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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (32 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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En ese preciso instante, lanzó el bumerán en la dirección de la presa que había estado acechando. El arma la alcanzó de pleno y regresó describiendo una graciosa curva. Peshedu no pudo evitar enorgullecerse de su destreza. Mientras el criado determinaba el lugar en que había caído el ave, recogió el bumerán con la mano izquierda dejando escapar un rugido de placer. El sirviente se acercó remando y recuperó la presa con la ayuda de una amplia red. Acto seguido se la entregó a Peshedu, quien la examinó y admiró sus brillantes plumas antes de colocarla con el resto.

—¿Me sitúo en el centro de la corriente, mi señor?

—Ahora.

Peshedu se sonrió de manera algo forzada. Su fámulo parecía nervioso; tal vez desconfiaba de los hipopótamos que descansaban entre los papiros y de los cocodrilos de morro alargado. Éstos debían de estar ahítos, y no regresarían al río hasta haber recibido del sol el calor suficiente o hasta que los atrajese alguna presa. Allí era mayor la frescura.

El general se balanceó con cuidado. Se sentía capaz de pasarse allí el día entero. ¿Por qué no lo hacía? En aquellos parajes no podía amenazarlo nadie: era fuerte, valiente, y estaba bien armado. Recordó las advertencias de Amerotke y frunció los labios. No pensaba acatar ninguna orden proveniente de ese burócrata. Se puso en cuclillas a fin de disminuir la tensión de sus piernas. En algo estaba de acuerdo —o casi— con el magistrado: el asesino que los estaba acosando tenía algo que ver con el regimiento de Set. De cualquier modo, le resultaba difícil admitirlo. Se colocó el sombrero de paja sobre el cráneo liso para protegerse del sol. Lo había decidido: se quedaría allí todo el día y después remontaría el río para visitar el templo de Anubis. Le había echado el ojo a una
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joven y ágil, y no podía dejar de pensar en sus largas piernas, su breve cintura y aquellos deliciosos pechos esculturales. Se bañaría y cambiaría de ropa, y ella lo ayudaría. Entonces compartirían una jarra de vino en una de las discretas casas de comidas cercanas al templo.

Lo sobresaltó el rugido de un hipopótamo. En el interior de la mata de papiros se oyeron un quebrar de ramas y cierto revuelo. El criado miró alarmado por encima de uno de sus hombros.

—General Peshedu, deberíamos volver al centro de la corriente.

Al recibir la aprobación de su señor, giró con gran habilidad la embarcación y la hizo avanzar por las aguas. Remaba con vigor, por lo que no tardaron en alejarse de los papiros. Peshedu miró hacia su izquierda y sintió que se le erizaba el vello. A su costado, cortando las aguas en paralelo a ellos y a tan sólo unos metros de distancia, navegaba otro esquife. Uno de sus ocupantes bogaba, mientras que el otro se hallaba de rodillas mirando en su dirección. Peshedu vio horrorizado que empuñaba un arco. La flecha que salió de él surcó el aire y pasó entre él y su criado. El general buscó a tientas en el fondo del esquife su propio arco, lo agarró y levantó la mirada. Aquellas dos figuras negras semejaban Devoradores surgidos de ultratumba. Otro proyectil cruzó el aire y fue a clavarse en la garganta del criado, cuyas convulsiones hicieron que la embarcación se sacudiese. Peshedu trató de coger el remo antes de que cayera de los dedos inertes del desdichado, pero era demasiado tarde: la pala cayó al agua y el sirviente se desplomó hacia atrás con la mirada vacía clavada en el cielo.

Peshedu tomó su arco, pero la siguiente flecha le alcanzó de pleno en el pecho, con tal fuerza que le hizo perder el equilibrio y caer al agua. El dolor era muy intenso. Pudo ver su propio cuerpo flotando y sintió la boca llenarse de agua. Había perdido la fuerza de brazos y piernas. Trató de darse la vuelta moviendo el tronco y vislumbró a los cocodrilos que, excitados por el revuelo y el olor de la sangre, habían empezado a deslizarse en silencio hasta las aguas del Nilo.

Amerotke y Valu se reunieron con el general Karnac y Nebámum en la misma estancia en la que anteriormente habían interrogado a la dama Neshratta.

—Ya sé lo del ataque. —Karnac tomó asiento e hizo un gesto a Nebámum para que buscase un escabel—. ¿Cómo ha podido ocurrir?

—¿Qué ha pasado? —preguntó Valu.

—Nos han asaltado mientras veníamos hacia aquí. Un asesino escondido ha lanzado tres o cuatro flechas.

—¿A ti?

—No, mi señor fiscal, a Nebámum. —Amerotke sonrió mientras el criado de Karnac se sentaba al lado de su señor—. Pero ha escapado ileso.

—No ha sido ninguna proeza —repuso el aludido—. La maleza era tupida y había muy poco espacio entre árbol y árbol. No he tardado en perder de vista al asaltante.

—¿Cómo ha podido ocurrir? —repitió Karnac.

—No lo sé —respondió el juez, exasperado.

—Al menos, ha servido para demostrar algo. —El líder de las Panteras jugueteaba con los flecos de su faja—. Heti y Turo estaban en casa conmigo cuando ha sucedido, y Nebámum estaba contigo… —Su voz se fue apagando. En silencio, lanzó a Amerotke una mirada acusadora.

—Aún queda el general Peshedu.

—Está cazando en el río —respondió con aire lánguido—. El muy insensato se ha alejado tanto que hemos sido incapaces de dar con él.

—También queda su hija —añadió Valu de manera muy significativa.

Karnac hizo chascar los labios de forma grosera.

—Al fin y al cabo, la divina Hatasu sabe luchar —sentenció el fiscal en tono burlón.

—He venido en busca de Peshedu, pero, por lo que se ve, quieres volver a interrogarme, ¿no es así, mi señor Amerotke?

—Y no me cansaré de hacerlo hasta que salga a la luz la verdad. ¿Es cierto que estuviste prometido con la dama Neshratta?

—Lo estuve considerando.

—¿Y?

—Cambié de opinión.

—¿Por qué?

—No me gustaba.

—¿Por qué no?

Karnac sonrió.

—Nunca me equivoco a la hora de reconocer a un buen caballo y a una buena mujer. Ella acabó por amancebarse con Ipúmer…

—Y eso te dolió.

—Por supuesto. O se es una dama, o una mujer del templo, y hay que elegir entre una de estas dos cosas, Amerotke. —Karnac extendió los dedos—. Es verdad que se reunía con Ipúmer, ¿no? Y también que yacieron juntos, ¿no es así, ojos y oídos del faraón? —Al decir esto, se volvió hacia Valu.

—Según su propia confesión —respondió el fiscal con mucho tacto—, se reunía con él en este lugar y se disfrazaba con vestidos de hombre y una máscara de Horus.

El guerrero soltó un bufido de indignación.

—Peshedu tenía que haberla disciplinado. Merece que la entierren viva en las Tierras Rojas, ¿verdad, Nebámum?

Su sirviente, que había esperado pacientemente en pie junto a él, asintió con la cabeza.

—En su momento te advertí, mi señor, que sus gustos no coinciden con los tuyos.

—¿Y la divina? —Amerotke cambió de táctica.

—¿Qué le pasa? Me regocijo al ver su sonrisa.

La respuesta, que se ceñía a lo exigido por la etiqueta, salió de sus labios como por costumbre, aunque los ojos de Karnac tenían cierto brillo de mofa, y el modo en que se había arrellanado en su asiento reflejaba de forma muy elocuente lo que verdaderamente sentía hacia su reina-faraón.

—¿Has…? —Amerotke clavó la mirada en el techo, decorado con soles de oro y estrellas de plata.

—¡Venga, hombre! ¡Dilo!

—¿Has hablado con la divina acerca de los cálices de alacrán?

—Sí. Esas copas deberían devolverse a las familias de los héroes como merecido tributo.

—Es decir, que esto no tiene nada que ver con cierta leyenda —insistió el juez— que afirma que cuando los cálices sean devueltos al faraón, Tebas estará gobernada por una mujer poderosa.

—Yo no creo en las leyendas, Amerotke, sólo creo en los hechos. Las copas fueron un presente ofrecido a los héroes por el abuelo de la divina, y lo más apropiado es que permanezcan con ellos —dicho esto, se enderezó en la silla—. Asimismo, he tratado de hacerle ver el error de… —Karnac se mordió la lengua justo a tiempo—. He tratado de persuadir a la divina —rectificó enseguida— de la necesidad de erigir en Tebas un monumento conmemorativo más adecuado dedicado al Ejército, al regimiento de Set y, en particular, a las Panteras del Mediodía.

«Ahí lo tienes», pensó el magistrado. Karnac era un guerrero valeroso, pero también un hombre despiadado y arrogante. No soportaba recibir órdenes de una mujer joven como Hatasu, y habría hecho cualquier cosa por avergonzarla o reclamar más honores y trofeos a cambio de su respaldo. Se sentaba como lo haría un monarca, y si contestaba a las preguntas de Amerotke era sólo porque, de no hacerlo, Hatasu lo obligaría a acudir a la Casa del Millón de Años para exigirle su sumisión.

—El general Peshedu ha cometido una gran estupidez —declaró el magistrado mientras retiraba su silla—. Ya se lo advertí en el oasis de Ashiwa, y te lo advierto ahora a ti, general Karnac: el Adorador de Set no descansará hasta tener las cabezas de todos vosotros.

—En tal caso, tendrá que venir por la mía, ¿no, mi señor Amerotke?

Y, tras ponerse en pie, salió de la estancia. Nebámum sonrió a modo de disculpa, hizo una reverencia y lo siguió a la carrera.

—Acabas de ganarte un enemigo —sentenció Valu con una sonrisa traviesa.

—No me importa. —Amerotke miró hacia la puerta—. Debe de resultarle muy difícil besar los pies de uñas pintadas de Hatasu. Si yo fuese los ojos y los oídos del faraón, tendría mucho cuidado con mi señor Karnac.

La sonrisa se esfumó del rostro del fiscal.

—¿Crees que es un traidor?

—No, sólo es alguien que odia a todo el que no sea él, y eso lo convierte en un hombre muy peligroso.

—¿Sospechas que podría ser el asesino?

—¿De quién?, ¿de Ipúmer? Es evidente que sentía una gran aversión hacia un advenedizo como él; pero también es cierto que no le importaba lo más mínimo la dama Neshratta. Así que, ¿por qué iba a molestarse?

—¿Y de Balet y Ruah?

—Tal vez. —El juez se golpeó el muslo con el puño—. Pero ¿por qué? Ésa es la cuestión que debemos resolver.

Valu bajó la cabeza al tiempo que arrastraba los pies.

—¿Tienes algo que decir?

El fiscal lo miró de reojo avergonzado.

—Traigo noticias de la divina: dudo que esta causa vuelva a los tribunales.

—Claro que sí —replicó Amerotke—. Pienso acabar lo que he empezado. Si la divina Hatasu quiere estar presente, está en su derecho.

—¿Es ésa tu respuesta?

—Mi última respuesta, mi señor Valu. Ahora, creo que deberíamos interrogar a la madre de Neshratta, la dama Vemsit.

Meditando sobre cómo transmitiría a la reina-faraón la respuesta de Amerotke, el fiscal se incorporó y se dirigió a la puerta. Tras intercambiar algunas frases en voz baja con el chambelán, que esperaba allí, volvió a tomar asiento al lado del juez.

—Esto te va a sorprender —susurró.

—¿Qué quieres decir?

—Espera y verás —respondió enigmático—. Te diré una cosa, mi señor Amerotke: si la dama Norfret y tú tenéis secretos, vale más que los mantengáis bien ocultos. Uno nunca deja de maravillarse de lo que puede averiguar hablando con el servicio.

La puerta se abrió y apareció la dama Vemsit, quien, sin apenas un saludo, se dejó caer airada en la silla. Era una mujer redonda y carrilluda con el rostro cubierto de pintura, lustrosas joyas alrededor del cuello y los dedos llenos de anillos. Llevaba una brillante estola de brocado sobre la túnica y una toga transparente, abierta por delante, que revelaba unos senos hinchados que no dejaba de frotar con un saquito perfumado. Estaba muy nerviosa, y no dejaba de menearse como si quisiera ponerse más cómoda y de dar golpecitos en el suelo con las sandalias de plata, impaciente por salir de allí.

—No… No sé qué es lo que queréis de mí —aseguró como quien lanza una bravata mientras miraba alternativamente a sus dos interrogadores—. No deberíais hacerme preguntas si no es en presencia de mi esposo. Ojalá estuviese ya de vuelta. No es que le falten los problemas, pero siempre tiene que hacer lo que le viene en gana.

—¿También la noche en que Ipúmer visitó esta casa y murió asesinado? —inquirió Amerotke.

Vemsit dejó el cuerpo laxo mientras lo miraba boquiabierta.

—¿Qué tiene que ver eso? Él sólo se acercó a esta casa: no lo dejaban entrar.

—¿Tienes alguna autoridad sobre la dama Neshratta?

—Ninguna. —Vemsit frunció los labios con gesto de enojo—. Es tan terca como decidida —manifestó gemebunda—. Va a ser nuestra ruina.

—Y aquella noche, ¿dónde estaba mi señor Peshedu?

—Mi señ… —Bajó la mirada—. Mi esposo se hallaba ausente por una cuestión de negocios, y no regresó hasta después del alba. Es algo que hace a menudo.

—¿Y tú, mi señora, estabas en tu dormitorio?

Vemsit irguió la cabeza, si bien parecía asustada como un gato tímido que se encoge en su silla.

—¿Saliste de tu dormitorio en algún momento en el transcurso de aquella noche? —insistió el magistrado.

—¿Estás insinuando que estuve con Ipúmer?

—Es posible —se mofó el fiscal—. El escriba tenía un pico de oro, y tal vez sentía debilidad por —sonrió— las damas maduras que no han dejado de ser hermosas.

Vemsit le devolvió la sonrisa, lo que hizo pensar al juez que el fiscal sabía muchas cosas acerca de aquella mujer.

—Responde a la pregunta de mi señor Amerotke —la exhortó como con un ronroneo—. ¿Saliste de tu habitación? ¿Estabas sola?

—Tengo un testigo —susurró sin atreverse siquiera a levantar la mirada—, pero, por favor, no me pongáis en evidencia.

—¿Y quién es ese testigo?

—Mi doncella, Ita —siguió diciendo apresuradamente—. Mi señor Peshedu sale a menudo, y yo soy asustadiza…

El magistrado mantuvo el gesto impasible. La respuesta de Vemsit había sido suficiente. Había oído hablar con frecuencia de prácticas similares entre las damas adineradas de Tebas. Norfret había mencionado ese delicioso escándalo que hacía saltar el barniz de las apariencias de la buena sociedad.

—¡Por favor! —susurró ella con los hombros hundidos—. Juraré por todo lo que queráis, e Ita hará otro tanto. Estuvimos juntas toda la noche. No es nada fácil —declaró entre sollozos—. Mi señor Peshedu es un hombre difícil; mis hijas viven en sus propios mundos, y yo me encuentro sola y asustada.

Amerotke alargó la mano y tomó la de ella. Estaba convencido de que aquella mujer decía la verdad. Le costaba imaginarla saliendo a hurtadillas, escabullándose en la oscuridad, para dirigirse a un bosquecillo sombrío y copular con alguien como Ipúmer. Aquélla era una mujer hastiada del mundo de los hombres.

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