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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (24 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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El arco volvió a disparar. El proyectil atravesó el corazón de Intef de un modo tan preciso y profundo que ya había perdido la vida cuando su cabeza golpeó el suelo duro y reluciente como el vidrio. Sin soltar siquiera el arco, el asesino fue a comprobar que tanto el médico como la viuda estaban muertos y, con un gruñido de satisfacción, regresó acto seguido a la entrada y tomó dos odres abultados. Tras quitar el tapón del primero, vertió el aceite que contenía y que se extendió en todas direcciones. Entonces tomó el segundo y derramó su contenido en el corredor. Hecho esto, abrió la puerta que daba al sótano y lanzó los dos pellejos vacíos. Con mucho cuidado y sin hacer un solo ruido, sacó las lámparas de sus hornacinas y las fue arrojando sobre los cojines. Cuando quedó satisfecho, arrancó un tapiz de uno de los muros, lo empapó en aceite y lo lanzó al comedor, cuyo suelo brillaba a causa del (combustible y de la sangre de sus víctimas. En cuestión de segundos, las llamas ya se habían extendido: el piso estaba cubierto por un manto de fuego. El asesino se detuvo a contemplar su trabajo antes de salir por la puerta trasera y huir por los jardines.

La viuda Lamna se encontraba en su escritorio, toda vez que había decidido distraerse repasando de nuevo las cuentas y recreándose con la suma de sus beneficios. Temía que la volviesen a convocar a la Sala de las Dos Verdades, pues, tal como reconoció ante sus vecinos, nunca se había sentido tan aterrorizada en su vida. El amplio espacio que había ante el asiento del magistrado; aquel lince de Valu, el fiscal; Meretel, el abogado defensor, analizando cada una de sus palabras; la joven Neshratta, inmóvil como una estatua, y sobre todo, aquel juez perspicaz que la estudiaba con detenimiento y sopesaba cada una de las frases que pronunciaba.

Lamna se había devanado los sesos tratando de recordar. ¿Tenía algo que temer? No había hecho nada malo; tan sólo había ofrecido un dormitorio a Ipúmer. A pesar de su aspecto rechoncho y su lentitud, Lamna seguía siendo lo bastante sagaz para reconocer peligros ocultos. La viuda Felima se había mostrado muy intranquila; en cambio, Intef, el médico, parecía conocer al escriba mejor de lo que ella había pensado. Se mordió el labio con expresión inquieta. ¿Qué tenía ella que ver con asesinatos y furtivos encuentros amorosos? ¿La habían utilizado? Ipúmer había llegado a su casa recomendado por Felima. Lamna acercó la lámpara de aceite.

Oyó sonar la trompa de concha y se preguntó dónde se habría declarado el incendio. Era algo que sucedía con frecuencia, y aquella noche el viento no soplaba con fuerza: la policía del mercado no tardaría en extinguirlo. Recorrió con la mirada los ungüentos y los perfumes, así como los cestitos de hierbas y polvos con que los fabricaba, colocados en los anaqueles. Lamna sentía la muerte de Ipúmer, pero deseaba olvidar al escriba.

Oyó un ruido en el exterior y retiró la banqueta, se levantó y salió. Al ver que el corredor estaba vacío, volvió a sentarse, y estaba a punto de enrollar el trozo de papiro en el que había trabajado cuando oyó que la llamaban por su nombre. Sorprendida, echó hacia atrás la cabeza, y al hacerlo, sintió un cordel rodear su garganta. Instintivamente, Lamna luchó por zafarse, pero el atacante era una persona fuerte y ella nada pudo hacer. El cordel se estrechó, hundiéndose en su garganta de tal manera que en poco tiempo dejó de forcejear. Entonces, el asesino depositó con cuidado el cadáver sobre el suelo.

Amerotke se hallaba en la sala Argéntea, una pequeña antecámara de la Casa del Millón de Años, cercana a la Gran Morada, a orillas del Nilo. El juez estaba sentado en un poyo de mármol construido junto a la pared y tenía en la mano el mosto helado que le acababa de servir un chambelán. Sentía un gran cansancio, y a pesar de haberse bañado y relajado durante unos instantes, seguía dolorido por el agitado viaje de regreso en carro. Lo alegraba estar por fin lejos de las Panteras del Mediodía. A regañadientes, habían acabado por aceptarlo; sin embargo, no había progresado demasiado. Antes de abandonar el oasis de Ashiwa había tratado por todos los medios de descubrir si existía entre ellos algún tipo de rencilla o de rencor oculto, pero no lo había conseguido.

—Somos una hermandad. Nos manteníamos juntos en la batalla, y juntos arrostrábamos la ira de los enemigos del faraón —había declarado Karnac—. ¿Qué interés podríamos tener en matar a un camarada? No, mi señor Amerotke. —El cabecilla había levantado una mano como si estuviese prestando juramento—. El asesino de mi señor Balet, el criminal que nos acecha, no es ninguno de nosotros.

Los demás habían secundado esta aseveración, mas el misterio no se había resuelto. ¿Quién había contratado a aquellos nómadas de las dunas para que los atacasen? ¿Quién había sustraído los horripilantes restos de Merseguer? Y, sobre todo, ¿quién había amenazado a aquellos soldados y había demostrado con la sangrienta ejecución de Balet que no mentía?

En el trayecto de regreso, tan corto como desenfrenado, había tratado de poner en orden sus pensamientos. Había llegado a su hogar cansado e irritable, y había tenido que disculparse ante Norfret, quien lo reprendió sin demasiada acritud por el modo en que había regañado a sus hijos. Tras bañarse se había ungido con aceite y se había tumbado en un diván de la azotea para relajarse. Entonces había aparecido Shufoy, y había puesto los cinco sentidos en lo que éste había descubierto, dejando que su corazón se ablandase al contemplar el entusiasmo que reflejaban sus ojos.

—Lo hemos hecho muy bien, ¿verdad, amo?

Shufoy había mirado de reojo a Prenhoe, cuyo rostro se había transfigurado por la acción de una sonrisa enardecida.

—Lo habéis hecho muy bien —había convenido el juez—. Cada vez tenemos más teselas del mosaico, pero no logro ver la figura que conforman.

Había vuelto a sumirse en sus meditaciones; había tratado incluso de confiar al papiro sus pensamientos. Sin embargo, los descubrimientos de Shufoy —y lo que había averiguado de «los ojos y los oídos» de Valu— eran interesantes y de gran importancia, pero no habían conseguido sino hacer aún más insondable el misterio. Estaba a punto de retirarse a su dormitorio cuando había llegado un mensajero con el sello de Hatasu.

—La divina —había declarado el emisario— se ha dignado mostrarte su rostro y su sonrisa, y requiere tu presencia en la cámara de Amatista de la Casa del Millón de Años.

El magistrado había dejado escapar un gruñido, pero una citación real era una citación real. Ya debían de haber puesto a Hatasu y a Senenmut al corriente de lo ocurrido en Ashiwa, y si la divina quería hablar con él del particular, lo haría sin importar la hora, del día o de la noche, que fuese. Así que había vuelto a disculparse ante su esposa y, tras besarla, se había encaminado de nuevo hacia la ciudad acompañado de Shufoy y Prenhoe.

Aún no había sonado el toque de queda, pues la guardia había centrado su interés en el incendio declarado en el barrio de los Perfumes.

—¿No es ahí donde vivía Ipúmer? —preguntó Shufoy.

Amerotke ni siquiera había tenido tiempo de responder: un destacamento de arqueros del regimiento del Ibis que había estado esperándolos con impaciencia se apresuró a escoltarlos hasta la mansión de la divina. Shufoy y Prenhoe hubieron de quedar de plantón en las cocinas, en tanto que a Amerotke se le indicó que aguardara a que la reina-faraón tuviese a bien recibirlo.

El magistrado escudriñó a través de la puerta entreabierta el corredor por el que había llegado sin poder menos de preguntarse si el palacio no dormía jamás. De un lado a otro pasaban sin pausa chambelanes y criados de todo tipo con vino y bandejas de comida de olores tan tentadores que hacían salivar al pobre Amerotke. El flujo de sirvientes y miembros del séquito real era constante: guardianes del perfume de la divina, el director de su gabinete, el portador del abanico real, el tenedor de las sandalias imperiales…, y todos pasaban inmersos en una animada conversación. El juez oyó a lo lejos los cantos del coro imperial, que ensayaba uno de los himnos favoritos de Hatasu:

La voz de la golondrina me sigue a donde vaya.

Las tierras arden cuando tú no estás.

Pajarito, no puedes tentarme:

sigo el sendero de quien lo es todo.

Escudriño la bruma matinal

por ver su rostro de oro.

Y vuelvo mi mejilla ardiente por sentir su fresco aliento.

Los ojos comenzaban a pesarle, y a punto estuvo de sucumbir al sueño; sin embargo, sacudió la cabeza y rezó por no haber de pasar por la vergüenza de quedar dormido. Se preguntó cuál sería el estado de ánimo de la dama imperial. Exigiría respuestas. Debía de estar informada de que había revelado a los de Karnac que la muerte de Ipúmer tenía alguna relación con la de Balet y, por lo tanto, deberían ser interrogados en el tribunal. A los veteranos no les había gustado la idea en absoluto, y estaba persuadido de que Hatasu sentiría lo mismo.

—¿Llevas mucho esperando, mi señor?

Amerotke levantó la mirada. Valu, el señor fiscal, se hallaba de pie en el umbral con el rostro brillante por el aceite. Llevaba puestos elegantes ropajes blancos con sandalias argénteas en los pies. Se había pintado los ojos y los labios, y tenía las uñas de pies y manos teñidas de intenso color púrpura.

—También a mí me han convocado.

Valu se acercó para tomar asiento a su lado. Las arrugas de sus ojos daban fe de su regocijo.

—Pareces cansado, Amerotke. Mañana, cuando me enfrente a ti en el tribunal, ¿serás capaz de mantenerte atento?

—En lo que a ti respecta, mi señor Valu, soy todo «ojos y oídos».

El fiscal soltó una risotada.

—Por lo que tengo entendido, tus criados y los míos han tenido mucho trabajo —declaró—. ¿Sabes lo que he descubierto? Un testigo de gran valor: un soldado que hizo detenerse a Ipúmer cuando regresaba a la ciudad aquella noche. Al parecer, lo dejaron entrar por un postigo. El escriba aseguró no encontrarse bien y dijo en broma que no sabía que los placeres del amor pudiesen afectar al estómago. El centinela dio por hecho que estaba borracho o, cuando menos, algo achispado.

»—¿Dónde has estado, mi señor? —le preguntó.

»—En la casa de la Gacela Dorada —fue su respuesta.

—Lo que no demuestra que la dama Neshratta sea una asesina —le espetó Amerotke.

La discusión habría continuado de no haberse abierto las puertas de cedro.

—La divina Hatasu —anunció pomposo el chambelán— se ha dignado sonreíros. ¡Podéis entrar en la Casa de la Adoración!

Valu miró al magistrado y levantó las cejas. Ambos siguieron al chambelán. La cámara de Amatista era una estancia circular, rodeada de columnas. Éstas se alternaban con ventanas que daban a los jardines privados de la reina-faraón. Muros, techo y suelo estaban hechos de una rara piedra de brillo semejante al de la que daba nombre a la estancia. Los extremos superior e inferior de las columnas estaban decorados de plata y oro. Las lámparas de aceite, protegidas por paneles transparentes colocados en las paredes, producían el efecto de que la cámara recibía su luz y su calor de algún fuego misterioso.

Hatasu los esperaba en el trono de oro y plata que se erigía en el estrado situado en el extremo más distante de la sala. Los recién llegados avanzaron hasta la mitad, se arrodillaron y tocaron con la frente el frío suelo de motivos dorados y plateados. Amerotke echó un rápido vistazo a la derecha. Bajo una de las ventanas se había dispuesto un anillo de cojines alrededor de una serie de mesillas con fruta, carne, pan, copas y jarras de vino. El chambelán tosió.

—Nos llena de regocijo —comenzó a recitar Valu recordando el protocolo— que nos hayas convocado ante tu presencia, pues tu sonrisa, divina majestad, supera a mil días de placer. Tu visión es para nosotros más cálida que el sol.

—Amén —se apresuró a añadir el magistrado.

Las puertas se cerraron tras de ellos cuando salió el chambelán.

—Podéis acercaros —proclamó Senenmut, de pie al lado de Hatasu.

Amerotke se levantó con un suspiro al comprobar que la reina-faraón se hallaba en uno de sus estados de ánimo imperiosos. Tras caminar hasta los escalones cubiertos de cojines, se prosternaron una vez más y besaron las sandalias de plata con escarapelas doradas de la divina.

—¡Tu rostro es hermoso! —siguió recitando Valu.

—Creo que ya hemos tenido bastante —señaló ella con aspereza—. ¡Poneos en pie!

Ambos obedecieron. Hatasu les sonrió. Iba ataviada con una toga teñida de púrpura y un collar de oro con incrustaciones de piedras preciosas. En las orejas y los dedos lucía amatistas, en tanto que los brazaletes eran de puro marfil.

—¿Os gusta mi rostro? He usado pinturas y polvos nuevos. —Echó una rápida mirada al gran visir, de pie tras su trono y con una mano apoyada en el león labrado de oro—. Senenmut opina que el colorete es demasiado marcado y que debería usar kohl verde en lugar de negro alrededor de los ojos.

—Estás muy hermosa —repitió Valu.

—No eres más que un adulador. —Hatasu se levantó y, de puntillas, escudriñó el otro extremo de la estancia—. Bien; han cerrado la puerta.

Cuando cambió de posición, Amerotke pudo apreciar su agradable perfume.

—Es una mezcla —aclaró como si lo hubiese oído oler— de canela, almendras amargas, olíbano y mirra. Pareces cansado, mi señor. ¿Cómo están las Tierras Rojas?

—Mejor, ahora que he salido de sus confines.

—Me temo que ha sido una estupidez —reconoció ella suspirando.

Tomó a Valu con una mano y a Amerotke con la otra y bajó con ellos los escalones. Llegada al más bajo, un ligero tropezón la hizo jurar entre dientes.

—Si estuviese celebrando una audiencia, no habría quedado muy bien, ¿verdad? —Se dio la vuelta y propinó una patada al cojín traicionero—. He pensado que debía vestirme para no desentonar con la sala. A mi padre le gustaba reunirse aquí con sus cortesanos, y sus carcajadas resonaban en todo el palacio.

Los guió hasta las mesillas y se sentó con poca delicadeza en el centro. Tras ahuecar los cojines y cruzar las piernas, se sirvió comida y bebida.

—Vamos —invitó con un gesto a Senenmut—. No has dicho una sola palabra, mi señor. Me muero de hambre, pero Amerotke parece tener más ganas de dormir que de cualquier otra cosa. No hay nada mejor que oír durante horas la monótona verborrea de un embajador extranjero para que a una se le abra el apetito.

Hatasu distribuyó la comida, partió el pan y lo colocó en bandejas de plata con incrustaciones de joyas. Mediante un tenedor, sirvió porciones de carne cocinada con salsa al vino y colmó cada plato de pepino, lechuga y otras verduras.

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