Los señores de la estepa (23 page)

—Manass vendrá aquí, si todo sale como está pensado —murmuró el Khahan, con la barbilla apoyada en el pecho. Después irguió la cabeza y añadió con voz más firme—: Nosotros historiador, haremos que Manass venga aquí.

—¿Cómo?

—Tú me informaste de cuál había sido la reacción del señor de Manass. Nos llamó bandidos —contestó Yamun, de espaldas a la llanura—. Por lo tanto, actuó como un bandido. —Miró a Koja. La expresión del lama reflejaba su confusión.

»Ayer, ataqué y perdí... adrede. —Yamun levantó una mano para acallar los comentarios de Koja—. Murieron pocos hombres. Tenían orden de hacer mucha alharaca, y después escapar. Esta mañana, he dejado una fuerza pequeña cerca de Manass para que sirva de cebo, para que salgan a perseguirla. Sólo puedo rogar que Shahin Kan haga su papel. Si Chanar estuviese aquí, no tendría ninguna duda de la persecución. No hay nadie mejor para tender una trampa. —El Khahan dirigió una sonrisa débil al lama.

—¿Pero por qué suponéis que la guarnición abandonará la protección de las murallas? —preguntó Koja. Movió los hombros para acomodar la coraza que se resbalaba de su sitio.

—Su comandante es un idiota. Ayer, cuando Shahin se retiraba, los khazaris dejaron su fortaleza y persiguieron a los nuestros. No tenían ningún motivo, así que anoche ordené una diversión. Mis «bandidos» atacaron Manass y fracasaron. —Yamun señaló hacia el risco—. Esta mañana, los khazaris verán a un enemigo que se retira. Perseguirán a Shahin, con la esperanza de destruirlo. —El Khahan hizo una pausa y se quitó el casco. El sudor le corría por la cabeza—. Si no basta para provocarlos, Shahin tiene órdenes de incendiar todo lo que encuentre cercano a la ciudad.

»Esto obligará a salir al señor de Manass. Tendrá que proteger sus rebaños y a su gente. —Yamun se secó el sudor de la frente—. Pasaría por un cobarde si permaneciera oculto tras sus murallas. Por lo que he visto, querrá pelea. Después de todo, sólo somos bandidos. —El Khahan volvió a ponerse el casco.

—¿Y entonces? —insistió Koja.

—Entonces, Shahin traerá a los khazaris hacia aquí —afirmó Yamun, tranquilo—. Shahin cabalgará por delante nuestro, mientras permanecemos ocultos. A mi señal, los hombres atacarán a los khazaris por el flanco, mientras las tropas de Jad y Goyuk los pillarán por la retaguardia.

—¿Y si nadie persigue a Shahin? —inquirió Koja.

—Habré cometido un error en mi juicio acerca del señor de Manass —respondió Yamun—. Sería sabio de su parte quedarse en casa, pero vendrá. —El Khahan contempló el horizonte mientras hablaba.

Koja esperó el permiso de Yamun para retirarse. Por fin, el Khahan dedicó su atención a otros detalles, y el lama regresó junto a su árbol dispuesto a echar una cabezada. A pesar de su cansancio, no consiguió dormir.

Las moscas volaban lentamente por encima de su cuerpo. Pasó otra hora sin noticias de la llegada de Shahin. La mañana se convertía poco a poco en un caluroso día de primavera. El lama no podía hacer otra cosa que rezar y esperar.

—Ya llegan, Yamun Khahan —jadeó un mensajero, que subió la ladera a toda prisa para arrodillarse a los pies del caudillo—. Los exploradores señalan la llegada de Shahin.

Yamun le volvió la espalda al hombre y llamó a otro mensajero.

—Ve al príncipe Jad —ordenó—. Dile al príncipe que su padre le recuerda que no debe moverse hasta recibir la señal. —El mensajero partió a la carrera. Koja se levantó al escuchar el anuncio.

»Las cosas están casi a punto —le explicó Yamun, ansioso—. Shahin lo ha conseguido. Ahora, sólo necesitamos cerrar la trampa. —El Khahan se acercó al borde de la cañada y miró hacia el paso.

—Khahan, ¿habrá peligro? —preguntó el sacerdote, en cuanto alcanzó a Yamun. Hasta entonces, sólo había visto batallas, pero no había participado en ninguna.

—Desde luego —replicó Yamun—. Todas las batallas son peligrosas. —El Khahan se llevó una mano a la frente a modo de visera, y continuó con su observación sin hacer más caso a su historiador.

—¿Podría hacer algún hechizo, sólo como protección? No soy guerrero y...

—¡No! —gruñó Sechen, adelantándose para guardar a Yamun—. Nada de hechizos. —El luchador miró furioso al lama, que retrocedió atemorizado.

Al comprender lo que había hecho, Sechen se detuvo de pronto y se arrodilló a los pies de Yamun.

—Perdonad mi furia, gran señor; sólo pretendía protegeros.

—Lo has hecho con buena intención —lo tranquilizó Yamun, después de estudiar al hombre con atención. Se volvió hacia Koja—. Tendrás que asumir los riesgos al igual que todos nosotros. Nada de hechizos.

Tomada su decisión, Yamun escaló a un montón de rocas, seguido por Koja y sus guardias, para poder tener un punto de observación más adecuado. Koja llegó a la cima muy agitado y con la calva cubierta de sudor.

—¡Allá está Shahin! —exclamó Yamun, señalando hacia el risco más lejano. Koja apenas si consiguió distinguir una delgada franja gris que se movía. El Khahan corrió ladera abajo y se encaminó hacia su estandarte, al tiempo que movía los brazos para poner a su ejército en pie de alerta. Koja, más fatigado y sudoroso que antes, corrió tras él.

Cuando el Khahan llegó a su puesto de mando, aparecieron los primeros mensajeros. Yamun se abrió paso entre la cañada abarrotada, sin prestar atención a sus tropas, y fue al encuentro de un mensajero que se acercaba para comunicar su informe.

—Jad informa que sus hombres están en posición —dijo el hombre.

—Bien. Señalero, utiliza el banderín blanco para la derecha —ordenó Yamun, sin detenerse. El soldado hizo una rápida reverencia para hacerle saber que había escuchado la orden.

—Los exploradores avisan que Goyuk está preparado —añadió uno de los ayudantes del Khahan. Apenas si era poco más que un niño, quizá de catorce o quince años. Su rostro todavía mostraba la g
ordu
ra infantil.

—¿Por qué Goyuk no lo ha comunicado? —exclamó Yamun, mientras el muchacho marchaba a su lado. Pasaron entre un grupo de caballos que piafaban, inquietos. Los jinetes acariciaban los pescuezos de los animales para tranquilizarlos.

—No lo sé, señor —respondió el ayudante, disculpándose.

—¡Pues entonces, averígualo! —ordenó el caudillo, enojado.

—¡Shahin se encuentra en el valle, gran señor! —gritó un mensajero que galopaba hacia lo alto de la cañada. Yamun se detuvo y miró al jinete, que se apeó de un salto.

—¿Quién es tu comandante? —preguntó el Khahan.

—Buzun. Uno de los oficiales de Shahin Kan, gran señor —se apresuró a contestar el hombre, con una rodilla en tierra. El sudor manchaba el polvo de sus ropas. Una de las trenzas del correo aparecía deshecha, y la otra estaba cubierta de grasa y mugre. Tenía los ojos hundidos y opacos por la fatiga.

—¿Qué hay del enemigo? —lo interrogó el Khahan, al tiempo que subía la cuesta—. ¿Hay algún otro mensaje de Shahin?

—La guarnición lo persigue a casi un kilómetro de distancia, tal vez un poco más, gran señor. Pero no más de un kilómetro y medio —contestó el mensajero. Koja trepó para reunirse con Yamun.

—¿Cuántos hombres persiguen a Shahin? —quiso saber el Khahan.

—Tres
minghans
de caballería y dos de infantería, pero éstos vienen más atrás.

—¡Maldita sea! —protestó Yamun—. No podemos dejar que se escapen. —Se volvió hacia sus ayudantes—. Enviad mensajeros a Jad y Goyuk. No deben atacar hasta que pase la infantería. Tendrán que darnos una señal con los tambores de guerra, cuando los infantes estén en la trampa. Demoraremos nuestro ataque hasta recibir su señal. Tú —agregó, dirigiéndose el mensajero—, regresa con Shahin y dile que acose a los jinetes, que los retrase. Quiero al enemigo bien agrupado. Dile a Shahin que no importan las pérdidas.

El mensajero saludó con una reverencia, contagiado por el ardor del Khahan.

—¡Un caballo fresco para este hombre! —les gritó Yamun a sus ayudantes en la cañada—. ¡Tú, dale tu caballo! —Señaló con un dedo al jinete más próximo. Sorprendido y nervioso, el hombre hincó la rodilla en tierra.

—¡Por vuestra palabra que así se hará! —gritó. El hombre sacó a su caballo de la cañada, sin dejar de hacer reverencias.

—¡Vete! —le ordenó Yamun al correo—. ¡Quiero que los khazaris persigan a Shahin con todo lo que tengan! ¿Lo has entendido?

—Sí, Khahan —respondió el jinete.

Yamun ni siquiera esperó a ver la partida del mensajero antes de volver su atención a las tropas ocultas en la cañada.

—Dad la orden —le dijo al ayudante que esperaba a su lado—. Es hora de prepararse.

Estas sencillas palabras tuvieron un efecto electrizante en el ejército. Se escuchó un murmullo de voces mientras se pasaba la orden, y después un coro de crujidos y tintineos de los arneses. Los hombres se levantaron del suelo donde habían descansado. Se ajustaron las cinchas una vez más, se dio otro repaso con la piedra de amolar a las armas ya afiladísimas, y los jinetes vistieron sus corazas. Los veteranos aprovecharon para beber un trago de cumis; no sabían cuándo tendrían otra oportunidad. Los caballos piafaron, incómodos por el súbito peso de los jinetes acorazados. El susurro de las oraciones flotó en el aire, y, como una ola en el océano, los hombres montaron, a una palabra del Khahan.

Después esperaron a que el estandarte de nueve colas del Khahan se levantara bien alto, y que sonara el tambor de guerra. Éstas eran sus señales, y ningún hombre se movería hasta que no fuesen dadas. Aquellos que se adelantaran serían azotados, los que desertaran serían decapitados.

Koja montó su caballo, una tarea harto dificultosa por culpa de la enorme coraza. El cuero se abombaba alrededor de su tronco y le daba el aspecto de una vejiga metálica. Para colmo de males, el casco se deslizaba sobre su cabeza, y golpeaba contra el puente de su nariz. El peso de la armadura sobre los hombros lo aplastaba. El lama se movió incómodo en la montura, consciente de que no había nacido para la vida guerrera.

Yamun cabalgó hacia donde estaba Koja, sin poder reprimir una sonrisa sarcástica al ver el ridículo aspecto del sacerdote.

—Nos espera una batalla más dura de lo que esperaba. Shahin necesitará ayuda para contener a la caballería el tiempo necesario para que la infantería caiga en la trampa —explicó el Khahan—. Cabalgarás conmigo; mis guardias te protegerán. Así y todo, quizá tendrás que luchar.

—No soy un guerrero —protestó Koja, apartándose el casco del rostro—. Va contra las enseñanzas de mi templo hacer daño a otro ser. No puedo ofender a mi dios, Khahan. No puedo luchar.

—Entonces, prepárate a que te aplasten la cabeza. El enemigo no tendrá tantos remilgos —replicó el caudillo—. Toma, coge esto. —Le ofreció una maza con púas metálicas—. No hace falta ser un experto para usarla. Procura no pegarle a tu caballo en la cabeza. —Yamun sujetó el brazo de Koja y le ató la correa del garrote a la muñeca—. No te la quites, o perderás la maza cuando descargues el primer golpe.

El peso de la maza lo tumbó hacia un costado. Una mano lo cogió por el hombro y lo enderezó en la silla. Una carcajada aguda sonó a sus espaldas. Koja se volvió a tiempo para ver a un guardia diurno que festejaba el incidente. Había algo en el aspecto del hombre que le preocupó, algo que no era del todo correcto: el rostro del hombre no parecía del todo humano. Koja parpadeó y se preguntó sí el cansancio y la luz del sol no le harían ver cosas extrañas. Al observar la mirada del lama, el guardia se deslizó detrás de un caballo y desapareció de la vista.

Montados, los soldados de Yamun esperaron en el mayor silencio posible la aparición de Shahin y sus tropas. Los guerreros se levantaban sobre sus estribos, y se protegían los ojos con la mano para poder ver mejor lo que ocurría en la llanura.

Un ruido fue el primer aviso de la llegada de Shahin: el retumbar de los caballos al galope. Alertas, los hombres se esforzaron por ver a sus compañeros. Una nube de polvo ascendió del fondo del valle y avanzó deprisa en su dirección. Nuevos sonidos llegaron hasta el ejército: gritos agudos, golpes metálicos e incluso alguna que otra orden.

—¡Arriba! —le gritó Yamun al señalero.

El estandarte de las nueve colas se alzó por encima de la cañada. Un griterío espontáneo se elevó de las filas mientras los hombres hacían avanzar sus caballos. Las bestias subieron por la ladera, arrancando la tierra blanca con sus cascos.

—¡Alto! —ordenó Yamun cuando la doble línea llegó junto a los árboles, que la ocultaba. El señalero movió el estandarte de un lado a otro. Los banderines de los tres
tumens
repitieron el movimiento, y los jinetes se detuvieron. Koja podía escuchar los gritos de los comandantes de los
jaguns
para que los guerreros mantuviesen una formación correcta.

Koja tragó lo que parecía ser un bocado de polvo. A toda prisa, comenzó a recitar
sutras
a Furo, mientras intentaba recordar alguna relacionada con el triunfo en la batalla.

La nube de polvo se acercó cada vez más rápida a la posición de Yamun. Las siluetas aparecieron entre la polvareda, y se convirtieron en jinetes que fustigaban con furia a sus monturas. El retumbar de los cascos era como el fragor del trueno; los gritos y las voces se escuchaban con toda claridad. De pronto, el lama vio pasar el estandarte dorado de Shahin Kan. Los guerreros continuaron su marcha por el valle, sin apartarse del trazado de la cañada. El polvo que levantaban a su paso se extendió sobre las tropas de Yamun ocultas en la arboleda, y disimuló del todo su presencia.

—¡Excelente! —gritó Yamun, por encima del estrépito que se alejaba—. Los hombres de Shahin han levantado el polvo suficiente para cubrirnos. Que los hombres permanezcan en sus puestos hasta que se dé la señal.

El ruido de los cascos y los gritos de los jinetes se perdieron en la distancia, pero la nube de polvo se mantuvo bien espesa. Koja se cubrió la boca con un pañuelo y cerró los ojos. A su alrededor, podía escuchar las toses de los hombres y los relinchos inquietos de los caballos.

Los sonidos de los guerreros de Shahin fueron reemplazados por el galope de los perseguidores khazaris. La polvareda no había tenido tiempo de disiparse, cuando otra oleada de jinetes apareció a la vista. El golpeteo de los cascos, el tintineo metálico y los gritos eran idénticos, sólo que esta vez los jinetes vestían el azul y amarillo de Manass.

Koja echó una mirada inquieta a la línea de soldados a su derecha, una línea que se perdía en la bruma marrón. Los jinetes mostraban una expresión seria, con las riendas bien sujetas en las manos. Observaron el paso del enemigo, nerviosos, atentos a la señal del Khahan. El sacerdote miró a Yamun y lo vio sentado, serio e impasible, con sólo una leve expresión preocupada. Koja se apartó el pañuelo de la boca y se inclinó para hacerle una pregunta.

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