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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (15 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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Amerotke bajó la mirada.

—Además, tengo un plan.

—¡Oh, no! —El juez exhaló un gruñido—. Vamos, Shufoy; me lo podrás contar mientras caminamos.

Reanudaron el camino. Hablando como un loro y haciendo caso omiso de la incredulidad de su señor, el hombrecillo expuso el modo en que había proyectado explotar el culto a Set para hacerse de oro.

C
APÍTULO
IV

H
epel, escriba de la Casa de la Guerra y, según había confesado, conocido del difunto Ipúmer, se despertó con dificultad y miró horrorizado a su alrededor. No lograba entender qué hacía desnudo sobre aquel terreno de grava con las piernas y los brazos atados, a la altura de los tobillos y las muñecas, a sendas estacas clavadas en el suelo. Trató de hablar, sin dejar de mirar atenazado por el miedo el cielo sembrado de estrellas que se extendía sobre él, con el cuerpo empapado en sudor y helado por el frío viento del desierto. Hacía lo posible por disipar los vapores del vino y el opiato que habían nublado su entendimiento y apenas lo dejaban pensar. Exhaló un leve gemido y dirigió la mirada a la pequeña hoguera frente a la que se hallaba en cuclillas una figura encapuchada.

—¿Dónde estoy? —Sintió náuseas al notar en su garganta el sabor del vino mezclado con el de la bilis—. ¿Qué estoy haciendo aquí?

La figura permaneció inmóvil. El frío hacía temblar a Hepel. Sintió ganas de vomitar y dejó caer la cabeza, que se magulló al golpear el duro suelo. La brisa le trajo los burlones rugidos de la hienas, grandes depredadores listados que merodeaban por los afloramientos rocosos que se extendían tras las ubérrimas tierras del Nilo.

Cerró los ojos y se preguntó si no sería todo una pesadilla.

Recordó haber acudido a una casa de placer cercana al templo de Isis, a muy poca distancia de la carretera ceremonial elevada que salía del río. La muchacha cuyos servicios había contratado se había mostrado activa y, retorciéndose bajo su cuerpo como una serpiente ungida, le había proporcionado gran placer. Tras apurar la copa de su amor, había salido tambaleándose, con una guirnalda de flores en la cabeza, en busca de un establecimiento de vinos de los alrededores. Había tenido lugar cierta celebración relacionada con el culto a Horus. Hombres y mujeres daban brincos con los rostros cubiertos con máscaras de halcón. A él lo habían invitado a unirse a la fiesta. Recordó a aquel hombre, cuyos ojos brillaban tras la máscara, y el dulce olor de su perfume. Una
beset
se acercó para sentarse sobre sus rodillas mientras él observaba a otras dos interpretando una danza sinuosa al son de las palmas, los sistros y la obsesionante cadencia del laúd y la lira. La amada escudilla no había cesado de pasar de mano en mano, llena de vino denso y sin agua. Hepel hizo memoria del momento en que se la ofrecieron. Después lo inundó un intenso sopor, sintió que le pesaban los miembros y las risas resonaban en sus oídos. Al final se había marchado, ayudado por su nuevo amigo. Recordó haber llegado dando tumbos al muelle, los gritos burlones de los marineros y luego… aquello.

El escriba abrió los ojos y recorrió su cuerpo con la mirada. Cada vez que se movía, la grava sobre la que estaba tumbado lo magullaba y le producía heridas.

—¡Ayúdame, por favor! —imploró.

La figura se apartó del fuego y avanzó lentamente para ponerse en cuclillas a su lado. Bajo la capa rayada llevaba una túnica blanca de lino de gran calidad. Aún tenía el rostro cubierto por la máscara de halcón.

—¿Eres Hepel? —preguntó con voz suave.

El escriba asintió con un movimiento vigoroso.

—Y eras amigo de Ipúmer, ¿no es así?

La misma respuesta.

—Te pagaban para espiarlo, ¿no?

Sin apartar los ojos de la máscara, el prisionero negó con un movimiento de cabeza. El extraño sacó un cuchillo y cortó con él parte de la piel del brazo de Hepel, que echó hacia atrás la cabeza con un fuerte grito.

—Cuando te haga una pregunta —la voz sonaba como el siseo de una sierpe—, contestarás siempre con la verdad. Mira ahí, Hepel: ¿qué ves?

—Una hoguera —balbució.

—¿Y detrás de ella?

—Un crestón de roca.

—Cierto, Hepel. Estamos en las Tierras Rojas, en un camino polvoriento situado sobre el Valle de los Reyes, un lugar poblado de fantasmas y demonios. Mira ahora a la derecha del fuego: ¿qué ves?

El desconocido obligó al prisionero a volver la cara, oprimiendo de tal modo su mejilla que el lado izquierdo quedó dañado por la roca.

—¡Mira! —ordenó.

—Veo… veo una caja con un tubo de cerámica.

—¿Sabes algo de los hicsos, Hepel? —siguió diciendo la voz—. Acostumbraban tomar prisioneros y atarlos en el desierto como yo he hecho contigo. Luego tomaban un trozo de cerámica, una vasija sin fondo, y lo ataban al costado del cautivo para colocar después en su interior una rata muerta de hambre, tan feroz que fuese capaz de atacar y comerse cualquier cosa. Yo he traído una similar. No, no. —El hombre le tapó la boca—. No grites: nadie puede oírte aquí. Nadie puede ver el fuego. Sin embargo, no queremos atraer a las hienas ni a los leones, ¿verdad? Si sigues mintiendo, voy a hacer contigo lo que hacían los hicsos: ataré el tubo a tu cuerpo, meteré la rata y encenderé un fuego en el extremo; de este modo sólo tendrá una escapatoria. —El torturador colocó una mano sobre el estómago del escriba—. ¿Lo has entendido?

Hepel asintió con un gesto.

—Bien. —Retiró la mano—. Empezaré de nuevo. ¿Ipúmer era tu amigo?

—Sí.

—Y la viuda Felima te pagaba —su voz se convirtió en una risita burlona—, sólo los dioses saben cuánto, para espiar al amor de su vida, Ipúmer. ¿No es así?

—Sí. Felima tiene más dinero de lo que da a entender.

—Perfecto. —La voz se fue calmando—. Y la noche de su muerte, salió de la taberna y tú lo seguiste, ¿verdad?

El prisionero volvió a asentir con un gesto vigoroso.

—Volvió a casa de Felima, ¿y después?

—A la casa de la calle de las Lámparas de Aceite. Entró y volvió a salir.

—Muy bien. —El torturador, en cuclillas, avanzó haciendo crujir la arena con sus sandalias—. ¿Y luego?

—Entró en una cervecería. Llevaba un odre sobre el hombro. Creo que lo rellenó y se dirigió a la casa de la Gacela Dorada para encontrarse con la dama Neshratta.

Hepel gritó cuando su agresor volvió a rajarle el brazo con la hoja afiladísima del cuchillo.

—Quiero la verdad, Hepel, no conjeturas. ¿Lo seguiste hasta allí?

—Sí, pero no estoy seguro de quién era la persona con la que se reunió. Vislumbré al buhonero que declaró en el juicio cobijado cerca del muro, bajo el sicomoro. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo.

—Eso no me importa.

El torturador se detuvo ante el bronco sonido del rugir del león, al que siguió el espeluznante chillido de una hiena. La imaginación febril de Hepel le hizo pensar que se oían más cerca.

—Así que estás diciéndome la verdad. En ese caso, vamos a olvidarnos de la dama Neshratta y a centrarnos de nuevo en Ipúmer. ¿Qué te dijo?

El prisionero rompió a temblar. Sentía punzadas de dolor en los cortes del brazo. Se volvió para dar una arcada y, al girar de nuevo la cabeza, se encontró con que el hombre se había levantado y alejado para regresar con una capa que echó sobre su cuerpo empapado en sudor.

—No tienes nada que temer, Hepel —lo tranquilizó la voz desde detrás de la máscara—. Limítate a decir la verdad. ¿Te habló Ipúmer alguna vez de su vida en Avaris?

—Aseguraba proceder de una familia distinguida, y se jactaba a menudo del alto cargo que ocupaba. —El escriba tragó saliva y gimió ante el gusto acre que tenía en la garganta. Juró no volver a visitar jamás una casa de placer ni a beber con desconocidos si lograba salir de aquélla. Entonces cerró los ojos y maldijo a Ipúmer.

—Si tenía tanto poder en Avaris —prosiguió el atacante—, ¿por qué se trasladó a Tebas?

—Una vez, que había bebido más de la cuenta, se lo pregunté y me dijo que había pasado dos años en Tebas y deseaba no haber venido, pero que no había vuelta atrás posible.

—¿Te dijo por qué?

—Ipúmer sólo fanfarroneaba cuando estaba bebido. —Hepel parpadeó para librarse de la arena del desierto que se había metido en sus ojos—. Dijo que debía llevar a cabo aquí grandes gestas. Aseguró que lo habían traído las Panteras del Mediodía…

—¡Vaya! —lo interrumpió su secuestrador—. Los que se han arrogado el título de héroes del regimiento de Set.

—Sí, sí. Ésos.

—¿Te dijo quiénes?

—Uno de los comandantes; uno de los que ya han muerto.

—¡Perfecto! —El torturador levantó la mirada a las estrellas—. Ahora, Hepel, quiero que pienses con detenimiento antes de contestar: ¿Dijo algo más que pueda ser de interés?

—No lo recuerdo. No hacía más que pensar en Neshratta, y la mayor parte del tiempo no hablaba de otra cosa. En cierta ocasión me lo encontré llorando en un establecimiento de vinos cercano al muelle. Me dijo que se arrepentía de haber venido, que quería ver al general Peshedu, el padre de Neshratta. —El escriba cerró los ojos—. No puedo contarte nada más porque nada más sé.

—Bien.

Los terribles sonidos de los basureros de la noche parecieron distraer al enmascarado.

—¡Por favor! —le suplicó—. Por favor, libérame. Te he dicho la verdad.

—Cierto —respondió—. Dime sólo una cosa más, Hepel: ¿Crees realmente que nuestro amigo Ipúmer, que te ha precedido en su viaje a poniente, fue asesinado por la dama Neshratta?

—No lo sé.

—Yo tampoco, pero te daré un consuelo —declaró—: en esa caja no hay rata alguna. Una broma pesada, ¿no te parece?

El joven escriba asintió con un vigoroso movimiento de cabeza.

—Voy a liberarte.

Hepel dejó caer la cabeza y cerró los ojos con un suspiro de alivio. Estaba a punto de jurar solemnemente, poniendo por testigo a todos los dioses, que mantendría la boca cerrada; sin embargo, el torturador ya tenía decidido lo que iba a hacer: con un corte rápido abrió de oreja a oreja la garganta de su víctima. Observó con tranquilidad al joven dar sacudidas, toser y escupir sangre a medida que se le escapaba la vida. Entonces le retiró la capa y esperó hasta que el cuerpo dejó de temblar y los ojos de Hepel quedaron ciegos, clavados en el cielo nocturno. Entonces cortó las correas que rodeaban sus tobillos y muñecas, arrancó las estacas y los trozos de cuerda y lo enrolló todo en su propia capa. Se acercó al fuego y, después de apagarlo a pisotones, arrojó arena sobre las brasas con el pie. La brisa de la noche llevó a su nariz un olor fétido que le anunciaba la cercanía de las fieras. Habían husmeado la sangre, de modo que, al amanecer, no quedaría rastro alguno del escriba. Al asesino no le importaba. Recorrió una vez más con la mirada el lugar y se dirigió al gran pico rocoso desde el que se divisaba la Ciudad de los Muertos, el lugar en que moraba Merseguer, la diosa alacrán. Musitó una rápida plegaria y se fue sin pensárselo dos veces.

El criminal puso tanta distancia entre él y el cadáver de su víctima como le fue posible antes de detenerse para tomar un trago de su odre de vino. A sus pies se extendían la Necrópolis y el Nilo, reluciente a la luz de la luna. Sin quitarse siquiera la máscara de Horas, levantó la vista al cielo. Quería vengarse del padre de Neshratta, de aquellos valerosos héroes que se hacían llamar «las Panteras del Mediodía». Apretó los dientes, llevado por la ira, hasta hacerlos rechinar antes de sumirse a grandes zancadas en la oscuridad de la noche.

La dama Norfret se había puesto tan atractiva como le había sido posible gracias al kohl y otros afeites. La peluca, ungida con aceite, desprendía un agradable perfume, al que se unía, con cada movimiento suyo, el de la toga que llevaba puesta, de tejido semejante a la gasa. Amerotke la miró con gesto ceñudo. Su esposa se había pintado de morado las uñas. De su cuello colgaba una hermosa gargantilla de jaspe, oro y plata, a juego con los zarcillos de sus orejas. Cada vez que movía sus hermosas manos tintineaban las pulseras argénteas de sus muñecas. Entre ella y Amerotke se interponía una mesa en la que se distribuía una amplia gama de manjares cocinados: pescado, codorniz, ganso y suculentas lonjas de carne, acompañado cada uno de los platos con su propia salsa; tampoco faltaban tarros de manteca y crema, así como una jarra especial de Jerú, vino blanco enfriado en el pozo de riego cavado especialmente para tal propósito.

El magistrado y su esposa estaban cenando en la azotea de su casa. Habían hecho encender las lámparas de aceite y disponer grandes recipientes de bronce llenos de carbón y rociados con incienso y granos de sándalo que proporcionaban un calor dulce algo empalagoso y ahuyentaban moscas y polillas. Amerotke miró a su izquierda. Desde allí vislumbraba las luces de la ciudad y el fulgor del Nilo, y oía el suave sonido de la noche procedente de los jardines que crecían a sus pies. Sus dos hijos, Amosis y Curfay, jugaban con Shufoy en el vestíbulo. Por el tono quejumbroso de la voz de su criado sabía que éste estaba deseando unirse a su amo y enterarse de lo que se decía en la mesa.

—Eres tan perversa como Hatasu —acusó a su esposa sin mudar su expresión severa—: una arpía descarada. Te has engalanado para estar tan hermosa como la noche, has preparado un banquete digno de los campos de los bendecidos y ahora me miras con ojos inocentes.

—Soy peor que Hatasu —murmuró Norfret sacando la lengua—. La noche aún es joven, mi señor juez, y los placeres que nos esperan pueden ser infinitos.

—Neshratta —repuso Amerotke mientras se echaba a la boca un trozo de pescado asado al carbón—. Toda Tebas habla de Neshratta, y tú quieres saber todo lo que yo sé. Mañana, cuando estés tratando con los administradores y alguaciles, supervisando las cuentas o inspeccionando la prensa del vino, tendrás la cabeza en otro sitio. No importa con qué pretexto pero los dos sabemos que, de un modo u otro, se presentarán aquí todos tus amigos con una única intención en la mente: averiguar qué sabe Norfret del caso. ¿Es la dama Neshratta una envenenadora? ¿Morirá? ¿Qué más detalles podrá darles?

—Ni se me había pasado por la cabeza —aseguró ella con un puchero de inocencia herida.

Amerotke supo, por el modo en que ella apretaba los labios, que estaba a punto de echarse a reír.

—Si no quieres hablar de ello —apuntó mientras limpiaba su hermosa boca con una servilleta—, no tenemos por qué hacerlo. ¿Tienes que salir mañana con Karnac?

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