Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
Tres misteriosos lugares sobre la tierra: el Triángulo de las Bermudas, el Mar del Diablo en Japón y una pequeña región de Camboya. Dentro de sus límites han desaparecido aviones, se han esfumado barcos y, en Camboya, una civilización se ha extinguido. Ahora, la fuerza destructiva que está tras estos misterios ha sido revelada. Ya nos habían invadido antes. Hace diez mil años. Cuando destruyeron la Atlántida. Y ahora han regresado. Tres misteriosos lugares sobre la tierra: el Triángulo de las Bermudas, el Mar del Diablo en Japón y una pequeña región de Camboya. Dentro de sus límites han desaparecido aviones, se han esfumado barcos y, en Camboya, una civilización se ha extinguido. Ahora, la fuerza destructiva que está tras estos misterios ha sido revelada. Ya nos habían invadido antes. Hace diez mil años. Cuando destruyeron la Atlántida. Y ahora han regresado.
Camboya, 1968. Eric Dane, miembro de las Fuerzas Especiales, se adentra junto a su equipo en territorio enemigo. La misión secreta que están llevando a cabo se ve interrumpida por el descubrimiento de unas ruinas, posiblemente las de la ciudad perdida de Angkor Kol Ker, y por una extraña niebla que parece tragarse todo lo que encuentra a su paso. La misión termina en forma de tragedia. Sólo Dane sobrevive. Tres décadas después la inexplicable niebla reaparece, no solamente en Camboya, también en el Triángulo de las Bermudas y en el Mar del Diablo. Es una amenaza que incumbe a las fuerzas militares más potentes. Un poder que supera nuestra ciencia y tecnología. Un enemigodespiadado que llevará a Eric Dane (y a todo el planeta) en una desesperada batalla final por la supervivencia.
Donegan, Greg
Atlantis
La ciudad prohibida
ePUB v1.2
Seoman
10.07.11
Primera parte
Estaba muy avanzado el primer mes de la estación de las lluvias, y aún no había caído una gota. La preocupación de la primera semana había dado paso al miedo en la cuarta. A medida que descendía el nivel del agua en el profundo foso, se debilitaba la determinación de los habitantes de la capital. La ansiedad se propagaba como una enfermedad, de persona a persona y de madre a hijo.
Habían tardado quinientos años en construir la ciudad, y toda su riqueza, sus recuerdos y las tumbas de diez generaciones de antepasados estaban protegidos por sus defensas acuáticas. Era la ciudad más avanzada y hermosa de la faz de la Tierra.
Miles de kilómetros al oeste, en la Ciudad Eterna, Carlomagno era coronado emperador del Sacro Imperio Romano en la Ciudad Eterna. Sin embargo, en comparación con este lugar enclavado en lo más profundo de la selva del Sudeste asiático, hasta Roma parecía pequeña. Era el centro de un imperio que limitaba al sur con los imperios de Srivijaya, en Sumatra, y Sailendra, en Java. Al nordeste, en China, gobernaba la dinastía Tang, mientras que al oeste, en Oriente Medio, subía la marea del Islam.
En Angkor Kol Ker, capital y corazón del imperio Khmer, dominaba una arquitectura que Europa aún tardaría medio siglo en conocer. Pero en el imperio había una Sombra, una oscuridad, que impedía viajar a la India y más allá.
Los antepasados del pueblo Khmer habían recorrido medio mundo para evitarla, y durante muchas generaciones parecían haber burlado la fuerza que había destruido su tierra natal. Ese lugar había visto nacer a los Predecesores, que conocían los secretos de la Sombra, secretos que sus descendientes habían olvidado o sólo recordaban como mitos. Pero hacía dos generaciones el mito y la leyenda habían vuelto a formar parte de la vida de los Khmer. En la montañosa selva del noroeste había aparecido la Sombra, unas veces acercándose y otras casi disipándose, pero siempre deteniéndose ante el agua. Ahora el agua estaba evaporándose.
El emperador y sus consejeros miraron hacia la selva cubierta de niebla al otro lado del foso, conscientes de que la Sombra los había dejado sin opciones tan deprisa como el sol evaporaba el agua. En la torre de vigilancia situada en la cima de una montaña del norte que asomaba por encima de la niebla avistaron un fuego. Ardió durante dos noches, luego se apagó y no volvieron a verlo.
El emperador supo que había llegado el momento. Miles de años atrás, los Predecesores habían dejado escrito cómo habían abandonado su tierra. Era consciente del sacrificio que supondría el abandono de la ciudad. Los Predecesores habían tomado una decisión difícil para salvar a su pueblo. A la mañana siguiente, el emperador dio la orden de abandonar la ciudad.
Cargaron los carros hasta los topes, se ataron fardos a las espaldas y, en grupos, los habitantes de la ciudad cruzaron el solitario paso elevado y se encaminaron hacia el sur.
Se quedaron cincuenta hombres fornidos. Guerreros provistos de lanzas, espadas y arcos, habían decidido representar a todo el pueblo Khmer. Se enfrentarían a la Sombra para que la ciudad no muriera sola. Destruyeron el paso elevado y esperaron en el extremo norte de la ciudad, observando la oscura niebla que se aproximaba. Ésta se acercó aún más, pese a sus oraciones para que el cielo se cubriera de nubarrones y la lluvia llenara el foso.
Estos hombres habían sido puestos a prueba en el campo de batalla en numerosas ocasiones. Contra el pueblo Tang, al nordeste, y el pueblo del mar, en la costa meridional, habían librado muchas batallas y ganado la mayoría, extendiendo el imperio Khmer. Pero los guerreros Khmer nunca se habían internado en las selváticas montañas del noroeste. Nunca habían ido, que ellos recordaran, en aquella dirección, ni había llegado ningún intrépido viajero de las tierras del otro lado.
Estos guerreros eran hombres valientes, pero hasta el espíritu más valeroso temblaba cada mañana al comprobar que la niebla se había acercado aún más y que el nivel de agua había bajado. Una mañana distinguieron el fondo de piedra del foso. Sólo quedaban charcos evaporándose bajo el implacable sol. El foso medía trescientos metros de ancho y rodeaba todo el rectángulo de edificios y templos, extendiéndose seis kilómetros de norte a sur, y ocho de este a oeste.
Tras el foso, una alta muralla de piedra rodeaba la ciudad. En Angkor Kol Ker habían vivido más de doscientas personas, y su ausencia reverberaba por la ciudad, un peso pesado sobre las almas de los últimos hombres. Los pasos de los guerreros calzados con sandalias sobre el suelo de piedra resonaban en las paredes de los templos. Habían cesado los gritos alegres de los niños jugando, los cantos de los sacerdotes, los gritos de los vendedores en sus puestos. Hasta los ruidos de la selva desaparecían a medida que los animales huían.
En el centro de la ciudad se alzaba el templo principal, Angkor Ker. La torre central o prang del templo, construida en piedra, tenía una altura de cincuenta metros, treinta más que la Gran Pirámide de Gizeh. Había llevado dos generaciones construirlo, y su larga sombra se proyectaba sobre la ciudad cuando el sol salía por el este, fundiéndose con la Sombra que se acercaba sigilosa por el oeste.
Al secarse el último charco, unos zarcillos de niebla espesa cruzaron el foso. Los guerreros rezaron en voz alta, para que sus voces demostraran a la amenazante Sombra que era una ciudad muy querida. Angkor Kol Ker y los cincuenta hombres esperaron, pero no por mucho tiempo.
—Señor, solicito permiso para no asistir al vuelo de entrenamiento de esta tarde.
El capitán Henderson levantó la mirada de los papeles que cubrían su escritorio. El joven que tenía ante él llevaba un almidonado uniforme caqui con la insignia de cabo de Infantería de Marina cosida en las mangas cortas. En el pecho lucía unos galones que se remontaban a la batalla de Guadalcanal.
—¿Algún motivo, cabo Foreman? —preguntó Henderson. Se calló que el teniente Presson, que estaba al mando de la Escuadrilla 19, acababa de presentarse en su oficina con la misma petición. Henderson se la había denegado al instante, pero Foreman era otro caso.
—He acumulado suficientes puntos de servicio como para ser licenciado la próxima semana, señor. —Foreman era un hombre corpulento, ancho de espaldas. Tenía el pelo oscuro y lo peinaba hacia atrás en gruesas ondas, flirteando con las regulaciones. Pero la guerra había terminado hacía pocos meses y con la euforia de la victoria se habían relajado algunas normas.
—¿Qué tiene que ver eso con el vuelo? —preguntó Henderson.
Foreman hizo una pausa, y la posición de firmes que había adoptado después de saludar se relajó levemente.
—Señor...
-¿Sí?
No me encuentro bien, Señor. Creo que es posible que este enfermo.
Henderson frunció el entrecejo. Foreman no parecía enfermo. De hecho, su bronceada piel rebosaba salud. Ya había oído esa clase de excusas, pero sólo antes de una misión de combate, no de un vuelo de entrenamiento. Miró los galones que Foreman llevaba en el pecho y, al reparar en la Cruz de la Armada, contuvo la apresurada respuesta que empezaba a formularse en sus labios.
—Necesito algo más —dijo, suavizando el tono.
—Tengo un mal presentimiento acerca de ese vuelo, señor.
—¿Un mal presentimiento?
—Sí, señor.
Henderson dejó que el silencio se prolongara.
—Tuve un presentimiento parecido en otra ocasión —continuó Foreman por fin—. Estando en acción. —Guardó silencio como si no hiciera falta añadir más.
Henderson se recostó en su silla, dando vueltas a un lápiz entre sus dedos.
—¿Qué pasó en esa ocasión, cabo?
—Iba en el Enterprise, señor. En febrero. Teníamos órdenes de atacar la costa de Japón, destruir todo lo que flotara. Yo iba en esa misión.
-¿Y?
—Se perdió todo mi escuadrón.
—¿Se perdió?
—Sí, señor. Todos desaparecieron.
—¿Desaparecieron?
—Sí, señor.
—¿No hubo supervivientes?
—Sólo la tripulación de mi avión, señor.
—¿Cómo regresó?
—Mi avión tuvo problemas en el motor, y el piloto y yo tuvimos que saltar en paracaídas. Nos recogió un destructor. El resto del escuadrón nunca regresó. Ni un solo avión. Ni un solo hombre.
Henderson sintió un escalofrío en la nuca, debajo de su corte de pelo reglamentario. El tono desapasionado de Foreman y su falta de detalles le inquietaron.
—Mi hermano iba en mi escuadrón —continuó Foreman—. Nunca volvió. Me sentí mal antes de ese vuelo, capitán. Como ahora.
Henderson miró el lápiz que tenía en las manos. El teniente Presson le había dicho que se sentía intranquilo, y ahora lo hacía él. El primer impulso de Henderson fue dar a Foreman la misma orden que al joven aviador. Pero dirigió una última mirada a sus galones. Foreman había cumplido muchas veces con su deber. Presson, en cambio, nunca había estado en la línea de fuego. Además, Foreman era artillero. Su presencia no cambiaría nada.
—Está bien, cabo. Quédese en tierra. Pero quiero que permanezca en la torre de observación. ¿Se encuentra lo suficientemente bien para ello?
Foreman se puso en posición de firmes. Su rostro no reflejó una expresión de alivio; era la misma mirada estoica de la Infantería de Marina.
—Sí, señor.
—Puede retirarse.
El teniente Presson dio unos golpecitos a su brújula, luego apretó el botón del intercomunicador.