Los señores de la estepa (17 page)

A media tarde, Koja cabalgaba a la par del Khahan, sin la presencia de comandantes ni mensajeros.

—Khahan, hay algo que quisiera saber —dijo Koja, incapaz de dominar su curiosidad—. Nos encontramos muy lejos de las tierras muertas de Quaraband. ¿Por qué cabalgáis y dependéis tanto de los exploradores, cuando una magia muy sencilla podría facilitar mucho las cosas?

—Sacerdote —respondió Yamun—, cuenta mi ejército. ¿A cuántos podría mover con la magia? ¿Un
arban
? ¿Un
jagun
? ¿Quizás un
minghan
? ¿Qué podrían hacer? ¿Rechazar al enemigo hasta la llegada de refuerzos? Cabalgamos porque somos muchísimos.

—Pero las exploraciones se podrían hacer por medio de la magia —sugirió Koja.

—¿Tienes poderes de vidente? —inquirió Yamun, tirando de las riendas para acortar el paso de su yegua como una concesión al lama, que todavía no era muy buen jinete.

—Sí, un poco. —Los soldados los adelantaron, y la nube de polvo irritó los ojos del lama.

—Entonces dime lo que hay delante, más allá de mi vista.

—¿Dónde? —preguntó Koja, mientras intentaba ver algo entre el polvo levantado por los caballos.

—Delante, sacerdote, en la dirección que seguimos —contestó Yamun, y señaló con el látigo.

—Pero es que hay una extensión tan inmensa ante nosotros... Si me dijerais qué debo buscar...

La estentórea carcajada del Khahan le impidió acabar la frase.

—Si supiese qué hay allí, no necesitaría tus poderes de vidente.

Koja cerró la boca. Avergonzado, se rascó la cabeza, con la mirada baja.

—¿Lo ves, sacerdote? —le explicó Yamun, sin dejar de reírse de la vergüenza de Koja—. Ésta es la razón por la cual utilizo hombres y jinetes. Los envío con órdenes de mirar y ver. Cuando regresan, me informan de lo que han descubierto. Aprendo más cosas de mis soldados que de todo lo que me puedan decir magos y sacerdotes.

Koja asintió, mientras reflexionaba sobre la sabiduría de la lección que acababa de recibir.

—Además —concluyó Yamun con un tono más sombrío—, tendría que depender de Madre Bayalun para la magia.

Hubo unos momentos de silencio entre los dos hombres, a pesar del estrépito que sonaba a su alrededor. Un coro constante de gritos, canciones y relinchos y el trueno del galope llenaban el aire.

—¿Por qué? —dijo por fin Koja, sin atreverse a formular la pregunta con todas sus palabras.

—¿Por qué qué? —replicó Yamun sin volverse.

—¿Por qué os odia la Madre Bayalun?

—Ah, te has dado cuenta —comentó Yamun. Aflojó un poco las riendas a la yegua para acelerar la marcha, y Koja no pudo hacer otra cosa que imitarlo. La cabalgata se hizo más dura.

»Maté a su marido —respondió Yamun con voz tranquila, cuando el lama consiguió alcanzarlo.

—¡Matasteis a vuestro padre! —exclamó el lama, atónito hasta el punto de casi soltar las riendas y perder el látigo.

—Sí. —No había ningún rastro de remordimiento en la voz de Yamun.

—¿Por qué? Debe existir una razón.

—Yo estaba destinado a ser el Khahan. ¿Qué otra razón puede haber?

Koja no se atrevió a reflexionar en voz alta.

—Bayalun era la primera esposa de mi padre, el
yeke-noyan
. Su hijo tenía que ser el Khahan. Yo era el primogénito, pero mi madre era Borte, la segunda esposa. Cuando cumplí los dieciséis, murió el príncipe, que tenía doce. Se cayó del caballo mientras participábamos en una cacería.

Yamun se detuvo al ver que un mensajero de los exploradores cabalgaba hacia él, y le hizo señas para que entregara su mensaje a Goyuk.

—Como ves, incluso entonces mi destino era el de ser el Khahan. Sin embargo, Madre Bayalun me acusó de haber matado al príncipe. —Yamun se volvió en su montura para hablar con el sacerdote.

—¿Lo hi...? —Koja se interrumpió, consciente de que su pregunta podía ser muy mal recibida.

Yamun lo contempló con una mirada terrible, afilada como un puñal.

—Utilizó a sus videntes para convencer al
yeke-noyan
de mi culpabilidad. Ya en aquel entonces, a pesar de que los hoekuns no tenían mucha importancia, ella ejercía un gran poder sobre los magos. —Yamun hizo una pausa y frunció el entrecejo.

»De todos modos, mi padre se volvió en mi contra, así que escapé de su
ordu
, sólo con mi caballo y mis armas. Fui a buscar al padre de Chanar, Taidju Kan, que me ofreció asilo y me trató como a un hijo.

—¿Fue entonces cuando os convertisteis en
anda
de Chanar? —quiso saber Koja.

—No, aquello fue después. En aquella época, Chanar no me apreciaba. Tenía miedo de que su padre me quisiera más que a él. No se equivocaba. —Yamun guardó silencio y escupió el polvo acumulado en su boca. Después, cogió un frasco dorado sujeto a su silla, y bebió un buen trago de leche de yegua.

Koja también tenía la boca espesa de tanto polvo, pero no se animaba a probar la cuajada que había preparado Hodj, y se le había terminado el té. Con la cogulla se cubrió la nariz y la boca para impedir en parte el paso del polvo.

—Taidju me prometió su ayuda, y me dio guerreros de su propia gente. Cabalgamos de regreso a las tiendas de mi padre. Un día, lo encontré acompañado por algunos de sus hombres. No quiso escucharme, así que combatimos. Yo no podía derramar su sangre.

—¿Por qué? —preguntó Koja, con la voz ahogada por la tela.

—El
yeke-noyan
era de sangre real, y derramar su sangre habría sido un mal augurio —le explicó Yamun, como quien habla con un niño.

—¿Qué ocurrió? —Koja se rascó la cabeza, atento a la respuesta del kan.

—Salté sobre mi padre cuando pasó a mi lado. Caímos al suelo y peleamos. Le rompí el cuello, con lo cual evité el derramamiento de sangre. Después de su muerte, fui al
ordu
de los hoekuns, acompañado por los hombres de Taidju, y me proclamé kan. —Sin darse cuenta, Yamun hacía la mímica de sus acciones mientras las explicaba.

—Si la Madre Bayalun fue la causante de todos los problemas, ¿por qué os casasteis con ella? —inquirió Koja. Sujetó con fuerza las riendas, al advertir que su caballo se mostraba inquieto.

—Por la política, las costumbres... Era poderosa. —Yamun alzó los hombros—. Madre Bayalun goza del respeto de los magos y chamanes, a los que protege. No puedo permitir que los ponga en mi contra. Además, ella sabía que mi destino era ser Khahan.

—Entonces, ¿por qué permanece en vuestro
ordu
?

—¿Por qué, por qué, por qué? Haces demasiadas preguntas —replicó Yamun, exasperado—. ¿Cuál serpiente es peor? ¿La que tienes entre las manos o la que se oculta en la hierba? —El Khahan le volvió la espalda y cabalgó hacia donde estaba Goyuk, mientras le gritaba—: ¿Qué han visto los exploradores?

Koja viajó el resto del día sin ver al Khahan. Lo preocupaba la posibilidad de que hubiese ofendido a Yamun, así que trató de pensar en otras cosas, y se dedicó a contemplar el paisaje. El terreno ondulado de la estepa cedía paso gradualmente a colinas más altas y pedregosas. Pequeñas cañadas cortaban el suelo árido, y salientes de piedra caliza, muy erosionados por el viento, afloraban cada vez con mayor abundancia. Había nieve en las oquedades. Escaseaba la hierba fresca, y se veían muchos arbustos espinosos, aunque quizás era consecuencia del paso de veinte mil caballos por el lugar.

Aquella noche, el ejército se dividió en diversos campamentos. Koja dejó que Hodj se ocupara de extender las alfombras para dormir al raso. El lama se dirigió hacia el carromato de Yamun, sacudiendo el polvo de su túnica mientras caminaba.

—Salud, Khahan —dijo Koja, vacilante. Yamun tenía las ropas sucias de polvo y sudor, y la mugre le cubría el rostro. Sin muchas ceremonias, el Khahan llenó una taza con el cumis de un pellejo, y se la bebió de un trago.

—¡Comida! —gritó, mientras se limpiaba con la manga el cumis pegado a los bigotes—. ¿No duermes, sacerdote?

—No, señor Yamun —contestó Koja en voz baja—. Esperaba poder hablar con vos.

—Entonces, adelante —le ordenó el kan con voz áspera, volviendo a llenar la taza—. Quiero dormir.

—Os quiero pedir ser vuestro enviado al príncipe de Khazari. —Koja hizo la petición con un tono monótono, preocupado por no dejarse dominar por el pánico.

—¿Eh? —Yamun casi se ahogó, y miró atentamente al lama por encima del borde de la taza.

El sacerdote se arregló la túnica y se irguió un poco más.

—Quiero ser vuestro enviado a los khazaris.

—¿Tú? Tú eres un khazari —tartamudeó Yamun, sorprendido.

—Khahan, sé que resulta extraño —añadió Koja deprisa, mientras se balanceaba sobre los talones, inquieto—, pero conozco a mi gente, y he aprendido muchas cosas de los míganos. Estoy seguro de que puedo conseguir...

—Sí, sí, todo eso está muy bien —replicó Yamun—. Sin embargo, no dejan de ser tu gente. ¿Cómo puedo saber que no me traicionarás?

—Os debo la vida —contestó Koja con toda franqueza.

—¿Cuál es la verdad? —insistió el Khahan—. No tus razonamientos; la verdad.

—Quiero salvar Khazari —exclamó Koja, sin poder contenerse—. Si lo conquistáis, ¿qué será del país? No habéis hecho planes. Sabéis conquistar, pero ¿sabéis gobernar? —Koja apretó las mandíbulas, y esperó el estallido de Yamun.

El Khahan sujetó la taza a la bolsa de cumis con mucha calma. Después permaneció en silencio con la mirada puesta en la distancia. De pronto, golpeó el pellejo con su látigo.

—Pensaré en tu petición —anunció con un tono frío y poco amistoso—. Ahora, me voy a dormir. Cabalgaremos con la primera luz del alba.

—Por vuestra palabra, así se hará —dijo Koja, con la voz temblorosa. Hizo una reverencia al Khahan, que ya le había vuelto la espalda y se alejaba con los faldones de su pesado abrigo golpeando contra sus estevadas piernas.

La marcha del día siguiente transcurrió sin ningún episodio digno de mención, y al sacerdote le resultó tediosa. Todo se resumía en una lucha constante contra irritaciones menores: las picaduras de los tábanos, el hambre y la sed. El polvo, levantado por los cascos de miles de caballos, lo tapaba todo. A Koja le parecía que sus prendas crujían con tanta tierra. El polvo le cubría la calva y le provocaba comezón en la raíz de los cabellos, duros como la barba, que comenzaban a crecer; era como una pasta sobre los párpados y en su garganta. El calor lo hacía sudar, y las gotas se deslizaban como fango líquido por sus brazos. Durante toda la tarde, su caballo galopó con un ritmo monótono que lo adormecía.

Con el crepúsculo, llegó el final de la cabalgada que le descoyuntaba los huesos. Koja se alegró de dejar su caballo —un animal gris y amarillo con una tendencia irrefrenable a lanzar mordiscos— en manos de Hodj. El lama había bautizado al animal con el nombre de
Cham Loc
, un espíritu maligno que había luchado contra el poderoso Furo. Libre de su montura, decidió dar un paseo para aliviar el dolor de sus agarrotados músculos.

El ejército había acampado en una depresión poco profunda, donde confluían varios arroyos. Koja trepó hasta lo alto de un pequeño promontorio de caliza en el borde de una colina muy empinada. Sus guardias lo acompañaron.

Desde el mirador, el lama contempló la puesta de sol, una brillante banda de naranja y rojo coronada por el cielo azul zafiro. Koja recordó el tiempo de su niñez, cuando se sentaba en el borde de un acantilado para observar cómo las sombras de las montañas ocupaban el valle donde vivía.

Ahora podía ver todo el campamento tuigano que se extendía ante su mirada. Las hogueras se esparcían por toda la superficie de la depresión, a distancias casi iguales entre sí. De vez en cuando, distinguía un grupo de sombras que se movía por los pasillos creados por los fuegos; eran una parte de los caballos que dejaban sueltos para pastorear.

—Cada fogata es un
jagun
—le explicó uno de los guardias, señalando las luces que oscilaban a lo lejos.

Koja observó la llanura, lleno de respeto por el tamaño del ejército. Calculó que había un millar, o quizá varios millares de hogueras desparramadas por el fondo del valle. Distraído, comenzó a contar los fuegos de los
jaguns
.

—Es hora de irnos —le advirtió uno de los guardias—, antes de que oscurezca más.

El crepúsculo llegaba a su fin, y había tan poca luz que Koja apenas si podía ver a sus custodios vestidos de negro.

El lama aceptó la indicación y descendió del otero. En silencio, encaminó sus pasos hacia las hogueras del campamento de Yamun. Los guardias lo siguieron a la distancia suficiente para cumplir su trabajo, pero no más cerca. Cuando se aproximaron a la hoguera del Khahan, los soldados se detuvieron como hacían siempre, y Koja cubrió el resto del trayecto a solas.

Esa noche había un pequeño grupo alrededor del fuego, sólo el Khahan y unos cuantos
noyans
. Un
kaychi
, un trovador, estaba sentado con las piernas cruzadas cerca de la hoguera. Era un hombre joven, de rostro redondo y piel tersa, que llevaba bigotes y barba bien acicalados. En el regazo tenía un pequeño violín de dos cuerdas, su
khuur
.

—¿Eres hombre de paz? —preguntó Yamun, cuando Koja estuvo lo bastante cerca para escucharlo sin necesidad de que gritara. Era el saludo habitual, y no necesitaba contestación—. Siéntate.

Koja se sentó en el lugar indicado, y aceptó el tazón de vino que le sirvió un escudero. El trovador punteó la primera nota en su instrumento, aplicó el arco a las cuerdas, y comenzó su relato. Mientras cantaba, frotaba el arco contra el
khuur
como un enloquecido. Su voz pasaba de los agudos en falsete a los gruñidos más ásperos.

Al acabar una de las canciones del
kaychi
, Koja se volvió hacia Yamun.

—Khahan, si bien ayer hablé con poca prudencia, os ruego que consideréis mi solicitud. —El lama se expresó en voz baja para que sólo el Khahan pudiese escucharlo.

—A su tiempo, sacerdote, a su tiempo —gruñó Yamun—. Necesito pensarlo. Ya lo sabrás a su debido tiempo. —El Khahan señaló al
kaychi
, como una indicación de que debía esperar.

El cantante dejó su instrumento. Yamun se puso en pie y levantó su taza de cumis ante los demás kanes.

—Brindo por nuestra amistad.

Los kanes sentados alrededor de la hoguera levantaron sus tazas y repitieron el brindis. Después se pusieron en pie, saludaron al Khahan con una reverencia, y se marcharon.

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