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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los verdugos de Set (22 page)

BOOK: Los verdugos de Set
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—Estuve espiando la conversación de los sirvientes. Hablaban, ¿cómo no?, de la dama Neshratta. Y pude sacar algo en claro. ¿Sabéis tú o tu amo que la noche en que se suponía que Neshratta debía encontrarse con su amante, el señor Peshedu estaba ausente?

El confidente no pasó por alto la expresión de sorpresa de Shufoy.

—¡Eso no tiene nada de extraño! —espetó Prenhoe—. Al fin y al cabo, no es al padre a quien se está juzgando.

—Sí, sí. —La Mangosta le lanzó una mirada furiosa—. Pero ¿sabíais también que Peshedu tenía cierta debilidad por las
heset
que bailan en el templo de Anubis? Sus aventuras son la comidilla entre el servicio de la casa del buen general.

El enano se inclinó hacia delante con los ojos encendidos.

—Lo has hecho muy bien, Mangosta. ¿Tienes algo más?

—He hecho una visita al templo de Set. No es difícil acceder a la Capilla Roja desde un solitario jardín colindante. Cualquier asesino sigiloso podría entrar sin ser notado.

—¿Qué más?

—También he tenido una charla con mis amigos de taberna, incluido un guardia que custodia la Casa de la Guerra. Ipúmer era un escriba concienzudo. —Miró de soslayo a Prenhoe—. Algo así como tu amiguito. También le gustaban las damas.

—¿Cómo lo sabes?

—Comenzaba a trabajar poco después del amanecer, pero salía siempre en torno a la hora oncena.

—¿Y? —preguntó Prenhoe.

—Esa es la hora —aclaró el enano— a la que van al mercado las damas de la ciudad.

—Aún es más notable —prosiguió el visitante— el hecho de que su amigo Hepel no lo acompañase jamás. Por cierto, Hepel ha dejado de acudir a su trabajo.

Shufoy se frotó las manos; su señor iba a quedar encantado con la enjundiosa información proporcionada por la Mangosta.

—¡Vamos! —le instó Prenhoe—. Nos estabas hablando de sus amigos.

—Según he podido averiguar, Ipúmer no desayunaba jamás con nadie, ni visitaba las casas de comidas, ni al barbero ni las vinaterías.

—La única explicación para esto, mi sabio escriba —se recreó Shufoy—, es que nuestro buen amigo Ipúmer se estaba viendo con alguien en secreto casi a diario o, al menos, durante los meses anteriores a su muerte.

—¿Y los hicsos? —inquirió Prenhoe—. Mi señor mencionó una sociedad secreta vinculada a este pueblo.

—¡Tonterías! —La Mangosta se hurgó los dientes—. Tebas tiene más sociedades secretas que pulgas tiene un chucho. Hay cultos para todos los gustos. Es verdad que hace treinta años había gente en Tebas con mucho que ocultar, pues habían colaborado con los invasores; pero ya no queda uno solo con vida. Los hicsos han pasado a la historia.

—El general Balet no estaría precisamente de acuerdo contigo —declaró Prenhoe.

—Han pasado a la historia: son poco más que arena dispersa en el aire. —La Mangosta se levantó—. Ya llevo demasiado en esta sala, y quiero enseñaros algo.

—¿Qué me dices de la calle de las Lámparas de Aceite? —quiso saber Shufoy.

—¡Ah! Eso también.

Shufoy y Prenhoe recogieron sus sandalias y la sombrilla del primero. Éste se servía de ella para no quedarse rezagado, en tanto que, en caso de que se encontrasen con problemas, el extremo puntiagudo resultaba ser tan bueno como la daga que llevaba escondida entre los dobleces de sus vestiduras. La Mangosta insistió en salir por el camino que había empleado para entrar, de modo que los otros dos se reunieron con él en la puerta principal. Una vez juntos, apretaron el paso en dirección a la ciudad. La Mangosta no dejó de detenerse con frecuencia para orientarse.

Por fin llegaron al sendero que recorría el lateral de una de las grandes mansiones. Prenhoe recorrió el muro con la mirada y vislumbró una entrada principal de madera pulida y el brillo que despedían las gacelas doradas que habían pintado con esmero.

—Mm… —Shufoy, de pie en lo más alto del camino, observó con atención los alrededores—. Sí; allí está la palmera en la que se cobijó el buhonero, rodeada de hierba y matorral.

Prenhoe siguió la dirección de su mirada.

—Hay que andar con cuidado —advirtió el enano al tiempo que señalaba el canal que serpeaba por las inmediaciones, oculto casi por completo bajo la larga hierba y los arbustos.

—Ve tú primero.

La Mangosta pasó a toda prisa, manteniéndose siempre cerca de la pared. Así llegaron al portillo; la tierra que lo rodeaba estaba hollada.

—Parece ser que lo han usado muy a menudo —bromeó Shufoy.

Miró a la derecha y pudo ver un puente improvisado que cruzaba el canal hasta llegar a un palmeral. Vislumbró terebintos y sicómoros, hierba silvestre y maleza que convertían aquel paraje en un lugar fresco y acogedor. Prenhoe y él siguieron a la Mangosta hasta allí. La estrechez del sendero los obligó a caminar en fila india. Finalmente alcanzaron un claro en el que se extendía una charca de superficie verdosa rodeada de sauces.

—Cuidado con las serpientes —advirtió Prenhoe.

Sin hacer caso alguno de su aviso, la Mangosta los condujo hasta uno de los árboles, que estaba rodeado de tierra blanda y lisa.

—¿No crees —indicó a Shufoy poniéndose en cuclillas— que si quisieses reunirte con tu tortolita en plena noche elegirías un lugar como éste? Tras de ti no hay más cosa que eriales y el muro de la siguiente mansión, y desde aquí puedes ver a cualquiera que se acerque.

El enano estuvo de acuerdo.

—Mira. —El guía se levantó. Las raíces del sauce sobresalían ligeramente por encima de la tierra, y una de ellas presentaba una gran mancha del aceite de una lámpara—. Y allí. —Sacó algo de debajo de un arbusto: era un trozo de lino, sucio y lleno de manchas, de los que se empleaban para cubrir los alimentos.

—Si no recuerdo mal —señaló el hombrecillo—, la noche en que asesinaron a Ipúmer, alguien salió de la casa de Peshedu después de que éste se fuera, y pudo haber sido tanto la persona que se reunió con él como otra diferente. —Miró hacia la casa de la Gacela Dorada—. La dama Neshratta no parece tener la situación a su favor. Alguien vino aquí temprano con un cesto de comida. Más tarde, Neshratta salió a hurtadillas para encontrarse con el escriba. Yacieron juntos a la luz de la luna, comieron y bebieron vino. Fue entonces cuando él ingirió el tósigo. Después, la dama salió de aquí para devolver a su sitio las copas y la fuente, o tal vez —señaló a la charca— los hundió.

—¿Por qué haces todo esto? —quiso saber Prenhoe.

La Mangosta abrazó a Shufoy y lo apretó contra sí.

—Algunos días tienes suerte, amigo, y otros no. Un hombre como yo no sabe nunca cuándo tendrá que implorar la piedad del faraón. Venid, tengo más cosas que enseñaros. Debemos ir a la ciudad.

Los dos amigos lo siguieron. El calor había disminuido una vez que el sol había comenzado a hundirse en el horizonte, lo que hacía mudar el color de las piedras, los árboles y aun del Nilo. Los campesinos y comerciantes salían de la ciudad, charlando en voz alta, regañando a su prole y aguijando a los perezosos bueyes para que aligerasen el paso. A Shufoy le encantaba ver escenas así. Tuvo cuidado de abrir bien los ojos por ver a los hombres alacrán, buhoneros que suponían para él una fuente constante de nuevas ideas. Seguía seducido por la de vender amuletos y estatuas sagrados, en particular a los devotos del templo de Set. La Mangosta, sin embargo, había apretado el paso y avanzaba a grandes zancadas como si estuviese deseando acabar pronto.

Atravesaron las puertas de la ciudad y se abrieron camino entre el gentío. Las damas de la noche comenzaban a congregarse con la esperanza de seducir a la soldadesca. Llevaban pelucas ungidas con aceite, y de sus pezones colgaban campanil as. Tenían los brazos y los muslos decorados con tatuajes rojos y azules, y en sus ombligos, por encima de las ropas de alegres colores que cubrían su entrepierna, brillaban pendientes de plata. Se habían apostado entre las sombras, y llamaban con dulzura a quienes pasaban a su lado. Cerca de ellas, en marcado contraste, había instalado su puestecillo un portador de cadáveres de la Necrópolis que gritaba a fin de atraer a la clientela.

—Os enseñaré —anunciaba— las tumbas de los grandes, y también la misteriosa cueva oscura en la que, hace mucho, enterraron vivo a un hombre.

A su lado había decidido colocarse un narrador ambulante convencido de que quienes estuviesen interesados en la Necrópolis pagarían por oír las historias de sus viajes por el Sinaí, las descripciones de las criaturas exóticas que habitaban las montañas o de las tribus salvajes que las cazaban.

A Shufoy le habría encantado quedarse, frías Prenhoe lo obligó a proseguir tirándole del brazo. Giraron a la izquierda y abandonaron así la carretera principal, la que llevaba a los templos y palacios, así como al muelle. Hacia estos lugares caminaba una muchedumbre que pretendía cruzar el Nilo o cerrar alguna transacción en el mercado que se improvisaba siempre a la caída del sol. El aire estaba cargado de los múltiples olores que desprendían el ganso cocinado a la parrilla sobre carbón, la gacela que daba vueltas en el asador dispuesto ante una vinatería, los llamativos artículos que llenaban los puestos de perfumes y, cuando se introdujeron en callejones estrechos como el ojo de una aguja, los fétidos montones de basura y las letrinas abiertas.

La Mangosta caminaba con paso decidido, y solamente se detuvo un momento para ocultarse en un umbral al ver que pasaba la siempre atenta policía del mercado, cuyos integrantes se pavoneaban haciendo oscilar sus garrotes.

Shufoy y sus dos amigos atravesaron diferentes barrios: el de los tintoreros y bataneros, el de los fabricantes de tejidos de lino, el de los alfareros y el de los carpinteros. Por fin llegaron al diminuto mercado de aceite que se encontraba en el extremo más meridional de la ciudad. Sin duda, la Mangosta sabía muy bien por donde se estaba moviendo. Tomaron una amplia carretera flanqueada de casas y se detuvieron en un establecimiento en el que se había colocado un tenderete bajo una amplia ventana abierta que miraba a la casa. Estaba lleno de diferentes tipos de lámparas: de bronce, cobre, preciado alabastro, piedra sin trabajar… Algunas estaban decoradas de un modo alegre y talladas con gran belleza en forma de pato, ganso o ciervo sedente. La Mangosta tomó a uno de los aprendices por el brazo.

—¿Puedo ver a tu maestro? Tengo un negocio que proponerle.

El muchacho entró corriendo en la casa y regresó con un hombre bajito y rechoncho que se enjugaba con un trapo el sudor del rostro.

—¿Tienes algo que proponerme?

La Mangosta miró a Shufoy, y éste abrió la bolsa que llevaba oculta entre los pliegues de la ropa y sacó un teben de cobre. Entonces estudió la casa: tenía dos plantas, y en la parte alta había una habitación a la que se accedía a través de una escalera exterior construida en el muro.

—¿Conoces al escriba Ipúmer?

—Sí, claro: suele alquilar una habitación aquí. La que estás mirando.

—¿Podemos verla?

El comerciante se rascó la parte baja de la barbilla, lo que indicaba que estaba deseando hacer negocios. Shufoy le entregó el teben de cobre.

—Sólo queremos echar un vistazo y hacer unas cuantas preguntas.

Los ojos astutos de aquel hombre estudiaron al enano y dirigieron una fugaz mirada a la Mangosta.

—Yo te he visto por aquí antes, ¿no es verdad? Haciendo preguntas. —Dio unas palmaditas al aro con llaves que colgaba de su cinturón de cuero con una sonrisa ladina en los labios—. Os la enseñaré por dos tébenes.

Shufoy accedió. El mercader no dudó en cogerlos y, malhumorado y sin dejar de resoplar, subió los escalones. Cuando llegaron arriba, abrió la puerta y los invitó a pasar con un gesto burlón. El enano se introdujo en la habitación y sofocó un grito de sorpresa: aquel lugar estaba vacío; en él no había otra cosa que un duro suelo de piedra, un techo de madera y yeso y cuatro paredes encaladas.

—¿Ipúmer tenía esto alquilado?

—Sí, claro. —Aseguró el hombre con una sonrisa de desdén.

—¿Y dónde están sus cosas?

—Se las ha llevado.

—¿Cuándo?

—Hace unos ocho días.

Shufoy miró a Prenhoe.

—Eso fue después de que lo asesinasen.

—¿De que lo asesinasen? ¡A Ipúmer no lo han asesinado!

A estas palabras siguió una acalorada discusión. El enano pensaba que el lamparero lo estaba engañando, pero éste seguía en sus trece.

—Te he dicho —afirmó casi gritando— que Ipúmer vino a llevarse sus posesiones.

—Eso es imposible —replicó Shufoy—. Lo asesinaron hace diez días, y según tú, dos días después de que hubiesen llevado su cadáver a la Casa de la Muerte, regresó para vaciar su habitación. ¿Qué aspecto tenía el Ipúmer del que tú hablas?

—No lo sé.

El hombrecillo levantó el parasol con ademán amenazante.

—¡Déjame! —El comerciante retrocedió.

Shufoy cerró la puerta de una patada. La Mangosta se echó a un lado con un cuchillo delgado y de aspecto amedrentador en la mano.

—Mi amigo tiene razón. Hemos pagado mucho y queremos una información útil.

—Está bien. Está bien.

El lamparero fue a sentarse en un rincón y los invitó a acercarse.

—Hace aproximadamente un año —comenzó a relatar— llegó un hombre llamado Ipúmer que afirmaba ser escriba de la Casa de la Guerra. Yo había hecho saber que la habitación de arriba estaba libre. Su alquiler nos supone unos beneficios nada despreciables. Nosotros vivimos en la casa contigua, y usamos la planta baja de ésta como almacén y comercio. Dijo que necesitaba un lugar en el que poder verse con ciertas damas —A su rostro carrilludo acudió una sonrisa—. Por lo tanto, lo mejor era que yo supiera lo menos posible…

—Pero tendría cara, ¿verdad? —lo interrumpió Prenhoe.

—Pues no. Llevaba una túnica blanca de lino con caireles; las mangas le llegaban hasta las muñecas, y encima llevaba una estola con capucha. Tenía el rostro cubierto con una de esas máscaras de Horus que tanto gustan a los jóvenes.

Shufoy cerró los ojos y dejó escapar un gruñido.

—¿No te resultó sospechoso? —preguntó Prenhoe.

—¿Por qué? Me pagó bien. Exigió que no se le molestase y me advirtió que cuanto menos supiera, mejor. Escupimos, nos dimos la mano, me entregó el dinero, mucho más de lo que habíamos convenido, y le di la llave.

—¿Venía a menudo?

—No. —El mercader sacudió la cabeza—. De hecho, eso fue algo que me sorprendió. Me devolvió la llave porque pagó a un herrero para que le hiciese una nueva. Me parece que no confiaba en mí. Trajo algunos muebles; no muchos. Yo lo vi en muy pocas ocasiones.

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