—Sí, al amanecer —afirmó el juez con cautela.
—Shufoy parece preocupado.
—Hemos visitado el templo de Set, ya te he dicho por qué, y ha tenido la brillante idea de vender estatuillas de la diosa Maat. Piensa asegurar que han sido especialmente bendecidas por mí y bañadas en el estanque de la Pureza del templo de Maat, y que si se colocan en la tumba de un ser amado, garantizarán su seguridad en la Sala del juicio.
—Nunca se ha hecho antes —meditó Norfret—. Y Shufoy, ¿para qué…?
—Tiene todo el oro y la plata que necesita —confirmó su esposo—, pero abriga el ambicioso sueño de convertirse en un mercader rico y poderoso. Su mente está tan activa como un foso lleno de serpientes: ya ha ingeniado remedios, amuletos, escarabajos, ocurrentes curas, filtros amorosos… —Amerotke resopló exasperado—; la lista es interminable.
—¿Y el templo de Set? —Norfret no estaba dispuesta a abandonar.
El magistrado bebió de su copa de vino. El tacto le hizo reconocer los motivos labrados en ésta, de sierpes que, enroscándose, se abrían camino por entre las plantas de un viñedo. Los recipientes, regalo de boda del hermano de Norfret, eran de plata y oro con incrustaciones de esmeraldas. Cuando su esposa las puso en la mesa, Amerotke supo enseguida que tramaba algo. Aquél as eran las copas que habían intercambiado, llenas de vino, la noche de su casamiento. El juez miró hacia su escritorio. Nunca olvidaría aquella noche, y sin embargo, en ese momento las copas le recordaban los cálices de alacrán custodiados en la Capilla Roja.
—El templo de Set… —Norfret hizo entrechocar con dulzura su copa y la de él—. Recuerdo una vez —señaló con melancolía— que vi el desfile de las Panteras del Mediodía. Recorrieron Tebas ataviados con toda su armadura. Los heraldos iban delante, anunciando sus proezas a los cuatro vientos, mientras que las hermosas doncellas lanzaban pétalos de rosa y plumas de avestruz de alegres colores flotaban a su alrededor. Y ahora han asesinado a uno de ellos. ¿Por qué, mi señor Amerotke? —su tono se hizo gélido.
—No lo sé —respondió él—. La guerra contra los hicsos ocurrió hace treinta años. Mientras caminaba hasta aquí, he estado reflexionando acerca de las dos conclusiones que estimo probables en relación con el asesino. En primer lugar, podría ser alguien de Avaris que haya viajado al sur con la intención de saldar viejas cuentas. Tal vez Merseguer tuviera cuando murió algún hijo de corta edad que prometiese vengarla. Con todo, no se me ocurre quién puede ser.
—¿Y si no?
—Alguien que esté ligado al regimiento de Set y a esos insignes verdugos de las Panteras del Mediodía.
—¿No les has preguntado dónde estaban cuando murió Balet?
—Lo haré mañana, aunque ya sabes cómo es esa gente: son personas poderosas que se mueven mucho. ¿Sabes? —Se arrellanó en su blando asiento y dejó que sus dedos jugasen con los relieves de sus brazos—. También sospecho de Shishnak, el sacerdote que se encontró con nosotros en el templo, un hombre de ojos astutos como los de un gato. No logro entender cómo mataron a Balet con tanto sigilo. Según nos han informado, la capilla estaba patas arriba como un campo de batalla.
—Y a la divina Hatasu no le gusta la situación, ¿no es así?
—En efecto: por esa razón está nerviosa como una mangosta.
—Muy buena descripción —se burló ella.
—Hatasu quiere tener contento al Ejército, y el pueblo no ha pasado por alto que, durante treinta años, hasta que ella sucedió a la doble corona, nuestros héroes tebanos habían estado a salvo. Nada debe estropear la armonía de la reina-faraón.
—A excepción de mi señor Senenmut.
Amerotke se inclinó hacia delante y puso un dedo sobre los labios de Norfret.
—Puedes hablar así conmigo —le susurró—; fiero nunca lo hagas con tus amistades.
—Esté o no en el trono —le espetó ella—, la divina Hatasu no me asusta.
El juez bajó la mirada para clavarla en la mesa. Su esposa albergaba serias dudas en lo concerniente a la soberana egipcia.
—Por muy reina-faraón, divina hija de Ra, verbo de su boca y encarnación de su voluntad que sea, sigue siendo experta en el engaño.
Amerotke llenó las copas de ambos.
—Así que mañana tenéis que ir a las Tierras Rojas.
—Sí.
—¿Y qué va a pasar con la dama Neshratta?
Él sonrió al tiempo que exhalaba un suspiro.
—¡Tan persistente como una mangosta!
—E igual de tenaz —añadió Norfret.
—Mañana por la mañana, Valu acudirá al tribunal, el director de mi gabinete anunciará que se ha aplazado la sesión y todos habrán de esperar.
—¿Es culpable? Venga. —Norfret se inclinó sobre la mesa—. Te prometo que la brisa no es una espía: no va a llevar nuestras palabras a mi señor fiscal.
Amerotke sabía que su esposa no estaba dispuesta a concederle tregua alguna, y también era muy consciente de cuan astuta era. Ella no iba a decir nada: lo que le confiase permanecería en secreto, aunque Norfret nunca perdía la oportunidad de burlarse de amigos y conocidos haciendo ver que sabía más de lo que en realidad le había sido revelado.
—Es un asesinato por demás curioso. —El magistrado se reclinó en su asiento y meció la copa en sus manos—. Por un lado están mi señor Peshedu, su esposa, mujer graciosa y rellenita, y sus dos hijas. Al parecer, Ipúmer los conoció durante un banquete en el que, si hay que dar crédito a los rumores, él y Neshratta se enamoraron perdidamente. Ella vive protegida de la realidad del mundo exterior. De ella sabemos todo lo que necesitamos conocer.
—¿Y qué hay de Ipúmer?
—Él sí que es un enigma. Era una persona insignificante, un forastero venido de Avaris. Llega a Tebas y, debido a un misterioso patrocinio, obtiene el puesto de escriba de la Casa de la Guerra. Por supuesto, no debemos olvidar que su pico de oro le reportaba grandes éxitos con las damas. Lo conocían bien las
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y las bailarinas, las putas y las cortesanas. También resultaba del agrado de Felima, y la mujer que le albergaba, Lamna, parece haber sentido cierta debilidad por él.
—¿Qué estás insinuando? —Norfret tomó una uva de la escudilla en que se hallaba el racimo y la introdujo con suavidad entre los labios de su esposo—. ¿Quieres decir —prosiguió— que alguien había planeado su encuentro con Neshratta?
—Eso creo. Sin embargo, por qué Ipúmer conocía a Neshratta sigue siendo un misterio. —Dicho esto, se enjuagó la boca.
—Y todavía tienes otro —indicó ella—: la propia hija de Peshedu, una princesa joven de la ciudad, de familia muy acaudalada, a la que tal vez reservaban un matrimonio más conveniente y que, por el contrario, prefiere ofrecer sus encantos a un escriba sobre el que no debía de saber gran cosa.
—Sí. —El magistrado sonrió—. Debería hacerte juez asesor de la Sala de las Dos Verdades. La próxima vez que se reúna el tribunal le haré a Neshratta esa pregunta. Por descontado, cabe la posibilidad de que sucumbiese a su atractivo: tal vez se enamoró de él sin más. El escriba, además, debió de personificar para ella un medio de rebelarse contra sus padres y sus designios.
—Puede ser —reconoció Norfret—. Pero ¿qué ocurrió después?
Amerotke alzó la vista al cielo. Estaba disfrutando con aquella conversación, tan útil para atar diferentes cabos sueltos.
—Tengo la impresión de que Neshratta es el ojito derecho de su padre, una niña rica demasiado consentida. Jugó a coquetear con Ipúmer e incluso tuvo su aventurita, mas acabó por cansarse y decidió poner fin a su relación.
—En ese caso, si los rumores son ciertos —declaró ella—, la dama Neshratta hizo saber al escriba que no quería volver a reunirse con él.
—Y él siguió insistiendo.
—¿Y qué? —preguntó ella con una sonrisa pícara—. En mis tiempos, mi señor Amerotke, no me faltaban pretendientes, y aun diría admiradores. Sin embargo, podían insistir hasta hartarse, que yo tenía claro a quién pertenecía mi corazón.
Él levantó la copa agradecido.
—Yo también me he planteado la misma pregunta —respondió—: lo único que tenía que hacer la dama Neshratta era mantener cerrados la ventana de su habitación y el portillo del jardín si quería librarse de las visitas de Ipúmer. Seguro que a su padre le habría encantado echarle los perros y hacer que lo persiguiesen sus criados.
—O tal vez algo peor.
—O tal vez algo peor —admitió Amerotke—. Basta una moneda de plata para comprar los servicios de un delincuente, y no faltan hombres y mujeres en Tebas dispuestos a matar a su propio hermano a cambio de una buena comida.
—¿Puede que fuera eso lo que pasó?
—No.
Amerotke le refirió sin ambages todo lo que había quedado claro en la sesión de aquella mañana.
—Sabemos con certeza que Ipúmer se dirigió a la casa de la Gacela Dorada. Sabemos también que alguien salió de la casa para encontrarse con él y que aquél fue quizás el momento en que fue asesinado. Me cuesta imaginar —prosiguió— que al llamar el escriba a la puerta saliese a recibirlo un asesino e Ipúmer se alejase con él en plena oscuridad.
—Entonces, debía de ser la dama Neshratta.
El magistrado sopesó con cuidado sus palabras.
—Valu habrá de demostrar que, la noche de su muerte, Ipúmer recibió veneno de manos de Neshratta o por orden de ella. De lo contrario, tendrá que dejar claro al menos dos cosas: que las anteriores recaídas de Ipúmer se debieron a un envenenamiento y que éste fue obra de…
—… Neshratta o alguien que actuaba en su nombre —acabó Norfret.
—Ahora bien —apuntó Amerotke, cada vez más animado—, si el abogado de Neshratta sabe lo que se hace, tratará por todos los medios de que el caso resulte lo menos claro posible. En realidad, creo que es lo que está haciendo. ¿Por qué iba a querer Neshratta asesinar a Ipúmer? ¿Cabe la posibilidad de que alguien estuviese molesto por el amor que le profesaba éste? ¿El señor Peshedu, tal vez? ¿Otro miembro de su familia? ¿No sería quizás una de nuestras celosas viudas, Lamna o Felima? ¿Algún misterioso forastero cuyo nombre desconocemos?
—Chantaje —propuso Norfret—. Tal vez Ipúmer pasó de seductor a chantajista.
—Es posible —concedió Amerotke.
—Es posible —repitió ella—. Ipúmer decidió que, si no podía tener a Neshratta, al menos debía recibir una compensación por su dolor. La persona con la que se reunió bien pudo haber sido la madre o el padre de la joven, o tal vez alguien en representación de la familia. No es difícil imaginar las amenazas del escriba: «O me llenáis de oro la bolsa o toda Tebas conocerá la facilidad con que se ha dejado seducir la dama Neshratta por un plebeyo».
—Quizá. Sin embargo, lo que sí ha demostrado Valu —la informó el magistrado mirándola de hito en hito— es que Neshratta compró el veneno que acabó con la vida de Ipúmer. Mi señor fiscal es rápido y astuto: tiene agarrados los dos extremos de una cadena —levantó una mano— y está tratando de cerrarla en torno a Neshratta. Sospecho que aprovechará el aplazamiento para seguir excavando como los chacales.
—¿Puedes interrogar a la sospechosa?
—Antes de que empezase el caso, sí; ahora… —Meneó la cabeza—. Valu no dudaría en protestar. En este momento, la cuestión está ante los tribunales, y allí deberá resolverse si no cambian las circunstancias.
—¿Qué sucederá si se demuestra su culpabilidad? —Norfret había dejado de jugar.
Amerotke hizo una mueca.
—Nadie ignora lo que dicta la ley del faraón: quien envenena a otra persona de modo deliberado y malicioso debe sufrir todo el peso de la justicia y ser enterrado vivo en las Tierras Rojas. —Al vislumbrar el horror que asomaba a los ojos de Norfret, añadió—: Pero estoy persuadido de que no se llegará a tal extremo: Meretel parece un buen abogado.
—Y Valu no lo es menos.
El magistrado estaba a punto de responder cuando oyó gritar a Shufoy y corrió hacia las escaleras.
—Mi señor, tienes visita.
Amerotke interrogó a Norfret con la mirada, y ella le dio permiso sin pronunciar palabra.
—Es Chula, el sacerdote del templo de Set.
El enano terminó de subir la escalera seguido del recién llegado. Se había envuelto en una estola bordada y llevaba la cabeza cubierta con la capucha. Tras retirarla, dedicó una honda reverencia a la dama Norfret y miró ojeroso al magistrado.
—Siento importunarte, mi señor, pero las órdenes de la divina en lo tocante a este asunto son muy explícitas.
Norfret dio una palmada y pidió a Shufoy que acercase una silla a la mesa. Entonces tomó al sacerdote de la mano y lo invitó a sentarse con un gesto. Para ganarse aún más su buena disposición, lo instó a comer y beber antes de comenzar. Sin hacerse de rogar, Chula tomó con delicadeza un trozo de pato asado, en tanto que Amerotke y su esposa simulaban reanudar una simple cena. El sacerdote tomó un sorbo de vino y se aclaró la garganta.
—Que aquel que lo oye y lo ve todo extienda su protectora sombra sobre vuestras cabezas —y volviéndose con una amable sonrisa dibujada en el rostro severo, añadió—: y que os albergue bajo su ala.
Norfret agradeció la bendición al religioso.
—Mi señor, debo disculparme de nuevo —declaró antes de entrar en materia—, pero traigo noticias interesantes. En primer lugar, la
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que fue arrojada al Nilo atada de pies y manos después de recibir una paliza estaba embarazada.
Hizo caso omiso del grito de terror sofocado de Norfret. El asesinato de una madre encinta constituía un pecado horrible por el que los Devoradores de Almas exigían un castigo eterno.
—¿Estás seguro? —preguntó Amerotke.
—Soy médico. Lo descubrí al comenzar su embalsamamiento. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Tal vez no llevaba más de dos meses de gestación, mi señor. He entonado una plegaria ante la estatua de Anubis para pedir venganza. Mi esposa y yo daríamos años de nuestra vida por tener un hijo. Ahora, como sabes, se entregará el cuerpo de la joven al templo de Anubis para que celebren sus honras fúnebres, pues danzaba para este dios. He ido allí esta misma noche y he hecho otras averiguaciones. Al parecer, era una
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reservada y retraída. Por lo general se hallaba sola, mas tenía un secreto.
—¿Un amante?
—Sí, mi señor, si bien nadie sabía de quién se trataba. Todo indica que se escabullía de cuando en cuando con el fin de encontrarse con él en algún lugar acordado. Dado que mantenían en secreto su relación, supongo que él debía de ser un hombre casado.