Una vez en la sobremesa, John le pidió prestada la cámara de fotos a su mujer.
—Aquí no —le suplicó Anita—. He comido demasiado y me siento más hinchada que un pez globo.
—No es para hacerte una foto, cielo —le aclaró John, mientras encendía la cámara—. Me han dado ganas de volver a ver la foto de esta mañana en el Pére-Lachaise.
—Por favor, deja ya la historia del fantasma, ¿quieres? Es tan ridicula que no sé ni cómo le hemos dedicado tanto tiempo en el hotel.
Anita le miró. John se había puesto pálido.
—¿Qué te pasa, mi amor? —le preguntó su mujer—. ¡Tienes la cara del color del mantel! —Pero presentía que la respuesta no le iba a gustar.
—¡No es mi cara la que está en la foto! —dijo el músico con un hilo de voz—. ¡La persona que aparece junto a ti en el Pére-Lachaise es… Jim Morrison!
All things must pass
El inspector Perdomo llegó a las dependencias del Instituto Anatómico Forense, situado en la parte posterior de la facultad de medicina de la Universidad Complutense, después de un forcejeo verbal con Amanda, que se había obcecado en asistir a la autopsia de John Winston. El inspector tuvo que ponerle los puntos sobre las íes a la periodista recordándole quién estaba al mando de aquella investigación, que no era en modo alguno —como parecía desprenderse a veces de su actitud— un juego policíaco de sobremesa. Al bajarse del taxi, uno de los empleados de las cinco funerarias que, en los alrededores del instituto, atendían a las familias de las víctimas y ofrecían sus servicios, se acercó a saludarle, y Perdomo recordó con gratitud lo mucho que aquel hombre le había ayudado hacía años, durante el traslado a España del cadáver de su esposa.
Al entrar en el edificio, el inspector comprobó con tristeza y desagrado cómo en el Anatómico Forense seguía aún habiendo muertos en lista de espera, lo mismo que en su última visita. El centro contaba con cuarenta y ocho cámaras frigoríficas que estaban, casi todos los días del año, repletas de cuerpos. En los últimos tiempos había crecido de forma dramática en Madrid el número de cadáveres no identificados o sin reclamar y esos restos mortales a veces pasaban meses en las cámaras frigoríficas hasta que el ayuntamiento se decidía a inhumarlos con cargo al erario público. Como también había aumentado el número de muertos que entraba al instituto, procedentes no sólo de la capital sino de varios municipios de la región, la situación se había vuelto insostenible. Perdomo contó no menos de cinco camillas, con su correspondiente cadáver a bordo, en los pasillos. Una de las empleadas, embutida en un traje verde con delantal de plástico, se acercó a él y le preguntó:
—¿Usted es Perdomo?
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Le están esperando abajo —le informó ella con voz lúgubre y sin responder a su pregunta. Luego, siguió barriendo el suelo del instituto, en el que se amontonaban vendas ensangrentadas, cajas de cartón y de plástico y restos de material orgánico cuyo origen el inspector prefirió no imaginar.
Cuando Perdomo entró en la sala de autopsias, el cadáver de Winston ya estaba tendido sobre la mesa metálica de disección. Tenía la cara y los genitales cubiertos por sendos paños de quirófano de color azul, pero resultaba fácilmente identificable por las heridas de bala que se observaban en el pecho. Tania, la forense, ya tenía los guantes puestos, por lo que saludó al inspector entrechocando el codo. La acompañaban un patólogo y una instrumentadora, que le dieron la bienvenida con una pequeña reverencia.
En el ambiente flotaba un olor intenso y desagradable, como de carnicería.
—Vamos a ir muy rapidito, así que no tendrás tiempo ni de ponerte malo —dijo Tania, con la voz ligeramente amortiguada por la mascarilla higiénica que llevaba en la cara. Sus ojos maquillados resaltaban aún más por el hecho de que eran lo único visible de su rostro. A Perdomo le recordó a una mujer musulmana, seduciéndole con la mirada a través del
niqab
.
El inspector había asistido a algunas autopsias, pero nunca había visto a Tania en acción. Era tal la seguridad con que la forense hablaba, y tan rápidos y precisos sus movimientos sobre la mesa de autopsias, que Perdomo tuvo la impresión de estar contemplando, más que a una médico, a una artista.
Mientras pesaban y medían el cuerpo del músico fallecido, el silencio fue absoluto. Aguzando mucho el oído, lo único perceptible en aquel momento podría haber sido el suave borboteo del agua corriendo por el fondo de la mesa, agua que tenía como misión arrastrar la poca sangre que pudiera acumularse durante la autopsia.
—Uno ochenta y cinco de estatura y ochenta y cinco kilos de peso —comenzó a decir Tania en dirección al micrófono por el que quedaban registrados todos los comentarios.
Antes de abrir el cadáver, la forense llevó a cabo una minuciosa exploración externa del cuerpo de Winston, en la que se aseguró de que no hubiera nada digno de reseñar entre las uñas, y en la que rastreó la piel del difunto palmo a palmo, en busca de tatuajes, cortes, abrasiones, quemaduras o señales de nacimiento. Al no encontrar nada, le pidió el escalpelo a la instrumentadora y procedió a practicar un profundo corte en forma de Y griega que, partiendo de los hombros y atravesando el esternón, alcanzó la zona púbica después de haber soslayado el ombligo.
Perdomo no pudo evitar apartar la vista cuando Tania empezó a retirar la grasa subcutánea del pecho con la naturalidad con que un carnicero trocearía unos filetes sobre un mojón de madera. La forense apenas empleó dos minutos en dejar expuesto todo el interior del cuerpo de Winston, momento en el que su ayudante procedió a cortar las costillas con una especie de cizalla. ¡CRAAC, CRAAC, CRAAC! En cuestión de segundos la caja torácica quedó al descubierto y Perdomo contempló por fin el corazón y los pulmones del difunto, o, por lo menos, lo que quedaba de ellos, porque el destrozo que habían provocado las balas de punta hueca de su asesino era de tal magnitud que los órganos afectados resultaban apenas reconocibles. Tania extrajo los pulmones y el corazón del cuerpo y los depositó en una bandeja que le acercó la instrumentadora, para un posterior análisis. Cuando iba a proceder a retirar el resto de las visceras, volvió a examinar el corazón y le comentó a Perdomo:
—Hay señales de infarto.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que aunque ni una sola de las balas hubiera dado en el blanco, nuestro hombre hubiera fallecido de todos modos.
—¿Qué es lo que pudo provocar el infarto? —preguntó ansioso Perdomo.
—Una impresión fuerte. Tal vez sabía que su asesino le rondaba. Aún es pronto para establecerlo, pero yo juraría que este hombre pudo haber muerto de miedo.
Una vez que Tania y sus dos ayudantes hubieron vaciado el cuerpo de los órganos internos, le llegó el turno al cráneo, al que la forense pudo acceder después de haber separado con el escalpelo todo el cuero cabelludo. Cuando el hueso quedó al descubierto, lo serró con una pequeña radial y, tras hacer palanca con otra herramienta, logró separar la tapa de los sesos del resto de la cabeza. Para extraer el cerebro, el patólogo tuvo que cortar, entre otros, los dos nervios ópticos, que lo mantenían sujeto a la caja craneal. Fue otro de esos momentos en los que Perdomo apartó instintivamente la mirada.
Tania movía el escalpelo como si fuera un artista dando los últimos retoques sobre el lienzo a su obra maestra. Al fin logró extraer el cerebro del músico y se lo mostró a Perdomo.
—Aquí está la CPU de tu víctima —dijo muy ufana—. A primera vista no encuentro nada que me llame la atención, aunque ya verás cómo cuando lo analicemos en profundidad el cuerpo calloso nos dará sorpresas.
—¿Esperas encontrar lesiones?
—No, me refiero al tamaño. Los músicos suelen tener ciertas partes del cerebro más desarrolladas que el resto de las personas, y como éste era de los buenos, lo lógico es que su cuerpo calloso sea del tamaño de un melón. Pero ¿quién sabe? Igual es como el tuyo y el mío y el tema me da para escribir una monografía entera.
—¿Cuánto tardarás en analizar las visceras?
—No mucho —le tranquilizó la mujer—. Lo que más tiempo nos va a llevar es esto —afirmó, zarandeando ligeramente el cerebro de Winston, que sostenía en su enguantada mano izquierda—. Calcula unas dos semanas.
—¿Por qué tanto tiempo?
—Hay que meterlo en formaldehído durante unos días para que se endurezca. Si no, el tejido está tan blando y gelatinoso que se nos desharía en las manos al primer corte. ¿Quién es el familiar más cercano?
—Su mujer. Llega a Madrid mañana a primera hora.
—Espero que no dé mucha guerra, porque le vamos a tener que devolver el cuerpo de su marido con todos los órganos menos con el cerebro. Hay personas que no lo soportan y que pueden llegar a causar muchos problemas.
—Yo me ocuparé de la viuda, no te preocupes. ¿Te ratificas entonces en la causa de la muerte?
—Sí, heridas múltiples de arma de fuego en pulmones y corazón con destrozo de la arteria subclavia izquierda. Hemorragia masiva. Shock.
—¿Y el infarto?
—No fue la causa de la muerte, las balas matan más rápido.
Perdomo respiró aliviado y la forense supo al instante lo que le tenía preocupado.
—Tranquilo, hombre, si coges al que lo hizo le podrás imputar homicidio en primer grado. ¿Algún indicio?
El policía no respondió. Se había quedado mirando el cuerpo abierto en canal de John Winston y no pudo reprimir un estremecimiento de horror, al compararlo con el individuo lleno de vitalidad que, hacía menos de veinticuatro horas, había hecho vibrar a miles de personas, durante casi tres horas, en el Estadio Santiago Bernabéu. En esos momentos todo lo que quedaba de ese vendaval de energía y juventud, del que él mismo había sido testigo, era un despojo de carne rígida y macilenta, abierto en canal. Y un puñado de visceras mucilaginosas que los ayudantes de Tania estaban pesando en una báscula, no muy distinta a la empleada por el frutero de su esquina para despacharle la compra.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó la forense al notar su expresión ausente.
—Perfectamente. Sólo pensaba en lo frágil y efímera que es la existencia humana.
—
All things must pass
, que cantaba George Harrison —dijo Tania—. Éste parecía un buen chico, seguro que ya estará en el cielo.
—¿Te has vuelto creyente? —le preguntó, extrañado, Perdomo.
—¿Creyente yo? Sólo me faltaba. Yo en lo único que creo es en el pedazo de hipoteca que tengo que pagar a final de mes. Cuando decía que tu músico estará en el cielo, me refería a que no tenía pinta de meterse cosas raras en el cuerpo, como hacen muchos de su profesión. No he apreciado marcas de pinchazos. Y lo que es más raro aún, ni un solo tatuaje, con lo de moda que se han puesto últimamente.
—¿Puedo ver el contenido del estómago? —preguntó Perdomo, ya aparentemente recuperado.
—Por supuesto —dijo Tania—, acompáñame a la mesa de disección.
La forense terminó de lavar los intestinos de la víctima en una pila metálica, para eliminar los restos de heces y comida no digerida que pudieran haber quedado en el interior y los colocó en un cubo de plástico. Seguidamente, y con un preciso movimiento de bisturí, seccionó en dos el estómago y su contenido se esparció sobre la mesa de disección.
—Kebab —afirmó, rotunda, en cuanto vio los restos de comida—. Para ser precisos, dóner kebab, que es la variante turca.
—¿Cómo es posible que puedas distinguirlos?
—Mira las láminas de pollo y de cordero —se adelantó Tania—. Y esto de aquí —dijo tocando literalmente la comida con un bastoncillo de madera— es lechuga. ¿Qué más tenemos? Cebolla, tomate, restos de pan de pita… ¿lo ves o no lo ves? —preguntó como si estuviera impartiendo una clase en la facultad de medicina—. Todo en abundancia; apuesto a que lo que hay aquí equivale al contenido de dos bocadillos. Vamos, que el tío se acababa de poner como una lima antes de que lo mataran.
—¿Tú sigues con tanto apetito como siempre?
—¿Por qué me lo preguntas? —dijo coqueta la forense—. ¿Es que tienes pensado invitarme a cenar?
—No es por eso. Uno de los camareros del hotel asegura que Winston pidió un sandwich mixto al servicio de habitaciones poco antes de que lo mataran. ¿Tú crees que resulta creíble que Winston siguiera con hambre después de haberse metido entre pecho y espalda un banquete como éste?
With a little help from my friends
Cinco minutos después de que Perdomo abandonara el Instituto Anatómico Forense, recibió una llamada telefónica de Tania.
—¿Por qué no hemos hablado de nuestro café? —le preguntó la mujer, extrañada de que, al finalizar la autopsia, el policía no hubiera hecho ninguna alusión a la posibilidad de tener un encuentro amistoso, para recordar los viejos tiempos.
—¿No te ibas a Barcelona? —dijo Perdomo.
—Sí, pero regreso mañana. ¿Quieres que quedemos a almorzar?
Perdomo se mantuvo en silencio, lo que cayó como una losa al otro lado de la línea.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tania—. ¿Hay algún problema?
—Ninguno en absoluto. Pero tal vez no sea buena idea que nos veamos. —¿Y eso?
Perdomo volvió a dar la callada por respuesta. No sólo no le apetecía ya volver a ver a Tania, sino que ni siquiera deseaba tener que explicarle a su antigua novia por qué había cambiado de opinión. Eso provocó que la forense se viera forzada a imaginar lo que a Perdomo le pasaba por la cabeza.
—¿Es por algo que he dicho o que he hecho durante la autopsia? Nunca te gustó demasiado mi humor negro. Pero no puedo evitarlo: mi padre lo era.
—¿Tu padre era qué?
—Negro. Olvídalo, era un chiste malo, y por lo que veo, no lo has pillado.
—Tania, nos vamos a tener que ver de todas maneras, porque eres la forense del caso —dijo Perdomo.
—Pero tú sabes que hay formas y formas de verse —protestó la mujer—. Cuando me llamaste hace un par de semanas, pensé que querías tener conmigo un encuentro más personal. Pero déjalo, no nos compliquemos la existencia, que bastante difícil es ya de por sí la vida como para que encima nosotros la enredemos más.
Perdomo se dio cuenta de que Tania estaba a punto de colgar y no le gustó la idea.
—Espera —dijo—. Tienes derecho a saber por qué he cambiado de opinión.
—No es necesario, Raúl, me hago cargo: debes de tener una novia muy celosa, de esas que abducen a sus parejas, y cuando le has comentado que te ibas a tomar un café con una ex, te ha puesto mala cara y no quieres que se enfade.