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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (13 page)

A diferencia de Perdomo, que se limitó a dar un sorbo breve a su margarita, Amanda apuró la suya casi de un trago. Luego empezó a emitir un chasquido con la lengua, que recordaba el crotorar de una cigüeña —pac prac, pac prac, pac prac—, lo que llevó al inspector a mirar abochornado a un lado y a otro de su mesa, para cerciorarse de que no estaban llamando la atención.

—¡Pura vida, hermano! —voceó la periodista, al dar por terminado su crotoreo. Perdomo dejó su copa sobre la mesa y volvió a clavar su mirada en la lista que le había entregado Amanda.

—El Club 27, en el que acaba de ingresar Winston, ¿tiene fans? —preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir si cabe la posibilidad de que alguien que no esté muy bien de la cabeza haya decidido que Winston tenía que pertenecer a ese club por la fuerza.

—Cabe esa posibilidad, como caben otras muchas —respondió Amanda—. En el mundo del rock and roll no hay nadie en su sano juicio,
my dear
. Y los más zumbados de todos son los fans. Te recuerdo que fan viene de fanático.

—Es curioso —dijo el inspector—. Yo he empleado esa misma expresión hace tan sólo unas horas.

—Entonces estarás conmigo en que lo más probable es que a Winston lo haya asesinado un fan cabreado, como pasó con John Lennon.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Es una manera rápida de hacerse famoso. Y Winston está considerado el John Lennon del siglo XXI.

—Pero para ser famoso —objetó el inspector— hay que dar la cara. Y el asesino de Winston parece tener mucho interés en que no sepamos quién es.

—No ha dado la cara, pero la dará, puedes creerme —dijo Amanda muy segura de sí misma—. Tal vez no se haya entregado aún porque esté planeando matar a más gente. Chapman dijo en su día que su idea era cargarse a un buen puñado de
celebrities
: desde Elizabeth Taylor a Ronald Reagan. O tal vez esté esperando a ponerse a salvo, para luego colgar un vídeo en internet, reivindicando el asesinato. A Chapman, convertirse en una estrella le ha costado muy caro, y éste no querrá acabar como él.

—No sé nada del asesino de John Lennon, excepto que sigue en la cárcel, ¿no? —preguntó Perdomo.

—En efecto,
my love
. Mark David Chapman está recluido en la penitenciaría de Attica, en Nueva York, desde comienzos de los años ochenta. Podría haber salido hace mucho tiempo, por buen comportamiento, pero Yoko Ono se opone a que le concedan la libertad condicional. Eso que sale ganando.

—¿Qué quieres decir?

—Si Chapman fuera puesto en libertad, no duraría con vida ni veinticuatro horas. ¿Tú sabes la cantidad de gente que ha jurado matarle?

—¿Cómo de famoso es Chapman? —inquirió el inspector.

—Mucho. Casi tanto como Charles Manson —admitió Amanda—. Ambos son la prueba viviente de que se puede alcanzar notoriedad internacional y duradera atentando contra una celebridad. Sobre Chapman se han escrito varios libros y rodado ya dos películas.

—¿En serio? —preguntó el policía, boquiabierto.

—En serísimo —enfatizó la periodista—. Yo he visto las dos; de guión no son nada del otro mundo, aunque en ambos casos los actores que interpretan a Chapman son muy competentes y se meten hasta el tuétano en su personalidad, por llamarla de alguna manera. Una se titula
Capítulo 27

—¿
Capítulo 27
? ¿Es que Chapman guarda relación con el club? —preguntó intrigado el inspector.

—No,
meine liebe
—dijo la periodista—. Ese 27 no tiene que ver con el club. Chapman estaba obsesionado con la novela
El guardián entre el centeno
, ¿la has leído?

—Creo que no —dijo Perdomo.

—Entonces es que no, porque, si la hubieras leído, no dudarías. Se trata de un relato muy notable, escrito por J. D. Salinger, que narra las aventuras de un adolescente díscolo en Nueva York. Consta de 26 capítulos, y se dijo en su día que el atentado de Chapman contra Lennon era un intento de añadir un capítulo más, el número 27, a la novela de Salinger. Ese tarado quería modelar su vida al estilo de Holden Caufield, el protagonista de
El guardián entre el centeno
.

—¿Winston mencionó alguna vez el Club 27 en sus entrevistas?

—El club no, pero sí el número 27, por el que tenía fijación, como le ocurría a John Lennon.

—¿Y eso cuándo pensabas contármelo? —preguntó algo irritado Perdomo.

—Perdona,
mon chéri
, es que estoy muerta de hambre, y así no hay forma de centrarse. ¿Cuándo cono piensan traernos los molcajetes? —exclamó indignada—. Menos mal que siempre voy preparada.

Para sorpresa de Perdomo, Amanda volvió a abrir el bolso, esta vez para extraer de él un sandwich de foie, elaborado por un célebre establecimiento de comida rápida.

—Es el equivalente a la cápsula de cianuro de las películas, pero al revés —le explicó al inspector—. Se me ocurrió mientras veía una película de nazis en la tele. Me dije: «Si existe una pastilla de la muerte, ¿por qué no llevar siempre encima una pastilla de la vida, para esos momentos en que piensas que todo está perdido y vas a desfallecer?». Todas las mañanas me compro uno de éstos en la esquina de mi casa, lo echo al bolso, y de esa forma me aseguro, como Scarlett en
Lo que el viento se llevó
, de que nunca más volveré a pasar hambre. ¿Quieres un poco?

Al ver que Perdomo titubeaba, Amanda desenvolvió por completo el emparedado, y tras olisquearlo con movimientos rápidos, como si fuera un gigantesco hámster, le dio un bocado de considerables proporciones.

—¿Mejor? —preguntó Perdomo divertido.

—Mucho mejor —respondió la periodista, después de haber engullido el sandwich en un abrir y cerrar de ojos.

—Me hablabas de la relación entre John Winston y el número 27.

—¡Ah, sí! —exclamó Amanda. El pequeño aporte de calorías que le había proporcionado «la cápsula de la vida» le había devuelto el buen humor—. Winston hablaba del número 27 porque sabía que era un número que había obsesionado a Lennon, y Winston siempre se consideró un continuador de la labor creativa del ex Beatle. En realidad el número mágico para Lennon era el 9, pero el 27 no deja de ser el triple de 9, así que también tenía fijación con él.

—¿Y por qué era tan importante el número 9 para Lennon?

—Porque él creía que era su número de la buena suerte. Lo cierto es que, a lo largo de su vida, le ocurrieron muchas cosas buenas relacionadas con el 9, pero también muchos infortunios, así que no logro explicarme por qué llegó a tomarle tal apego. Lennon nació un 9 de octubre de 1940; algunos aseguran incluso que la hora fue las 6.30 p.m., cuyas cifras sumadas dan 9. Conoció a Yoko un día 9; su hijo Sean también vino al mundo un día 9; el apartamento del Dakota en el que vivía estaba en la calle Setenta y dos (7 + 2 = 9); Liverpool, su ciudad natal, consta de nueve letras; le mataron a los nueve años de mudarse a Nueva York, y aunque cuando dispararon contra él era aún 8 de diciembre en la ciudad de los rascacielos, en Liverpool, donde nació, ya era día 9. Y lo más asombroso de todo: el médico que le atendió escribió en el parte hospitalario que la hora de la muerte había sido las 11.07 de la noche (1 + 1 + 7 = 9). Te podría proporcionar muchísimos más datos si me dieras un poco de tiempo, pero creo que, para habértelo citado de memoria, no podrás quejarte de esta primera entrega.

—Es asombroso —admitió el policía.

—Pues espera a oír lo de Winston. Nació un 27 de septiembre, que es el mes número 9, y ha muerto un 27 de junio, porque lo mataron de madrugada, y ya era día 27. Al nacer, pesó 2,7 kilogramos, y su padre se marchó de casa un 27 de marzo, que es el mes número 3, y por tanto submúltiplo de 27. Este rasgo de niño abandonado por su padre también lo comparte con John Lennon. La primera vez que dio un concierto le pagaron 27 libras y cantó 27 canciones; 27 semanas más tarde grabó su primer single, que llegó hasta el puesto número 27 en las listas del Billboard.

—¡Qué cantidad de coincidencias! —exclamó el inspector.

—Coincidencias de las que ni siquiera tú estás a salvo. Llevamos un buen rato hablando de Lennon y de Chapman y me acabo de acordar: ¿sabes cómo se apellidaba el portero del Dakota que fue testigo del asesinato de Lennon?

—No tengo ni idea —admitió el policía.

—Se apellidaba Perdomo.

15

Guadalupe

—¿Es una broma? —preguntó el inspector al enterarse de que un Perdomo, quién sabe si familiar lejano, había sido testigo del asesinato de Lennon.

—En absoluto —le aseguró la periodista—. José Perdomo era un exiliado cubano del que decían que tenía conexiones con la CIA. Nada más producirse el tiroteo se acercó a Chapman y le preguntó horrorizado: «¿Sabes qué has hecho?». A lo que el otro respondió: «Acabo de asesinar a John Lennon». Perdomo le agarró del brazo, se lo zarandeó para que soltara el arma y luego Chapman se quitó el gorro y el abrigo que llevaba, los dejó en el suelo para que todo el mundo viera que estaba desarmado y esperó a que llegara la policía, mientras leía
El guardián entre el centeno
. Treinta años más tarde, tenemos a otro Perdomo relacionado con la muerte del sucesor de John Lennon. ¡Y yo estoy almorzando con él!

—Me extraña que la prensa no lo haya publicado —dijo el policía.

—La mayoría de los periodistas son muy ignorantes,
mio caro
. Yo estoy bastante avergonzada del nivelito que tenemos, y por eso en el carnet de identidad he puesto «escritora» —confesó Amanda.

En ese instante llegaron por fin los molcajetes, con frijoles, salsa y queso, servidos en una piedra volcánica con forma de cerdo, y Amanda se lanzó a degüello sobre su plato, a pesar de que éste estaba, literalmente, achicharrando. El policía aprovechó para atender una llamada que le había entrado en ese momento y que resultó ser de Villanueva, anunciándole que el agente Charley había recuperado el conocimiento. Perdomo quedó en pasar por la clínica después de almorzar.

—¿Tienes hijos, inspector? —le preguntó Amanda al cabo de un minuto, en el que se dedicó a devorar la comida que tenía ante sí.

Perdomo no respondió, porque había vuelto a distraerse. Dos cuarentones de pelo engominado, polo de marca —con logo en el pecho incluido— y zapatos náuticos sin calcetines estaban maltratando a la más joven de las camareras, que era la que les había tomado la comanda.

—Chamaquita —le decía el más corpulento de los dos—. No sé cómo coméis allá en el Rancho Grande, pero nos has dejado la mesa que parece un puesto de venta ambulante. Llévate ahora mismo a la cocina algo de toda esta mierda que nos has traído, porque entre platos, vasos y botellines, yo ya no alcanzo ni a ver el mantel.

A aquel hombre no le faltaba razón, porque las mesas de aquella taquería eran de dimensiones tan reducidas que todos los clientes estaban sufriendo problemas de maniobrabilidad; pero el tono empleado por aquel engominado era tan descortés que producía vergüenza ajena escucharlo. La camarera —de rasgos amerindios muy marcados y que no tendría más de veinticinco años— empezó a despejar la mesa tal como le habían solicitado, pero decidió no pasar por alto aquel trato infamante.

—Señor —le explicó sin levantar la voz—, mi nombre es Guadalupe, no chamaquita. Y lo que está en la mesa no es mierda, sino la comida que han solicitado. Se convertirá en mierda cuando ustedes terminen de almorzar y me toque a mí limpiarlo.

La respuesta fue tan contundente que el engominado no supo qué decir, y tuvo incluso que padecer las burlas de su compañero de mesa, quien le recriminó, en tono jocoso, que se hubiera dejado comer el terreno por una jovencita.

—¡Caramba con La Malinche! —exclamó Amanda—. ¡Menudo corte le acaba de dar a su des-Cortés!

Perdomo no hizo ningún comentario, pero era evidente por su media sonrisa que había quedado subyugado por la exhibición de carácter de la mesera mexicana. Justo en el momento en que Perdomo se disponía a hacerle a Amanda la última pregunta sobre el Club 27 sonó su móvil. Era Tania, la forense que había firmado el certificado de defunción en el hotel.

—Voy a hacerle la autopsia a Winston dentro de dos horas —le dijo— y luego me marcho a Barcelona a resolver los últimos flecos de mi divorcio. Como te conozco y sé lo importante que este homicidio es para ti, creo que lo mejor es que te vengas para el Anatómico Forense y que estés presente en la autopsia. Así te podré ir respondiendo sobre la marcha a todas las preguntas que me quieras formular.

16

Break on through to the other side (Live in Paris)

París, nueve meses antes del asesinato

—¡Anita, la encontré! —gritó John Winston ante la tumba del cementerio del Pére-Lachaise que él y su mujer llevaban buscando desde hacía veinte minutos.

La pareja había contraído matrimonio hacía tan sólo una semana, en Gibraltar —un homenaje tanto a John Lennon como a Sean Connery, que era escocés como Winston—, y tras una breve ceremonia que apenas había requerido papeleo, se había desplazado a París, para disfrutar de su luna de miel. Aunque no habían rehuido los tópicos obligados en cualquier visita turística —torre Eiffel, Museo del Louvre—, los recién casados habían acordado realizar una serie de incursiones a lugares algo menos trillados de la Ciudad de la Luz. Uno de ellos era el célebre cementerio del Pére-Lachaise, el más grande de la ciudad, que los parisinos utilizaban con frecuencia como lugar de paseo. La cantidad de celebridades que reposaban entre sus muros era tal, que ni siquiera disponiendo de una mañana entera era fácil visitar todos los sepulcros: desde Georges Bizet —el creador de la ópera
Carmen
— hasta Isadora Duncan —la bailarina estrangulada por su propia chalina—; desde Simone Signoret e Yves Montand —la más carismática pareja del cine francés— hasta Oscar Wilde —el escritor irlandes que aseguraba que la única manera de vencer a la tentación es ceder a ella.

Winston y Anita —una argentina de rasgos mestizos, nueve años mayor que el músico— habían rendido ya tributo a Gioacchino Rossini, cuyo ataúd reposaba en una caseta de piedra, rematada por dos puertas de madera rojiza, siempre engalanada con flores. Luego, no se sabe si porque el plano que les habían vendido contenía alguna errata o porque ellos no habían sabido interpretarlo correctamente, se habían despistado por completo en la búsqueda de la siguiente lápida y casi habían tenido que desistir de su propósito. Después de dividirse, para optimizar el rastreo, John Winston se había internado por la división 6 del cementerio, una zona en la que unos vándalos habían pintarrajeado, sobre las tumbas de ciudadanos menos ilustres, una serie de flechas con el nombre Jim, que en algunos casos se contradecían unas a otras. Por fin, tras mucho deambular, y casi por azar, el músico había localizado la tumba que tanto había estado buscando.

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