Pero no podía decirse que fueran los que estaban en peores condiciones entre los presentes. Incluso habían sacado al patio de armas a los heridos, a quienes se veía tumbados, sentados o medio caídos allí donde los habían dejado, mientras que la hermana Willentrude y sus iniciadas permanecían de pie, agotadas, entre ellos, con aspecto de estar aún más furiosas que todos los presentes combinados.
Cuando todos hubieron guardado silencio, Von Geldrecht subió por los escalones del templo de Sigmar y fue a situarse junto al sargento Classen, Von Volgen y la grafina Avelein Reiklander. El padre Ulfram y su acólito aguardaban detrás de ellos, mientras que Bosendorfer y sus espadones flanqueaban los escalones, con las enormes armas desenvainadas y con la punta hacia abajo en posición de descanso de desfile. «¿Qué razón hay para eso?», se preguntó Félix.
—Defensores del castillo Reikguard —declamó Von Geldrecht, cuya cara se veía demacrada a la luz de la pira funeraria que aún ardía—. Os hemos reunido hoy aquí en nombre del graf Reiklander…
Inclinó la cabeza hacia la grafina Avelein al decir eso, pero ella no acusó recibo, sino que se limitó a mirar al vacío con ojos vidriosos y una extraña media sonrisa en los labios.
Von Geldrecht tosió y volvió a empezar.
—Os he reunido en nombre del graf Reiklander, digo, con el fin de abordar un asunto serio, ¡y ponerle fin! —Se le quebró la voz al intentar hacer hincapié en estas últimas palabras, y sus ojos, cuando paseó la mirada por todos los presentes, centellearon con expresión salvaje—. ¡Hay un traidor entre nosotros, un brujo saboteador que está debilitando nuestras defensas!
Ante eso se alzó un murmullo, pero Von Geldrecht lo acalló con un cansado brazo.
—¡Sí! —gritó—. ¡Un traidor! Un colaborador del inmundo nigromante que se oculta en el bosque y envía contra nosotros sus asquerosos cadáveres. Es este traidor quien rompió las runas de protección que había en las murallas, quien drenó el foso, quien abrió el agujero a través de la puerta del río. ¡Pero su reinado del sabotaje acabará hoy! ¡Esta mañana, aquí y ahora, lo desenmascararemos!
El murmullo de la multitud se hizo más sonoro cuando Von Geldrecht se volvió a mirar al padre Ulfram.
—Padre —dijo—, comencemos.
El padre Ulfram vaciló, como reacio, y luego le hizo una señal a Danniken. El demacrado joven le dedicó una reverencia y se acercó a una rústica mesa de madera que habían colocado a un lado. Sobre ella había algo envuelto en piel de marta. Vaciló y pareció que rezaba; luego, recogió el hato en los brazos con tanto cuidado como si fuera una bomba y volvió junto al padre Ulfram. Cuando el sacerdote se inclinó ante él, Danniken desenvolvió el paquete con delicadeza para dejar a la vista un martillo de guerra de increíble factura, de oro con filigrana e incrustado de gemas, cuyos bordes brillaban en rojo a la luz de la pira.
—¡Contemplad! —dijo Von Geldrecht, extendiendo una mano. El Martillo del Juicio, empuñado primero por Frederick el Intrépido, bisabuelo de nuestro amado emperador Karl Franz. Durante mucho tiempo ha descansado en el panteón familiar del castillo Reikguard, pero siempre que hay que derrotar al mal, se lo saca al exterior, porque su mero contacto destruye a los inicuos y los quema con el fuego sagrado del cometa de doble cola de Sigmar.
Las manos de Danniken temblaron al tenderle al padre Ulfram el sagrado martillo dentro de su lecho de pieles.
—Helo aquí, padre.
El sacerdote ciego extendió los brazos y buscó a tientas hasta tocarlo, para luego levantarlo con una mano e iniciar una plegaria mientras lo sostenía por encima de la cabeza. Quizá fuese una sombra del hombre que había sido, pero Félix pensó que tenía que haber retenido una parte de su antigua fuerza para levantar un arma como aquélla. Parecía hecha de oro macizo.
Mientras el padre Ulfram rezaba, Von Geldrecht observaba la multitud con ojos demasiado brillantes.
—Cada uno de vosotros —dijo—, avanzará, uno por vez, y pondrá las manos sobre el martillo. ¡Nuestro traidor será aquel cuya carne impura se consuma al entrar en contacto con una reliquia tan sagrada como ésta! En ese momento… —dijo, e hizo un gesto de asentimiento hacia Bosendorfer y los espadones—, lo mataremos de inmediato. A aquellos que se nieguen a someterse a esta prueba también los mataremos.
Félix se volvió con inquietud hacia Gotrek cuando el patio de armas estalló en ansiosos susurros.
—¿Tu crees que esto funcionará? —preguntó—. ¿Crees que el martillo tiene el poder que él dice que tiene?
—Eso no importa —gruñó Gotrek—. El traidor no lo tocará.
—Pero Von Geldrecht ha dicho que todos tienen que tocarlo —puntualizó Kat.
Antes de que Gotrek pudiera responder, una voz colérica gritó entre los heridos.
—¡Habéis olvidado a algunos sospechosos, mi señor! ¿No deberían Tauber y sus ayudantes someterse también a la prueba?
La totalidad del patio de armas se volvió para mirar a la hermana Willentrude, que miraba a Von Geldrecht con expresión colérica en su ojeroso rostro.
Félix miró a su alrededor, mientras su enojo aumentaba. ¿Tenía razón la sacerdotisa? ¿No estaba allí Tauber? ¿Lo había olvidado Von Geldrecht? ¿O lo había excluido a propósito? ¿Sería ésa otra señal de la extraña conexión existente entre los dos hombres, que había hecho que Von Geldrecht lo ocultara a los ojos de Bosendorfer y lo mantuviera alejado de su deber? Su enojo llegó al punto de ebullición al ver que Draeger y sus hombres habían sido sacados de las celdas, pero no Tauber.
—¡Sí! —gritó Félix—. ¿Dónde está Tauber? Dejad que demuestre su inocencia para que pueda volver al trabajo.
—¿Y si arde? —murmuró Gotrek.
A Félix le dio un vuelco el corazón. No había pensado en eso, pero si Tauber era el traidor, después de todo, aún había más razones para que se sometiera a la prueba.
—Nosotros ya sabemos que es Tauber —exclamó el comisario, mirando con nerviosismo a Félix y la hermana—. No hay necesidad de ponerlo a prueba.
—¡Entonces habéis mentido antes, señor comisario! —gritó Willentrude—. Dijisteis que lo retendríais hasta poder determinar su culpabilidad o inocencia. Si sabéis que es culpable, ¿por qué no lo habéis matado? ¡Traedlo aquí fuera!
Los presentes en el patio de armas comenzaron a manifestar su acuerdo con murmullos, algunos porque querían que Tauber ardiera, otros —sobre todo los heridos— porque querían que lo pusieran en libertad, pero todos parecían coincidir en que debía sometérselo a la prueba.
Von Geldrecht parecía a punto de explotar.
—¡Esto no tiene nada que ver con Tauber! —dijo—. ¡Esto tiene que ver con encontrar a otro hombre!
—Pero ¿y si Tauber fuera el único? —propuso Félix—. ¿Y si tuviera el poder de deslizarse por entre los barrotes como la niebla? ¿O como una bandada de murciélagos?
Von Geldrecht abrió la boca para oponer otro argumento, pero a esas alturas gritaban voces por todo el patio de armas y ahogaban la suya.
—¡Poned a prueba a Tauber!
—¡Dejar que arda!
—¡Ponedlo en libertad!
Los ojos de Von Geldrecht iban de un lado a otro, asustados. Félix sonrió con sorna. Ante aquello, el comisario iba a tener que sacar a Tauber al patio de armas, o se encontraría con una insurrección entre manos. Pero entonces, Félix miró a Bosendorfer y vio que sus ojos centelleaban de emoción y que sus manos apretaban con fuerza la empuñadura del arma a dos manos que llevaba.
—¡Muy bien! —gritó Von Geldrecht por encima de los gritos de la muchedumbre—. ¡Muy bien! ¡Tauber será sometido a la prueba! —Se volvió hacia dos de los caballeros del castillo y les dio una llave—. Traed al cirujano y a sus ayudantes.
Félix gimió cuando los caballeros saludaron y se marcharon a paso ligero hacia la escalera de la torre del homenaje.
—Sigmar —dijo—. Hemos firmado su sentencia de muerte.
—¿La de quién? —preguntó Kat—. ¿La de Tauber? ¿Crees que es culpable?
Félix negó con la cabeza.
—Mira a Bosendorfer. ¿Crees que esperará a que se demuestre la culpabilidad de Tauber antes de golpear? Los ojos de Kat se desorbitaron.
—¡Por la misericordia de Shallya!
—Y ahora —dijo Von Geldrecht con voz ronca, descargando una buena parte de su peso en el bastón—, si no hay más interrupciones, comenzaremos. —Se volvió hacia la grafina Avelein—. Grafina, si queréis ser la primera, no os entretendremos por más tiempo.
Avelein despertó de su aturdimiento y asintió con la cabeza. Los hombres de Bosendorfer se tensaron, y todo el patio de armas contuvo el aliento mientras ella se acercaba y posaba, sin vacilar, ambas manos sobre el martillo sagrado, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza para rezar. Cuando no estalló en llamas, la muchedumbre volvió a respirar.
—Gracias, grafina —dijo Von Geldrecht.
Ella hizo una reverencia femenina, y luego se alejó hacia la escalera de la torre del homenaje, con la media sonrisa aún fija en el rostro. Félix la observó con curiosidad, ya que su comportamiento logró atravesar la ansiedad que él sentía por Tauber y Bosendorfer. ¿Qué había sucedido con su anterior tristeza? ¿El graf estaba recuperándose?
—Lanceros —llamó Von Geldrecht—, avanzad.
Los lanceros obedecieron, ahora bajo el mando de un sargento que Félix no conocía. Ya quedaban menos de veinte. La multitud volvió a guardar silencio mientras el sargento tendía las manos y tocaba el martillo, y volvió a respirar otra vez cuando no sucedió nada. A medida que el resto de los lanceros avanzaban y ponían las manos sobre el martillo, uno a uno, sin incidentes, la tensión que precedía a cada gesto fue disminuyendo, aunque nadie miraba nada más.
Cuando los lanceros hubieron acabado, los hombres de Bosendorfer les señalaron las puertas del subterráneo de la torre del homenaje, y los enviaron a esperar dentro. Esta medida estaba destinada a garantizar que nadie que no se hubiese sometido aún a la prueba pudiera deslizarse entre aquellos que sí lo habían hecho.
En mitad del proceso de prueba de los arcabuceros de Hultz, volvieron los dos caballeros que se habían marchado corriendo, conduciendo una triste fila de hombres mugrientos que arrastraban los pies e iban encadenados unos a otros. Félix necesitó un momento para reconocer en la flaca figura sin afeitar que iba en cabeza a Tauber. La sonrisa de superioridad y los penetrantes ojos del cirujano habían desaparecido, reemplazados por una mirada inexpresiva de boca floja.
Félix observó a Bosendorfer cuando Tauber era llevado hasta la primera fila de la muchedumbre, temeroso de que fuera a atacarlo allí mismo y sin demora, pero el espadón se quedó mirando al cirujano fijamente con ojos duros y fríos, y permaneció en su puesto.
Félix pensó que Von Geldrecht pondría a prueba a Tauber de inmediato para acabar de una vez, pero no lo hizo. Por el contrario, llamó a Classen y los caballeros del castillo, y los obligó a tocar el martillo mientras Bosendorfer y sus espadones se mantenían preparados para matarlos; luego hizo que Bosendorfer y sus espadones tocaran el arma sagrada mientras Classen y sus caballeros se mantenían preparados para matarlos a ellos. Nadie estalló en llamas.
Después, les tocó el turno a la hermana Willentrude y sus iniciadas, y luego a los heridos, mientras Tauber y sus ayudantes continuaban allí de pie, esperando. Félix se preguntó por qué Von Geldrecht estaba obrando de ese modo. ¿Estaría dejando lo mejor para el final? ¿Tendría miedo de que Tauber no estallara en llamas, y quería retrasar la inevitable decepción? Entonces, se dio cuenta de por qué lo hacía. No tenía miedo de que no sucediera nada. En realidad, tenía miedo de que Tauber ardiera de verdad.
—¡Piensa que Tauber es culpable! —susurró—. Y no quiere que lo sea.
—Sí —asintió Kat—. Tienes razón. Pero ¿por qué?
Félix se encogió de hombros. No tenía ni idea.
Tardaron casi media hora en poner a prueba a los heridos, ya que muchos de ellos tuvieron que ser transportados escaleras arriba y alzados de modo que pudieran tocar el martillo. Algunos estaban tan débiles que hubo que levantarles las manos y ponérselas sobre la reliquia. Otros no tenían manos.
—¿Cómo suponen que un hombre en ese estado ha podido gatear por los matacanes? —gruñó Kat—. Von Geldrecht es un estúpido.
A continuación, vinieron los sirvientes: cocineros, lacayos, camareras, camareros, el herrero, el carpintero y todos los demás, y luego los granjeros refugiados y todos los otros «huéspedes» del castillo.
Von Volgen y los de Talabecland fueron delante, con toda la dignidad que pudieron dadas las circunstancias, y los siguieron Draeger y sus milicianos, tan malhumorados como siempre. A continuación, le tocó el turno a Félix. Frunció el ceño al posar las manos sobre el martillo, pero no protestó, sino que sólo le dirigió a Von Geldrecht una mirada asesina cuando se apartó a un lado para esperar a Kat y los matadores. Kat posó las manos con una palmada despectiva sobre el martillo e hizo el signo de los cuernos de Taal justo después. Gotrek giró el martillo cogiéndolo por la cabeza y lo observó con los ojos entrecerrados.
—No está mal para ser de factura humana —dijo.
—Mejor que si fuera élfica, al menos —añadió Rodi mientras pasaba un dedo por las volutas de oro.
—Snorri piensa que suena a hueco —dijo Snorri al darle golpecitos con un grueso dedo índice.
Cuando llegaron a la puerta que conducía al subterráneo de la torre del homenaje, Félix se volvió a observar mientras Von Geldrecht llamaba a los hombres que estaban en lo alto de las murallas, uno a uno, y los enviaba de vuelta. Por fin, no quedó nadie más que Tauber y sus ayudantes.
Von Geldrecht los miró con ferocidad y se mordió el labio inferior, para luego hacer un gesto con el fin de que los hicieran avanzar. Estaba casi encogido cuando se acercaron, y tenía la frente perlada de sudor.
Félix le lanzó una mirada a Bosendorfer. Los ojos del espadón centelleaban y su espada ascendía. El corazón de Félix latía con fuerza. ¡Iba a hacerlo! Y nadie se daría cuenta hasta que fuera ya demasiado tarde. Estaban todos ocupados en mirar a Tauber.
—¡Bosendorfer! —gritó—. ¿Golpearéis antes de saber?
El grito hizo que el espadón girara la cabeza como si lo hubiesen abofeteado, y que todas las cabezas se volvieran hacia él y Félix. Bosendorfer se quedó petrificado ante la feroz mirada escrutadora de todos, con la espada aún en alto, preparada para caer, mientras la furia y la culpabilidad lo hacían enrojecer con rapidez hasta la raíz del pelo. Se volvió hacia Félix, gruñendo.