Read Los señores de la estepa Online
Authors: David Cook
—¡Padre, todavía no tienes fuerzas suficientes! —protestó Jad—. Tiene que haber alguna otra cosa que podamos hacer.
—No, Bayalun debe saber que vivo. En caso contrario, provocará problemas. Y Chanar merece saber la verdad. —Su voz se apagó. El kan descansó unos instantes antes de añadir—: Ve y recíbelos. Dame un poco de tiempo, pero no le digas que estoy vivo... Estaré preparado.
Jad permaneció inmóvil, indeciso respecto a obedecer o no estas órdenes. Koja apartó su mirada del Khahan y miró al príncipe sin vacilar.
—Nos encargaremos de que Yamun esté preparado —afirmó.
—Que todos aquellos que desobedezcan sepan que ésta es la palabra del Khahan. —Yamun recitó la fórmula en un murmullo que no dejaba de ser autoritario a pesar de su debilidad.
Resignado, Jad saludó a su padre con una reverencia y se volvió para marcharse.
—Y ordena a los kashiks que doblen la guardia —añadió Yamun cuando salía su hijo.
En compañía del sargento, Jad recorrió el centenar escaso de metros para reunirse con Bayalun y Chanar. Los kashiks se apartaron para dejar pasar a su príncipe.
—Salud, madre —dijo Jad, con una cortesía forzada. No había ningún calor en su voz, si bien su expresión no reflejaba otra cosa que amor filial—. Tendrías que habernos avisado de tu llegada. Podríamos haber preparado... esteee... una recepción más apropiada. —Su sonrisa era tan amplia como falsa.
—No me cabe ninguna duda de ello —replicó Bayalun, sin molestarse en actitudes corteses hacia su hijastro—. No queríamos causarte ninguna molestia.
Con la ayuda de su bastón, Bayalun pasó junto a Jad y comenzó a caminar en dirección a la yurta del Khahan, sin hacer caso a nadie más. Continuó con la charla, despreocupada de si Jad la seguía o no.
—En Quaraband corren rumores de que Yamun ha muerto. He venido a comprobarlo. Ahora puedo ver el estandarte de duelo delante de la tienda de mi marido. ¿Por qué no he sido informada?
El príncipe se apresuró a seguirla, muy atento a no recibir un bastonazo mientras caminaba a su lado.
—No teníamos a nadie que pudiese viajar tan rápido. De todos modos, enviamos a un mensajero. —En parte era mentira; él y Goyuk se habían ocupado de que la noticia no saliera del campamento.
—¿Y qué me dices de Afrasib, mi hechicero? Él podía ponerse en contacto conmigo —preguntó la khadun, con cautela.
—No lo creo. Murió en la batalla de ayer, a manos de los khazaris —mintió Jad.
La vieja hechicera se detuvo en el acto, atónita ante el anuncio de su hijastro.
—¿Afrasib está muerto? —inquirió con un tono de incredulidad—. No es posible.
—No hay ninguna duda de que está muerto. Su cuerpo fue rescatado del campo de batalla. —Esta vez, Jad escogió sus palabras con mucho cuidado.
—Más tarde veré su cuerpo —decidió Bayalun, apartándose del rostro un cabello suelto.
Cuando Bayalun llegó a la puerta, dos kashiks le salieron al encuentro y le impidieron el paso con las espadas cruzadas. Irritada, la khadun los pinchó con la empuñadura de su bastón. Los hombres torcieron el gesto al recibir los golpes, pero no se apartaron.
—A menos que quieras verlos heridos —le dijo al príncipe—, ordénales que se aparten. —Bayalun los observó con una ferocidad fingida y sacudió el bastón ante sus narices.
—Sólo quieren protegerte de los malos espíritus. Allí dentro está la muerte —explicó el príncipe, recordándole los viejos tabúes—. Es de mal agüero entrar en la yurta. El cuerpo de Yamun yace en su interior. —Jad evitó mirar los ojos de su madrastra.
—He visto tantos muertos que uno más no me hará daño —respondió Bayalun y, empuñando su bastón, lo extendió hacia adelante. La manga de su túnica se plegó sobre el codo con el movimiento brusco, y dejó al descubierto la suave piel amarillenta de su antebrazo, señal inequívoca de su verdadera edad. La segunda emperatriz apartó a los centinelas y se agachó para cruzar el umbral.
Jad esperó a que Chanar penetrara en la yurta, y después entró él, muy ocupado en dominar el pánico. ¿Había conseguido demorarlos lo suficiente? ¿Estaba el Khahan preparado para recibirlos? Acercó la mano a su espada, preparado a intervenir si las cosas salían mal.
Bayalun dio un solo paso y se detuvo. Chanar, con la cabeza inclinada para pasar por la puerta, chocó contra la khadun y retrocedió, sorprendido. Al mirar por encima del hombro de la emperatriz, retrocedió todavía más, con una expresión de completo asombro. Jad esquivó a los visitantes y se movió hacia un costado, casi tan sorprendido como ellos al ver el trono de Yamun.
Bayalun lanzó una aguda exclamación de incredulidad, y estuvo a punto de soltar el bastón. Por su parte, el general Chanar permaneció boquiabierto. Allí, delante de ellos, estaba Yamun, vivo y sentado en su trono. Mantenía las piernas abiertas, con las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza erguida y la barbilla sobresaliente. Vestía su mejor armadura, un regalo que el emperador de Shou Lung le había enviado el año anterior. El metal resplandecía en la luz mortecina: una coraza dorada esculpida con los músculos, un par de brillantes hombreras de plata, faldones de la más fina malla, y un yelmo de oro y bronce incrustado de gemas, rematado en punta. Una cola de caballo blanca trenzada con cintas de seda roja colgaba de la punta del yelmo.
Debajo de todos estos avíos resultaba difícil, casi imposible, ver el rostro de Yamun. Las lámparas estaban colgadas muy altas y apartadas del trono, con lo cual sus facciones quedaban sumergidas en la sombra. Sus manos aparecían cubiertas con guanteletes metálicos.
A la cabeza de los asientos destinados a los hombres, bien cerca del Khahan, se encontraba Koja, con las piernas cruzadas. El sacerdote, con los ojos hundidos por el cansancio, estudió a la pareja visitante con una mirada de curiosidad. A su lado se hallaba Goyuk, todavía vestido con las mismas prendas mugrientas que había llevado en la batalla. El viejo kan tenía su pipa en la mano, y se ocupaba de llenar la cazoleta con tabaco. Echó una ojeada a Bayalun y a Chanar, y enseguida volvió su atención a la pipa, sin hacerles más caso. Detrás del Khahan estaban los guardias nocturnos, encabezados por Sechen, que mantenía las manos ocultas en los pliegues de su
kalat
. Los guardaespaldas permanecían muy erguidos, sin apartar su mirada ni por un instante de los recién llegados, y con una evidente expresión de odio.
—Adelante —dijo el gran kan suavemente, aunque su voz resonante se escuchó con toda claridad en la tienda. Con mucha cautela, y sin dejar de vigilar a los que la rodeaban, Bayalun avanzó. Chanar caminó a su lado, aunque su paso no era tan orgulloso como de costumbre.
La segunda emperatriz fue la primera en rehacerse. En un segundo, improvisó una estrofa de salutación y la recitó acompañada de una dulce melodía.
Saludo al honorable hijo que se levanta otra vez.
Tu dolida madre se alegra de volver a verte.
Tu sufriente esposa se alegra de volver a verte.
Esta doble bendición fluye como el agua sobre mi cuerpo.
Yamun aceptó el saludo de la mujer con una leve inclinación de cabeza.
—Siéntate —susurró. Señaló un asiento ubicado más o menos en la mitad de la fila de las mujeres. Bayalun se sentó obediente, sin hacer ningún comentario por el insulto que implicaba aquella posición.
»Siéntate —le dijo el Khahan a Chanar en un tono más alto, al tiempo que le indicaba el cojín junto a Goyuk. El general vaciló, porque aquel puesto lo situaba en un rango inferior al sacerdote. Abrió la boca dispuesto a protestar, pero después optó prudentemente por no decir nada.
Hubo un momento de silencio forzado y, por un instante, Yamun agachó la cabeza. La ilustre segunda esposa observó al Khahan sin perder detalle. El príncipe Jad, desde su posición junto a la puerta, desenvainó su espada y buscó la mirada de Sechen. El gigante le respondió con una señal casi imperceptible, para indicar que estaba preparado.
—Tomad vuestra pipa, gran señor —dijo el viejo Goyuk, con todo descaro. Se acercó al trono para alcanzarle a Yamun la pipa cargada. El Khahan levantó la cabeza, bruscamente.
—Fumaré —respondió Yamun, con voz un poco cavernosa. Cogió la pipa, la encendió, y dio varias chupadas bien largas, disfrutando del sabor picante del tabaco. Koja rezó para sus adentros una plegaria a las Diez Mil Imágenes Protectoras de Furo. En el fondo de la yurta, el príncipe abandonó la postura de ataque.
—Sin duda, habéis escuchado rumores malintencionados —manifestó Yamun, en cuanto acabó de fumar—. Murmuraciones acerca de que unos asesinos intentaron matarme. Desde luego, vuestra preocupación os ha traído hasta aquí para comprobar personalmente la falsedad de dichos rumores.
Bayalun prosiguió con su estudio del Khahan, en un intento por descubrir si su imagen era una ilusión creada por el sacerdote. Al mismo tiempo, repasó los hechizos que tenía preparados, en prevención de que hubiese nuevas sorpresas.
—Lamentablemente, dichos rumores tienen su parte de verdad. Que los guardias traigan el cadáver —le ordenó Yamun a Sechen. El gigante abandonó su puesto y salió de la tienda—. Ayer —prosiguió el Khahan—, durante la batalla, una criatura intentó matarme. Fracasó gracias a mi
anda
. —Yamun inclinó la cabeza hacia el sacerdote—. Luchó para protegerme. Bebamos en su honor. —Con un ademán débil, indicó a los sirvientes que trajeran los tazones de cumis negro. Yamun se acercó el tazón a los labios con manos temblorosas, y echó hacia atrás la cabeza para beber.
Mientras bebía, su rostro salió de las sombras, y Bayalun pudo ver con toda claridad la palidez mortal de sus mejillas, cubiertas de un sudor frío por el solo esfuerzo de permanecer sentado.
Chanar se mantuvo muy erguido, con la mirada de sus ojos, duros y pequeños, clavada en el lama. Los demás alzaron sus tazas y bebieron. En cambio, el general se negó a beber en honor a Koja.
En cuanto el grupo acabó el brindis, Sechen carraspeó discretamente desde la puerta. Yamun atendió la llamada, y todos se volvieron para mirar mientras el kashik levantaba la manta de la entrada. Allí, envuelto en el cuero fresco de un caballo, estaba el cuerpo del
hu hsien
. Los guardias lo mantenían a un paso del umbral, para que no contaminara el aire de la yurta. A pesar de saber a quién, o a qué, pertenecía el cuerpo, a Koja le resultó difícil identificar a la criatura. Su piel había perdido el brillo natural. La herida del pecho aparecía cerrada de mala manera, pero la putrefacción había seguido su proceso.
Bayalun observó el cuerpo por un instante, lo suficiente para comprobar que era el asesino shou enviado por el mandarín. Esto sólo confirmaba lo que ya sospechaba; por lo tanto, no le costó disimular las pocas emociones que le provocaba la vista del cadáver. En realidad, había esperado mucho más del gran imperio de Shou Lung. Su aporte, un asesino solitario, había fracasado. Ahora tendría que presionarlos para un compromiso mayor.
Por su parte, Chanar observó al ser con asco y fascinación. Nunca había visto una criatura igual. No lo sorprendió que Bayalun utilizase bestias en lugar de hombres, y comprendió la razón del fracaso de sus planes, confiados a seres como aquél.
—También corren rumores —manifestó Yamun con voz afilada, interrumpiendo la contemplación del cadáver— que tú, Madre, tienes parte de responsabilidad en este asunto. —Hizo una pausa y, en un acto inconsciente, se tironeó del bigote, con el cuerpo un poco caído hacia adelante—. Desde luego, no creo en ello. De todos modos, dichos rumores desaparecerían si prestases juramento de lealtad a tu Khahan.
Bayalun dirigió una mirada asesina a su hijastro, ante la magnitud de la ofensa.
—¿Eres capaz de pedir de tu madre y tu esposa un juramento de lealtad? —preguntó en un tono helado—. Los hombres dirán que careces de moral por esta perversión.
—¡Los hombres dirán cosas peores si rehúsas! —exclamó Yamun, tajante, con un vigor inesperado—. ¿Tendrán los kanes que enterarse de que tienes miedo de la ira de Teylas? —Yamun apoyó una vez más las manos sobre sus rodillas para sostenerse.
Bayalun comprendió que estaba sola. Chanar no podía salir en su ayuda sin provocar sospechas. En consecuencia, decidió pasar por el amargo trance del juramento, aunque sin dejar de protestar por ello.
—Nunca a lo largo de nuestra historia —declaró— un gran kan se atrevió a plantear semejante exigencia a su khadun. ¡Que Teylas lo considere como algo indigno de su vista! —Se volvió y escupió en la alfombra.
—Que Teylas lo interprete como quiera. Ahora, ¡di el juramento! —ordenó Yamun. Su tono puso punto final a la discusión.
Bayalun observó a su marido, mientras pensaba en sus opciones. Podía escuchar el crujido de la armadura provocado por su laboriosa respiración. Por fin, se prosternó de bruces delante del Khahan y, con el rostro apretado contra la alfombra, recitó las viejas palabras.
—Aunque tus descendientes sólo tengan un trozo de carne tirado en la hierba, que ni siquiera los cuervos quieren comer; aunque tus descendientes sólo tengan un trozo de grasa, que ni siquiera los perros quieren comer; incluso entonces mi familia te serviría. Jamás levantaremos el estandarte de otro para que ocupe tu trono.
—Y, así como lo escucha el Khahan, ilustre emperador de los tuiganos, así lo escucha Teylas —murmuró Yamun en respuesta. Su cuerpo se hundió un poco al pronunciar las palabras—. Ahora, querida Bayalun, sé que estás cansada. La audiencia ha concluido.
Furiosa por la humillación, la khadun se levantó apoyada en su bastón. Sin preocuparse de las formalidades de la despedida, salió de la yurta y apartó a bastonazos a los guardias que se interponían en su camino.
—Chanar, no te vayas. Quiero hacerte unas cuantas preguntas —ordenó el Khahan, cuando el general se puso en pie para retirarse. Chanar se detuvo y, tras un segundo de pánico, volvió a sentarse. Miró a su alrededor, preocupado de que la audiencia pudiese convertirse en una trampa.
Yamun dejó con toda intención que Chanar sufriese un poco. Cuando Koja ya suponía que el Khahan se había desmayado, se escuchó la voz del caudillo.
—General Chanar, mi
anda
, ¿por qué no estás en Semfar aconsejando a Hubadai? —Yamun dejó que su voz se apagara casi al final.
—Me encontraba enfermo, imposibilitado de viajar —contestó Chanar con voz tensa. Colocó las manos bien a la vista, con mucho cuidado—. Envié mensajeros para avisar de mi enfermedad.