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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (14 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—Sabes que tengo derecho a hacerlo —respondió Amerotke.

—¿Buscas algo en concreto?

El juez se detuvo al oír en el piso de arriba a un cantor que, al tiempo que rasgueaba su lira, entonaba una canción de amor tan melodiosa como tranquilizadora.

—Idea mía —aclaró Valu—. Después de un agotador día de trabajo, mi señor Amerotke, no hay nada como descansar sobre cojines, comer y beber en tanto que la mente y el alma se entregan a la divina música, ¿no es verdad? Pero te he preguntado…

—Te lo diré cuando lo encuentre.

El fiscal hizo un mohín, se dirigió a la entrada, llamó al escriba y le dio una serie de instrucciones en voz baja. Con un gesto burlón, indicó al magistrado que siguiese a su mensajero.

—Encontrarás todas sus pertenencias.

Amerotke le dio las gracias sin gran efusión y siguió al escriba al interior. Bajaron algunos escalones hasta llegar a algo semejante a una bodega de reducido tamaño iluminada por antorchas y lámparas de aceite. Tras recoger una cuchilla de las empleadas para cortar papiro, el escriba se dirigió a uno de los enormes cestos que allí había dispuestos, cortó el sello y retiró la tapa.

—Los bienes de Ipúmer —anunció—, escriba de la Casa de la Guerra. Lo esperaré fuera, mi señor.

Ayudado por Shufoy, Amerotke sacó los efectos personales del difunto. No eran demasiados: un monedero, una bolsa, un cinturón, anillos, una faja de brocado y diversas prendas. En el interior de un zurrón encontraron cálamos, recipientes de tinta, un rollo de papiro sin estrenar, brazaletes y otras joyas. El magistrado sopesó su valor.

—Uno espera más —declaró— de un escriba que goza de un puesto elevado en la administración.

De pronto le llamó la atención un disco de plata y no dudó en recogerlo.

—¡Por la vida de Maat! —exclamó antes de entregárselo a Shufoy—. Es un medallón fabricado por los hicsos. El general Balet recibió uno semejante antes de morir. ¿Qué sentido tiene que Ipúmer tuviese otro?

Puso a su criado al corriente de lo sucedido durante la reunión con Hatasu, y éste lanzó un silbido entre dientes.

—Pero eso no…

—¿No qué?

—No tiene sentido, amo. Ipúmer procedía de Avaris, que antaño fue la capital de los hicsos, y llevaba este medallón. Si aún viviese, podrías arrestarlo en calidad de presunto asesino; sin embargo, por lo que he podido comprobar en el juicio, el joven estaba más interesado en la hermosa hija de Peshedu que en llevar a cabo una venganza. Y con todo, si no te he entendido mal, el medallón parece relacionar al difunto con el misterioso asesino que ha prometido vengarse de las Panteras del Mediodía.

Amerotke se mostró de acuerdo y siguió buscando sin hallar ningún otro elemento sospechoso. Ipúmer había surgido de la nada, sin ser apenas nadie, sin tener pasado ni amigos de verdad. Tampoco se había procurado ninguno de los onerosos bienes propios de los escribas: estatuas, jarrones, muebles… Daba la impresión de que hubiese llegado a Tebas y se hubiese alojado con la viuda Lamna para vivir al día mientras trataba por todos los medios de poseer a la dama Neshratta.

Llamaron a la puerta y Valu entró en la habitación.

—Has encontrado algo, ¿no?

Amerotke le habló del medallón, y el fiscal se mostró sorprendido.

—No he podido evitar preguntarme qué estaba sucediendo —declaró con un amago de sonrisa—. La divina me ha enviado un mensaje por el que me ruega que no investigue el asesinato de Balet. Al parecer, lo ha reservado para ti. —Tomó el medallón de la mano del magistrado.

—¿Qué más sabes de Ipúmer, mi señor fiscal? Al cabo, tú eres los ojos y los oídos del faraón.

Valu se sentó en un taburete situado a un lado de la entrada. Se arremangó las vestiduras para rascarse la nudosa rodilla e hizo una mueca de dolor a causa de un espasmo estomacal.

—Estaba empezando a desear —reconoció con lentitud— no haber aceptado este caso. En un principio pensé que estaba tan claro como un trozo de vidrio: Ipúmer estaba loco de amores por Neshratta, mujer taimada y traidora; ella acabó por cansarse de él y decidió poner fin a su vida.

—¿Y ahora?

—Y ahora, mi señor juez, no estoy tan seguro. Ipúmer vino de Avaris. Debió de llegar con buenas referencias, credenciales o cartas de recomendación. Tal vez después de entrevistarse con algún alto cargo logró que aprobasen su solicitud para trabajar como escriba. Sin embargo, cuando acudí a la Casa de la Guerra y pregunté al archivero…

—Los papeles de Ipúmer habían desaparecido.

Valu asintió con la cabeza.

—Por más empeño que pusimos, el encargado del archivo fue incapaz de encontrarlos: alguien se había deshecho de ellos de un modo deliberado, y cuanto más pensaba en ello el archivero, más persuadido estaba de que debía de haberlo hecho el propio Ipúmer. —Tras una pausa, añadió—: Nada más. Pese a sus dolencias intestinales y su vida amorosa, el muchacho demostró ser el escriba ideal. Raras veces se ausentaba de su deber, llegaba tarde o bebido, o se mostraba insubordinado.

—Y, por supuesto, tenía permiso para ir a donde él quisiera.

—En efecto.

—Así que llega a Tebas —siguió diciendo Amerotke—, sólo los dioses saben por qué razón, y consigue el puesto que ansia. Halaga a sus superiores y los mantiene satisfechos, y cierta noche, tal vez igual que ésta, cuando todos están cansados y distraídos, se cuela en la sala de los archivos y elimina de allí todo rastro de sí mismo.

—No había nada —asintió Valu—. ¿Sabes cómo reciben los escribas su nombramiento, mi señor? Todos los detalles concernientes a cada uno se describen en rollos de papiro que se almacenan, año tras año, en grandes cestos de caña. Yo empleo, al igual que tú, un sistema similar. A no ser que ocurra algo extraordinario, nadie se preocupa en realidad por ellos. Los pormenores de un escriba de la Casa de la Guerra no interesan demasiado al faraón ni a su círculo real: apenas tienen para ellos más importancia que las motas de polvo que vemos danzar a la luz del sol.

—De cualquier modo, si llegó de Avaris, debió de traer consigo algún tipo de carta de identificación procedente de la Casa de la Vida de un templo de Avaris.

—Ya sé lo que quieres decir —Valu se puso en pie y emitió un suave eructo—, sin embargo, me reclama mi estómago. Voy a enviar a un mensajero a Avaris. Soy los ojos y los oídos del faraón, y si yo no soy capaz de descubrir quién era ese tal Ipúmer, nadie podrá hacerlo. —Con un gesto, abarcó los bienes del difunto—. Mi escriba se encargará de recoger todo esto. Que tengas buenas noches.

Poco después, Amerotke y Shufoy salieron de la Casa del Millón de Años y se introdujeron en la grandiosa carretera elevada. En ella encontraron un buen número de mercenarios con sus armaduras características: shaduana con grotescos cascos atados; dakkari con tocados a rayas y escudos redondos de bronce colgados a la espalda; kysliitas de largas capas, cinturones exornados y tatuajes azules y rojos que cubrían su piel negra, y nubios de color azabache ataviados con faldel ines de piel de leopardo y tocados de plumas, cuyas armas descansaban apiladas junto a ellos. Eran los guardias de Valu, su escolta y, cuando era necesario, su policía. Sólo respondían a sus órdenes. Si quería arrestar a alguien, llevárselo en plena noche, estos soldados asalariados daban muestras de su destreza. Se quedaron mirando a Amerotke, y Shufoy los devolvió a la tranquilidad al anunciar con voz estentórea la identidad de su amo.

Los visitantes salieron por una puerta que daba a la plaza del mercado. Algunos puestos seguían abiertos, y las casas de comidas no daban abasto para alimentar y dar de beber a quienes habían pasado todo el día trabajando. El aire de la noche transportaba el olor de la carne fresca de las gacelas y los íbices que habían llevado los cazadores para que los destriparan, limpiaran y dispusieran en tiras sobre enormes parrillas que descansaban en candentes lechos de carbón. Aquellas emanaciones habían congregado a la legión de pordioseros que infestaba la ciudad. Se sentaban con los dedos huesudos extendidos e imploraban sustento y limosna. No muy lejos, un grupo de borrachos cantarines entonaba un himno a Amón:
El que escucha.
Un médico especialista, de los llamados «guardianes del ano», se acercó corriendo, proclamando a voz en cuello que poseía un remedio eficaz para los forúnculos internos y las hemorroides, aunque no tardó en escabul irse al ver a Shufoy levantar la sombrilla con gesto amenazador.

El magistrado tornó del hombro a su sirviente y lo obligó de este modo a abrirse camino entre la multitud hasta llegar a la avenida pavimentada de basalto que serpenteaba en dirección a las puertas de la ciudad, dominada por dos atalayas dispuestas sobre imponentes pilares. Se hallaba de guardia un cuerpo del regimiento del Ibis, cuyas grebas y petos brillaban a la luz de las antorchas. Desde una de las torres bramó una concha anunciando que quedaba una hora para que se cerrasen las puertas de la ciudad, que no volverían a abrirse hasta el día siguiente.

Amerotke y Shufoy las atravesaron y recorrieron una carretera elevada flanqueada por árboles que transcurría junto a la mural a de la ciudad. A la derecha del magistrado serpeaba el Nilo, brillante como una colosal culebra sobre la que cabrilleaban las luces de las embarcaciones de los mercaderes, desesperadas por arribar a un amarradero seguro. Entrada la noche, el río se trocaba en un lugar diferente. Los esquifes de los piratas acechaban a los incautos ocultos entre la exuberante maleza de los papiros.

Shufoy se detuvo para oír los estridentes cantos de las aves nocturnas y otros sonidos más amenazadores y profundos. A sus oídos, sin embargo, no llegó otra cosa que el atronador gruñido de los hipopótamos y, de cuando en cuando, el gañido de los chacales que hurgaban en busca de comida.

—¿Qué ocurre? —Amerotke salió de su ensimismamiento y, parando mientes en que había dejado atrás a su criado, volvió sobre sus pasos.

Shufoy se agarró a la mano de su señor y miró hacia arriba.

—Estoy de acuerdo con la señora Norfret, amo: deberíamos traer escolta cuando recorramos esta carretera. ¿Qué te parece Asural, dios de la guerra? ¿Eh? Sería capaz de ahuyentar incluso a un cocodrilo.

—¿Estás intranquilo? —le preguntó el juez.

Shufoy dirigió la mirada hacia el trecho que habían recorrido.

—Siempre lo estoy, amo, cuando caminamos por aquí a estas horas de la noche.

—No hay de qué preocuparse.

Amerotke reanudó la marcha. Entraron en la aldea de los Desaliñados, habitada por campesinos que habían acudido en masa a la ciudad. Demasiado pobres para comprar piedra de construcción, extraían barro de las riberas del Nilo, lo secaban y erigían su propio laberinto de mezquinas casas vecinales de una sola planta que no sólo daban cobijo a trabajadores de las canteras, sino a fugitivos de la justicia. Shufoy odiaba aquel lugar. El magistrado, empero, insistía en hacer siempre la misma ruta a pie, por lo que pocos se extrañaban de verlo caminar por allí. Las gentes que se arracimaban en las entradas de las casas se hallaban enfrascadas en los fogones y preñaban el aire del acre olor del pescado frito, la cerveza barata y el pan de sabor fuerte que solían cocinar. Algunos alzaban la vista para pronunciar el nombre de Amerotke al tiempo que levantaban la mano a modo de salutación. En estos casos, el juez respondía con ademán alegre. Como siempre, antes de abandonar aquel lugar se toparía con el corrillo de niños desnudos y sucios que lo seguiría para recibir su acostumbrada recompensa.

—Si venís mañana —les dijo sonriendo— a la hora décima, en la entrada lateral de mi casa, os darán fruta y otros alimentos.

Amo y criado subieron la colina que daba al Nilo, y Amerotke se detuvo en lo más alto para disfrutar del aire fresco y renovado de la noche. Entonces volvió la mirada a las titilantes luces del poblado. Constantemente, cuando se reunía el círculo real, Amerotke instaba que se hiciese algo por la aldea de los Desaliñados.

—Crece por semanas —declaraba—, y se ha convertido en el refugio de todos los malhechores y criminales de Tebas.

Ésta era una de las cuestiones en las que su opinión coincidía con la del señor Valu. Amerotke bajó la mirada para contemplar el río. Estaba acostumbrado a ver desfilar por la Sala de las Dos Verdades a delincuentes de la aldea.

A decir verdad, las personas como la dama Neshratta e Ipúmer provocaban en Amerotke una honda preocupación. Sin embargo, ningún sentimiento de lástima podía apartarlo de su determinación de encontrar la verdad. Si Neshratta había asesinado a Ipúmer, si lo había envenenado de un modo bárbaro, habría de pagar cumpliendo la pena correspondiente. Tebas se estaba tornando más rica y poderosa a medida que el oro, la plata y las piedras preciosas procedentes de las minas del Sinaí fluían como la corriente de un río hacia la ciudad. Las embarcaciones mercantes de Hatasu alcanzaban lugares cada vez más remotos. Los nubios, libios, kushitas y aun los poderosos mitanni de más allá del desierto pagaban generosos tributos. Toda esta riqueza traía consigo sus propios inconvenientes. Así, la criminalidad era cada vez mayor, no sólo entre los ladrones y vagabundos que llegaban en bandada a la ciudad, sino también entre los más acaudalados. Los asesinos profesionales, el temido gremio de los amemetes, los destructores, habían vuelto a aparecer y, a decir de los espías de Amerotke, su actividad aumentaba cada vez más.

El magistrado miró al otro lado del río, a la Ciudad de los Muertos. Si la dama Neshratta era culpable, debía imponerle un castigo ejemplar. Pero dudaba mucho que aquella causa fuese tan sencilla. Peshedu era un hombre muy rico, y su hija podía tener todo cuanto desease. Tal vez consideraba indigno de ella a un hombre como Ipúmer, pero, si quería asesinarlo, ¿por qué había de arriesgarse a hacerlo por sí misma? ¿Y qué decir de Peshedu? Tenía que haber sabido que el modo en que murió el escriba originaría un gran escándalo. Con tan sólo pasearse por el muelle habría podido contratar a toda una cuadrilla de asesinos dispuestos a cortarle el cuello por una moneda de plata. ¿Por qué iba a arriesgarse la dama Neshratta a hacerlo con sus propias manos? Era indudable que el joven había sido envenenado tras visitar la casa de la Gacela Dorada. Alguien se había reunido allí con él, pero ¿quién?

—¿Y por qué se arriesgó de esa manera? —murmuró.

—Nosotros sí que estamos afrontando un riesgo nada despreciable —apuntó quejicoso Shufoy—. Amo, quiero volver a casa. Mi barriga cree que me han cortado el cuello.

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