Los señores de la estepa (27 page)

—¡No lo sabes! —exclamó Jad, frustrado. Descargó un puñetazo contra la pared del fieltro, muy cerca de Koja—. ¿Qué es lo que sabes?

—Mi señor Jaradan —dijo Koja con voz firme, agotada su paciencia—. No soy un experto en venenos. He cerrado las heridas del Khahan y disminuido el fuego de la ponzoña. He hecho todo lo posible, merced al todopoderoso Furo. No puedo hacer nada más. Su vida depende de la balanza de Li Pei.

—¿Li Pei? —preguntó Goyuk, que escuchó el final de la frase.

—El Juez Estricto, el señor de los muertos que pesa el karma de los hombres.

—No suena muy bien —comentó el anciano kan, con un cabeceo.

—¿O sea que no hay nada que puedas hacer, sacerdote? —preguntó Jad, cada vez más consciente de que los hechos escapaban a su control.

—No hay nada que pueda hacer por el Khahan —respondió Koja con cautela—, pero hay algo que sí puedo hacer.

—¿De qué se trata? —quiso saber Goyuk.

—Hablar con los muertos. Es difícil y un poco peligroso —explicó Koja—. Furo me ha bendecido con este conocimiento.

—¡Fantástico! ¡Propones que esperemos la muerte de mi padre para después hablar con él! —Le volvió la espalda al sacerdote y regresó junto al lecho de Yamun.

—No con el Khahan —Koja siguió a Jad, dispuesto a explicarse—. Me refiero...

Un suspiro escapó de pronto de los labios de Yamun, y se agitaron sus párpados.

—¿Un plan? —murmuró el Khahan. Exhausto, miró a sus acompañantes e intentó hablar otra vez, pero no pudo y su cabeza se hundió en la almohada.

Koja no perdió más tiempo en explicaciones. Apartó de inmediato las mantas y apoyó la oreja en el pecho del Khahan. El corazón aún latía, y su respiración era un poco más fuerte. No obstante, su piel tenía la misma coloración grisazulada y el sudor era frío. El sacerdote apretó las manos ásperas y curtidas del Khahan para controlar la firmeza de sus músculos, e indicó a un sirviente que le alcanzara una olla con un cocido de hierbas.

El hombre colocó el recipiente a su lado, junto con un trozo de tela de colores. Koja sumergió el paño en la olla y, después de sacarlo con mucho cuidado, lo sostuvo en alto para que se enfriara un poco. Finalmente, colocó la tela empapada en la infusión sobre el pecho de Yamun y lo dobló en varios pliegues. Con manos temblorosas, apretó el paño y abrigó otra vez al Khahan con las mantas. Concluida la cura, se volvió hacia los demás.

—Nos ha escuchado. Es una señal de que está mejor —dijo. El rostro de Jad se iluminó con una tímida sonrisa de alivio—. Pero sólo un poco mejor —le advirtió el lama.

—¿Cuál es el plan, sacerdote? —La pregunta de Goyuk rompió la tensión.

Agradecido por la excusa que le permitía cambiar de tema, Koja se apresuró a ofrecer su explicación.

—Kanes —dijo—, Furo ha respondido a mis plegarias, concediéndome el poder para hablar con los muertos. No con el ilustre Khahan —aclaró deprisa—, sino con uno de sus asesinos.

—¿De qué nos serviría? —inquirió Jad.

—Quizá pueda descubrir algo referente al veneno utilizado contra el Khahan. Tal vez podáis averiguar quién es el responsable del ataque —repuso Koja.

—Ya sé quién es el responsable. ¿No has dicho tú mismo que la criatura era un agente de Shou? ¿Y no has dicho que el gobernador de Manass tenía a un consejero shou a su lado? ¿Qué más necesitamos saber? —replicó Jad, que descartó la última sugerencia de Koja con un ademán.

—También estaba Afrasib —señaló Goyuk—. ¿Dónde encaja en todo este asunto?

—Era un hechicero —contestó Jad, irritado, como si fuese explicación suficiente.

—El Khahan querría saberlo. Prueba lo que dice el lama —recomendó Goyuk.

Jad respiró profundamente. Era joven, y le faltaba experiencia en la toma de decisiones importantes.

—Goyuk —dijo lentamente—, sólo porque tú lo recomiendas, pondré en práctica las ideas del sacerdote. —Se volvió para mirar a Koja—. ¿Qué debemos hacer?

—Ordenad que traigan los cuerpos a la tienda, y realizaremos los ritos para llamar a los espíritus. Entonces, podréis formular las preguntas a través de mí.

—¿Quieres traer los cuerpos aquí, a la yurta real? No lo permitiré —exclamó Jad, desafiante, con un brillo de cólera en los ojos—. Hasta tanto no sane mi padre, estoy al mando. Los cadáveres tornarían malsano el aire de la yurta. No lo puedo consentir.

—Pero debo tener los cadáveres. Debo tocarlos —protestó Koja.

—De acuerdo, pero tendrá que ser en secreto y fuera de aquí —manifestó Jad, después de reflexionar unos instantes. El príncipe se puso de pie y comenzó a pasearse de arriba abajo mientras daba sus órdenes—. Goyuk, envía a uno de los guardias nocturnos, no a los de día, a la yurta de Sechen, el luchador, con la orden de que debe reunirse con nosotros. Comunica esta proclama: todos los kanes deben preparar a sus hombres, porque el príncipe pasará revista a las tropas a última hora de la tarde. Esto mantendrá ocupados a los curiosos y evitará su intromisión.

—Por tu palabra, así se hará —dijo Goyuk, mientras salía.

—Gracias, sabio consejero —contestó Jad, a espaldas del anciano. Exhausto, el príncipe se volvió hacia su padre. Al ver a Koja, se detuvo—. Y tú, sacerdote, ve a prepararte.

Koja hizo una reverencia y salió de la yurta. En realidad, no necesitaba preparar gran cosa, pero obedeció de todos modos. Yamun podía pasar un rato sin sus cuidados. Mientras caminaba en dirección a su tienda, el lama pudo percibir la inquietud y la tristeza que reinaban en el campamento. Los guerreros se mostraban tensos, desconcertados por su futuro.

En cuanto entró en su yurta, recogió las pocas cosas que necesitaba. Hodj le preparó una comida caliente, la primera que tenía ocasión de disfrutar en varios días. Las viandas revivieron a Koja, casi exhausto. Después de comer, el lama desplegó sus pergaminos y repasó los
sutras
que necesitaba para ejecutar el rito.

Todavía estaba enfrascado en la lectura, cuando Sechen se presentó con los caballos. Koja recogió una bolsa pequeña y se unió a los demás. Cabalgaron en silencio por el campo de la pasada batalla. Habían desaparecido la mayoría de los cadáveres, pues sus amigos o parientes se los habían llevado para darles sepultura. Unos pocos yacían en el mismo lugar donde habían encontrado la muerte, despojados de sus armas o de cualquier objeto de valor. Pese a ello, el campo ofrecía un panorama espantoso. Por todas partes se veían los cuerpos de los caballos pudriéndose al sol. Los vencedores se habían llevado las monturas y arreos, sin preocuparse de los cuerpos. Sólo a unos pocos los habían aprovechado para preparar tasajo, de modo que los animales carroñeros tenían alimento para muchos días. Los buitres graznaron cuando los jinetes pasaron cerca, y los chacales los recibieron con un coro de ladridos.

A Jad le preocupaba la posibilidad de ser espiado. El príncipe había cambiado su hermoso semental blanco y la montura negra y roja por la yegua zaina y la silla de uno de los guardias diurnos. En la medida de lo posible, no quería llamar la atención. Varios guardias habían pedido darle escolta, conscientes de que el príncipe sería posiblemente el nuevo Khahan, pero el joven los había rechazado de plano.

Por delante del príncipe, Koja cabalgaba concentrado en lo que debía hacer. No las tenía todas consigo. Cuando había hecho la oferta de invocar a los espíritus de los asesinos, no había considerado los posibles resultados. ¿Qué pasaría si estaba en un error, y los asesinos los había pagado el príncipe Ogandi? Cuanto más avanzaba, más intranquilo se sentía.

—Es allá. —El aviso de Sechen arrancó a los dos hombres de sus pensamientos—. Escondimos los cuerpos en aquel lugar. —Señaló una pequeña cornisa al otro lado de la cañada—. Así nadie hará preguntas.

—Bien —dijo Jad—. Has servido bien a mi padre. Él se encargará de recompensarte.

—Servirle es mi única recompensa —contestó el luchador. Koja no dudó que lo decía de todo corazón.

El grupo se detuvo al borde de la cañada, a la sombra de los árboles, y desmontó. Después de manear a los caballos, los hombres descendieron por la barranca hasta donde estaban ocultos los cuerpos.

Si el hedor de la muerte no hubiese sido tan fuerte en el campo de batalla, habrían podido oler los cadáveres a la distancia. Pero, con tanta muerte a su alrededor, el olor añadido era sólo una incomodidad menor. Atraídas por la podredumbre, las moscas formaban una nube junto al pequeño saliente que ocultaba los cuerpos. Sechen apartó los insectos y arrastró los cadáveres hacia el exterior.

Los cuerpos presentaban los síntomas de la putrefacción, y alguna alimaña había mordisqueado sus carnes. Un gas fétido surgió de las cavidades interiores de los cuerpos cuando rodaron por la ladera hasta quedar encajados en una pila de rocas. Por un momento, Koja tuvo ganas de vomitar, pero consiguió dominar las arcadas. Esto era idea suya, y no era cosa de ponerse enfermo, Goyuk y Jad se mantuvieron bien apartados de los hinchados restos, y Sechen hizo lo mismo en cuanto acabó su trabajo.

Koja no compartió la suerte de los demás, porque el hechizo que pondría en práctica lo obligaba a tocar los cadáveres. Por este motivo, había tomado la preocupación de llevar consigo un pañuelo empapado con esencias aromáticas, que se colocó sobre el rostro. La fuerte fragancia lo mareó un poco, pero al menos le impedía oler la carne putrefacta.

—Empieza de una vez —exclamó Jad, impaciente.

El sacerdote clavó una varilla de incienso en el suelo y llamó con una seña a Sechen. Sin muchas ganas, el luchador se acercó con una cajita metálica colgada de una cadena, en cuyo interior resplandecía una brasa. Koja sujetó la cadena, sacó el ascua con unas tenacillas de plata, y la arrimó al incienso. A medida que el humo flotaba en el aire, Koja se acomodó y comenzó a entonar las
sutras
. Nunca había pronunciado antes estas oraciones, aunque sabía que eran las adecuadas para llamar a los espíritus.

Los otros lo observaron en silencio. Llevado por sus sospechas, Jad miró a Sechen e imitó el gesto de quien tensa un arco. El luchador asintió. Con mucho sigilo, preparó su arco, dispuesto a disparar contra Koja si pretendía lanzar un hechizo contra el príncipe.

Todos esperaron nerviosos a que Koja acabara la salmodia. Les pareció que no acababa nunca. Las palabras eran hipnóticas, seductoras.

Koja permanecía ajeno al extraño sonido de su letanía. Toda su concentración estaba puesta en pronunciar las palabras que Furo ponía en su mente. El solo hecho de entonar el canto requería un esfuerzo que le acalambraba los músculos faciales; le temblaba el labio superior, y notaba un hormigueo en la nuca. Podía sentir las fuerzas que se movían en derredor, atraídas por la calidad musical de las palabras. Su visión se reducía a un único punto.

Entonces, sin previo aviso, cesaron las palabras. Koja inclinó el tronco y tocó con un dedo la fría y grisácea frente del hechicero muerto. Una débil luz roja salió de la boca del difunto y envolvió todo el rostro. Poco a poco, se elevó como un globo ligado por unos tentáculos muy finos a la cara. A medida que ascendía, el globo aumentó su tamaño.

Koja se apartó, sorprendido. Llamar a los espíritus de los muertos era una experiencia absolutamente nueva e ignoraba lo que iba a pasar. Nadie en el templo de la Montaña Roja había mencionado la luz roja. Mientras observaba, el globo se transformó en la silueta transparente de Afrasib. El espíritu abrió los ojos, cuencas vacías, y miró directamente a Koja, que se estremeció al ver los huecos oscuros. El sacerdote habló con los demás por encima del hombro.

—El espíritu estará aquí muy poco tiempo —susurró, para no molestar a la cosa que flotaba sobre el cuerpo de Afrasib—. Deprisa, ¿cuáles son las preguntas? Sólo puedo hacer unas pocas, así que escoged bien.

—Pregúntale para quién trabajaba —siseó Jad muy erguido, en un intento de disimular su miedo.

—¿Quién te ordenó matar a Yamun? —preguntó Koja.

—El que deseaba su muerte —contestó el espíritu. Su voz sonaba a media altura, en algún punto cercano a la boca del cadáver. Era la voz de Afrasib, pero helada y monótona.

—Pregúntale el nombre —pidió el príncipe.

—¿Cuál es el nombre de la persona que ordenó el asesinato?

—Ju—Hai Chou. —Las palabras resonaron suavemente por la cañada.

—¿Quién es Ju—Hai Chou? —exclamó Jad, sorprendido—. No, no se lo preguntes. Pregunta acerca de Bayalun.

—¿Eke Bayalun sabía del ataque?

—Madre Bayalun sabe muchas cosas —respondió el espíritu lánguidamente—. ¿Podría no saber esto?

—Ahora es el espíritu quien nos interroga —murmuró el príncipe, disgustado.

—No puedo retenerlo mucho más, príncipe Jaradan —le avisó el lama. El sudor le bañaba la frente, y el esfuerzo por mantener ligado al espíritu amenazaba con agotar sus fuerzas.

—¿Quién es Ju—Hai Chou? —Goyuk intervino en el interrogatorio, con la pregunta previa de Jad—. Dinos algo más.

—¿Quién es Ju—Hai Chou, el que te ordenó matar a Yamun? —repitió Koja, advirtiendo que cada vez le resultaba más difícil dominar al espíritu. La luz onduló y perdió brillo, pero enseguida se recuperó.

—El
hu hsien
—dijo la voz débilmente. La imagen se desvaneció un poco.

—¿Cuál era su plan? Deprisa, sacerdote, ¡pregunta! —gritó Jad, consciente de que se perdía el contacto.

—Afrasib, ¿cuál era el motivo de Ju—Hai Chou? —balbuceó Koja.

—Fue enviado como ayuda —entonó el espíritu.

—¿Quién lo envió? —se apresuró a preguntar Koja, antes de que el espíritu se esfumara.

—El ministro de Estado —contestó Afrasib.

—¿A quién debía ayudar Ju—Hai Chou...? —Koja no acabó la pregunta. La luz se redujo a un punto que se mantuvo en el aire por unos segundos, y después desapareció del todo. El sacerdote se apartó de los cadáveres, y dio gracias a Furo por el fin de la experiencia—. Lo lamento. No he podido retener más al espíritu. Era demasiado fuerte. —Apartó el pañuelo de su rostro y pidió disculpas con una reverencia.

—¿Qué hay acerca del otro? —preguntó Jad, con un tono muy parecido al de su padre—. Podríamos averiguar algo más.

Koja se frotó su afeitada cabeza, con la mirada puesta en el hombre zorro. La enorme herida en el pecho de la criatura se veía negra, y tapada de moscas.

—No creo que resulte —contestó—. No es un hombre. Su espíritu no es el mismo.

—Entonces, no hemos conseguido nada —protestó el hijo de Yamun, contrariado. Se sacudió el polvo de su
kalat
mientras se levantaba.

Other books

Her Heart's Desire by Mary Wehr
The Untouchable by Gerald Seymour
The Secret Dead by S. J. Parris
Alpha by Regan Ure
Midsummer Night by Deanna Raybourn


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024