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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (17 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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Amerotke convino moviendo ligeramente la cabeza.

—Con todo, en cierta ocasión, la muchacha confesó que su amante, quien lo más probable es que fuese también el padre del niño, era un alto mando del Ejército de la divina. La amiga que tenía en el templo no quiso creerla, y ella respondió acalorada que él no era sólo un oficial, sino uno de los héroes de Egipto, un verdugo de Set, un miembro de las Panteras del Mediodía.

—¿Estás seguro?

Chula asintió y bebió de su copa de vino sin apartar sus ojos de los de Amerotke.

—Estás hablando con el guardián de los muertos, consagrado al culto de Anubis, y nadie que esté a su servicio osaría engañarme. He interrogado a la joven hasta la saciedad y me ha repetido siempre la misma historia: no creo que esté mintiendo.

Amerotke silbó entre dientes.

—Sí que son noticias interesantes —musitó—, y podrían explicar su asesinato. —Miró a su esposa—. Una muchacha del templo queda embarazada y se torna insistente, tal vez incluso amenazante. Por ende, la matan junto con el bebé que lleva en su interior. No pongo en duda tus palabras, guardián de los muertos; pero la
heset
fue asesinada como si fuese la víctima de un sacrificio de los que solían celebrar los guerreros hicsos.

El juez elevó la vista al cielo. Las estrellas parecían más cercanas, y se preguntó si sería un engaño de la noche o si quizás había bebido demasiado vino. Tal vez fuese algo que pudieran explicar quienes estudiaban los cielos en la Casa de la Vida. Cerró los ojos y meditó sobre las palabras del guardián de los muertos. No dejaba de tener cierta lógica por sí mismo. Una joven
heset
del templo, seducida por un militar, olvida, durante la exaltación de la cópula, tomar las precauciones de costumbre para evitar concebir. O tal vez planea no dejar escapar a un amante que le ha exigido siempre una discreción total en lo tocante a su relación. Se produce un enfrentamiento; el amante pierde los estribos y la asesina de un modo salvaje. Pero ¿qué relación guarda este crimen con el asesinato de Balet?

—Tengo más noticias, mi señor.

Amerotke se frotó los ojos.

—El escriba Ipúmer está listo para ser enterrado. Los gastos de sus exequias corren por cuenta de la Casa de la Plata. De cualquier modo, mientras preparaba el cadáver —el guardián de los muertos se removió en su asiento—, reparé en un tatuaje cuyo pigmento se había desvanecido un poco, y logré trazar su perfil con ayuda de algunas pinturas.

—¿Y?

—Eran dos mazas de guerra cruzadas. —Chula sonrió al ver la expresión de los ojos de Amerotke.

—¡El símbolo de la nobleza de los hicsos! Entonces, nuestro escriba no era egipcio de nacimiento, ¿no?

—Tal vez —convino el sacerdote—. Quizá fuese el hijo de un alto mando de los guerreros hicsos y una mujer egipcia. Tras la toma de Avaris por las huestes del faraón debieron de quedar muchos huérfanos.

—Sí, y cualquiera que esté en sus cabales haría lo que fuese por esconder un tatuaje como ése.

—Y eso fue precisamente lo que hizo Ipúmer —declaró Chula—. Por lo poco que sé, debieron de hacerle el tatuaje poco después de su nacimiento, y tal vez no tenía más de un año cuando trataron de eliminarlo. Ipúmer debía de frisar en la treintena, lo que significa que nació en la época de la derrota de los hicsos.

Amerotke alargó la mano hasta tocar la copa del sacerdote.

—Has hecho un buen trabajo, amigo.

Al rostro adusto de Chula asomó un claro rubor.

—Te has tomado muchas molestias —siguió diciendo el juez— para traerme nuevos datos, y debo insistir en que te quedes esta noche en casa a fuer de invitado. El templo de Set seguirá en su sitio mañana por la mañana. ¿Tienes más noticias?

—Sobre la
beset,
no. Pero no he podido menos de fascinarme con Ipúmer. No hay tebano que no tenga una teoría acerca de su asesinato. Como sabes, mi señor, durante el proceso de embalsamamiento extraemos todos los órganos internos para limpiarlos e introducirlos en canopes. En su caso los he estudiado con detenimiento, y a mi entender —miró a Norfret, que lo escuchaba con gran fascinación—, Ipúmer tomaba opiatos, aunque no tengo pruebas para demostrarlo.

—¿Opiatos?

—Para qué, mi señor, no lo sé. Para dormir, para soñar… El jugo de la amapola y de otras hierbas puede cambiar la conciencia, hacer que uno se sienta feliz. Tal vez el dato pueda serte de utilidad.

—¿En qué sentido? —quiso saber Norfret.

—Una teoría de la que no he hablado —le hizo saber Amerotke— tiene que ver con el carácter irascible del que podía dar muestras Ipúmer de cuando en cuando, y sobre todo en lo que tuviera que ver con la dama Neshratta. Meretel, no es ningún secreto, podría argumentar que Ipúmer se suicidó, tomó el veneno de forma deliberada con el fin de que se culpase a Neshratta de su muerte y la esperanza de que su
ka
la atormentara.

—¡Qué estupidez! —espetó Norfret.

—Para ti, para mí y para nuestro convidado, tal vez —repuso el juez—; pero no para un hombre con la mente trastornada y que toma drogas por el motivo que sea. —Tomó en su mano la copa de vino—. Esto sí es confidencial: cuanto más sé acerca de Ipúmer, mayores son mis sospechas de que su muerte está vinculada a la de Balet, aunque no acabo de ver cómo ni por qué. Ahora parece evidente que Ipúmer era de la misma sangre que los hicsos. El que viniese a Tebas para hacer la corte a la hija de un guerrero que había colaborado en la destrucción de su pueblo no puede ser, en mi opinión, una simple coincidencia. —El magistrado sonrió al guardián de los muertos—. Lo que quiero saber es si vino por iniciativa propia o si lo trajo otra persona. —Llenó la copa del religioso—. Tú eres médico: ¿sabes si hay muchos hicsos en esta ciudad?

Chula hizo un mohín.

—Ese nombre identifica un buen número de tribus. Algunos de los que así se llaman son de origen hitita y llegaron de más allá del Sinaí. Durante la estación de la hiena contrajeron matrimonios mixtos, y no faltaron egipcios que se cambiaran de bando para jurarles lealtad a ellos. Es posible. Hace treinta años prosperó en Tebas una sociedad secreta que los respaldaba y aseguraba estar llevando a cabo una guerra secreta contra los conquistadores de Egipto.

—Nunca había oído hablar de ellos.

—Era una organización secreta —rió Chula—, aunque no muy peligrosa, y tuvo cierto éxito aquí y en Menfis. La guardia del faraón y el paso del tiempo la hicieron desaparecer como el rocío bajo el sol. ¿Crees, mi señor, que ha podido resurgir esta sociedad?

Amerotke meneó la cabeza en señal de negación.

—Conozco los informes de la policía: hablan de asesinos, contrabandistas y hombres taimados; pero no mencionan en absoluto a los hicsos. Forman parte de la historia, están tan muertos como la arena del desierto. —El juez se estiró—. Mañana será otro día —y, mirando a Chula, añadió—: No voy a regresar al tribunal: he de ir al oasis de Ashiwa. —Entonces se dirigió a su esposa—. ¿Sabes lo que guarda ese lugar para mí? —Alargó su mano para tomar la de Norfret.

—El oasis de Ashiwa —repitió Chula; de su semblante había desaparecido todo rastro de buen humor—. ¿No es un lugar demasiado peligroso, mi señor?

—¡Qué va! Está a tres leguas al nordeste de Tebas: una isla de agua en medio de un desierto de arena y un sol asfixiante. ¿Por qué lo preguntas?

—A la anochecida han llevado al templo el cadáver de un mercader al que habían atacado y causado heridas graves cerca de allí. Lo recogieron los exploradores del desierto, si bien murió poco después. Según él, lo había atacado una banda de nómadas de las dunas no lejos del oasis.

Norfret dio un apretón a la mano de su marido.

—Pueden agredir a un mercader solitario —manifestó Amerotke para tranquilizar a su esposa y a su invitado—, pero no creo que se atrevan con un escuadrón de carros de guerra.

Soltó la mano de Norfret, se dirigió al borde de la azotea y observó los jardines que se extendían a sus pies. En las Tierras Rojas eran frecuentes los ataques y las emboscadas; sin embargo, lo que lo preocupaba eran los dos misterios con los que había de enfrentarse. Se preguntó qué encontraría en el oasis. En silencio, se juró que se encargaría él mismo de los interrogatorios cuando volviese a reunirse el tribunal. La clave del asesinato de Ipúmer podía resolver asimismo el misterio de aquellos que parecían haberse propuesto asesinar a los verdugos de Set.

C
APÍTULO
V

Luces y te muestras día tras día.

Eres el señor eterno.

Surcas la noche en tu barca.

Dominas las aguas que cruzan los cielos.

El horizonte está a tus pies; detrás de él habitas.

Toda vida es tuya.

Eres el señor de la luz.

El cetro no caerá de tu mano.

Moras en la Casa del Millón de Años.

Nos mandas los cuatro vientos, que nos dan aliento y vida.

Eres señor del fuego que vive en la verdad.

Dominas lo eterno y creas dicha.

Dios de tu santuario, señor de los banquetes.

Señor de las matanzas que calmas las tormentas.

L
a voz del sacerdote era poderosa y vibrante, y se elevaba al cielo azul teñido a la sazón del oro líquido del sol, que se alzaba en todo su esplendor y transformaba con sus rayos las oscuras rocas de las Tierras Rojas en seres de llamativos colores. Amerotke y los demás se ahinojaron sobre las alfombrillas de oración con la cabeza humillada y las manos extendidas mientras adoraban al dios Ra, que surgía tras su viaje nocturno por el mundo de los muertos: un momento solemne y callado. Los gritos del desierto se apagaron; en la bóveda celeste no se veían siquiera buitres, las gallinas del faraón. El magistrado musitó sus propias plegarias y, tras levantar la cabeza, empleó la mano a modo de visera. Entonces miró a su izquierda y rezó a Amón-Ra, el que enviaba su aliento, el dulce viento del norte, que siempre llegaba al amanecer y desaparecía cuando el calor era más abrasador.

El escuadrón de carros estaba listo. Las armaduras bruñidas de los vehículos destellaban al sol crepuscular. Los caballos, magníficas parejas de los establos del faraón, permanecían maneados, y los aurigas les hablaban con dulzura. Cada uno de los treinta carros que conformaban el pequeño escuadrón llevaba un cochero y un soldado. Este iba armado con arco y flechas, y podía además utilizar los venablos colocados en los carcajes que el vehículo llevaba en los costados.

Karnac se levantó cuando los rezos se acabaron. Entonces apagaron en silencio la hoguera que habían encendido a la sombra de un grupo de datileras. Se llenaron los pellejos de agua; los
teyen,
o automedontes, se dispusieron a inspeccionar las ruedas, las lanzas, los arneses y las riendas. Nadie ignoraba las noticias de los ataques recientes perpetrados por los nómadas de las dunas. Karnac había decidido no correr riesgo alguno. El general subió al carro que iba en cabeza, tirado por dos excelentes yeguas negras.

Amerotke se ajustó el casco de cuero endurecido por la parte alta para que sirviese de protección, no tanto contra un posible ataque, sino en el caso de que saliera despedido del carro en una de las sacudidas. Acto seguido subió al vehículo que se le había asignado, conducido por un joven lampiño que le sonrió al tiempo que le guiñaba un ojo. Se aferró a la barandilla de bronce y afianzó sus pies sobre el suelo de cuero. El auriga tomó las riendas y aguijó a las caballerías. El escuadrón comenzó a avanzar y se desplegó para formar una larga línea.

La quietud de la mañana quedó rota por el duro rechinar de las ruedas, el relincho de los caballos y los gritos de quienes los guiaban. La formación ofrecía un espectáculo deslumbrador: cada, carro estaba tirado por una pareja armoniosa decorada con plumas del color de la sangre, insignia del escuadrón del Buitre, adscrito al regimiento de Set. Nebámum llevaba las riendas del carro de Karnac, así como el estandarte del regimiento, en el que podía verse al pelirrojo Set dibujado sobre un fondo negro y que flameaba fuertemente a causa de la brisa matutina. Amerotke sabía lo que iba a pasar: el escuadrón era una unidad de élite que se preciaba de su velocidad y destreza, y tal como había advertido a Shufoy al salir en dirección a la ciudad, el viaje a Ashiwa no iba a consistir precisamente en una procesión majestuosa. Se había negado en redondo a que lo acompañase su criado: era tan pequeño que las sacudidas de los carros ya lo habían hecho caer en otras ocasiones; de modo que le asignó, junto con Prenhoe, otras tareas que, según esperaba, les impedirían hacer de las suyas.

El auriga hizo chasquear las riendas con suavidad, y el vehículo aceleró hasta ponerse a la altura de los demás. Amerotke se esforzó por relajarse. A su mente acudió la cena de la noche anterior, y no pudo evitar sonreír al recordar la dulzura con la que había dado Norfret las buenas noches al guardián de los muertos para retirarse a sus aposentos privados.

—¡Arre! —El automedonte aguijó a las yeguas con más vigor.

En algún lugar de la línea, el sacerdote que los acompañaba entonó el himno militar a Set:

—¿Quién ahuyenta a las serpientes?

—¡Mi señor Set! —le respondió un clamor.

—¿De quién no podemos ver el rostro por miedo a morir?

—¡De mi señor Set! —bramaron las voces a coro.

—¿Quién es despiadado en la batalla?

El magistrado se mantuvo en silencio en tanto que Karnac y el resto de las Panteras del Mediodía guiaba al escuadrón por medio de este canto triunfal. Tras cada verso, la línea de carros aumentaba la velocidad. El auriga del suyo tenía ya el látigo en la diestra, mientras que, tenso por el entusiasmo, asía las riendas con la siniestra. La formación, poco antes armónica, comenzaba a desintegrarse con el chasquido de las fustas, el retumbar de las ruedas y el batir de los cascos, semejante al sonido de una caja.

El sol empezaba a elevarse, y el frescor matutino había desaparecido. El desierto rocoso se estaba tiñendo de un color apagado similar al de la sangre. El viento se había calentado y llegaba cargado de granos de arena. Amerotke se subió el pañuelo que llevaba alrededor del cuello para que le cubriera la nariz y la boca, y el auriga hizo otro tanto. El juez estaba sobrecogido por la música inquietante que surgía del escuadrón: el restallido de los látigos, el crujir de las ruedas, el paso cada vez más veloz de los caballos… Sintió un hormigueo de emoción y, recordando el número de veces que había cabalgado en la línea de carros, se apercibió de que la sensación era siempre única.

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