Read Los señores de la estepa Online
Authors: David Cook
Ésta era la visión que tenía Yamun de la conquista: un sueño colmado de sangre, valor y muerte, pero nada más. Koja se preguntó si el insensato ataque contra Manass era en realidad aquello que el dios de Yamun le había mostrado al Khahan durante la tormenta. ¿Era esto lo que pretendía Yamun?
Hasta ese día, el sacerdote pensaba que Yamun podía conquistar Khazari. También había estado seguro de que podía persuadírselo de que no asolara el país. Koja había intentado insinuar y sugerir las posibilidades de un gobierno pacífico. ¿Qué esperanzas quedaban en pie? Si el Khahan estaba dispuesto a enviar a sus propios hombres a la muerte sin pestañear, ¿cómo podía pensar en su clemencia con Khazari?
Las imágenes de su sueño volvieron a su mente mientras se paseaba por el interior de la yurta. Su viejo maestro le había hablado de su señor, y la extraña criatura afirmaba que Koja servía al Khahan. ¿Quién era su señor? El príncipe Ogandi lo había enviado como embajador a los tuiganos. El Khahan lo había enviado a su vez como embajador a los khazaris, y ahora era un prisionero. Koja se sintió perdido; los sucesos del día habían puesto en duda sus propias acciones. Como consecuencia de sus actos no existía un tratado entre los tuiganos y los khazaris. En cambio, ahora había un ejército en las fronteras de su patria. Como embajador, le había fallado a su príncipe.
Agotado, el lama volvió a sentarse y rezó a Furo para pedir su guía, musitando sus
sutras
acurrucado junto a la puerta. Por fin, Koja comprendió qué debía hacer. Como lama del Iluminado, debía aconsejar al Khahan para que se convirtiese en un auténtico gobernante, en algo más que un simple señor de la guerra.
Tras tomar su decisión, Koja se esforzó por escuchar algún ruido del enfrentamiento, pero el tumulto de la batalla había cesado. El sacerdote esperó pacientemente hasta que el sueño lo venció.
Los guardias entraron y despertaron al lama en plena noche. Estaba oscuro como boca de lobo y hacía mucho frío. Koja comenzó a temblar desde el momento en que abrió los ojos.
—Deprisa —ordenó Sechen—, ven con nosotros. —Koja escuchó las palabras sin entenderlas del todo. Los hombres lo sujetaron por los brazos y lo pusieron de pie—. Es hora de marcharnos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Koja, mientras los kashiks lo sacaban a empellones. Sus guardaespaldas no se mostraban muy amables.
—Lejos. Nos vamos —respondió Sechen, aunque la respuesta no le sirvió de mucho a Koja. El guardia empujó al sacerdote hacia un caballo. Los sirvientes ya habían comenzado a desmontar la tienda. La actividad era frenética en todo el campamento, pero todo se hacía en silencio. No se escuchaban los sonidos habituales; ningún grito ni golpes de enseres, ni siquiera el mugido de los camellos. Los hombres, incluso sus vigilantes, hablaban en susurros, y los fuegos eran poco más que un puñado de brasas.
—Quisiera ver al gran kan —manifestó Koja, más despierto.
—Lo verás —contestó un guardia, para gran sorpresa de Koja. Un palafrenero sujetó al caballo para que el lama pudiese montarlo.
—Cállate —siseó Sechen. El otro guardia asintió, con una sonrisa que dejó al descubierto sus cariados dientes. De un envión subieron al sacerdote al caballo, y después montaron los suyos. El luchador sujetó las riendas del animal de Koja. No se escuchaba el ruido de los cascos; los pasos sonaban como algo que se arrastraba. El lama miró las patas del caballo guía y descubrió que le habían envuelto los cascos con tiras de fieltro. Evidentemente, el ejército tenía la intención de marchar con el mayor sigilo posible.
El grupo cabalgó en la oscuridad durante algún tiempo, casi siempre cuesta abajo. A su alrededor, Koja podía escuchar los ruidos apagados de otros jinetes. Las siluetas entraban y salían de su campo visual. El lama se preguntó si marchaban hacia Manass. ¿Acaso, contra todas las probabilidades, Yamun había conquistado la ciudad, o el kan pretendía reforzar a los tres mil hombres acampados frente a las murallas?
A medida que transcurrían las horas, el sacerdote estaba cada vez más confuso. Habían viajado mucho si es que iban hacia Manass, a pesar de que avanzaban casi al paso.
Con el alba, Sechen y su compañero hicieron un alto. Se encontraban en el borde de un macizo rocoso que daba a un valle muy llano. Una fila de álamos marcaba el curso de un pequeño arroyo que atravesaba el valle. A espaldas de Koja había más árboles, que daban una tonalidad azulverdosa a las montañas bajas.
Mientras Sechen se ocupaba de que los caballos bebieran, se presentó otro guardia nocturno con un mensaje para el luchador.
—El Khahan ordena que lleves al sacerdote a su presencia —comunicó el mensajero. Unos minutos después, Koja estaba en el campamento de Yamun.
El lama esperaba encontrarse con una actividad frenética: a Yamun muy atareado en escuchar informes y dictar órdenes, a los mensajeros corriendo de aquí para allá, a los comandantes ocupados en planear estrategias, tal cual era la imagen que, según él, debía tener el cuartel general de un líder en los momentos previos a las batallas. Sin embargo, cuando llegó allí, no disimuló su sorpresa. Yamun Khahan, su hijo Jad y el viejo Goyuk estaban sentados en sus taburetes, dedicados a tomar el té.
Un poco apartado del grupo había un anciano hechicero. A la suave luz del alba, el mago flaco y consumido parecía irradiar una sensación sobrenatural. Quizás era el efecto de toda una vida de estudio de magias extrañas. Koja sabía que las artes arcanas exigían mucho de sus estudiosos, y que algunas veces les arrebataban la vitalidad.
Al igual que los otros, el hechicero bebía una taza de té tuigano aunque sin participar en el murmullo de la conversación. En cambio, el hombre permanecía lo bastante cerca para escucharla, pero con la mirada puesta en la salida del sol por encima de los picos nevados de Khazari.
Yamun y sus compañeros no parecían tener prisa o preocupación alguna, sino que, por el contrario, tenían el aspecto de un grupo que descansa antes de salir de cacería. Interrumpieron la charla al advertir la presencia de Koja. Jad hizo ver que contemplaba la línea de árboles, y el viejo Goyuk le dedicó una sonrisa, antes de beber con mucho ruido un sorbo de té. Yamun dejó su asiento cuando Koja se acercó al círculo.
—Bienvenido —lo saludó con voz plácida, y Koja no pudo adivinar el humor del Khahan—. Siéntate. Toma un poco de té.
Koja aceptó la invitación, mientras intentaba descubrir cuál era el trato que se le dispensaba. En un mismo día, había sido diplomático, prisionero, y ahora... bueno, no lo sabía. Habían pasado muchas cosas, y ninguna parecía tener mucho sentido.
—¿Khahan, soy vuestro prisionero o vuestro enviado? —Koja escogió las palabras con precaución, para no provocar una reacción violenta por parte de Yamun.
—En mi tierra, eres mi historiador —explicó Yamun, rascándose la barba—. En Khazari, eres un khazari. Algunos de mis kanes creen que eres un espía muy astuto. No quiero que se preocupen por ti.
—Pero..., pero, gran señor —tartamudeó Koja—. Ayer me enviasteis a Manass para entregar vuestro ultimátum.
—Sí, pero recuerda que fue a petición tuya. Pensé que podrías persuadirlos de que fuesen razonables. —El Khahan sujetó a Koja por un brazo y lo apartó de los demás—. Fracasaste. Y, a tu regreso, cargabas con diez hombres muertos. Se han hecho preguntas.
—¿Preguntas? —La voz de Koja se endureció, con un enojo inesperado.
—Son un insulto y carecen de todo fundamento —le aseguró Yamun.
—De todos modos, se hicieron preguntas y ordenasteis que me encerraran.
—Sí —respondió el Khahan, sinceramente—. Fue por tu propia seguridad.
—¿Mi propia seguridad? —repitió Koja, escéptico, irritado por la sugerencia.
—Si sales a pasear por allí antes de una batalla, la gente puede creer que eres un espía. Si no sales, nadie te matará. Un buen plan —graznó Goyuk, interrumpiendo la conversación desde el otro lado del círculo. Esa mañana, el viejo parecía estar de muy buen humor.
Koja reflexionó en las palabras del anciano general. Tenían sentido, aunque no podía evitar la sospecha de que Yamun quizá tenía otros motivos para su confinamiento.
—¿Qué ocurrió a la puesta de sol? Escuché los ruidos de una batalla... —dijo Koja, en un intento de llevar la conversación hacia otros derroteros.
—¿Eres hombre del Khahan o del príncipe Ogandi? —intervino Jad. Se puso en pie, con la mirada de sus oscuros ojos puesta en el rostro del lama. Por su parte, Koja espió a Yamun.
El grupo permaneció en silencio, a la espera de la respuesta de Koja. Yamun se acomodó en su taburete y jugó con un pequeño puñal, sin dejar de estudiar a su historiador. Goyuk simuló estar interesado sólo en su taza de té, pero vigilaba al nervioso lama por el rabillo del ojo. Únicamente el mago parecía no estar preocupado. De todos modos, Koja podía ver cómo flexionaba los largos dedos de sus arrugadas manos; practicaba los movimientos para lanzar un hechizo.
El lama intentó considerar sus opciones con calma, pero su mente estaba llena de recuerdos contradictorios. No podía olvidar los juramentos de lealtad a Ogandi, al templo de la Montaña Roja, al dios Furo. También aparecía la figura de su padre, sentado junto al hogar en invierno, Yamun inclinado sobre su camilla, y Chanar con la mirada inflamada por el odio. Por encima de todas estas imágenes, destacaba el sueño de su viejo maestro que construía paredes en la oscuridad.
—No tengo señor —susurró. Los recuerdos desaparecieron de su mente. Jad se relajó, aunque no mostró ningún placer por la respuesta del sacerdote.
Yamun se incorporó y dio un paso adelante. Apoyó una mano sobre el hombro de su hijo, y la otra en el de Koja.
—Mi historiador es un hombre honrado. «Los mentirosos nunca dicen no, los tontos nunca dicen sí» —citó, con la mirada puesta en Jad.
—¡Ai! —asintió Goyuk. Levantó su taza bien alto, y después bebió un sorbo.
—¡Ai! Por nuestro triunfo de hoy —exclamó Yamun, apartando sus manos. Jad cogió su taza y se unió al brindis. Koja buscó la suya para brindar con los demás.
Los hombres se sentaron y bebieron otra taza de té caliente. Incluso Koja agradeció la bebida salada; lo ayudaba a tranquilizar sus nervios. El sacerdote no sabía lo que podía ocurrir durante la jornada, pero ahora no le molestaba esperar.
—Es hora de prepararnos —avisó Yamun al cabo de un rato. Jad y Goyuk asintieron y abandonaron sus asientos—. Goyuk, toma el mando del ala derecha. Tú, hijo mío, comandarás el ala izquierda. Yo dirigiré el centro. Tú, Afrasib —ordenó, señalando al hechicero—, vendrás conmigo. Y tú también, Koja.
—¿Adónde vamos? —preguntó el lama, vacilante, confiado en que esta vez obtendría una respuesta.
—Es hora de poner en marcha mis planes —contestó Yamun, sin agregar nada más.
Yamun Khahan paseaba por el fondo de la cañada polvorienta; apartaba los guijarros que encontraba a su paso a puntapiés, o trazaba surcos con la punta de la bota. De vez en cuando se detenía para después subir la pendiente y observar la llanura al refugio de la fila de árboles. A derecha e izquierda, había dos mil jinetes ocultos en la cañada, por debajo del nivel de la planicie.
Preparado para la próxima batalla, Yamun vestía su uniforme de combate: una resplandeciente coraza de acero, cincelada con dibujos florales, una falda de cuero cubierta con placas metálicas, y un yelmo dorado rematado en punta. Una cofia de cadena colgaba por la parte trasera del casco, como protección del cuello.
Durante las últimas tres horas, el Khahan, Afrasib, Koja y los guerreros habían esperado, impacientes, en aquel accidente del terreno. La cañada seguía un curso más o menos irregular; comenzaba en las colinas del norte, y luego se desviaba hacia el sudoeste, donde la boca del valle se abría hacia la estepa. Una hilera de álamos y tamariscos recorría los bordes y daba sombra a los cansados hombres. Koja, harto de contemplar el paseo de Yamun y aburrido de esperar, se sentó junto a un árbol y apoyó la espalda en el tronco. Sechen se instaló a unos pasos del lama, dispuesto a no perderlo de vista.
Koja sudaba hasta en la sombra. El gigantesco luchador había encontrado una coraza para el sacerdote, un pesado artilugio de placas metálicas cosidas a un arnés de cuero, en el estilo habitual de los tuiganos. La coraza le quedaba grande, con unas hombreras enormes y las mangas por debajo de las manos, pero el guardia había insistido en que se la pusiera. «Podría ser alcanzado por una flecha», había dicho. El casco que le suministró le sentaba tan mal como la coraza.
Koja observó al Khahan volver la espalda a la llanura y descender la ladera. Yamun se movía nervioso, impaciente porque sucediese alguna cosa.
—¿Por qué esperamos aquí, Khahan? —le preguntó Koja, cuando Yamun se acercó un poco más.
El Khahan se detuvo, sorprendido por la pregunta de Koja; frunció el entrecejo con una expresión de disgusto y estuvo a punto de contestarle de mala manera, pero enseguida se calmó.
—Esperamos aquí para conquistar Manass, historiador. Al menos, es nuestro plan.
—¿Manass? —exclamó Koja, atónito. Se puso en pie, entorpecido por la coraza que se enganchaba en la corteza del árbol—. ¿Aquí? ¿Cómo es posible?
—Entrarán en nuestra trampa —respondió Yamun, mientras se encaminaba otra vez hacia lo alto de la cañada. Koja advirtió que el tono del kan no tenía la convicción habitual. El caudillo miró al lama—. Acompáñame, sacerdote.
Koja se unió al Khahan, casi tambaleando por el peso de la armadura. Yamun señaló el extremo superior del valle, donde el suelo ascendía por el este hasta un paso bajo anidado entre las montañas. El camino hacia Manass atravesaba la cordillera por aquel paso.
—Mira allá —le ordenó Yamun, señalando una estribación que se adentraba en el valle desde el norte—. ¿Ves la línea oscura? Aquéllos son Jad y sus hombres. —Koja forzó la mirada; apenas si podía divisar la línea indicada. Años de escudriñar las inmensidades de la estepa habían agudizado la vista del Khahan.
»Las tropas de Goyuk están al otro lado del valle, cerca de aquellos árboles —añadió Yamun, abarcando con un gesto la llanura para después apuntar una ladera arbolada.
—Si vos lo decís, Khahan —dijo Koja, incapaz de ver ninguna señal de la presencia de tropas—. Pero estáis aquí, y Manass queda muy lejos. No entiendo cómo pretendéis conquistar la ciudad escapando de ella.