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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (20 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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El aserto fue recibido por gruñidos y gestos de aprobación. «A estos héroes —reflexionó Amerotke— les gustan más los halagos que a un gato la leche.»

—Explícate —insistió Karnac.

—Tebas —siguió diciendo el magistrado— tiene un gran puerto. Todo el mundo, más tarde o más temprano, acude al muelle: nubios, kushitas, hititas, viajeros de Punt, libios, nómadas de las dunas, moradores del desierto… Llegan allí con la intención de comprar víveres, ver lo que pueden robar o, como en este caso, ofrecer sus servicios.

—Lástima que no hayamos hecho prisioneros —intervino Nebámum.

—Aun si los hubiésemos hecho —respondió Amerotke—, dudo que hubiesen sabido decir quién los contrató. El trato pudo hacerse, por ejemplo, en un rincón oscuro de cualquier vinatería. Debieron de ofrecerles oro y plata con la promesa de añadir a la suma una cantidad mayor una vez acabado el trabajo.

—En ese caso, ¿por qué no cogieron el dinero y se largaron sin más?

—Bueno. —Alargó su jarra para que se la rellenasen—. El contratante los engañó; nos debió de describir como hombres de edad mediana, tal vez nobles poderosos que habían de cumplir una misión secreta por orden de la reina-faraón. Puede que los nómadas no pretendiesen matarnos, sino secuestrarnos para pedir rescate. Es algo muy frecuente, señores míos.

Esta vez, nadie osó rebatir sus palabras.

—Ahora que he logrado que me prestéis vuestra atención —declaró—, dejad que continúe con mis preguntas. ¿Qué hemos descubierto?

Todas las miradas estaban clavadas en él.

—Los medallones arrebatados a Merseguer hace unos treinta años deben de haber sido robados por alguien de la ciudad: algún alto mando del Ejército o un funcionario del círculo real. ¿Estamos de acuerdo?

Nadie disintió.

—En segundo lugar tenemos el asesinato de Balet. Se encontraba solo en la Capilla Roja del templo de Set. Muy pocas personas, y la mayoría de ellas se hallan aquí presentes, conocían la costumbre que tenía vuestro compañero de visitar aquel lugar y su tendencia a hacerlo solo. En tercer lugar, quienquiera que entró en la capilla no era ningún extraño, pues no se nos ha informado de la presencia en el templo de nadie ajeno a él. Cualquiera de vosotros pudo haber entrado en el edificio sin levantar sospechas ni llamar siquiera la atención. En cuarto lugar, Balet era un guerrero diestro en el manejo de las armas, aunque no tan experto como su asaltante. En quinto lugar, el suyo no fue un crimen ordinario, sino un acto ritual blasfemo. Quien asesinó a Balet mutiló su cuerpo de forma deliberada. En sexto lugar —Amerotke empezaba a divertirse; se sentía como un profesor ante una clase de jóvenes escribas—, el paradero del cadáver de Merseguer era un asunto propio de la Casa de los Secretos. Pocos sabían en qué lugar se encontraba. Hasta hoy, yo lo ignoraba, si bien no puede decirse lo mismo de vosotros. Alguien salió al desierto para retirar su horrible cadáver. Por último, tenemos el ataque. Quien lo organizó dispone de una riqueza considerable, pero eso no es todo. —Señaló a Peshedu, quien se había mostrado callado y retraído durante todo el viaje—. Mi señor, sabes bien lo que dispone la ley en estos casos. Durante toda la expedición no he cruzado contigo una sola palabra relativa a la causa que tenemos pendiente en la Sala de las Dos Verdades. He esperado a hacerlo en presencia de testigos. Tú también eres víctima de un ataque, pues tu hija ha sido acusada de un abominable asesinato.

—¿Qué estás diciendo…? —lo interrumpió Karnac—. Todos estamos consternados por lo que le sucede a nuestro camarada. ¿Sugieres acaso que ambos asuntos están entrelazados como una enredadera en una pérgola?; ¿que la muerte de Ipúmer está relacionada de algún modo con la de mi señor Balet? —Su voz adquirió un tono despectivo—. ¿Qué pruebas tienes?

—¿Sabíais que es posible que el tal Ipúmer, si es que es ése su verdadero nombre, fuese un príncipe de los hicsos? —replicó Amerotke.

Sus compañeros lo miraron sin ser capaces de articular palabra.

—¡Imposible! —dijo por fin Peshedu con un gruñido.

—No estoy dándoos ninguna información que no vaya a ser de dominio público en breve. Y lo que es más importante: ¿Sabéis qué he encontrado entre sus posesiones? Un medallón idéntico a los que habéis recibido vosotros. Peshedu se incorporó como movido por un resorte.

—¡No me lo creo! —Se alejó del grupo para volverse enseguida y caminar de nuevo hacia ellos—. ¡No era más que un escriba! —gritó—; ¡un simple gusano que trató de seducir a mi hija!

—¡Siéntate! —le ordenó Karnac—. Y guarda silencio.

—Creo que era mucho más que eso —manifestó Amerotke con voz suave—. En consecuencia, señores míos, tengo dos preguntas para todos vosotros. Aparte de mi señor Peshedu, ¿tuvo Ipúmer relación alguna con cualquiera de vosotros?

Todos lo negaron a coro.

—¿Lo conocisteis?

Amerotke recibió la misma respuesta.

—En tal caso, y por último —bebió de su jarra—: ¿Recomendó alguno de vosotros, de uno u otro modo, que se le concediese un puesto en la Casa de la Guerra? Lo pregunto porque en la Casa de los Archivos hemos descubierto que sus papeles han desaparecido, sea sustraídos por él mismo, sea por la persona que lo contrató y le abrió las puertas de la ciudad de Tebas.

En otras circunstancias, Amerotke se habría divertido con la consternación que causó su aserto. Cada uno de aquellos poderosos oficiales proclamó en voz alta su inocencia. No conocían a Ipúmer ni, claro está, habían tenido nada que ver en su nombramiento como escriba de la Casa de la Guerra.

—Mi señor… —El jefe estaba masticando algo mientras lo estudiaba como si lo viese por vez primera—. Mi señor, te he juzgado mal. He oído hablar de tus hazañas con el Ejército de la divina. Siempre he pensado que eras un hombre afortunado de piel suave, experto en hacer preguntas en la Sala de las Dos Verdades. Sin embargo, he comprobado que también sabes luchar, aun cuando ésta no sea para ti una actividad muy atractiva. —Sonrió aún más—. Y lo más importante: posees una astucia comparable a la de una mangosta.

Amerotke recibió con una inclinación de cabeza este cumplido ambiguo.

—Voy a tener que interrogaros de forma directa dónde os encontrabais cuando asesinaron a Balet. Sea como fuere, ya tengo una teoría al respecto: Ipúmer era descendiente de hicsos, y existe algún tipo de vinculación entre él y el culto a Merseguer. Viajó a Tebas con el fin de buscar vuestra perdición. Sin embargo —añadió sacudiendo la cabeza—, no tardó en distraerse, tal vez a causa de la dama Neshratta. Ésa es una cuestión diferente. Lo que más me preocupa, y supone un mayor peligro para vosotros, no es tanto Ipúmer, que está muerto, como la persona que lo contrató. Nos enfrentamos, señores, con un alma tan negra como la noche y tan maliciosa como una víbora a la que han provocado. Ignoro si se trata de un hombre o una mujer, mas quien controlaba a Ipúmer y le garantizó una colocación en Tebas pretende vengarse de vosotros de un modo terrible. En primer lugar trató de hacerlo por mediación del escriba fallecido, pero no lo logró, y sospecho que ahora está decidido, o decidida, a actuar en solitario. La muerte de Balet fue el primer golpe; el asalto a Nebámum, el segundo; hoy hemos asistido al tercero. Creedme, señores: ¡esa víbora piensa volver a morder!

C
APÍTULO
VI

S
hufoy y Prenhoe estaban sentados como un par de críos en el banco de mármol que había en la sala hipóstila de la mansión del íbice Argénteo, poco más allá de las murallas de Tebas. El escriba estaba furioso; había estado esperando al enano en casa de Amerotke. La dama Norfret le anunció que Shufoy había desaparecido poco antes del alba para hacer una diligencia secreta de parte de su amo, y el hombrecillo no había regresado hasta mucho después del mediodía.

—No hay quien te soporte cuando te pones así. Deambulas por Tebas como si fueses un funcionario de la Casa de los Secretos —lo había acusado Prenhoe. Entonces había tirado de la estola de brocado que llevaba el otro alrededor de los hombros y de la capucha que cubría su cabecita y se había inclinado para decirle—: ¡Llevo un buen rato esperándote, Shufoy!

—Y yo trabajando —le había contestado el enano, devolviéndole la mirada con ojos brillantes.

—¿En qué? ¿En buscar tu nariz?

El enano había musitado una maldición; sus ojillos se habían tornado tristes, y su rostro astuto y simiesco se había encogido.

—Lo siento —se había disculpado el escriba.

Shufoy tiró de la nariz de Prenhoe con una sonrisa traviesa.

—Siempre puedo quedarme con la tuya. Ven, quiero que estés conmigo.

Los remordimientos que sentía el escriba a causa de la cruel burla no habían tardado en desaparecer a medida que había vuelto a recuperar su mal genio. Shufoy, siempre enigmático, asiendo el parasol como si se tratase de la vara propia de un alto cargo, se había despedido de la dama Norfret para ponerse a caminar con aire presuntuoso por el sendero de tierra batida, flanqueado por las mansiones de los nobles, a la derecha, y el lento Nilo a la izquierda. Prenhoe no se había cansado de hacer preguntas, y el enano, imitando a su amo, se había limitado a sacudir la cabeza al tiempo que murmuraba:

—Ya lo verás. Ya lo verás.

El escriba había pensado que se dirigían a la ciudad; sin embargo, Shufoy se había detenido en la majestuosa entrada de una de las grandes mansiones, donde el portero le había contestado con desprecio:

—La viuda Aneta no recibe visitas.

El hombrecillo había sacado el sello de Amerotke para ponérselo a aquel hombre en las narices. A partir de entonces, todo había ido como la seda. Los habían conducido a través de una serie de senderos y, tras pasar al lado de un conjunto de estanques ornamentales, pabellones y quioscos, habían accedido a un pórtico de entrada precedido de amplios escalones. Un criado los acompañó hasta la hermosa sala de recepción en que se hallaban en aquel momento, sostenida por pilares de madera de color rojo oscuro con los extremos labrados en forma de tallos verdes y dorados de papiro. Las paredes eran de color amarillo claro, y en el friso que las rodeaba en su parte alta había representados patos y gansos que salían volando de entre macizos de papiro. A cada lado de la entrada que precedía al resto de la casa había una estatua del dios pelirrojo, y sobre la puerta, un escudo ceremonial en el que se representaban las armas del regimiento de Set.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Prenhoe una vez que el criado acabó de lavarles las manos, ungió con aceite sus sienes y les sirvió sendas copas de cerveza y pastelitos de dátil cubiertos de almendras. Mientras el escriba mordisqueaba el suyo, Shufoy había dado buena cuenta del resto.

—Un encargo para mi señor Amerotke —declaró altisonante el hombrecillo.

—La dama Aneta —anunció en ese momento el criado.

Los recién llegados se pusieron en pie de un salto. Prenhoe hubo de contener las ganas de reír que le provocó la contemplación de la mujer que entró en la sala con aire majestuoso y que le recordaba a un hipopótamo. Era pequeña y muy metida en carnes, y más que caminar, anadeaba. No había conseguido colocarse derecha la peluca negra; su rostro tenía más pintura que las paredes de su casa, y la túnica transparente que llevaba puesta se hinchaba al andar como las velas de una nave. El escriba llegó a sentirse mareado a causa de las bocanadas de perfume que llegaban hasta él.

—Visita —apuntó casi en un zureo mientras estudiaba a Prenhoe de pies a cabeza con sus ojillos negros, y se pasó la lengua por los labios antes de mirar con desagrado a Shufoy—. ¿Y decís que venís de parte de mi señor Amerotke? Lo conocí en cierta ocasión: un hombre muy bien parecido. —Clavó la vista en el suelo y anunció con gesto de desprecio—: Creo que lo mejor será que os quedéis aquí. ¡Traedme una silla!

El criado regresó rezongando en voz baja ante el peso del asiento de respaldo de cuero que hubo de colocar frente al banco de mármol y sobre el que dejó caer todo su peso la viuda Aneta. Shufoy dejó escapar una risita, y el escriba lo reprendió con una patada en el tobillo, a pesar de que a él mismo le estaba costando reprimirse. La dama llevaba tantas joyas en los dedos y las muñecas que parecía un milagro que no perdiera el equilibrio.

—¡Sentaos! ¡Sentaos! —Hizo señas a su sirviente—. Trae vino y pastelillos de dátil. ¡Ah!, y algunas cerezas. Cuando lo hayas servido todo, cierra la puerta y no te quedes a escuchar.

Shufoy y Prenhoe tomaron asiento y esperaron con las manos en el regazo hasta que regresó el criado sosteniendo una mesilla con bandeja en la que colocó la comida y la bebida. La dama Aneta tomó una de las cerezas, la introdujo en su boca y la degustó de manera ruidosa. Las puertas se cerraron. Entonces la señora quiso ver de nuevo el sello de Amerotke. Tras beber un generoso trago de vino y hacer chasquear los labios, miró a Shufoy.

—No puedo atenderos en otro lugar de la casa —mintió—: me están pintando las paredes de todas las estancias a fin de prepararlas para la festividad de Opet. ¿Qué desea mi señor juez?

—¿Tu difunto esposo…?

A Shufoy seguía resultándole difícil hablar, movido por una abrumadora necesidad de imitar a la mujer que se sentaba airada frente a él y que había empezado a parecerle tan desagradable como él se lo parecía a ella.

—Se fue al bendito poniente —señaló ésta con un suspiro—. Murió hace casi un año, durante la estación de la siembra.

—¿De qué, mi señora?

—Le faltó el aire. —Daba la impresión de que a la dama Aneta le aburría contestar a estas preguntas.

—Mi señor Amerotke podría hacer que comparecieras ante su tribunal —repuso con dulzura el hombrecillo.

—¿A la viuda de una de las Panteras del Mediodía? —se burló.

—La hija del señor Peshedu ya está allí.

A la señora le faltó bien poco para atragantarse con la cereza. Volvió a tomar un sorbo de vino.

—Mi esposo, el señor Kamón —respondió dando a entender que pretendía portarse bien— era un militar de casta y cuna. Tras la gran victoria ante los hicsos, sirvió en el delta del Nilo. Allí contrajo la malaria, que lo debilitó con sus frecuentes ataques, y con el tiempo fue empeorando. —Se encogió de hombros—. Murió —al decir esto obsequió a Prenhoe con una mirada de cierva—, y me dejó convertida en una pobre viuda.

—¿Y los compañeros de tu esposo?

—¿Los otros valerosos héroes del faraón? Mi señor Peshedu podría explicártelo: todo se reduce a fiestas religiosas y desfiles militares; uno aquí, otro allá… —acompañaba estas palabras con movimientos de sus manos.

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