Los señores de la estepa (24 page)

En aquel momento, un rumor distinto, más débil y grave, se añadió al estruendo. Era el batir de los tambores de guerra, que llegaba de lejos. Yamun se irguió de un salto y levantó una mano para avisar a los señaleros ubicados a sus espaldas.

—Arcos y tambores —ordenó.

El ayudante que estaba junto al Khahan empuñó su arco y colocó una extraña flecha con la punta en forma de bulbo tallado. En lugar de apuntar al enemigo, el hombre dirigió la flecha hacia arriba, como si disparase a las nubes. Los señaleros hicieron lo mismo.

A una señal del Khahan, los arqueros dispararon sus flechas hacia el cielo. Un coro de agudos aullidos destacó entre el estrépito. Koja, sorprendido, tiró de las riendas de su caballo, y a punto estuvo de salir disparado al galope. Sechen sujetó a la bestia de la brida y lo dominó.

—Flechas silbadoras —gritó el guardia, señalando las saetas que proseguían su vuelo por encima de los jinetes enemigos.

La señal puso en marcha a las tropas. Koja observó cómo cada uno de los hombres se apresuraba a coger el arco y poner una flecha, mientras sostenía un puñado de saetas de reserva.

El Khahan bajó la mano. Otro enjambre de flechas silbadoras emprendió el vuelo, seguido por un fuerte tañido, como un instrumento desafinado, a medida que los guerreros disparaban sus arcos. Las flechas surcaron el aire, para desaparecer entre la nube de polvo. Desde la llanura, llegaron los gritos de sorpresa. En los momentos en que el polvo se abría un poco, Koja pudo ver unos cuantos jinetes muertos o heridos tendidos en el campo. Los restantes se arremolinaban, confusos y asustados, mientras intentaban descubrir a sus atacantes.

Sin darles tiempo a recuperarse, los guerreros de Yamun continuaron lanzando sus flechas a gran velocidad en medio de la cortina de polvo. Los gritos de los heridos se confundían con las órdenes en khazari que sólo Koja podía entender, en tanto los oficiales se desesperaban por recuperar el control de sus tropas. Los hombres gritaban por las heridas, llamaban a sus amigos o a sus caballos. A medida que el polvo se posaba, se podía ver el campo de batalla dominado por la confusión y el miedo.

—¡Ahora, antes de que se recuperen, a la carga! —ordenó el Khahan. El estandarte de nueve colas se movió hacia el frente, y tocaron los tambores de guerra. A lo largo de la línea, Koja vio los banderines de los tres
tumens
transmitir la señal. Los tres mil hombres se lanzaron al galope.

Koja tiró de las riendas para contener a su cabalgadura. La yegua luchó contra el bocado y caracoleó, en un esfuerzo por sumarse a la carga. Fue necesaria toda la fuerza de Sechen, que la sujetaba de la brida, para dominar al nervioso animal.

Sólo después del paso de los guerreros, avanzó Yamun. Poco a poco, el Khahan y su comitiva aumentaron la velocidad para mantenerse cerca de los jinetes que cabalgaban a la vanguardia. Muy pronto alcanzaron a los rezagados: caballos cojos, soldados caídos que se apresuraban a sujetar a sus animales y volver a montar, y jamelgos que no aguantaban el esfuerzo. Koja se aferró al pomo de su silla mientras avanzaba hacia la línea enemiga.

La batalla se convirtió para el sacerdote en una sucesión de imágenes caóticas. No había orden ni sentido en nada de lo que veía. No era como las batallas que había imaginado: ordenadas, correctas, casi majestuosas. Por el contrario, la carga era como abrir la puerta al reino de Li Pei, el gran juez de los infiernos.

Los primeros segundos del ataque fueron los más claros. A medida que los tuiganos de vanguardia arremetían contra el flanco de la caballería khazari, Koja podía ver el asombro y el miedo en los rostros enemigos. Los khazaris todavía no habían reaccionado ante el aluvión de flechas y, al parecer, no esperaban una carga.

Los dos ejércitos chocaron. Un estampido, semejante a un trueno, resonó entre la muchedumbre. Koja nunca había presenciado el encuentro de dos líneas enemigas, y la impresión del primer impacto —el choque de caballos, hombres, lanzas y armaduras— lo estremeció de pies a cabeza.

Casi enseguida, las dos fuerzas se confundieron en una masa. Los tuiganos cabalgaron en línea recta contra el enemigo, de modo que aprovecharon el impulso de la carga para adentrarse en el corazón del ejército rival. Los khazaris no sabían por dónde hacerles frente y descargaban golpes en todas las direcciones, mientras los oficiales se desgañitaban dando órdenes, en un intento desesperado por reagrupar a sus unidades.

Antes de que Koja tuviese tiempo para captar la situación, Yamun y su grupo estaban entre las filas enemigas. Un guerrero barbudo y de rostro afilado, vestido con una túnica de seda mugrienta, cargó con su lanza contra el lama. En un gesto instintivo, Koja levantó la maza para defenderse. La punta de la lanza se desvió al rebotar contra el mango de la maza, y rozó las escamas metálicas de su armadura. Mientras el hombre pasaba de largo, un puño enorme apareció por la derecha y se estrelló contra la barbilla del khazari, que salió despedido de su montura y cayó al suelo después de chocar contra el flanco de la yegua. Sechen se acercó al lama y, con una sonrisa, le mostró el puño. El sacerdote se volvió, horrorizado por la experiencia. El khazari caído ya no estaba a la vista; había desaparecido entre los cascos de los caballos.

Después de aquello, Koja ya no sabía quién ganaba, ni distinguía entre amigos o enemigos. Su yegua saltó por encima de un caballo herido que, tumbado panza arriba, lanzaba coces en medio de su agonía. Por todas partes, sonaban unos alaridos a cual más espantoso. Un guerrero tambaleante se aferraba al extremo de una lanza que le había atravesado el pecho de parte a parte. Otro soldado, desplomado sobre la montura, se sujetaba un muñón sangriento a la altura de la muñeca; tenía los ojos vidriosos y casi blancos, y balbuceaba oraciones a algún dios. Dos jinetes se enfrentaban a un tercero, dispuestos a tumbarlo de su silla.

De pronto, la lucha pareció haber llegado a su fin. La carga de los hombres de Yamun había tenido un efecto impresionante en las líneas enemigas. La súbita aparición de los guerreros había puesto en fuga a la caballería khazari. Los soldados regresaban por donde habían venido, sin hacer caso de sus oficiales y abandonando a sus heridos.

—¡Señala la persecución! —gritó Yamun a su señalero. Los comandantes de los
jaguns
ya reunían a sus hombres. Ondeó el estandarte, y los tambores de guerra recogieron la señal. Sin darles ni un respiro a las tropas khazaris para que pudiesen reagruparse, Yamun lanzó una nueva carga contra ellos. Las líneas de la caballería tuigana se desplegaron en abanico mientras avanzaban.

Un jinete vestido con la armadura de los guardias diurnos pasó a galope tendido junto a Koja. «Algún guerrero enardecido que quiere impresionar a su Khahan», pensó el lama. Lo observó, interesado en saber si lo conocía. Con gran asombro, descubrió que se trataba del mismo guardia que había visto antes, el hombre que había provocado sus sospechas. Unos metros más atrás, lo seguía Afrasib, el hechicero, quien por toda arma portaba una delgada vara de hueso. Una chispa brotó de su extremo, y unas llamaradas aparecieron en el suelo, por la derecha, a una distancia considerable. Una fina nube de humo flotó en el aire por unos segundos. El hechicero se rió a mandíbula batiente, estimulado por el placer maníaco de la destrucción.

Sin previo aviso, el grupo de Yamun se vio frente a un pelotón de khazaris, hombres que no tenían la intención de dar media vuelta y huir. Debían de ser unos diez o doce al mando de un comandante. El impulso de Sechen lo llevó a través del enemigo, que se dispersó. Algunos de los lanceros khazaris se lanzaron contra el portaestandarte de Yamun, y lo obligaron a separarse del Khahan. Otros dos se arrojaron sobre Koja, pero tuvieron que hacer frente a los guardias del lama. El guardia diurno sospechoso azotaba despiadadamente a su caballo sin desviarse en su loca carrera hacia el Khahan. Por un instante. Koja quiso llamarlo, pero después comprendió que la obligación del guardia era proteger al Khahan, y no a él.

Koja vio cómo el guardia, con una expresión ufana en su zorruno rostro, se aproximaba a Yamun por atrás, y dio por sentado que su intención era ayudar a su jefe. Pero de pronto lo invadió el pánico cuando el hombre levantó su lanza y la hundió en la espalda del Khahan.

Yamun soltó un grito de rabia y dolor y se giró en su montura, al tiempo que descargaba un mandoble del revés. Koja escuchó un ruido sordo cuando la espada de Yamun chocó contra la clavícula de su agresor y le hendió la armadura hasta el pecho. El asesino dejó caer la lanza, sorprendido, y un chorro de sangre brotó de sus heridas. Casi sin fuerzas, desenvainó su espada e intentó asestar un último golpe. Falló, y la hoja pinchó la grupa de la blanca yegua de Yamun. Los khazaris, viendo su oportunidad, se precipitaron sobre él.

La yegua de Yamun relinchó espantada por el puntazo del guardia, y se desbocó. Lanzada en un galope descontrolado, se llevó por delante a los dos jinetes enemigos. El caballo de uno de los hombres trastabilló por el golpe recibido, y su jinete olvidó el ataque, preocupado sólo por aferrarse a las crines para no perder el equilibrio. No lo consiguió, y cayó al suelo.

Con una rapidez sorprendente, Yamun se recuperó del revés y lanzó su espada en un golpe ascendente hacia adelante. La punta de su acero se deslizó por debajo de la coraza del otro khazari. Con una veloz media vuelta, Yamun despanzurró a su enemigo. Los ojos del hombre se abrieron desmesurados por el asombro y el dolor, al tiempo que sus manos se cerraban sobre su abdomen. Su lanza cayó a tierra, y un segundo después la siguió su cuerpo, mientras el Khahan soltaba la espada que no había podido sacar del cadáver.

De pronto, Yamun se desplomó sobre la silla, demasiado exhausto para recuperar el arma. Una enorme mancha de sangre, su sangre, empapaba la espalda de su coraza y manchaba los adornos de plata de su montura.

Koja comprendió que no había nadie más para socorrer a Yamun. Sin pensarlo, clavó las espuelas a su caballo y se lanzó al galope. El guardia diurno, aferrado al pomo de su silla, estaba a punto de atacar al indefenso Yamun por la espalda.

La urgencia impulsó a Koja a formar un escudo mágico alrededor del Khahan. Con las riendas sujetas en una mano y las piernas abrazadas al pecho de su caballo, el lama intentó trazar en el aire los símbolos arcanos del encantamiento y los
sutras
necesarios. Ahora, sólo la gracia de Furo podía salvar a Yamun.

La espada del asesino estaba a punto de atravesar el cuello de Yamun cuando Koja acabó su hechizo. Una fuerza invisible rodeó al Khahan y lo apartó del ataque, pero no fue suficiente. La punta de la hoja se clavó en el hombro de Yamun, y la sangre manó a través del agujero en la coraza.

El impulso del golpe puso al asesino al alcance del Khahan. En el momento en que se acercó lo bastante, Yamun tendió una mano y sujetó el brazo de su agresor. Con la fuerza de una fiera, el guerrero arrancó al traidor de su montura. Una daga muy larga apareció en la otra mano de Yamun. Sin soltar a su presa, hundió la daga en el costado del asesino. El hombre profirió un aullido inhumano y se retorció en un último esfuerzo por librarse. A pesar de sus heridas, el caudillo no lo soltó.

En aquel instante, el khazari que había sido desmontado avanzó a la carrera, con la espada en alto. Yamun lo vio venir por el rabillo del ojo. Un gruñido de agonía escapó de sus labios mientras levantaba el cuerpo del asesino ensartado en su daga, y lo lanzaba contra el nuevo atacante. El cuerpo se estrelló de cabeza contra el khazari, y los dos hombres rodaron por tierra.

Un rugido atronador y chirriante a la vez estremeció a Koja. Las ondas de sonido le martillearon los tímpanos. Unos metros más allá, Yamun se llevó las manos a la cabeza, en un gesto de agonía. El Khahan aflojó el cuerpo y cayó de la montura, para ir a estrellarse contra el suelo como un saco.

Los ojos del lama se llenaron de lágrimas de dolor, que le impedían ver. El terrible aullido cesó tan bruscamente como había comenzado. Aturdido por el dolor, Koja se sujetó a las crines del caballo y se enjugó las lágrimas. Miró a sus espaldas, y vio a Afrasib que, con una expresión de triunfo en el rostro, avanzaba apuntando con su vara de hueso al cuerpo inmóvil de Yamun. Koja vio cómo la risa del brujo le sacudía los delgados hombros, aunque no podía escuchar las carcajadas por culpa del espantoso zumbido que persistía en sus oídos.

Koja comprendió que debía hacer algo de inmediato, porque el primer hechizo protector no serviría de nada frente al ataque mágico del hechicero. Por suerte, Afrasib no prestaba ninguna atención al lama. Desesperado, Koja miró en todas direcciones a la búsqueda de alguien que pudiese socorrer al Khahan. El ataque tuigano había funcionado a la perfección, y ahora las tropas de Yamun se encontraban ocupadas en la persecución del enemigo. Alcanzó a distinguir a Sechen, pero el gigantesco luchador estaba demasiado lejos para llegar a tiempo de echarle una mano.

El lama pensó en los hechizos que conocía. Necesitaba uno capaz de paralizar al mago completamente, no sólo de herirlo. Mientras Afrasib estuviese vivo y con capacidad de moverse, era peligroso. La única manera de conseguirlo era a través de la congelación. Koja metió una mano en la pequeña bolsa colgada del pomo de su silla, y buscó los ingredientes necesarios para el hechizo, sin dejar de musitar oraciones a Furo y al Iluminado, porque ahora, más que nunca, necesitaba su ayuda.

Rápidamente, los dedos de Koja sujetaron la pequeña bola de hierro que necesitaba para el hechizo. Retiró la mano del saco y lanzó el perdigón contra Afrasib, al tiempo que gritaba las palabras del encantamiento. Como todavía no podía oír, tenía que confiar en haber dicho la fórmula correctamente.

En un acto instintivo, Afrasib se retorció en la silla en un intento de apartarse de la trayectoria del proyectil, y, cuando la bola hizo blanco, lo congeló en pleno movimiento: un brazo levantado para protegerse de la bola y el cuerpo echado hacia atrás. Su rostro se veía retorcido en una expresión de furia y sorpresa. El hechicero se mantuvo montado por un segundo, y enseguida cayó de costado y chocó contra el suelo, rígido como una tabla.

Koja, agotado por la tensión, se abrazó al pescuezo de la yegua y olió su sudor agridulce, aliviado. Entonces recordó a Yamun. Con movimientos torpes, desmontó y caminó con paso inseguro hasta donde yacía el Khahan, boca arriba.

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