Los señores de la estepa (15 page)

—Semfar debe caer. Rechazaron mis demandas. Hubadai marchará contra ellos. —El Khahan trazó la línea en el mapa. Una vez más, se escuchó un murmullo de aprobación. Chanar miró al kan de rostro lobuno, y movió la cabeza una fracción de milímetro.

—Gran Yamun —dijo el hombre—, debo hablar porque lo considero mi obligación. Tu hijo Hubadai es un guerrero sensato y valiente, pero es joven y no tiene mucha experiencia. El califa de Semfar es un gobernante poderoso. Nuestros espías nos han informado que tiene muchos soldados protegidos por grandes paredes de piedra. Sería prudente enviar a un guerrero sabio y experimentado para instruir y ayudar a tu hijo.

—Mi hijo es mi hijo. Debe luchar —replicó Yamun, tajante.

—Desde luego, gran kan —opinó Chanar—. Él debe estar al mando. Quizá Chagadai no quiere decir que debáis enviar a un nuevo comandante. Enviad a alguien de vuestra confianza como consejero de Hubadai. El asesor podría actuar de comandante del ala derecha.

—Hubadai es joven y de temperamento exaltado —insistió Chagadai, el kan de rostro lobuno—. Enviad a alguien que modere su fogosidad, alguien que conozca las trampas de la guerra. Enviad a alguien del que vuestro hijo pueda aprender.

—Un hombre sabio tiene un sabio por tutor —añadió Chanar.

Yamun miró a los kanes reunidos en círculo y meditó la propuesta.

—Chagadai tiene razón —afirmó al cabo—. Pero, ¿a quién debo enviar? ¿A ti, Chagadai?

—Gran señor, mi sabiduría es la sabiduría de la tienda —se excusó el kan—. No tengo la astucia necesaria para la guerra. Enviad a un guerrero que os haya servido bien.

—Yo soy demasiado viejo —manifestó Goyuk, antes de que Yamun pudiese preguntárselo—. Enviad a un hombre más joven.

—¿Y qué dices tú, Chanar? —preguntó Yamun.

—Esperaba poder visitar las yurtas de mi gente —contestó el general— pero, por tu palabra, que así se hará.

—Entonces, ya está —concluyó Yamun—. Quería que cabalgaras a mi lado, pero ahora servirás a mi hijo. Él escuchará tus consejos.

—Juro por mi honor que Semfar caerá —prometió Chanar con una sonrisa.

—¿Y qué hay de Khazari? —preguntó Goyuk, señalando el mapa. Koja espió por encima del hombro del Khahan, y vio que Chagadai indicaba la misma parte del plano donde estaba el oasis de Orkhon. «Así que el príncipe Jad está acampado cerca de Khazari», pensó.

—Antes de proseguir, debemos escuchar los informes de los exploradores —dijo Yamun—. Acércate, soldado.

El hombre acató la orden y se prosternó ante el Khahan.

—Este hombre es el jefe de los exploradores que envié a Khazari. Ahora escucharemos su informe. Pero, antes —añadió Yamun, que se volvió para mirar a Koja—, debes retirarte. Espera fuera. Te llamaré cuando necesite tus servicios.

—Sí, Khahan —respondió Koja en voz baja, sin demostrar su amarga desilusión. El rostro de Yamun permanecía impasible; en cambio, Chanar observó al sacerdote con una expresión burlona. Koja abandonó la yurta de inmediato.

En el exterior, los participantes de la fiesta comenzaban a despertar. Como no tenía otra cosa que hacer, Koja permaneció sentado en cuclillas cerca de la entrada, con el oído atento a cualquier palabra del interior, pero el fieltro grueso no dejaba pasar ni un murmullo.

Desconsolado, Koja entretuvo su ocio contemplando cómo los kanes se marchaban a paso lento. Los guardias diurnos recorrían las hogueras, y despertaban a puntapiés a sus compañeros que todavía dormían la mona. Hubo algunas peleas, aunque la mayoría no pasaban de discusiones airadas.

Sin embargo, una de aquellas discusiones degeneró en un verdadero combate entre dos hombres. Su pelea llamó la atención de los demás, y, en cuestión de minutos, una multitud rodeaba a los contendientes. Yamun y los kanes salieron de la yurta a poco de iniciarse el duelo, pero nadie pareció dispuesto a detener la pelea. El Khahan y sus acompañantes observaron atentos los altibajos de la lucha, mientras los dos hombres intentaban sorprenderse mutuamente con una llave mortal. En medio de las voces de aliento, se escuchó el grito de agonía de uno de los luchadores, y el combate acabó tan súbitamente como había comenzado.

Sin hacer caso de Koja, que esperaba junto a la puerta, el Khahan llamó al vencedor.

—Eres un buen luchador —lo felicitó.

—Teylas me ha dado su poder —contestó el guerrero, de rodillas sin moverse de donde estaba.

—¿Cuál es tu
ordu
? —quiso saber Yamun, que había fruncido el entrecejo al escuchar la respuesta.

—Soy Sechen de los naicanos —respondió el luchador—. He matado a cinco hombres con mis manos desnudas, Khahan. —A sus espaldas, los guardias diurnos se llevaban el cadáver de su oponente.

—Sechen, eres descarado y orgulloso. Me gustas —exclamó Yamun, impulsivo—. A partir de ahora, servirás a mi lado.

Sechen se prosternó ante su Khahan, mientras se deshacía en palabras de agradecimiento.

Koja miró horrorizado al fornido luchador. El Khahan acababa de premiar a un asesino confeso, recompensaba al hombre por lo que había hecho. Asombrado, el sacerdote volvió su mirada hacia el emperador de los tuiganos, y advirtió que éste no mostraba ninguna vergüenza por su decisión. El lama casi había olvidado cómo eran los tuiganos. A pesar de su capacidad para los oficios y sus habilidades guerreras, esta gente eran unos bárbaros incivilizados, y se preguntó si alguna vez llegarían a ser algo más.

Yamun acabó de hablar con el luchador, que permanecía arrodillado, y miró a Koja, sin preocuparse de su expresión de horror.

—Lama, hemos llegado a una decisión —dijo el Khahan—. Tengo una respuesta para tu príncipe.

—¿Cuál es el mensaje que debo llevar al príncipe Ogandi? —preguntó Koja, con la voz temblorosa por la rabia y el miedo.

—Ninguno. Los tuiganos cabalgarán hacia Khazari como portadores de la respuesta. Nadie habla por nosotros —contestó Yamun—. Tu príncipe no tardará en recibir noticias mías.

6
En marcha

En otra parte del recinto real, acababa de comenzar otra reunión. Se trataba de una relación furtiva en una de las yurtas que se utilizaban como almacén. Las paredes de fieltro las habían pintado de negro con carbón molido, y la salida de humos estaba cerrada herméticamente, igual que la puerta. Era una tienda aislada, donde casi nunca iba nadie.

En el exterior, un puñado de soldados, vestidos con el
kalat
azul de la tropa, descansaban apoyados en sus lanzas, pero sus miradas no perdían detalle. Al amparo de su aire despreocupado, los hombres vigilaban la zona atentos a dar la voz de alarma si aparecía algún intruso.

En el interior de la yurta negra, un pequeño candil era la única fuente de luz, y las oscilaciones de su llama ampliaban o disminuían el círculo iluminado. El débil resplandor dejaba ver piezas de tela, canastos cerrados, alfombras y pilas de recipientes metálicos. En medio de todos estos objetos, y dentro del círculo iluminado, se encontraban el general Chanar y Madre Bayalun. La mujer vestía una túnica sencilla, muy poco digna de su rango, y mostraba la cabeza envuelta en un chal a guisa de capucha que impedía verle el rostro. A su lado, tenía su bastón apoyado en un fardo.

—¿Habéis actuado tal como os indiqué? —preguntó la segunda emperatriz, con el cuerpo inclinado hacia adelante para mirar al general a los ojos.

—Así es —respondió Chanar, muy ufano.

—¿Y Chagadai?

—Interpretó su papel —dijo el general con una sonrisa—. ¿Qué le habéis prometido?

—Es algo entre nosotros —contestó la mujer, sin precisar—. ¿Cuál fue el resultado?

—Cabalgará hasta el río Sindhe para reunirse con Jad. Después irán a Khazari. —Chanar se calentó las manos sobre la lámpara.

—Excelente. Muy pronto, Chanar, te convertirás en el auténtico Khahan —manifestó Madre Bayalun en un tono desapasionado—. ¿Adónde se os ha enviado?

—Tengo que ir al paso de Fergana como consejero de Hubadai. —Chanar escuchó un ruido y guardó silencio. Muy atento, miró de un lado a otro, tratando de ver la fuente del sonido. Las paredes oscuras de la tienda se movían con la brisa.

—Tranquilo, general —dijo Bayalun con voz suave—. Estamos solos. Mis guardias vigilan en el exterior. Ahora, tomad esto. —Le alcanzó una pequeña bolsa de cuero—. Esta noche, mezcladlo con un poco de vino y bebedlo. Os pondréis enfermo, pero no os preocupéis que no os matará. Yamun verá que no estáis en condiciones de emprender el viaje.

—¿Por qué tengo que beber? —preguntó Chanar, estudiando la bolsa con desconfianza.

Bayalun sujetó la mano del general y le apretó la bolsa entre los dedos.

—No seáis tonto —exclamó, severa—. Nos necesitamos mutuamente. Y tenéis que estar aquí, en Quaraband, y no con Hubadai. Cuando nos hayamos ocupado del Khahan, tendréis que estar preparado para actuar; por lo tanto, debéis permanecer aquí conmigo. ¿De qué otro modo podríais hacerlo? ¿Diciéndole a Yamun que no tenéis ganas de cabalgar? ¿Que es un mal día para viajar? —Bayalun cerró los dedos del general contra la bolsa—. Utilizad el polvo, o despertaréis sus sospechas.

—Oh —dijo Chanar, cuando comprendió el razonamiento de la mujer—. ¿Y si ordena que me transporten en una carreta hasta Hubadai?

—No lo hará —respondió la segunda emperatriz, impaciente—. Tiene muchas más cosas que atender. Decidle que vos mismo os ocuparéis de hacer los cambios necesarios. Creerá vuestra palabra.

—¿Y después qué?

—Esperaréis. Las cosas saldrán tal cual las hemos planeado. Y entonces... —Bayalun tendió una mano y la apoyó suavemente sobre su brazo—. Conduciremos a los tuiganos a su máxima gloria.

—Sí. —Chanar saboreó la idea—. Cuando sea Khahan, me libraré de todos estos extranjeros.

—Desde luego —dijo Madre Bayalun; le acarició el brazo—. ¿Acaso no es ésta la razón que justifica nuestras acciones?

Chanar mostró una sonrisa lobuna, sin ocultar su admiración por la mujer. No se comportaba de forma pasiva; no era un objeto de adorno, como las princesas shous de Yamun. Era una mujer osada, la digna compañera de un auténtico guerrero.

—Ahora, debéis iros —lo urgió la segunda emperatriz—, antes de que nadie sospeche de vuestra ausencia. Marchaos ahora mismo. Mis hombres se ocuparán de que el camino esté expedito. —Le apretó el brazo como despedida.

Chanar no planteó ningún reparo, y se puso en pie. Las palabras de la mujer le habían recordado los peligros del plan. Se acercó a la puerta y espió a través de una pequeña abertura. Después de un minuto que pareció interminable, se deslizó al exterior. Hubo un relámpago de luz, y la oscuridad volvió a reinar en la tienda.

Bayalun permaneció sentada en la pila de alfombras, reflexionando, con las manos apoyadas en la empuñadura de su bastón y los ojos cerrados. Sus planes marchaban sin tropiezos. Hasta ahora, todo iba sobre ruedas, pero esto la preocupaba. Resultaba extraño que no se hubiese cometido ningún error. «Sólo los locos hacen planes perfectos», decía un viejo refrán.

—¿Sospecha algo? —dijo una voz suave y aflautada desde la oscuridad.

Madre Bayalun abrió los ojos sin prisa; la presencia de alguien más en la yurta no la sorprendió.

—No, pero no ha sido gracias a ti —respondió con acritud—. Tu torpeza casi te denuncia. ¿Qué haces aquí? 

Un zorro muy grande, de pelaje de color miel, apareció en el círculo de luz, y se sentó sobre las patas traseras delante de Bayalun. Con las patas delanteras, sacó una pipa de la bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello. 

—Ojalá tu gente cambiara de lugar las tiendas. Me facilitarían las cosas. Quisiera poder cambiar de forma, pero estas tierras sin magia me lo impiden.

—¿Qué haces aquí, insolente? —preguntó Bayalun, golpeando la alfombra enrollada al costado del zorro.

—Me envía mi amo —explicó la criatura, mientras metía tabaco en la cazoleta y lo apretaba con una zarpa casi humana—. ¿Tenemos que soportar a ese idiota?

—¿A quién?

—Al bufón que se acaba de ir —comentó el zorro. Rebuscó en su bolso y sacó una brasa encendida; la sostuvo en la zarpa como si no le importara quemarse—. La robé de una de las hogueras —añadió el ser antes de que Bayalun pudiese hacer ninguna pregunta. Acercó la brasa a la cazoleta.

—¡No la enciendas aquí! —le ordenó Bayalun. El zorro la miró, sorprendido—. El humo nos delatará.

—¿A quién? ¿A tus guardias? Son los únicos cercanos. —El zorro dio una larga chupada a su pipa y después exhaló el humo, que tenía una fragancia dulzona, producto de la mezcla del tabaco con hierbas exóticas—. Esta forma me permite ir de un lado a otro sin muchos problemas, aunque resulta fatigosa. Especialmente cuando todo el mundo parece dispuesto a perseguirte. —Chupó otra vez la pipa, mientras observaba risueño la creciente irritación de la mujer.

—¡Corres riesgos innecesarios! ¿Alguien te ha visto? —preguntó Bayalun, inquieta.

—Alguien ha visto a un zorro, nada más —contestó la criatura con mucha confianza.

—¡Cargado con una bolsa!

—He tenido cuidado. Deja de preocuparte como una vieja. Lo he hecho durante toda mi vida, por cierto mucho más larga que la tuya, a pesar de que tú eres uno de esos semiespíritus maralois. —El zorro lanzó una bocanada de humo hacia el techo. Bayalun se sobresaltó al escuchar la mención a los maralois.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió—. No hay nadie que esté enterado.

—Lo sabe el emperador de Shou Lung. Tu padre fue uno de los maralois, los espíritus del gran bosque norteño. Los humanos creen que los maralois no existen, aunque tú y yo sabemos que no es así. —El zorro dio unos golpecitos a la pipa para quitar el exceso de ceniza—. En cuanto al hombre con el que hablabas...

—No representa ningún obstáculo —afirmó Bayalun, un poco más aplacada—. Cree que sólo planeamos sacar a Yamun de Quaraband para que él pueda hacerse con el poder. Poco sospecha de mis verdaderas intenciones.

—Nuestras verdaderas intenciones —la corrigió el zorro, mientras se rascaba el lomo contra un cesto—. ¡Ahhh! —suspiró.

—Nuestras intenciones —repitió Bayalun—. ¿Qué es lo que quiere tu amo?

—Está inquieto. Quiere estar seguro de que todo se cumple de acuerdo con lo pactado. —El zorro abandonó súbitamente su comportamiento despreocupado—. Yamun Khahan continúa agrupando tribus, y su ejército crece. Muy pronto, hasta la barrera infranqueable de la Muralla del Dragón se verá amenazada por su poder. Existe la posibilidad de que su magia no alcance para mantenerlo a raya. Has prometido a mi amo que habrá paz entre Shou Lung y los tuiganos.

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