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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (14 page)

—¡Es Jim Morrison! —volvió a gritarle John a su esposa, que llegó jadeando, después de haberse dado una buena carrera, hasta el sepulcro del líder de los Doors.

Tal vez excitado por la respiración entrecortada de su esposa, John decidió recibirla con un apasionado beso, que ella tuvo que interrumpir cuando empezó a faltarle el oxígeno.

Anita era una india pampa de facciones angulosas y labios tentadores, pintados siempre de un rojo intenso; labios que parecían estar perpetuamente entreabiertos, como reclamando sexo, y que dejaban entrever unos dientes blanquísimos, que deslumbraban al interlocutor cada vez que la mujer sonreía. Las cejas enarcadas parecían conferir al rostro una expresión a medio camino entre la altivez y el asombro, como la que adoptaría una profesora de instituto al sorprender a su alumno preferido quebrantado la disciplina en plena clase. John siempre decía que hubiera sido capaz de matar por esas cejas.

—¿Y el busto? —se quejó Anita al echar un somero vistazo a la tumba de Morrison.

Sus palabras resonaron en la soledad del cementerio, al que habían acudido a primera hora de la mañana para evitar aglomeraciones. Los dos tenían en ese momento la sensación de que eran las dos únicas personas vivas del camposanto.

—El busto lo robaron en 1988 —le respondió su marido—. Y no siempre estuvo aquí. Jim murió en el 71 y no hubo busto hasta que, diez años después, la familia decidió conmemorar con una cabeza de piedra el décimo aniversario de su desaparición. De modo que la tumba ha estado más años sin busto que con él.

—Pero esto es… ¡decepcionante! —se lamentó Anita.

John renunció a animarla. Lo cierto es que, con los años, la tumba de Morrison había perdido gran parte del sabor hippy de los setenta, cuando todo el monumento fúnebre estaba decorado con grafitis de colores, poemas, velas, flores, botellas de alcohol e incluso ropa interior femenina. En el presente la tumba estaba acordonada con cinta policial y un agente la vigilaba desde lejos, para no perturbar en exceso con su presencia aquel momento de comunión espiritual de los peregrinos.

—Tendremos que echarle un poco de imaginación —dijo John.

La tumba de Morrison llegó a ser en su día la más polémica de todo el cementerio del Pére-Lachaise, porque los fans de los Doors habían cometido allí todo tipo de excesos. A muchos les dio por convertir el lugar en una especie de comuna, y además de sentarse en la lápida a fumar canutos, cantar y tocar la guitarra, maltrataban las sepulturas vecinas con pintadas e inscripciones. Las autoridades municipales estaban hartas de este estado de cosas, e intentaron llevarse los restos de Jim a otro cementerio, pero descubrieron con horror que era una concesión a perpetuidad.

—Menos mal que el vigilante ha aceptado dejarnos pasar antes de que el Pére-Lachaise se abra al público y aún no hay ningún
freaky
rindiéndole pleitesía —observó Anita, cada vez más desilusionada con la tumba de Jim Morrison—. Bastante es que la sepultura no tenga nada de particular, como para que encima tuviéramos que tragarnos una versión desafinada de
Light my fire
.

John Winston no estaba escuchándola. Sus ojos se acababan de posar sobre la portada del periódico que el vigilante de la tumba estaba leyendo para entretenerse, a unos metros de distancia. La noticia principal se refería a política nacional, pero bajo la misma había una foto del propio John, acompañada por un titular que decía:

¿Se unirá al club?

Winston tragó saliva. Luego pensó en Anita y trató de interponerse entre el vigilante y su mujer, pero su movimiento fue tan obvio que produjo el efecto contrario al deseado. Ella se dio cuenta de que John trataba de ocultarle algo y apartándole con la mano, leyó el titular.

—¡Qué hijos de puta! —exclamó nada más verlo.

Su marido intentó hacer ver que no estaba afectado.

—Aún es verano y las noticias escasean —comentó, para tratar de quitarle importancia al asunto.

—Sí, pero nos acaban de joder el día de tu cumpleaños —afirmó su mujer.

Era 27 de septiembre de 2009 y John Winston cumplía ese día veintisiete años. La prensa, sobre todo la musical, llevaba ya semanas recordando en portada que el músico estaba a punto de entrar en la edad fatídica. Tal vez porque en alguna ocasión —cuando habían criticado su falta de éxito y su manera
neo-Beatle
de componer— él los había ridiculizado, los periodistas se estaban ensañando con la posibilidad de que la «maldición del 27» pudiera llegar a afectarle. John y Anita habían notado, con enorme disgusto, que para algunas publicaciones musicales la muerte del músico a los veintisiete años se había convertido, más que en una posibilidad, en un ferviente deseo. El subtexto de muchos artículos parecía ser el de «nos llevaremos una gran decepción si Winston no muere a la edad que hemos vaticinado». Era otra de las razones por las que John y Anita habían decidido pasar aquellas fechas en París: querían estar lejos de la prensa anglosajona, la más belicosa de todas, en el día en que Winston entraba en el año maldito. Pero los franceses —no había más que mirar el titular— parecían haberse sumado también a la campaña y la luna de miel amenazaba con convertirse en un infierno.

—¡Es intolerable ser noticia de primera página sólo porque los periodistas creen que me voy a morir! —exclamó John con amargura—. ¡Seguro que si la banda hubiera alcanzado ya el éxito que se merece todos me mostrarían un poco más de respeto!

—Mi amor —trató de aplacarle Anita—, vosotros ya habéis triunfado. Hacéis la música que os da la gana, vuestras canciones son maravillosas y encima os ganáis la vida mejor que la mayoría de los buitres que escriben sobre vosotros. ¿Qué más quieres?

John tardó en contestar. Tenía ya la respuesta en su cabeza, pero sabía que a su mujer no le iba a gustar.

—Quiero lo que quería Lennon —dijo al fin—: llegar a ser más populares que Jesucristo.

La reacción de Anita no se hizo esperar. La mujer reprochaba continuamente a John que, por un exceso de ambición, no fuera capaz de disfutar del moderado éxito que la banda había alcanzado en Europa.

—Te recuerdo, amigo mío —dijo—, que a Jesucristo lo asesinaron: inconvenientes de ser demasiado influyente. Confórmate con lo que tienes, que ya es mucho, y valora el hecho de que la única persona que nos hemos encontrado hasta ahora en el cementerio, que es ese hombrecillo, parece haberte reconocido.

Anita se refería a un pintoresco personaje que llevaba observándoles desde hacía unos minutos a prudente distancia y que aún no se había animado a aproximarse.

Al oír la reflexión de su mujer, John pasó, en cuestión de segundos, de la amargura y la melancolía a la rabia mal disimulada.

—¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Nunca aceptaré que The Walrus, la mejor banda que ha habido en Europa en los últimos veinte años, se vea relegada a un segundo plano sólo porque no le damos al público las insulsas canciones que están de moda últimamente! Para eso, entre otras cosas, hemos venido a París: para pedirle a Jim la receta del éxito. El llegó al número uno con su primer disco,
Light my fire
, y estoy convencido de que aquí, ante su tumba, encontraré la fórmula para alcanzar la inmortalidad.

La pareja volvió a fijarse en la lápida de Morrison. Además de las fechas de nacimiento y muerte, 1943-1971, figuraba en ella una misteriosa inscripción escrita en griego con caracteres latinos:

kata ton daimona eaytoy

Palabras que John Winston, con su griego básico, estaba muy lejos de poder traducir.

—«¡Kata ton daimona eaytoy!» —leyó Winston en voz alta, como si el mero hecho de recitar aquel epitafio pudiera ayudarle a penetrar en su significado.

—¿Qué significa? —preguntó Anita. La mujer había infravalorado el relente que puede llegar a hacer en un cementerio parisiense a las ocho de la mañana y al no haber cogido ropa de abrigo, empezaba a notar cómo la humedad y el frío se ensañaban con sus huesos.

—No tengo la más remota idea —admitió su marido, mientras se quitaba caballerosamente su cazadora negra y la colocaba sobre los hombros de su aterida esposa—. Pero me encanta cómo suena.

—Significa muchas cosas —dijo de repente una voz a sus espaldas, con fuerte acento francés.

Ninguno de los dos le había oído llegar, por lo que ambos se sobresaltaron al escuchar sus palabras. El hombrecillo que les había estado espiando desde la lejanía era un hombre maduro, probablemente en la sesentena, de corta estatura y aire excéntrico. Llevaba bombín y pajarita e iba embutido en una levita y un chaleco decimonónicos, raídos y llenos de manchas, que lucía con el mismo orgullo que si fuera la casulla de un obispo. Aunque no tenía aspecto amenazador, su presencia resultaba inquietante, por lo que Anita corrió a buscar refugio bajo el brazo de su marido. ¿Podía tratarse tal vez de algún periodista musical, que hubiera seguido a John desde el hotel, al objeto de martirizarle a preguntas sobre su entrada en el Club 27?

El hombre comenzó a explicarles el significado de la inscripción.


Daimon
, en griego antiguo, significa espíritu. Los griegos pensaban que dentro de cada persona vivía una divinidad o espíritu protector (algo parecido al ángel de la guarda de los católicos) que era el responsable de las principales decisiones de su vida. Este espíritu era el
daimon eaytoy
. Como
kata
significa «según», la frase completa quiere decir «según su propio espíritu o criterio», o si lo prefieren, «fiel a sus principios». Esa inscripción está ahí para hacer saber al mundo que monsieur Morrison, a pesar de su tormentosa existencia y de su aciago final, tuvo al menos la valentía de vivir según lo que le había dictado su
daimon
interior, en vez de hacer caso de las modas o los convencionalismos de la sociedad en que le había tocado vivir.

—¡Qué historia tan hermosa! —exclamó Anita, que en esos momentos parecía sentirse atraída por la personalidad de aquel excéntrico hombrecillo.

—Yo también soy músico —dijo el extraño—. Pero lo mío es la música pura, abstracta. Usted en cambio, que escribe canciones, seguro que encontrará muy inspiradoras esas palabras en griego.

El hombre no sólo había reconocido a John Winston, sino que parecía conocer íntimamente su alma, pues era cierto que había heredado de John Lennon el talento para escribir canciones a partir de frases aparentemente triviales.

—¡Es la señal! —murmuró John al oído de Anita—. ¡Este hombre es el enviado de Jim para entregarme la receta del éxito! ¡«Kata ton daimona eaytoy»! Ésa será mi próxima canción. ¿Has traído la cámara de fotos?

—Por supuesto. Salir a pasear por París sin cámara es tan absurdo como hacerlo por Londres sin paraguas.

Winston agarró la pequeña cámara digital que su mujer extrajo del bolso, la programó en modo
timer
y fue a situarla sobre una lápida cercana, con el objetivo orientado hacia la tumba de Morrison. A continuación se dirigió al extraño y le invitó a sumarse entre él y Anita para una instantánea de recuerdo.


Pas de photographie, monsieur
! ¡No en la tumba de Jim Morrison! ¡Y menos en un día como hoy! —concluyó, señalando con la cabeza hacia el diario que sostenía el vigilante.

El hombre había empleado un tono educado pero contundente. ¿Eran ilusiones de la pareja o a John y a Anita les había parecido percibir en su rostro, durante un fugaz instante, un gesto de terror?

—¿Cuál es el problema? —preguntó John, que ya empezaba a barruntar que algo siniestro había ocurrido en aquel lugar.

—No me gustan los fantasmas —replicó el otro con su semblante más adusto.

Y sin añadir nada más, comenzó a alejarse del lugar, con pasos rápidos y ligeros, hasta doblar en pocos segundos por una de las calles adoquinadas del Pére-Lachaise y perderse definitivamente de vista. Durante unos instantes, ni siquiera los grajos del cementerio, que herían el silencio de aquel lugar sagrado con sus funestos graznidos, osaron emitir sonido alguno. John y Anita se miraron y a ninguno le gustó lo que vio en la cara del otro.

—Vamonos de aquí —dijo la mujer—. Tengo frío y además de un momento a otro esto se va a poner de fans de Morrison hasta arriba.

Anita tenía razón. Aunque aún no se divisaba a ningún mochilero por las calles adyacentes, la brisa del Pére-Lachaise comenzaba ya a traer hasta ellos retazos de risas, cánticos y gritos de jóvenes que se aproximaban.

—¿Qué habrá querido decir ese hombre con lo de los fantasmas? —preguntó John, mientras se acercaba a la cámara de fotos y oprimía el obturador.

—¡Date prisa, hombre, que no quiero salir sola en la foto! —le urgió su mujer.

John Winston se lo estaba tomando con calma. Había programado el
timer
con tiempo de sobra para colocarse junto a su mujer frente a la tumba de Jim Morrison. Del bolsillo interior de la cazadora, que llevaba Anita sobre los hombros, extrajo un CD de música y se lo mostró a su compañera, mientras la luz roja de la cámara aceleraba su parpadeo, indicando que el momento del disparo se acercaba.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Anita—. ¿Le vas a regalar tu último disco?

—Es lo menos que puedo hacer, después de haberme obsequiado el estribillo para la canción que nos sacará de la mediocridad:
Kata ton daimona eaytoy
.

La mujer estalló en una carcajada.

—¡No seas absurdo! ¡Probablemente el bueno de Jim no sepa ni que el CD contiene música! ¿No te das cuenta de que él pertenece a la época de los discos de vinilo?

—¡
Breakon through to the other side
! -voceó Winston, exagerando la fonética de la última sílaba,
saaaaaid
, para marcar la sonrisa con la que quería aparecer en la foto, al tiempo que se inclinaba sobre la tumba, en el acto de ofrecer el disco al difunto.

El estallido del flash les indicó que ya podían moverse y Winston se acercó a recoger la cámara de fotos. Antes de guardarla, la pareja se cercioró de que la instantánea había quedado a su gusto.

—Perfecta —sentenció Anita, para alivio de su marido, al que más de una vez había obligado a borrar una foto de la cámara por el simple hecho de que ella se encontraba poco favorecida.

Un grupo de no menos de diez mochileros se estaba acercando a buen paso a la tumba de Morrison y John y Anita comenzaron a alejarse del lugar casi a la carrera. Pero ya era demasiado tarde, pues a pesar de sus gafas de sol y de su fular, varios de los jóvenes habían confundido a Winston con un actor de moda y comenzaban a rodearle para que no pudiera escapar de allí sin firmarles un autógrafo.

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