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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matazombies (28 page)

BOOK: Matazombies
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—¿Intentáis abochornarme con una mentira? ¡Yo no desobedezco órdenes,
mein herr
!

Félix le sostuvo la mirada durante un momento, y luego se inclinó.

—Perdonadme, capitán. Debo haberme equivocado. Bosendorfer no pareció querer perdonar, pero Von Geldrecht avanzó un paso y golpeó con el bastón.

—¡Capitán! ¡Vuestro deber!

Bosendorfer apartó con dificultad los ojos que tenía fijos en Félix; luego se volvió hacia Tauber y sus ayudantes, y se puso en guardia. Félix dejó escapar un suspiro de alivio. Ahora que sabía que todos estaban observándolo, Bosendorfer no se atrevería a matar a Tauber sin causa justificada.

Von Geldrecht hizo que los ayudantes del cirujano fueran los primeros en tocar el martillo —aún retrasando lo que fuera que temía—, pero al fin llegó el turno de Tauber. La multitud que se concentraba ante la puerta del subterráneo de la torre del homenaje guardó un silencio absoluto y miró con atención mientras el cirujano tendía unas manos temblorosas hacia el martillo. Los ojos de Félix se movían sin parar entre Tauber, Bosendorfer y Von Geldrecht.

Tauber tocó el martillo.

No estalló en llamas.

Félix dejó escapar el aliento contenido mientras que Bosendorfer se quedó mirándolo con fijeza —el espadón le temblaba en las manos de blancos nudillos—, pero no golpeó. Parecía sorprendido de verdad ante el hecho de que el cirujano hubiese superado la prueba.

El cirujano reculó con paso desganado; luego dio media vuelta y fue arrastrando los pies hacia la puerta del subterráneo con sus ayudantes, mientras Von Geldrecht dejaba escapar un suspiro. Parecía más aliviado que el propio Tauber.

El comisario hizo un gesto débil para que el padre Ulfram guardara el martillo, pero antes de que Danniken pudiera avanzar con las pieles, alguien gritó detrás de Félix.

—¿Y vos mismo, señor comisario?

Von Geldrecht miró con ferocidad al que hablaba, pero luego avanzó hasta el martillo y posó ambas manos sobre él, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza como había hecho la grafina Avelein. Tampoco él estalló en llamas.

Se oyó una risa por lo bajo entre la muchedumbre del subterráneo de la torre del homenaje, mientras el padre Ulfram volvía a dejar el martillo sobre las pieles, que Danniken dobló a continuación.

—¿Y qué ha demostrado eso, exactamente, Goldie? —gritó otra voz desde la parte posterior.

Von Geldrecht se volvió a mirarlos con una mueca feroz, y el rostro rojo salmón.

—¡Salid de ese agujero y a formar! ¡Quiero hablaros a todos!

Se oyeron gemidos y maldiciones generalizadas, pero nadie se negó, y todos salieron arrastrando los pies para formar otra vez ante Von Geldrecht, que se paseaba por el escalón superior de la escalera del templo.

—Parece que nuestro traidor es más astuto de lo que yo pensaba —dijo—. O bien ha usado sus poderes oscuros para protegerse de la pureza del gran martillo, o se ha ocultado donde no podemos encontrarlo, así que parece que tengo que apelar, una vez más en nombre del graf Reiklander, al amor que sentís por el Imperio y por vuestro pueblo.

Se irguió y paseó los ojos centelleantes de un hombre a otro.

—¡Uno de vosotros tiene que dar un paso adelante y salvamos a todos, porque uno de vosotros sabe quién es el traidor!

Esto provocó murmullos de confusión, y Félix oyó también algunos susurros coléricos.

—No quiero decir que esa persona sea también traidora —aclaró Von Geldrecht al oír el enojo que expresaban las voces—. No quiero decir que nadie haya ocultado intencionadamente a ese villano a los ojos del resto de nosotros. Quiero decir que uno de vosotros, tal vez más de uno, ha visto en alguna ocasión a un camarada hacer algo, algo extraño o impropio de él, algo que os ha hecho fruncir el ceño por un momento, pero que luego habéis descartado como carente de importancia. Os dijisteis que sin duda habíais visto mal. Que tenía que ser un gesto inofensivo o una excentricidad inocente. ¡Bien, pues no lo era! —Von Geldrecht elevó la voz hasta un rugido ensordecedor—. ¡Era brujería! ¡Y aunque no sabíais de qué se trataba, lo visteis! ¿Qué fue? ¿Quién lo hizo? Quiero que cada uno evoque los días pasados y recuerde. ¿Dónde estabais? ¿Con quién estabais? ¿Qué hizo esa persona? ¿Fue un extraño giro de una mano? ¿Un susurro en lengua extranjera? ¿Se ponía al acecho en ciertos lugares y durante demasiado tiempo sin razón ninguna?

Los susurros aumentaron de volumen. Los hombres comenzaron a mirarse con ferocidad los unos a los otros, mientras sus sargentos vociferaban para pedir orden. Von Volgen miraba fijamente al comisario como si quisiera echarlo escaleras abajo de una patada.

—Gordo estúpido —murmuró Gotrek.

—Sí —asintió Félix—. Se quemarán unos a otros en la hoguera antes de que haya acabado de hablar.

—Y cuando recordéis —continuó Von Geldrecht—, cuando esas acciones aparentemente inocentes se revelen en vuestra mente como lo que en realidad fueron, acudid a mí. ¡Y a nadie más! ¡Ni a vuestro capitán, ni a vuestros camaradas! Sólo a mí. Yo haré lo que debe hacerse. —Von Geldrecht abrió los brazos e inclinó la cabeza—. Y ahora, gracias por vuestra paciencia. Podéis marcharos. Volved a vuestros deberes.

Pero cuando el comisario, el sacerdote, Von Volgen y Classen se volvieron para hablar entre sí, la multitud no se dispersó. Por el contrario, se apretujaron en pequeños grupos y comenzaron a discutir unos con otros, con muchas miradas por encima del hombro dirigidas a todos los demás.

Félix gimió al ver aquello.

Kat sacudió la cabeza.

—¿Cómo van a luchar juntos si no confían en los demás?

—Sí —dijo Félix—. Es…

Pero se interrumpió al ver que los caballeros del castillo formaban en torno a Tauber y sus ayudantes, y les indicaban por gestos que volvieran a la torre del homenaje, junto con Draeger y sus hombres. ¿Qué era eso? Comenzó a avanzar, pero la hermana Willentrude se le adelantó.

—Mi señor —gritó mientras se abría paso a empujones hacia Von Geldrecht—, ¿vais a encerrar otra vez al cirujano Tauber cuando ya ha superado vuestra prueba? Sin duda, el hecho de que haya tocado el Martillo del Juicio de Frederick el Intrépido y no haya estallado en llamas es prueba suficiente de su inocencia, y si es inocente, debéis dejarlo en libertad para que pueda ocuparse de los heridos.

Von Geldrecht se volvió otra vez hacia ella, con aspecto tan alterado como un mutante enfrentado con un cazador de brujas, pero luego recobró la compostura mientras la muchedumbre guardaba silencio para escuchar.

—La prueba no ha sido concluyente —dijo, alzando el mentón y la papada barbudos—. Puesto que no ha señalado a nadie como culpable, no ha demostrado la inocencia de Tauber. No puedo permitirle salir en libertad.

Se oyeron murmullos ante esto.

—¡Dejadlo libre! —gritó uno de los heridos.

—¡Meted a Bosendorfer en su sitio! ¡Dejad que se pudra!

—Entonces, ¿vais a encerrarnos al resto de nosotros —gritó Félix, mientras avanzaba para situarse junto a la hermana—, puesto que tampoco ha demostrado nuestra inocencia?

Los ojos de Von Geldrecht se encendieron.

—¡
Herr
Jaeger, si decís una sola palabra más, ciertamente os haré encerrar! Ahora, dispersaos, todos vosotros. Tauber continuará siendo nuestro prisionero. ¡Se acabó la discusión!

Dio media vuelta y se alejó cojeando, colérico, en dirección a la torre del homenaje, mientras los hombres del castillo se quedaban mirándolo, murmurando y susurrando de modo peligroso.

—Estoy empezando a pensar que deberíamos hacerlo a la manera de Gotrek y matarlos a todos —dijo Kat, que luego se volvió para seguir a los matadores que estaban cruzando el patio de armas con el fin de hablarle al carpintero Bierlitz de los matacanes debilitados.

Félix asintió con la cabeza, distraído, pero continuó con los ojos fijos en Von Geldrecht. Estaba más que claro que había algo entre Von Geldrecht y Tauber. Era el único modo de explicar sus acciones. Había tenido un miedo mortal de que Tauber estallara en llamas y se había mostrado aliviado cuando no lo había hecho. Y sin embargo, se negaba a soltarlo. ¿Por qué?

Tal vez, más tarde, Félix pudiera encontrar a Von Geldrecht a solas y obtener una respuesta de él, pero no en ese momento. No parecía de humor para hablar. Félix suspiró y se dispuso a seguir a Kat, pero en cambio se encontró pecho con pecho con el capitán Bosendorfer, que lo miraba con odio puro ardiendo en sus ojos azul hielo.

14

Félix retrocedió un paso mientras su mano descendía hasta la empuñadura de la espada.

—¿Deseáis hablar conmigo, capitán?

—Deseo vuestra cabeza,
mein herr
—gruñó Bosendorfer—. Habéis sido una presencia problemática desde que entrasteis en este castillo, revocando las órdenes que doy a mis hombres, y ahora acusándome de conducta contraria al honor, y os exijo una satisfacción.

Félix suspiró. ¿Aquello tenía que empezar en ese preciso momento? Estaba demasiado cansado. Demasiado cansado como para discutir. Demasiado cansado como para luchar. Sólo quería pasar de largo del capitán e irse a dormir.

Los ojos de Bosendorfer se abrieron mucho.

—¿Os burláis de mí,
mein herr
? ¿Eso ha sido una risa?

Félix puso los ojos en blanco.

—Eso ha sido un suspiro, un suspiro de agotamiento. Llevo ya una jornada entera sin dormir, y he peleado un poco por el camino, así que…

—¿Y sugerís que yo no lo he hecho? ¿Qué tengo menos razón que vos para estar cansado?

—Por supuesto que no, capitán —dijo Félix—. Todos hemos luchado con ahínco. Yo sólo quiero irme a dormir, eso es todo.

—No antes de que os disculpéis por vuestras acciones —dijo—; no antes de que admitáis que son falsas vuestras acusaciones de conducta deshonrosa.

Con el rabillo de un ojo, Félix vio que Kat y los matadores regresaban a ver qué sucedía, mientras que con el otro comprobó que se acercaban los espadones de Bosendorfer. Y por todo el patio de armas, la gente empezaba a volver la cabeza.

—Yo no os he acusado de conducta deshonrosa en ningún caso, capitán —dijo Félix, frotándose la frente—. Puede que hace unos instantes os haya advertido en contra de ello, pero estoy dispuesto a creer que no fue ni remotamente vuestra intención. ¿Y sobre la muralla? Os pido disculpas por haberles dado órdenes a vuestros hombres, pero no parecía que hubiera ninguna otra manera de hacerlos volver después de que hubiesen huido…

Bosendorfer le dio a Félix una bofetada que casi lo derribó al suelo. Kat gritó y echó a correr mientras desenvainaba el cuchillo de desollar, y los matadores apresuraron el paso tras ella. Félix le detuvo el brazo cuando iba a clavar la hoja en el cuello de Bosendorfer.

—¡No, Kat! —gritó. El escozor de la bofetada lo hacía lagrimear—. ¡Matadores, atrás!

—¡Mentís,
mein herr
! —gritó Bosendorfer—. ¡Nosotros no huimos! ¡Ni por un instante!

Félix sujetó a Kat mientras los enanos se alineaban cerca de él, a su izquierda, preparados para intervenir cuando ese humano lo pidiera. Los espadones estaban en guardia a su derecha, pero uno, el sargento canoso que había luchado junto a Félix contra los necrófagos de la torre de asedio, avanzó hasta Bosendorfer y le puso una mano sobre un hombro.

—Capitán, por favor —dijo—, ¿qué justifica ponerse a pelear? Escapamos y regresamos. Nadie dirá…

—¡No escapamos, Leffler! —gritó Bosendorfer, que apartó de un golpe la mano del sargento y se volvió contra él—. ¡Nos retiramos en buen orden por nuestra seguridad, y habríamos ocupado una nueva posición si
herr
Jaeger, obrando en contra de todas las normas de conducta militar, no hubiera revocado mis órdenes y usurpado mi autoridad!

El sargento parecía incómodo.

—Puede que así sea, capitán, pero no nos conviene pelearnos unos con otros por cosas que sucedieron en el calor de la batalla. No cuando hay diez mil bastardos muertos ahí fuera, y necesitamos a todos los hombres aquí dentro.
Herr
Jaeger…

—¿Estáis defendiéndolo, Leffler? —gritó Bosendorfer—. ¿Contra vuestro propio capitán?

—No, capitán, no —dijo Leffler, alzando las manos—. Sólo estoy diciendo que si queréis retarlo a duelo, ¿por qué no esperáis hasta que hayamos salido de ésta?, ¿hasta que podamos hacerlo con propiedad?, ¿hasta que estemos todos descansados y preparados?

Bosendorfer miró al sargento durante un instante, con ojos fijos y fríos, y luego bajó la mirada hacia sí mismo. Estaba tan maltrecho como se sentía Félix: la armadura abollada, sangre seca incrustada en brazos, cuello y mentón, y una venda en torno a una mano que estaba rígida y negra.

—Muy bien —suspiró, al fin—. Muy bien, cuando hayamos acabado con esto. —Se volvió otra vez hacia Félix, con el mismo ardor feroz de antes en los ojos—. Pero obtendré una satisfacción, y si volvéis a insultarme u os interponéis entre mis hombres y yo, no esperaré. ¡Lo resolveremos entre nosotros en el sitio y momento en que se produzca!

Félix inclinó la cabeza.

—Muy bien, capitán.

Bosendorfer soltó un bufido y se marchó a grandes zancadas, con la cabeza alta.

El sargento Leffler partió tras él, pero luego se volvió a mirar a Félix y le dedicó un encogimiento de hombros de disculpa.

—Es un buen muchacho,
mein herr
—murmuró—, pero más joven de lo que era su hermano.

Félix asintió con cansancio, y luego soltó a Kat de la presa de sus brazos.

—Deberías haberme dejado que lo matara —dijo ella con los labios fruncidos— y os hiciera un favor a todos.

—Sí —asintió Rodi—, ése nunca será lo bastante mayor como para ser capitán.

Gotrek se encogió de hombros.

—No te preocupes —dijo—. Ninguno de los que están aquí se hará mucho mayor. —Le hizo un gesto con la cabeza a Félix—. Duerme un poco, humano. Cuando despiertes, veremos qué se puede hacer con respecto al foso.

Félix volvió a asentir, y ese movimiento casi lo hizo caer. Se apoyó en Kat, y se marcharon ambos dando traspiés hacia la residencia.

—Esperemos —dijo Kat— que nuestra habitación no sea una de las que han ardido.

Cuando Félix volvió a despertar, ya había pasado el mediodía y Kat no estaba a su lado. Levantó la cabeza, temeroso de que ella hubiera acudido a una llamada a la acción durante la cual él había continuado durmiendo, pero lo único que le llegó a través de la ventana rota de la habitación fue el martilleo y golpeteo normales de las reparaciones, y volvió a dejarse caer en la cama, gimiendo. Tenía los músculos tan rígidos como si se le hubieran secado sobre un anaquel igual que galletas rancias, la cabeza le palpitaba como por obra de una resaca, y en la boca tenía el mismo sabor que si se hubiera comido un zapato fangoso. Necesitaba con desesperación un trago de agua, pero estaba demasiado cansado como para salir de la cama. Ése era un momento en que necesitaba un sirviente. Un sirviente le traía a uno el agua con sólo tirar de la cuerda del llamador.

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