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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (23 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—¿Venían las damas a visitarlo?

—Nunca vi a ninguna. Las pocas veces que vino, lo hizo cuando el sol ya se había puesto, y siempre con aquella máscara. Nadie hubiera podido decir que estaba aquí dentro. Mi esposa se quejó, pero lo cierto es que pagaba muy bien y no causaba problemas.

—¿Vino alguien más?

—Un joven. Por sus dedos, diría que debía de ser escriba: los tenía manchados de tinta. Parecía estar siempre algo inquieto. En las pocas ocasiones que pude verlo, llevaba la cabeza y el rostro cubiertos con una capucha.

Shufoy se meció hacia detrás y hacia delante.

—Os he dicho todo lo que sé —declaró el lamparero poniéndose en pie—. No puedo decir nada más. —Los apartó para dirigirse a la puerta mientras anunciaba—: Creo que ahora deberíais marcharos.

El enano indicó a los demás que obedecieran. Bajaron las escaleras y, al otro lado de la calle, se introdujeron en una pequeña cervecería. En el establecimiento no había más personas que dos porteros que habían dejado sus hatos en el suelo y exigían airados sendas jarras de cerveza. Shufoy les dijo que cerrasen el pico y pidió bebidas para los tres, tras lo cual fueron a sentarse en un banco de piedra situado en la parte trasera.

—He hecho lo que me habías pedido —indicó la Mangosta. Levantó su jarra de piedra y dio un sorbo al contenido—. Y más. —Tras dar una palmadita a Shufoy en la cabeza, desapareció por la puerta.

—No ha sido tan provechoso como debiera —opinó Prenhoe.

—No.

El enano, intranquilo, no paraba de moverse. Tenía la mirada puesta en una abeja que zumbaba de flor en flor y no era ajeno al ruido de las calles y los gritos de los vendedores.

—Mi amo sospechaba que Ipúmer debía de tener otra habitación en algún lugar de la ciudad. A mi entender, lo qué pasó fue esto: el escriba llegó a Tebas de la mano de un hombre que planeaba asesinar a cuantas Panteras del Mediodía le fuese posible, sólo Maat sabe por qué. Lo cierto es que se iba a valer de Ipúmer. Por lo tanto, alquiló un cuarto en su nombre, pero disfrazado y enmascarado. Como has visto, nuestro lamparero no puso ninguna objeción. El desconocido empleó la habitación para reunirse allí con Ipúmer, y tras la muerte de éste, el asesino de la máscara de Horus limpia el cuarto, se lleva todo su contenido y desaparece.

—¿Y de quién se tratará?

—No lo sé. —El enano observó las líneas de color rojo dorado que atravesaban el cielo—. Espero que mi amo esté a salvo. Dijo que estaría de vuelta tarde. Él sabrá encontrarle el sentido a esto.

—Escucha mi teoría. —Prenhoe se compuso las ropas—. Ipúmer no era más que un perro adiestrado. Vino a Tebas para llevar a cabo una tarea determinada, mas demostró no estar a la altura. Conoció a mi señor Peshedu y decidió que valía más la pena dedicar su tiempo a conseguir los favores de su hija. Aquel que lo había contratado se cansó de él, lo asesinó y prefirió hacer el trabajo por sí mismo.

—Vale, pero ¿cómo es que el escriba murió inmediatamente después de visitar a Neshratta?

—Ya has oído a la Mangosta —repuso Prenhoe—. El hombre que alquiló la habitación pudo haber estado esperando a Ipúmer en la casa de la Gacela Dorada.

—Pero si el buhonero los vio besarse.

—Quizás al escriba le gustaban la carne y el pescado —bromeó Prenhoe, consciente del brillo de incredulidad que había asomado a los ojos de Shufoy—. De acuerdo: demasiado extravagante —reconoció—, pero ¿y si después de yacer en la hierba con Neshratta y comer y beber vino intacto, mientras regresaba a su casa, se encontró con alguien que lo envenenó?

El enano vació su jarra y se puso en pie.

—Demasiado sencillo —musitó—. Pero has puesto el dedo en la llaga, Prenhoe. El tribunal habrá de decidir, o descubrir, si nuestro extraño escriba visitó a alguien más después de salir de la casa de la Gacela Dorada.

Regresaron al interior de la cervecería, se despidieron del dueño y salieron a la calle. Prenhoe paró mientes en la agitación de su amigo. El enano agarró la sombrilla y comenzó a caminar a paso rápido; al doblar una esquina, tomó al escriba del brazo y lo empujó a la sombra de un umbral.

—¡Calla y espera! —le susurró.

Prenhoe estaba a punto de reprenderlo cuando apareció con gran sigilo un hombre pequeño y arrugado. Se detuvo cerca de donde se habían escondido y miró expectante en derredor.

—Estamos aquí —lo llamó Shufoy con voz suave.

El hombre se sobresaltó, y hubiese echado a correr si el enano, demostrando ser más rápido, no se hubiese abalanzado desde su escondrijo para aferrado por la muñeca. El desconocido luchó por zafarse, pero él no estaba dispuesto a dejarlo ir, por lo que lo lanzó contra la pared de un empellón y, colocando la afilada punta de su parasol bajo su barbilla, lo obligó a echar la cabeza hacia atrás.

—Nos has estado siguiendo todo este rato, ¿verdad?

El hombre alargó la mano, y Shufoy pudo ver el sello que llevaba en su anillo, un círculo de cobre con el ojo de Horus.

—Así que trabajas para mi señor Valu, los ojos y los oídos del faraón —se burló el enano—. ¿Y por qué te resultan tan interesantes los sirvientes de mi señor Amerotke? Eres muy bueno —prosiguió—, pero te he visto cerca de la casa de la Gacela Dorada, fingiendo que caminabas en dirección contraria, y después he vuelto a verte frente a las puertas de la ciudad, al lado del narrador ambulante.

—He oído lo que decíais —respondió el individuo— en la cervecería.

Shufoy bajó la sombrilla.

—Perfecto. Pues yo voy a dejar que te marches sin haber recibido una paliza si nos cuentas todo lo que sabes.

C
APÍTULO
VII

L
os habitantes del barrio tebano de los Perfumes recordarían durante años aquella noche de fuego y brutales asesinatos. Entre los más ancianos no faltaron quienes aseguraron en voz baja que Set, el dios pelirrojo, merodeó aquel día por los callejones, con un hacha de guerra en una mano y una espada judicial en la otra. Otros consideraron que tal idea no era sino un extravagante disparate.

La noche en cuestión comenzó siendo bastante pacífica, coronada por un cielo azul oscuro del que pendían gravosas las estrellas y la luna sobre la ciudad. Intef, el médico, había esperado a que cayese la anochecida. Con sus mejores ropajes, salió en silencio de su casa y se abrió paso por entre la espesura del jardín hasta alcanzar la puerta trasera. Entonces atravesó la plaza del mercado de los Perfumes y se pegó al muro como haría una sombra hasta llegar a la casa de su buena amiga y colega, la viuda Felima. Entró por un portillo lateral e hizo en la puerta de atrás la señal convenida, a lo que siguió el brillo de una luz y el ruido de cerrojos que se abrían. Felima, ataviada con una toga blanca, una estola bordada y sandalias, lo recibió con los brazos abiertos. Él se introdujo en el edificio mientras ella volvía a correr los cerrojos de la puerta.

—¿Estamos solos? —preguntó Intef con aire burlón.

—Ya no quedan criados en la casa —respondió ella con una sonrisa—; está todo preparado.

Entonces lo condujo a través de un corredor hasta la sala hipóstila central de la casa, una estancia de techo alto y columnas de madera de decoración alegre con una plataforma elevada de piedra en el centro en la que crepitaba alegre un brasero. El estrado del fondo estaba listo: la pared había quedado cubierta por cortinas de finos bordados, y se habían dispuesto alfombras y cojines alrededor de las dos mesillas en las que descansaban escudillas y platos de fruta, carne, pescado en salazón y hondos vasos de vino.

Intef exhaló un gemido de placer. Entonces dejó que Felima lo desvistiese antes de que él hiciera otro tanto con ella. Desnudos los dos, subieron al estrado y se tumbaron sobre los cojines para acariciarse y besarse, actividad que no abandonaban siquiera para intercambiarse los diversos manjares y el vino. Aquélla era una más de las que el médico llamaba sus «secretas noches de placer» con aquella viuda de aspecto respetable, más diestra en las artes amatorias que la más experta de las
heset
o las cortesanas. Intef bebió el vino con avidez y observó al mono doméstico de Felima corretear de un lado a otro. Entonces se volvió para admirar la pintura verde pálido de los frisos que engalanaban los muros, las columnas de madera, recién decoradas de negro y rojo, las hermosas vasijas de vino…

—Te has gastado mucho dinero —murmuró.

Felima se acercó y frotó el estómago de él con una mano que fue arrastrando con ademán tentador hacia su entrepierna.

—Los beneficios valen la pena —respondió. De pronto adoptó una expresión seria—. Pero ¿estamos seguros?

—¿Lo dices por esa zorra de Neshratta? —Intef levantó su copa—. Pagará por sus crímenes.

Acarició uno de los pechos de Felima y aspiró el penetrante perfume con que había empapado su peluca llena de adornos. Ella lo apartó, se dirigió a un cuenco de reducido tamaño y, tras tomar de él un frasco de perfume de gran valor, lo hizo escurrirse entre sus dedos y comenzó a ungir la cabeza, los ojos, las mejillas y la barbilla de él.

—¿Crees que lo descubrirán? —preguntó ella apartándose.

—¿Qué?

—Que Ipúmer visitó tu casa antes de regresar a la de la gorda Lamna.

—¿Qué pueden decir? Si me hacen declarar bajo juramento, diré sencillamente que no se encontraba bien, lo que es cierto. —Tomó otro sorbo—. Pero ¿qué va a pasar si te interrogan a ti?

—¿Qué pueden preguntarme? —quiso saber ella.

—Pues —Intef meció su copa con aire divertido— podrían empezar inquiriendo cómo llegaste a conocer a alguien que tan sólo llevaba un año en Tebas y por qué prodigabas dinero y favores a un forastero.

—Eso no es ningún problema. —Felima hizo un puchero y se levantó con cierto enojo en busca de otra jarra de vino—. Era un hombre joven, amén de apuesto. Lo conocí en el mercado. —Dejó escapar una risita tonta sin dejar de mirar a Intef con un gesto coqueto—. Era un buen semental, y tú no tenías nada que objetar, ¿no es así? Te gustaba que te refiriese todas nuestras hazañas. Vino pidiendo alojamiento, y yo lo recomendé a la viuda Lamna.

—Amerotke es perspicaz —advirtió entonces el médico con un gruñido—. Te preguntará por qué no lo albergaste tú misma.

Felima, que comenzaba a notar los vapores del vino, abarcó toda la sala con un gesto.

—Todo el mundo sabe que no acepto inquilinos. Si Lamna no le hubiese ofrecido una habitación en la planta alta, tal vez me lo hubiera pensado dos veces.

La respuesta no acabó de convencer a Intef. Con los ojos entrecerrados, fijó la mirada en el brasero, que crepitaba ruidosamente mientras dejaba escapar pequeñas espirales de humo.

—No sé… —susurró. Las sombras de la estancia bailaban en las paredes, y sintió un miedo helado recorriéndole la espalda. Amerotke lo preocupaba. En un principio, pensó que su plan no presentaba falla alguna: Valu expondría su versión de los hechos y Neshratta acabaría por ser condenada. En realidad, tampoco le importaba gran cosa, pues él no tenía nada que ver con el asesinato de Ipúmer. O casi nada. Con todo, si Amerotke proseguía sus interrogatorios… Intef soltó un suspiro y dio otro sorbo a su copa. Él y aquella viuda tenían mucho que ocultar.

—¿Por qué recurrió a ti el escriba?

—Ya te lo he dicho: fue un encuentro fortuito.

—¿Crees que Neshratta hablará?

—¡No se atreverá! —Felima dejó escapar una carcajada—. Un asunto como ése… Mantendrá la boca cerrada. Además, no tiene ninguna prueba.

El médico se disponía a seguir con la conversación cuando oyó a no mucha distancia el débil toque de una trompa de concha. Habían dado la alarma. Se levantó, fue hacia la ventana y vislumbró el fulgor encarnado que se recortaba sobre el cielo.

—Un incendio —anunció—. Desde aquí puedo ver el resplandor de las llamas.

—Pero no es aquí, ¿verdad? —Preguntó ella por quitarle importancia—. Vuelve junto a mí.

Él obedeció de mala gana. Había bebido demasiado, y aun así estaba seguro de que el incendio se había declarado en la misma dirección de su propio domicilio, tal vez en sus mismas tierras. Sin embargo, estaba convencido de que había apagado todas las lámparas de aceite y el resto de luces.

Felima comenzaba a tornarse insistente. Se fue acercando poco a poco sin abandonar los cojines. Tenía los ojos cargados, los labios llenos de baba y la peluca algo torcida.

—¿Jugamos? Vamos a retozar…

Entonces la interrumpió el mono, que fue corriendo al extremo del estrado y comenzó a parlotear con voz chillona.

—¡Cállate! —le gritó, y tomando del suelo un cojín; se lo lanzó al animal hecha una furia.

Éste echó a correr, y Felima fijó la mirada en las sombras del extremo más alejado de la estancia, donde le pareció haber visto a alguien. De hecho, el mono sólo se ponía a charlar si alguien se le acercaba.

—¡Déjalo! —murmuró Intef, quien, excitado por los dedos traviesos de la viuda, la acercó hacia sí—. Vamos a jugar —propuso con una sonrisa—, a comer y a beber.

—¡Y a morir después!

El médico y Felima se incorporaron con un movimiento tan súbito que volcaron una de las mesillas. La jarra de vino cayó al suelo y, haciéndose añicos, derramó todo su contenido. Los dos comprobaron, presas del pánico, que algo se movía entre las sombras. De ellas surgió una figura, tan silenciosa como si se deslizase sobre la bruñida superficie del suelo. No era ninguna fantasía; llevaba puesto el chaleco de cuero y la túnica propios de un soldado, así como sandalias y guardas de piel en las muñecas; en el cinturón militar podían verse una espada y una daga, y a la espalda llevaba un arco y una aljaba. Levantó la cabeza, pero Intef y Felima no pudieron ver otra cosa que un par de ojos refulgir tras una máscara de Horus.

—¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué…?

—He venido a impartir justicia —declaró el enmascarado.

—¡Justicia! ¿Y qué hemos hecho nosotros?

—¡Esto!

El intruso levantó el arco con una flecha cargada. Felima, ebria, se puso en pie de un salto y trató de huir, pero el asesino fue más rápido. La saeta cortó el aire y fue a clavarse en plena garganta de ella, de tal modo que la lanzó con gran estruendo contra la pared. Intef, a gatas, se arrastró en dirección a tan terrible representación de la muerte en tanto que el asesino introducía otra flecha en el arco.

—¡Levántate!

El médico obedeció.

—Muere como un hombre —ordenó el atacante—, dando la cara a tu enemigo.

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