras su presa con el frenesí de un mozo bajando por la calle Estafeta, en pleno San Fermín. Al desembocar en la plaza de Jacinto Benavente, había alcanzado ya tal velocidad que le fue imposible esquivar al taxi que salía en ese momento de un paso subterráneo. Aunque logró amortiguar el golpe con las manos, fue a estamparse como un insecto contra el parabrisas del vehículo. El policía quedó tendido panza abajo sobre el capó del coche, pero salvo por la postura, que era grotesca y le hizo desear que no hubiera ningún fotógrafo por la zona, se felicitó, ya que tenía la certeza de no haberse roto ningún hueso.
Su sorpresa fue mayúscula al ver emerger del taxi, además de al conductor del mismo, a Anita, la viuda de John Winston. Llevaba consigo la urna con las cenizas de su marido, al que acababa de incinerar a primera hora de la mañana. Su expresión era de pánico, pues estaba convencida de que el taxi que la estaba llevando hasta el hotel acababa de matarle. El taxista en cambio parecía más preocupado por los daños que Perdomo pudiera haber ocasionado en su vehículo que por el estado de salud del atropellado y farfulló varias frases de protesta, entre las que el inspector llegó a distinguir con claridad un «¡hay que joderse!» y varios «¡esto son por lo menos mil quinientos euros de chapa!».
Una vez recuperado el resuello, Perdomo se identificó ante Anita y, abriéndose paso entre la multitud de curiosos que se habían arremolinado a su alrededor, se encaminó a pie hacia el hotel, en compañía de la viuda.
Ocean Child
El nombre completo de la viuda de Winston era Ana María Luisa Paoletti Piazzolla y había venido al mundo hacía treinta y seis años en la ciudad de Mar del Plata, un célebre centro balneario y puerto argentino del sudeste de la provincia de Buenos Aires. Aunque nunca había podido demostrarlo, Anita presumía de estar emparentada con el gran Astor Piazzolla, el compositor y bandoneonista argentino que había revolucionado el tango en la segunda mitad del siglo xx.
Durante el corto paseo hasta el hotel, donde les estaba esperando Villanueva, junto a varios coches Zeta de la Policía Nacional, Perdomo le explicó a Anita en pocas palabras quién era Ivo y por qué estaba en busca y captura.
—La noche en que su marido fue asesinado —dijo—, el búlgaro entró al estadio donde se desarrollaba el concierto y casi acaba con la vida de uno de mis hombres. ¿Había oído hablar de él?
—Jamás —respondió muy convencida la mujer. Su rostro, circunspecto y altivo, fascinó inmediatamente a Perdomo. Anita parecía una máscara fúnebre de enigmática belleza, una especie de Nefertiti del Cono Sur.
El policía comenzó a cojear ostensiblemente —se le estaba empezando a enfriar la contusión de la pierna—, por lo que la mujer le preguntó si no quería acudir a un servicio de urgencías. Perdomo le respondió que sólo necesitaba un analgésico y luego se interesó por la ceremonia de cremación.
—Ha sido muy breve y entrañable —le explicó la mujer, con voz grave y sensual—; un acto estrictamente privado en el que no ha habido ni discursos ni rezos, sólo la voz grabada de John en una versión maravillosa
a cappella
de
Ocean Child
. Como hizo Yoko con John Lennon, no se celebrará funeral, ni ningún otro tipo de ceremonia que pueda dar pie a que la muerte de mi marido degenere en un circo mediático.
Perdomo, recordando cómo se había eternizado la ceremonia de cremación de su propia esposa, hizo un breve comentario al respecto, que fue apostillado por Anita:
—En el caso de John, el proceso ha sido más breve aún, porque mi marido no ha pasado por el cremulador.
Perdomo le confesó que era la primera vez que escuchaba ese término.
—Yo tampoco lo conocía, hasta el año pasado —le aclaró la mujer—. Lo que sale del horno, después de horas de combustión, no son las cenizas propiamente dichas, sino un montón de huesecillos chamuscados, que hay que reducir a polvo en una máquina trituradora llamada cremulador. John había tenido sueños terribles con su propia muerte el año pasado, pero como tampoco quería ser inhumado, se le ocurrió esta solución, que es habitual en algunas culturas orientales.
—¿Sueños terribles? —preguntó el inspector—. ¿Qué clase de sueños?
Lucy in the Sky with Diamonds
París, nueve meses antes del asesinato
A la mañana siguiente de su pesadilla de cumpleaños, John Winston puso al corriente a su mujer del contenido de su terrorífico sueño y ésta guardó silencio durante unos segundos.
—¿No estás abusando de
Lucy
?—dijo al cabo.
Era una conversación que ya habían mantenido en otras ocasiones y que siempre provocaba tensiones entre ambos. Lucy era uno de los nombres con los que se conocía en la calle al ácido lisérgico o LSD. El apodo provenía de una famosa canción de los Beatles,
Lucy in the Sky with Diamonds
, que supuestamente estaba dedicada a la droga más revolucionaria de los años sesenta. Anita había probado en un par de ocasiones el LSD, una de ellas en compañía de su marido, y después de la última experiencia había jurado no volver a ingerirlo. No es que el viaje hubiera sido particularmente malo, sino que John le había administrado la droga sin su consentimiento, hecho que provocó que ella estuviera más de un mes sin dirigirle la palabra. «No quería viajar solo», fue todo lo que acertó a argüir John, para tratar de justificar su inexcusable comportamiento.
—Todo el mundo tiene pesadillas, mi amor —se exculpó John, a quien los reproches de su mujer ponían siempre a la defensiva.
—Lo sé —respondió Anita con gesto serio—, pero es que tú, a veces, las tienes estando despierto.
—¿De qué estás hablando?
La mujer de Winston presentía que la conversación iba a ser muy delicada, pero estaba resuelta a que su marido la escuchara, al precio que fuera.
—Ayer en el restaurante —dijo—, ¿ya no te acuerdas? Estabas convencido de que era Jim Morrison el que aparecía en la foto, y no tú.
John soltó una carcajada, demasiado estruendosa para ser sincera.
—Me divertía la idea de que Morrison nos hubiera gastado una especie de jugarreta —respondió el cantante—. No había tomado nada, te lo juro.
—¿Te divertía? —replicó Anita—. ¡Yo te vi bastante asustado! Y acabo de descubrir dos libros en nuestra habitación que sospecho que compraste después del almuerzo. ¡Estás empezando a obsesionarte!
John no quería desatar una discusión con Anita en plena luna de miel, pero lo cierto es que no estaba dispuesto a consentir que fuera ella la que le dijera lo que podía o no podía consumir. Su dependencia del ácido lisérgico no era física —la droga, a diferencia de los opiáceos, no provocaba adicción y no era tóxica—, sino psicológica. Las alucinaciones con ojos abiertos o cerrados, las sinestesias y otros efectos que el LSD era capaz de provocar en el cerebro humano, incluso en dosis muy pequeñas, resultaban fascinantes para Winston y una fuente inagotable de ideas para sus canciones.
The music of your tears
, una de sus primeras baladas, en la que John había jugado con la mezcolanza de los sentidos, se había originado a partir de una alucinación en la que el compositor había podido asignar el sonido de una nota musical a cada lágrima vertida por la chica con la que mantenía relaciones por aquel entonces. En
Strawherry Wind
, un homenaje a Bob Dylan, John había imaginado que el aire sabía a fresas y que traía consigo la famosa respuesta anunciada en
Blowin' in the wind
. Pero no se trataba de un artificio literario para tratar de darle un tono más poético a su canción: el día en que tuvo la inspiración para
Strawberry Wind
, John se encontraba bajo los efectos del LSD y había podido paladear realmente un aire frío de montaña con ese sabor.
—John —dijo Anita abandonando el tono de reproche y adoptando una actitud de refuerzo positivo—, eres una persona con una sensibilidad extraordinaria, casi enfermiza, en el buen sentido de la expresión. Tu capacidad para crear metáforas e imágenes de todo tipo con las palabras está más que demostrada. Tu talento para inventar melodías fascinantes a partir de progresiones de acordes aparentemente banales es algo que todo el mundo te reconoce. ¿O es que me vas a decir que
Ocean Child
la escribiste bajo la influencia del ácido? Y es una de tus mejores canciones. No necesitas el LSD para nada, y te evitarías exponerte a los peligros que trae aparejada la droga.
—Ana —dijo Winston adoptando su tono de voz más trascendental (siempre abandonaba el diminutivo cuando quería que su mujer lo tomara en serio)—, cualquier actividad, por más lúdica o inofensiva que parezca, puede acarrear efectos secundarios desagradables e indeseados. Mírate a ti: te encanta patinar, y sin embargo, cada dos por tres, te haces un esguince o un derrame en la rodilla. ¿Acaso te he rogado yo que dejes de patinar?
Aquella réplica irritó a la mujer, que subió el tono de voz.
—¡Estás llevando las cosas a tu terreno, porque no quieres escucharme! —exclamó—. ¡Lo único que te importa es tener razón! ¡Me adjudicas un papel de represora que no me corresponde! ¡No me molestaría que tomaras LSD, si lo hicieras por una razón que me resultara convincente!
—¿Por ejemplo? —preguntó John, con un gesto de burla en la mirada.
—Para saber lo que se siente —respondió Anita—. Mi amiga Graciela, la psiquiatra que conociste el año pasado en Mar del Plata, me dijo que trataba con algunos pacientes psicóticos y que no le parecía ético no probar al menos una vez en la vida el LSD. Por eso la invité a casa y le dije que tú eras la persona perfecta para iniciarla en la droga.
—¿Fue por razones profesionales? —continuó John, con el mismo tono zumbón que había empleado en la respuesta anterior—. ¡Yo pensé que tu amiga quería llevarme a la cama!
Anita había comprendido que lo que pretendía su marido era sacarla de sus casillas, para que se hartara de la conversación y le dejara tranquilo. Pero el asunto de las drogas era demasiado importante para ella, así que hizo un esfuerzo para no responder a las provocaciones de John y rebajó el tono de voz.
—Graciela no tenía intención alguna de llevarte a la cama —aclaró—. ¿Crees que si hubiera sido así, habría yo permitido que os tirarais tres días seguidos tumbados bajo una palmera, cantando tangos?
—¿Cuáles son, según tú, las razones malas para tomar LSD? —preguntó John con sorna.
Anita decidió pasar por alto el aire de petulante superioridad que había adoptado su marido.
—No soporto que tomes ácido pensando que lo necesitas para estimular tu creatividad —manifestó su mujer—. Me parece tan ridículo como si tomaras Viagra con veintisiete años.
Las tripas de Anita llenaron el aire de borborigmos, lo que hizo sonreír a la pareja. La mujer no había probado bocado desde el día anterior a mediodía, un método infalible, según ella, para encontrarse guapa y animosa a la mañana siguiente. John descolgó el teléfono y pidió al servicio de habitaciones dos
petit-déjeuner anglais
. Luego preguntó a su mujer:
—¿Cómo has llegado a la ridicula conclusión de que estoy enganchado a Lucy?
—No he dicho que estés enganchado —protestó ella. Una de las habilidades de John, durante las discusiones matrimoniales, era la de poner en su boca palabras que ella no había pronunciado—. Pero no puedes negar que, de un tiempo a esta parte, lo estás tomando con cierta frecuencia, y por eso he empezado a leer cosas sobre él. Uno de los efectos secundarios me ha parecido especialmente siniestro.
—¿De qué estás hablando? —dijo John, molesto—. ¿Efectos secundarios? ¿Ahora eres médico?
—Hablo de los
flashbacks
, John. Es así como los llaman, ¿no? Me refiero a recurrencias alucinatorias de viajes anteriores. Tú ya no necesitas tomar LSD para vivir una alucinación. El ácido puede jugarte malas pasadas incluso meses después de haberte tomado el último. He hablado con un par de médicos y…
—¿Qué? —exclamó John, incapaz ya de disimular su irritación—. ¿Le vas contando a la gente lo que tomo y lo que dejo de tomar?
—A la gente, no —intentó tranquilizarle Anita—. Te acabo de decir que son médicos, y están obligados por el secreto profesional. Además, sólo a uno de ellos le he mencionado tu nombre.
John logró dominarse, aunque por dentro se lo llevaban los demonios.
—Ana —dijo—, el LSD es una sustancia ilegal en la mayoría de los países. No sé con qué médicos has hablado, pero no me hace ninguna gracia que sepan ciertas cosas sobre mí. Imagínate que uno de ellos comete una indiscreción y la cosa salta a la prensa. A John Lennon casi lo crucificaron en Estados Unidos por haber consumido marihuana en Inglaterra.
—Eran otros tiempos —respondió ella—. Y además, los médicos son personas de toda confianza. A uno de ellos incluso lo conoces.
—¿Kesselman? —preguntó John, ya a punto de estallar. El silencio asertivo de su mujer hizo revolverse en su silla al músico.
—¡Cojonudo! —John tronaba, paseando por la habitación a grandes zancadas.
En ese momento, el camarero del servicio de habitaciones, que les traía el desayuno, llamó a la puerta y el músico lo recibió con cajas destempladas.
—¡Deje el carrito en el pasillo y no incordie! ¿No ve que nos estamos drogando? —le espetó, cerrándole luego la puerta en las narices.
La extemporánea reacción de John hizo que su mujer se avergonzara de él y se tapara incluso la cara con las manos.
—John, por favor —le suplicó.
—¡Por favor, una mierda! —vociferó él—. ¡Le has contado a uno de tus ex que soy consumidor de LSD! Y naturalmente, él habrá aprovechado para recordarte lo mal que hiciste al dejarle, para unirte a un pobre yonqui como yo.